Los viajeros hablan de una especie de hombres salvajes que lanzan flechas envenenadas contra todo el que pasa. Es la viva imagen de nuestros críticos.

¿Os parece exagerada esta comparación? Me concederéis al menos que se parecen bastante a un hombre solitario que vivía en un valle rodeado de colinas por todas partes. Para él, ese espacio limitado era todo el universo. Daba un paso, recorría con la mirada su estrecho horizonte, y exclamaba: «Sé todo; he visto todo». Pero un día tuvo la tentación de ponerse en camino y de acercarse a algunos objetos que escapaban a su vista: trepa a la cima de una de las colinas. Cual no sería su estupor al ver el inmenso espacio que se extendía ante sus ojos. Entonces, cambiando de opinión, dijo: «No sé nada; no he visto nada».

He dicho que nuestros críticos se parecen a ese hombre; me he equivocado: permanecen en el fondo de su choza, y nunca pierden el alto concepto que tienen de sí mismos.

El papel de un escritor es un papel bastante vano; es el de un hombre que se cree en grado de dar lecciones al público. ¿Y el papel del crítico? Es más vano aún; es el de un hombre que se cree en grado de dar lecciones a quien se cree en grado de darlas al público.

El escritor dice: «Señores, escuchadme, puesto que soy vuestro maestro». ¡Y el crítico! «Es a mí, señores, a quien hay que escuchar puesto que soy el maestro de vuestros maestros».

Por su parte, el público toma partido. Si la obra del escritor es mala, se burla de ella; igual que de las observaciones del crítico si son falsas.

Tras lo cual, el crítico exclama: «¡Oh tiempos!, ¡oh costumbres! ¡Se ha perdido el buen gusto!». Y ya se ha consolado.

Por su cuenta, el escritor acusa a los espectadores, a los actores y a la cábala. Llama a sus amigos; les lee su obra antes de representarla: está destinada al triunfo. Pero vuestros amigos, ciegos o pusilánimes, no se atreven a deciros que es una pieza sin carácter, sin personajes y sin estilo; y creedme, el público casi nunca se equivoca. Vuestra obra fracasa porque es mala.

—Pero también vaciló El Misántropo, antes de tener éxito, ¿no?

Es verdad. ¡Qué socorrido, después de un fracaso, poder contar con este ejemplo! También lo recordaré yo, si alguna vez estreno una obra y me la silban.

La crítica se comporta de modo diverso con los vivos y con los muertos. ¿Ha muerto un escritor? Se encarga de destacar sus cualidades y de paliar sus defectos. ¿Vive? Lo contrario: destaca sus defectos y olvida sus cualidades. Y esto tiene una explicación: se puede corregir a los vivos; con los muertos no hay nada que hacer.

Sin embargo, el censor más severo de una obra es el propio escritor. ¡Cuánto se mortifica a sí mismo! Sólo él conoce el defecto secreto; casi nunca es el que señala la crítica. Esto me ha recordado a menudo lo que decía un filósofo: «¿Hablan mal de mí? ¡Ah si me conocieran como yo me conozco!…».

Los escritores y los críticos de la antigüedad empezaban por instruirse; no entraban en la carrera de las letras hasta no haber salido de las escuelas de filosofía. ¡Cuánto tiempo guardaba el escritor su obra antes de darla a conocer al público! De ahí esa corrección que no se debe más que a los consejos, a la lima y al tiempo.

Nosotros nos preocupamos demasiado por publicar: pero quizá nos falta inspiración y honestidad cuando cogemos la pluma.

Si el sistema moral está corrompido, el arte será falso.

La verdad y la virtud son las amigas de las bellas artes. ¿Queréis ser escritor?, ¿queréis ser crítico?: comenzad por ser honrados. ¿Qué se puede esperar del que es incapaz de conmoverse profundamente? ¿Y qué puede conmoverme más que la verdad y la virtud, las dos cosas más pujantes de la naturaleza?

Si me aseguran que un hombre es avaro, me costará trabajo creer que pueda producir algo grande. Ese vicio empequeñece el espíritu y endurece el corazón. Las desgracias públicas no cuentan nada para el avaro. A veces se alegra de ellas. Es duro. ¿Cómo podrá hacer algo sublime? Está constantemente agazapado sobre su caja de caudales. Ignora la velocidad del tiempo y la brevedad de la vida. Reconcentrado en sí mismo, no hace caridad. Valora más un pedazo de metal amarillo que la felicidad de su semejante. Nunca ha conocido el placer de dar al que lo necesita, de olvidar al que sufre, de llorar con el que llora. Es mal padre, mal hijo, mal amigo, mal ciudadano. Para excusar su propio vicio ha creado un sistema que inmola todos los deberes a su pasión. Si se propusiera pintar la conmiseración, la liberalidad, la hospitalidad, el amor a la patria, al género humano, ¿dónde iba a encontrar los colores? Cree, para sus adentros, que esas cualidades no son más que caprichos y locuras.

Después del avaro, para el que todos los medios son viles y pequeños, y que incluso se atrevería a cometer un delito con tal de conseguir dinero, el hombre de genio más limitado, más capaz de hacer el mal, el menos dotado para lo verdadero, lo bueno y lo bello, es el supersticioso.

Después del supersticioso, el hipócrita. El supersticioso tiene la vista turbia; el hipócrita, el corazón falso.

Si sois un bien nacido, si la naturaleza os ha dado un espíritu recto y un corazón sensible, escapad durante una temporada de la sociedad de los hombres; id a estudiaros a vos mismo. ¿Cómo puede dar un instrumento la nota justa si está desafinado? Elaborad nociones exactas de las cosas; comparad vuestra conducta con vuestros deberes; volveos honrado, y no creáis que este trabajo y este tiempo que tan bien empleados están para el hombre, no aprovechen al escritor. De la perfección moral que hayáis establecido en vuestro carácter y en vuestras costumbres, brotará un matiz de calidad y de justicia que se derramará sobre todo lo que escribáis. Si tenéis que describir el vicio, no olvidéis cuán contrario es al orden general y a la felicidad pública y particular; así lo describiréis con firmeza. Si tenéis que describir la virtud, ¿cómo podríais logar que los otros la amen, si vos no sois virtuoso? Al regresar entre los hombres, escuchad mucho a los que hablan bien; y hablad a menudo con vos mismo.

Amigo mío, vos ya conocéis a Aristo[2]; acerca de él quiero contaros lo que sigue. Tenía entonces cuarenta años. Se había entregado intensamente el estudio de la filosofía. Se le apodaba el filósofo porque no tenía ambiciones, era honrado, y la envidia nunca había alterado ni su dulzura ni su calma. Por lo demás, su talante era grave; sus costumbres, severas; sus razonamientos, austeros y simples. El manto de un viejo filósofo era casi la única cosa que le faltaba, porque era pobre y estaba contento con su pobreza.

Un día se propuso conversar algunas horas con sus amigos sobre la literatura o la moral, porque no le gustaba hablar de los asuntos públicos. Pero sus amigos no acudieron, y decidió pasearse solo.

Frecuentaba pocos lugares donde los hombres se reúnen. Le gustaban más los sitios apartados. Caminaba como soñando, y decía:

«Tengo cuarenta años. He estudiado mucho; me llaman el filósofo. Sin embargo, si se presentase alguien que me dijese: “Aristo, ¿qué es lo verdadero, lo bueno y lo bello?”, ¿tendría pronta la respuesta? No. “Pero, cómo, Aristo, ¿no sabéis qué es lo verdadero, lo bueno y lo bello? ¡Y permitís que os llamen el filósofo!”».

Tras algunas reflexiones sobre la vanidad de los elogios que se prodigan sin conocimiento y que se aceptan sin pudor, se puso a buscar el origen de esas ideas fundamentales de nuestra conducta y de nuestros juicios; así seguía razonando consigo mismo:

«Quizás no haya en la entera especie humana dos individuos que tengan un ligero parecido. La organización general, los sentidos, el aspecto exterior, las vísceras, son muy diversas. Las fibras, los músculos, los sólidos, los fluidos, son muy diversos. El espíritu, la imaginación, la memoria, las ideas, las verdades, los prejuicios, los alimentos, los ejercicios, los conocimientos, los estados, la educación, los gustos, la fortuna, los talentos, son muy diversos. Los objetos, los climas, las costumbres, las leyes, los hábitos, los usos, los gobiernos, las religiones, son muy diversas. Entonces, ¿cómo va a ser posible que dos hombres tengan precisamente el mismo gusto o las mismas nociones sobre lo verdadero, lo bueno y lo bello? La diversidad de la vida y la variedad de los acontecimientos bastarían por sí solos para justificar toda clase de opiniones.

»Y esto no es todo. En el mismo hombre todo se encuentra en una perpetua vicisitud, bien sea si consideramos el aspecto físico o el aspecto moral: la pena sucede al placer, el placer a la pena; la salud a la enfermedad, la enfermedad a la salud. Unicamente gracias a la memoria somos un mismo individuo para los otros y para nosotros mismos. Con la edad que tengo, puede que ya no me quede en el cuerpo ni una sola molécula de las que tenía al nacer. Desconozco el límite prescrito a mi existencia; pero cuando llegue el momento de devolver mi cuerpo a la tierra, seguramente ya no le quedará ninguna de las moléculas que tiene ahora. El alma es diferente en los diversos períodos de la vida. Yo balbuceaba de niño; ahora creo razonar, pero, razonando y todo, el tiempo pasa y retorno al balbuceo. Tal es mi condición y la de todos. Así pues, ¿cómo va a ser posible que haya uno solo entre nosotros que conserve el mismo gusto a lo largo de toda su existencia, que defienda las mismas opiniones siempre sobre lo verdadero, lo bueno y lo bello? Las revoluciones, causadas por la tristeza y la maldad de los hombres, bastarían por sí solas para alterar sus opiniones.

»Entonces, ¿está condenado el hombre a no ponerse de acuerdo ni con sus semejantes ni consigo mismo acerca de los únicos objetos que le importa conocer: la verdad, la bondad, la belleza? ¿Son estas cosas, locales, momentáneas y arbitrarias; palabras vacías de sentido? ¿No hay nada que sea como es? ¿Una cosa es verdadera, buena y bella cuando me lo parece? En fin, todas nuestras disputas sobre el gusto se podrían resolver con esta proposición: nosotros somos, vos y yo, dos seres diferentes; y yo mismo, ¿es que no soy diverso a cada instante?».

Aquí Aristo hizo una pausa; luego prosiguió:

«Ciertamente nuestras disputas no tendrán fin hasta que cada uno se considere tanto modelo como juez. Debe haber tantas medidas cuantos hombres, y el mismo hombre tendrá tantos módulos diferentes como períodos sensiblemente diferentes haya en su existencia.

»Esto me basta, me parece, para sentir la necesidad de buscar una medida, un módulo fuera de mí. Mientras no lo consiga, la mayor parte de mis juicios serán falsos y todos ellos, inciertos.

»Pero ¿dónde encontrar la medida invariable que busco y que me falta?… ¿En un hombre ideal que yo me formaré, a quien presentaré los objetos sobre los que deberá pronunciarse, y a quien me ceñiré hasta no ser más que su eco fiel?… Pero ese hombre será obra mía… ¡Qué importa si le creo a partir de elementos permanentes…! Pero, esos elementos permanentes, ¿dónde están?… ¿En la naturaleza?… Sea, pero ¿cómo ensamblarlos?… La cosa es difícil, ¿también imposible?… Cuando desespere de poder formarme un modelo perfecto, ¿se me dispensará de intentarlo?… No… Intentémoslo pues… Pero ¿a qué me he comprometido habida cuenta de que el modelo de belleza, aquel a quien se refirieron en todas sus obras los antiguos escultores, les costó tantas observaciones, estudios y fatigas?… Sin embargo, es preciso hacerlo, o bien oírse llamar Aristo el filósofo, y enrojecer».

En este punto, Aristo hizo una segunda pausa un poco más larga que la primera, tras la cual continuó:

«A primera vista, compruebo que el hombre ideal que busco es un ser compuesto como yo, y que los escultores, al determinar cuáles son las proporciones más bellas de este hombre, han plasmado una parte de mi modelo… Sí. Tomemos una estatua y animémosla… Démosla los órganos más perfectos que un hombre pueda tener. Dotémosla de todas las cualidades que un mortal pueda poseer, y habremos realizado nuestro modelo ideal… Sin duda… ¡Pero qué estudio!, ¡qué trabajo! ¡Cuántos conocimientos físicos, naturales y morales hay que acumular! No conozco ninguna ciencia, ningún arte en el que no me haya tenido que versar profundamente. Sólo así podré yo poseer el modelo ideal provisto de toda verdad, toda bondad y belleza… Claro que no seré capaz de formar ese modelo general ideal a menos de que los dioses no me concedan su inteligencia y me prometan su eternidad: heme aquí de nuevo inmerso en las incertidumbres de las que me proponía liberar».

Aristo, triste y pensativo, se detuvo de nuevo en este punto.

«Pero ¿por qué —prosiguió tras un momento de silencio— no imito yo también a los escultores? Ellos se han fabricado un modelo que se acomoda a sus exigencias; yo tengo las mías… Que el literato se haga un modelo ideal con el más perfecto de los literatos, y que juzgue por boca de este hombre las producciones de los otros y las suyas propias. Que el filósofo haga igual… Todo lo que parezca bueno y bello a su modelo, lo será. Este es el mecanismo de sus decisiones… El modelo ideal será tanto más apreciable y severo cuanto más amplios sean sus conocimientos… No hay nadie, y no puede haber nadie, que juzgue que todo es igualmente verdadero, bueno y bello. No: y es quimérico creer que el hombre de buen gusto es quien lleva en sí mismo el modelo general ideal de toda perfección.

»Pero ¿qué uso haré —cuando lo tenga— de ese modelo ideal que es propio de mi calidad de filósofo, ya que se me quiere llamar así? El mismo que han hecho del que tenían los pintores y los escultores. Lo modificaré según las circunstancias. Esta es la segunda reflexión a la que ahora me dedicaré.

»El estudio encorva al literato. El ejercicio hace más marcial la marcha del soldado. La costumbre de llevar fardos dobla los riñones al mozo de cuerda. La mujer gorda echa la cabeza para atrás. El jorobado mueve sus brazos de forma distinta del que no lo es. Estas son observaciones que, multiplicadas hasta el infinito, forman al escultor y le enseñan a alterar, fortalecer, debilitar, desfigurar y transformar a su antojo el modelo ideal. El estudio de las pasiones, costumbres, caracteres, usos, enseñará al pintor del hombre a alterar su modelo y a no considerar al hombre a secas, sino al hombre bueno o malo, paciente o colérico.

»De esta forma, de un solo simulacro emanará una infinita variedad de representaciones diferentes destinadas a la escena o al lienzo. ¿Se trata de un poeta? ¿Se trata de un poeta que compone? ¿Qué compone, una sátira o un himno? Si una sátira, debe enfurecerse: poner la vista torva, la cabeza hundida entre los hombros, la boca cerrada, los dientes apretados, la respiración contenida y ahogada. ¿Se trata de un himno? Debe entusiasmarse: tener la cabeza alta, la boca entreabierta, la vista perdida en el cielo, aire de inspiración y de éxtasis, la respiración ansiosa y jadeante. Conseguido el éxito, ¿no tendrá visos diferentes la alegría de estos dos hombres?».

Tras esta conversación consigo mismo, Aristo pensó que todavía tenía mucho que aprender. Volvió a su casa. Se encerró durante quince años. Se dedicó a la historia, a la filosofía, a la moral, a las ciencias y a las artes; y, a los cincuenta años, fue un hombre honrado, un hombre instruido, un hombre de buen gusto, gran escritor y excelente crítico.