[1] El editor Naigeon publicó este cuento, en 1798, con el título: Sur l’Inconséquence du Jugement Public de nos Actions Particulières. Se nota enseguida que es un título elefantiásico y feo; por eso he preferido el Madame de La Carlière de la edición de J. Assézat (París, 1875). Diderot escribió esta narración en septiembre de 1772. La disquisición meteorológica con la que comienza La Señora de La Carlière es prácticamente igual al diálogo entre A y B que abre el Suplemento al Viaje de Bougainville. Una repetición que no se sabe si atribuir al descuido, o si, como parece más probable, está hecha aposta. <<
[2] La Tournelle, que se ocupaba de lo criminal, era una de las cuatro Cámaras del Parlamento de París. En aquella época, se llamaba Parlamento a cada uno de los tribunales superiores de justicia, que tenían además atribuciones políticas y de policía. Por la Cámara Tournelle pasaban a turno los consejeros de las otras tres Cámaras. La Gran Cámara se componía de 25 consejeros laicos y 12 eclesiásticos, aparte de los presidentes y los consejeros honorarios. <<
[3] Este borceguí debe consistir sin duda en un aparato ortopédico. Sin embargo, la palabra en cuestión, brodequin, ha causado extrañeza incluso a los especialistas franceses. Jacques Proust señala que ningún diccionario francés hasta 1798 atribuye a la palabra brodequin (borceguí) un sentido ortopédico. Tampoco la Enciclopedia. Por el contrario, los diccionarios se limitan a describir borceguí como «calzado a la antigua en forma de bota pequeña». Prácticamente el mismo concepto que el que contiene la definición del Casares: «calzado abierto por delante, que llega hasta más arriba del tobillo y se ajusta por medio de cordones». Otro significado de brodequin en el setecientos era «instrumento de tortura para triturar las piernas». <<
[4] Esta petite comtesse era una tal señora Gourdan, celebérrima en el París de entonces por su doble condición de alcahueta de alto copete y de escritora de tres al cuarto. La aparición de esta condesita plantea un sobresalto narrativo y una sutil contradicción de fondo. Diderot la conocía requetebién. En ese caso, ¿por qué el narrador (el propio Diderot) finge tal indignación contra la Gourdan? ¿Hipocresía? No es eso; se trata más bien, y una vez más, de un ardid literario, de un juego inter nos, de una de las clásicas mixtificaciones de los cuentos diderotescos. <<
[5] Los vapores constituyeron un problema acuciante de la medicina del siglo XVIII. Tal como explica un artículo de la Enciclopedia publicado en 1765, la enfermedad en cuestión se debe: «a un vapor sutil que se eleva desde las partes inferiores del abdomen, sobre todo desde los hipocondrios y la matriz, hasta el cerebro; y que turba y llena de ideas extravagantes, pero generalmente desagradables». Joseph Raulin, autor del Tratado de las Afecciones vaporosas del Sexo (1758), escribe: «nada afecta más al sistema nervioso que el desarreglo de las evacuaciones propias de las mujeres; si sus menstruaciones son demasiado abundantes sobrevienen agotamientos, hipernerviosismos, que predisponen a las afecciones vaporosas y tísicas». Como se ve, sobre los vapores había teorías para todos los gustos. <<
[6] Este pasaje un tanto misterioso ha sido frecuentemente interpretado así: seguir la tiranía del público reporta ventajas, pero uno no se puede librar de ella como, en cambio, lo hizo Bruto con César. Jacques Proust, en su edición de los relatos de Diderot (Quatre Contes, Droz, 1964), cree que el párrafo se refiere a Pisón, que fue César durante sólo cinco días. <<