—¿Regresamos?

—Es temprano.

—¿Veis esos nubarrones?

—No temáis; se disolverán ellos solos, sin la ayuda del menor soplo de viento.

—¿Creéis?

—Lo he observado a menudo en verano, cuando hace calor. La parte baja de la atmósfera, que la lluvia ha liberado de su humedad, recoge una porción del espeso vapor que forma ese oscuro velo que os oculta el cielo. La masa de este vapor se distribuirá equilibradamente por toda la masa del aire; y, gracias a esta exacta distribución o combinación, como más os guste llamarla, la atmósfera se volverá transparente y luminosa. Se trata de un experimento que realizamos en nuestros laboratorios y que se ejecuta a gran escala por encima de nuestras cabezas. Dentro de algunas horas, varios puntos azules comenzarán a traspasar las nubes enrarecidas; las nubes se enrarecerán cada vez más; los puntos azules se multiplicarán y se extenderán; muy pronto no sabréis lo que ha sido de aquel crespón negro que os asustaba; y os sorprenderá y deleitará la nitidez del aire, la pureza del cielo y la belleza del día.

—Es cierto, porque, mientras hablabais, yo estaba mirando y el fenómeno parecía que se ejecutaba a vuestras órdenes.

—Este fenómeno no es más que una especie de disolución del agua en el aire.

—También el vapor que empaña la superficie exterior de un vaso lleno de agua helada, no es más que una especie de precipitación.

—Y esos enormes globos que nadan o permanecen colgados en la atmósfera no son más que una superabundancia de agua que el aire saturado no puede disolver.

—Se quedan allí como grumos de azúcar en el fondo de una taza de café que ya no puede absorber más.

—Exacto.

—Entonces me aseguráis a nuestra vuelta…

—El cielo más estrellado que nunca hayáis visto.

—Ya que vamos a seguir paseando, ¿podréis decirme, vos que conocéis a todos los que frecuentan este lugar, quién es ese personaje alto, seco y melancólico, que está sentado, que no ha dicho una palabra y a quien los demás contertulios, dispersándose, han dejado solo en el salón?

—Es un hombre cuyo dolor respeto verdaderamente.

—¿Cómo se llama?

—Es el caballero Desroches.

—¿Ese Desroches que después de heredar una inmensa fortuna tras la muerte de su avaro padre, se ha hecho célebre por su derroche, sus galanteos y la variedad de sus ocupaciones?

—El mismo.

—¿Es ese loco que ha sufrido toda clase de metamorfosis, y que lo mismo iba vestido con alzacuello, con toga o de uniforme?

—Sí, ese loco.

—¡Cuánto ha cambiado!

—Su vida es un sinfín de acontecimientos singulares. Es una de las más desgraciadas víctimas de los caprichos de la suerte y de los desconsiderados juicios de los hombres. Cuando dejó la Iglesia por la magistratura, su familia puso el grito en el cielo; y toda la gente necia, que siempre toma el partido de los padres contra los hijos, se puso a chismorrear al unísono.

—También se armó un buen jaleo cuando dejó la magistratura para entrar en la milicia.

—¿Y qué fue esto sino una enérgica decisión de la que nos vanagloriaríamos tanto vos como yo? Sin embargo, sirvió para calificarle del mayor calavera de la historia. Luego os extrañáis de que el desenfrenado cotilleo de esta gente me moleste, me impaciente y me ofenda.

—A fe mía que os confieso que he juzgado a Desroches como todo el mundo.

—Así pasa que de boca en boca —ridículos ecos unas de otras— se juzga vil a un hombre caballeroso; ingenioso, a un tonto; honrado, a un bribón; valeroso, a un insensato; y a la inversa. No, no merece tener en cuenta la aprobación o la desaprobación de esos impertinentes habladores sobre la conducta de Desroches. Por todos los diablos, escuchad y morid de vergüenza.

A Desroches le nombraron muy joven consejero en el Parlamento; gracias a circunstancias favorables, llega rápidamente a la Gran Cámara; a su vez pertenece a la Cámara Tournelle[2], y es uno de los relatores en un proceso. Tras sus conclusiones, se condena al malhechor a la pena capital. Es costumbre que el día de la ejecución los que han dictado la sentencia del tribunal se reúnan en el ayuntamiento para escuchar allí la última voluntad del reo, si es que éste la tuviera, como ocurrió en esta ocasión. Era invierno. Desroches y su colega estaban sentados ante el fuego cuando les anunciaron la llegada del condenado. Llevaban a este hombre, descoyuntado por las torturas sufridas, tendido en un colchón. Al entrar, se incorpora, dirige la vista al cielo, grita: «¡Santo Dios! Tus juicios son justos». Estaba siempre sobre su colchón, a los pies de Desroches. «¡Y sois vos, señor, quien me ha condenado!» le dijo apostrofándole con tono duro. «Soy culpable del crimen del que se me acusa; sí, lo soy, lo confieso. Pero de esto vos no sabéis nada». Luego, tras la revisión de todo el proceso, demostró, tan claramente como la luz del día, que ni las pruebas tenían consistencia, ni la sentencia era justa. Desroches, acometido por un temblor universal, se levanta, se desgarra la toga, y renuncia para siempre al peligroso oficio de pronunciarse sobre la vida de los hombres. ¡Y por esto le llaman loco! Un hombre como él, que se conoce y que teme envilecer la sonata con las malas costumbres, o encontrarse un día manchado con la sangre de un inocente.

—Se ignoran estas cosas.

—Cuando uno no sabe, se calla.

—Pero para callarse, hay que desconfiar.

—¿Y qué inconveniente hay en desconfiar?

—Rechazar la opinión de veinte personas a las que se estima, en favor de la de un desconocido.

—Bueno, señor mío, no os pido tantas garantías cuando de lo que se trata es de asegurar el bien.

—Pero ¿y el mal?…

—Dejemos esto; me desviáis de mi relato y me ponéis de mal humor. Sin embargo, Desroches tenía que ocuparse en algo. Armó una compañía de soldados.

—Es decir, dejó el oficio de condenar a sus semejantes, por el de matarles sin ninguna clase de juicio.

—No comprendo cómo se pueda bromear en un caso como este.

—¿Y qué queréis? Vos estáis triste y yo estoy alegre.

—Hay que conocer el resto de la historia de Desroches para apreciar el valor de la cháchara pública.

—Lo sabré, si vos queréis.

—Va para largo.

—Tanto mejor.

—Desroches lucha en la campaña de 1745 y se comporta valerosamente. Escapa de los peligros de la guerra, de doscientos mil tiros de fusil, y resulta que se parte la pierna a causa de un caballo espantadizo, a doce o quince leguas de la casa de campo donde había previsto fijar su cuartel de invierno. ¡Sólo Dios sabe cómo fue interpretado este accidente por nuestros simpáticos murmuradores!

—Hay ciertos personajes de los que la gente se suele reír y a los que no se compadece en absoluto.

—¡Ya! Es algo muy gracioso un hombre con la pierna rota. Bien, reíd, impertinentes graciosos, reíd; pero sabed que quizás le hubiera valido más a Desroches que una bala de cañón se le hubiese llevado por delante, o haber quedado en el campo de batalla con el vientre despanzurrado de un bayonetazo. Este accidente le ocurrió en un pueblo de mala muerte, donde los únicos alojamientos decentes eran la casa del cura o el castillo. Le llevaron al castillo, que pertenecía a una joven viuda llamada de La Carlière, señora del lugar.

—¿Quién no ha oído hablar de la señora de La Carlière? ¿Quién no ha oído hablar de sus ilimitadas condescendencias para con su viejo y celoso marido, a quien la avaricia de sus padres la había sacrificado a los catorce años?

—A esta edad, cuando de ordinario se acepta el más serio de los compromisos simplemente por ponerse un poco de colorete o por llevar unos bonitos bucles, la señora de La Carlière ya fue con su primer marido la mujer de conducta más reservada y honesta.

—Lo creo, ya que me lo aseguráis.

—Acogió y trató al caballero Desroches con todas las atenciones imaginables. Sus negocios la reclamaban en la ciudad; a pesar de sus negocios y de las constantes lluvias de un feo otoño que, al hinchar las aguas del cercano río, el Marne, la exponían a no poder salir de casa más que en barca, prolongó su estancia en el campo hasta que Desroches se curó completamente. Ya está curado; ya está junto a la señora de La Carlière en un mismo coche que les lleva a París; ya tenemos al caballero, rebosante de agradecimiento y prendido de su joven, rica y bella enfermera.

—Es cierto que era una criatura celestial; hacía sensación cada vez que iba al teatro.

—¿La habéis visto allí?…

—Sí.

—A lo largo de una intimidad que duró varios años, el enamorado caballero, que no era indiferente a la señora de La Carlière, le había propuesto contraer matrimonio; pero el reciente recuerdo de las penas que había padecido bajo la tiranía de su primer esposo y, aún más, la reputación de galanteador a la que el caballero se había hecho acreedor por una multitud de aventuras, asustaban a la señora de La Carlière, que no creía en la conversión de hombres de este carácter. En aquel tiempo tenía un pleito con los herederos de su marido.

—¿Y no hubo más habladurías con motivo de este pleito?

—Muchas, y de todos los colores. Imaginad si Desroches, que había conservado numerosos amigos entre los jueces, iba a descuidar los intereses de la señora de La Carlière.

—¡Es de suponer que la señora de La Carlière se lo agradeció!

—Desroches no cesaba de asediar a los jueces.

—Lo cómico es que, perfectamente curado de su fractura, no les visitaba nunca sin ponerse un borceguí[3]. Se imaginaba que sus peticiones, reforzadas por el borceguí, eran más conmovedoras. Lo que pasaba es que unas veces se lo ponía en el pie derecho, y otras, en el izquierdo, y algunas veces se notaba.

—Además, para distinguirle de su padre que tenía el mismo nombre, le llamaron «Desroches el Borceguí». Sin embargo, gracias al buen derecho y al patético borceguí del caballero, la señora de La Carlière ganó su pleito.

—Y se convirtió en la señora Desroches.

—¡Vais muy de prisa! No os gustan los detalles banales; bien, os los voy a ahorrar. Ambos estaban de acuerdo; ya se acercaba el día de la boda, cuando la señora de La Carlière, después de una comida de gala, ante una numerosa compañía compuesta por las dos familias y un cierto número de amigos, con porte majestuoso y tono solemne, se dirigió al caballero y le dijo:

«¡Señor Desroches, escuchadme. Hoy somos libres tanto el uno como el otro; mañana ya no lo seremos; y yo quiero convertirme en la dueña de vuestra felicidad o de vuestra desdicha; y vos, igual. He reflexionado mucho. Dignaos pensar en ello seriamente. Si seguís sintiendo esa propensión a la inconstancia que os ha dominado hasta hoy; si yo no os bastase para colmar todos vuestros deseos, no os comprometáis. Os lo ruego encarecidamente, tanto por vos como por mí. Pensad que así cuanto menos creo merecer ser olvidada, más vivamente me dolería un agravio. Soy vanidosa, y mucho además. No sé odiar; pero nadie sabe despreciar mejor que yo, y mi desprecio es perpetuo. Mañana, al pie del altar, juraréis que me pertenecéis, y que sólo yo os pertenezco. Reflexionad; preguntad a vuestro corazón antes de que sea demasiado tarde; pensad que está en juego mi vida. Caballero, se me hiere fácilmente; y la herida de mi alma no cicatriza nunca; sangra siempre. No me quejaré, porque la queja que al principio importuna, acaba por amargar el mal; y porque la compasión es un sentimiento que degrada a quien lo inspira. Me encerraré en mi dolor; y de él moriré. Caballero, os voy a entregar mi persona y mi fortuna, voy a poner en vuestras manos mi voluntad y mis caprichos; vos seréis todo en el mundo para mí; pero es preciso que yo sea todo el mundo para vos; no me contento con menos. Soy, creo, la única para vos en este momento; y ciertamente vos lo sois para mí; pero es muy posible que encontremos, vos una mujer más amable; yo, a alguien que me lo parezca. Si la superioridad de los méritos del otro —reales o supuestos— justificase la infidelidad, se acabarían las buenas costumbres. Yo soy una mujer de buenas costumbres, quiero tenerlas y quiero que vos también las tengáis. Pretendo conseguiros sin reservas, con todos los sacrificios imaginables. Estos son mis derechos, estos son mis títulos, a los que no renunciaré por nada del mundo. Haré todo lo posible para que no sólo no seáis infiel, sino para que, según la opinión de los hombres sensatos y la opinión de vuestra propia conciencia, seáis el último de los hombres ingratos. Acepto el mismo reproche si no respondo, mejor de cuanto esperáis, a vuestros desvelos, a vuestras atenciones, a vuestro afecto. He sabido de lo que era capaz al lado de un marido que no me hacía fáciles ni agradables los deberes de esposa. Ahora ya sabéis lo que podéis esperar de mí. Ved lo que tenéis que temer de vos mismo. Habladme, caballero, habladme claramente. O me convertiré en vuestra esposa o seguiré siendo vuestra amiga; la alternativa no es cruel. Amigo mío, mi entrañable amigo, os suplico que no me obliguéis a detestar, a abandonar al padre de mis hijos, y acaso, en un acceso de desesperación, a rechazar sus inocentes caricias. Que pueda, durante toda mi vida, con un renovado amor, reconoceros en ellos y alegrarme de haber sido su madre. Dadme la mayor prueba de confianza que una mujer honrada nunca haya solicitado a un hombre caballeroso; rechazadme si creéis que mi precio es demasiado alto. Lejos de sentirme ofendida, os abrazaré; y el amor de las que habéis cautivado, y las insulsas galanterías que las habéis tributado, nunca os habrán valido un beso tan sincero, tan dulce, como el que habréis obtenido de vuestra franqueza y de mi agradecimiento!».

—Creo haber oído hace tiempo una parodia muy cómica de este discurso.

—¿Y hecha por alguna buena amiga de la señora de La Carlière?

—A fe mía que la recuerdo; lo habéis adivinado.

—¿Y no bastaría esto para retirarse en lo más profundo de un bosque, lejos de toda esta decente canalla para la que no hay nada sagrado? Me iré; esto tiene que acabarse así. Estoy más que decidido, me iré. Los asistentes al banquete, que habían comenzado por sonreír, terminaron derramando lágrimas. Desroches se arrojó a los pies de la señora de La Carlière, prorrumpió en tiernas y discretas quejas; no omitió nada de lo que podía agravar o excusar su conducta pasada; comparó a la señora de La Carlière con otras mujeres que había conocido y abandonado; de este parangón justo y adulador sacó argumentos para convencerla y guardarse a sí mismo de la inclinación a la moda, de la efervescencia de la juventud, del vicio de las costumbres imperantes, más que del suyo propio; no dijo nada que no pensara y que no estuviera dispuesto a hacer. La señora de La Carlière le miraba, le escuchaba, intentaba penetrar en sus palabras, y todo lo interpretaba a su favor.

—¿Y por qué no, si era verdad?

—La señora de La Carlière le había dado una mano, que él besaba y apretaba contra su corazón, que volvía a besar, que mojaba con sus lágrimas. Todo el mundo se hacía partícipe de su ternura; todas las mujeres sentían lo mismo que la señora de La Carlière; todos los hombres, lo mismo que el caballero.

—La honradez logra el efecto de que los asistentes a una reunión no tengan más que un pensamiento y un alma. ¡Cómo se estiman, cómo se aman todos en estos momentos! Por ejemplo, ¡qué bella es la humanidad en el teatro! ¡Por qué hay que separarse tan pronto! ¡Son tan buenos y tan felices los hombres cuando la honradez preside sus buenas obras, las confunde, las unifica!

—Estábamos gozando de esta felicidad que nos hermanaba, cuando la señora de La Carlière, en un momento de exaltación, se levantó y dijo a Desroches: «Caballero, todavía no os creo, pero os creeré en seguida».

—La condesita[4] representaba sublimemente el entusiasmo de la señora de La Carlière.

—Tiene más condiciones para representarlo que para sentirlo. «Los juramentos pronunciados al pie del altar…». ¿Reís?

—Demontre, os pido perdón; pero es que todavía me parece estar viendo de puntillas a la condesita, y oyendo su enfático tono.

—Pero bueno, sois un malvado, un pervertido como toda esta gente. Me callo.

—Os prometo que no volveré a reír.

—Tened cuidado.

—Vale; «los juramentos pronunciados al pie del altar…

—… han sido acompañados de tantos perjurios, que no me fío de la solemne promesa que haremos mañana. La presencia de Dios es menos temible para nosotros que el juicio de nuestros semejantes. Acercaos, señor Desroches. Tened mi mano; dadme la vuestra y juradme una fidelidad, un afecto eterno; las personas aquí presentes son testigos. Permitidme que, si me dais legítimos motivos de queja, os denuncie ante este tribunal para así exponeros a su indignación. Permitid que se reúnan a mi llamada, que os llamen traidor, ingrato, pérfido, falsario, malvado. Son mis amigos y los vuestros. Permitid que os abandonen el día en que yo os pierda. Vosotros, amigos míos, juradme que le dejaréis solo».

Inmediatamente, gritos confusos resonaron en el salón: «¡Lo prometo!», «¡lo permito!», «¡lo consiento!», «¡lo juramos!». Y en medio de este delicioso tumulto, el caballero que estrechaba entre sus brazos a la señora de La Carlière, la besaba en la frente, en los ojos, en las mejillas. «Pero ¡caballero!».

—«Pero, señora, la ceremonia ha terminado; soy vuestro esposo, vos sois mi mujer».

—«En la selva, quizás; aquí ya sabéis que todavía falta una formalidad de rigor. Para que podáis esperar mejor, tened mi retrato; disponed de él como más os plazca. ¿No habéis encargado el vuestro? Si ya lo tenéis, dádmelo…».

Desroches dio su retrato a la señora de La Carlière. Se lo colgó en la pulsera. Durante el resto del día se hizo llamar señora Desroches.

—Estoy impaciente por saber en qué va a quedar todo esto.

—Un poco de paciencia. Os he prometido que iba para largo y debo mantener mi palabra. Pero… es verdad…, esto ocurría cuando realizabais ese gran viaje. Entonces estabais ausente del reino.

Durante dos años, dos años enteros, Desroches y su mujer fueron los esposos más unidos, más felices. Se pensó que Desroches se había corregido por completo; y efectivamente, lo había hecho. Sus compañeros de libertinaje, que habían oído hablar de la escena que os acabo de contar, y que se habían divertido con ella, decían que realmente era el cura el que traía desgracia, y que la señora de La Carlière había descubierto, al cabo de dos mil años, el secreto para esquivar la maldición del sacramento. Desroches tuvo un hijo de la señora de La Carlière, a quien llamaré señora Desroches hasta que me convenga llamarla de otra forma. Quiso criarlo ella misma por encima de todo. Fue un largo y peligroso intervalo para un hombre joven, de ardiente temperamento, y poco adaptable a esta especie de régimen. Mientras la señora Desroches atendía sus obligaciones de madre, su marido se prodigó en sociedad; y tuvo la desgracia de encontrar un día en su camino a una de esas mujeres seductoras, engañosas, irritadas secretamente al ver en los otros una paz que ellas no poseen; una de esas mujeres cuyo empeño y único consuelo parece ser hundir a los demás en la miseria que sufren.

—Esta es vuestra historia, pero no la suya.

—Desroches, que se conocía, que conocía a su mujer, que la respetaba, que la temía…

—Es casi la misma cosa…

—… no se separaba de su lado. Su hijo, al que amaba con locura, estaba casi tan a menudo entre sus brazos que entre los de su madre. Para aliviar su honrada, pero penosa tarea, junto con algunos amigos comunes, entretenía a su esposa con una serie de diversiones domésticas.

—¡Qué hermosura!

—Ciertamente. Uno de sus amigos había trabajado para el gobierno. El ministerio le debía una suma considerable que constituía casi toda su fortuna, y cuyo cobro solicitaba en vano. Confió su problema a Desroches. Este, tratando de solucionar el asunto, se acordó de que antaño había mantenido muy buenas relaciones con una mujer bastante influyente. Se calló. Pero, al día siguiente, vio a esta mujer y le habló. Ella se alegró de volver a encontrar y de poder servir a un hombre tan galante, al que había amado tiernamente y luego sacrificado por más ambiciosas miras. A este primer encuentro siguieron otros varios. Era una mujer encantadora. Claro que hacía cosas que no debía hacer. Además, su forma de explicarse no era equívoca. Desroches vaciló durante algún tiempo; no sabía cómo comportarse.

—A fe mía que no sé por qué.

—Pero, a medias por gusto, por falta de ocupación o debilidad; a medias por miedo a que un miserable escrúpulo…

—Sobre una diversión que a su mujer la iba a dejar bastante indiferente…

—… enfriase el interés de la protectora de su amigo o impidiese el éxito de su negociación, olvidó un poco a la señora Desroches y se enredó en una aventura que su cómplice era la primera interesada en mantener secreta, e inició una correspondencia necesaria y frecuente. Se veían poco, pero se escribían a menudo. Yo a los amantes les he dicho cien veces: No escribáis; las cartas os perderán; tarde o temprano el azar desviará una de ellas de su dirección. El azar combina todos los casos posibles y no precisa más que de un poco de tiempo para originar la situación fatal.

—¿No os ha hecho caso nadie?

—Y todos se han perdido, y Desroches, lo mismo que cien mil que le han precedido y que cien mil que le seguirán. Guardaba las cartas en uno de esos pequeños cofres forrados de láminas de acero. Tanto en la ciudad como en el campo, el cofre permanecía bajo llave dentro de un escritorio. Durante los viajes iba en uno de los baúles de Desroches, en la baca del coche. Esta vez también viajaba allí. Parten; llegan. Al apearse, Desroches da el cofre a un criado para que lo lleve a su habitación, a donde se llegaba atravesando la de su mujer. Allí, se rompe el asa, cae el cofre, se desprende la tapa, y ya tenemos un montón de cartas desperdigadas a los pies de la señora Desroches. Recoge algunas y se convence de la perfidia de su esposo. Siempre se acordó de este instante con escalofríos. Un día me confesó que un sudor frío le había bañado todo el cuerpo, y que sintió como si una garra de hierro le apretase el corazón y le estrujase las entrañas. ¿Qué va a ser de ella? ¿Qué va a hacer? Reflexionó; recordó que estaban de su parte la razón y la fuerza. Eligió las cartas más significativas; arregló el cofre y ordenó al criado que lo colocase en la habitación de su amo sin decir ni media palabra de lo que acababa de ocurrir, so pena de ser despedido inmediatamente. Había prometido a Desroches que no oiría ni una queja de su boca; mantuvo su palabra. No obstante, le embargó una gran tristeza; a veces lloraba; quería estar sola, en casa y durante el paseo; se hacía servir la comida en su habitación; guardaba un silencio continuo; no se le escapaban más que suspiros involuntarios. El afligido, pero tranquilo Desroches, achacaba su estado a los vapores[5], aunque las mujeres que crían no suelen sufrirlos. En muy poco tiempo, la salud de su mujer se debilitó hasta el punto de que tuvieron que dejar el campo y volver a la ciudad. Su marido le dio permiso para viajar en otro coche. De vuelta aquí, se comportó tan reservada y diestramente, que Desroches, que no se había dado cuenta de la sustracción de las cartas, no observó en los ligeros desdenes de su mujer, en su indiferencia, en los suspiros que dejaba escapar, en sus lágrimas contenidas, en su gusto por la soledad, sino los síntomas habituales de la indisposición que la atribuía. Algunas veces, Desroches le aconsejaba que dejase de dar de mamar a su hijo; pero éste era precisamente el único medio de alejar, mientras le conviniese, una explicación entre ella y su marido. Desroches seguía, pues, viviendo al lado de su mujer sin la menor sospecha sobre el misterio de su conducta, cuando una mañana su mujer se le presentó grave, noble, digna, vestida con el mismo traje y engalanada con los mismos adornos que había llevado en la ceremonia familiar de la víspera de su matrimonio. La nobleza de su porte compensaba con creces toda la lozanía y la salud que había perdido, todos los encantos que le había robado la secreta pena que la consumía. Desroches escribía a su amante cuando entró su mujer. La turbación se apoderó del uno y del otro; pero ambos eran igualmente hábiles y tenían interés en disimular; así que la turbación fue pasajera. «¡Oh, mujer mía —exclamó Desroches al verla, mientras arrugaba, como distraídamente, el papel que había escrito—. Qué guapa estáis! ¿Qué proyectos tenéis para hoy?». «Mi proyecto, señor, es reunir a las dos familias. Están invitados nuestros amigos, nuestros parientes, y también cuento con vos». «Por supuesto. ¿A qué hora os parece bien?». «¿Que a qué hora me parece bien? Pues… a la hora de costumbre». «Lleváis el abanico y los guantes, ¿vais a salir?». «Si me lo permitís». «¿Y podría saberse a dónde vais?». «A casa de mi madre». «Os ruego que le presentéis mis respetos». «¿Vuestros respetos?». «Naturalmente».

La señora Desroches no volvió hasta la hora de sentarse a la mesa. Habían llegado los convidados. La esperaban. Cuando apareció, se repitieron las mismas exclamaciones del marido. Los hombres, las mujeres, la rodearon, diciendo todos al mismo tiempo: «Hay que ver, ¡qué hermosa es!». Las mujeres retocaban el peinado de la señora. Los hombres, un poco alejados y mudos de admiración, se decían: «No. Ni Dios ni la naturaleza han hecho nada, no han podido hacer nada más imponente, más grande, más bello, más noble, más perfecto». «Pero, mujer mía —le decía Desroches— parece como si no os importara la impresión que nos habéis causado. Por favor, no sonriáis; una sonrisa, acompañada de tantos encantos, nos haría perder la cabeza». La señora Desroches contestó con un ligero gesto de indignación, volvió la cabeza, y se llevó el pañuelo a los ojos, que comenzaban a humedecerse. Las mujeres, que se fijan en todo, se preguntaban en voz baja: «¿Qué le pasa? Se diría que tiene ganas de llorar». Desroches, que les observaba, se llevaba la mano a la sien y les hacía un gesto como para indicar que la señora estaba un poco mal de la cabeza.

—Efectivamente, cuando me encontraba de viaje fuera de Francia, me escribieron para decirme que circulaba el sordo rumor de que la bella señora Desroches, antes de La Carlière, se había vuelto loca.

—Sirvieron la comida. La alegría se dibujaba en todos los rostros, salvo en el de la señora de La Carlière. Desroches bromeó un poco acerca de su aire de dignidad. Se conoce que no caía en la cuenta de la razón que asistía tanto a su mujer como a sus amigos, ya que no temía el peligro de una de sus sonrisas. «Mujer mía, si quisierais sonreír…». La señora de La Carlière fingió no oírle, y mantuvo su aire grave. Las mujeres dijeron que pusiese la cara que pusiese todas le iban a sentar tan bien, que se podía dejar que eligiese. Acaban de comer. Entran en el salón. Se forma un círculo. La señora de La Carlière…

—¿Queréis decir la señora Desroches?

—No; ya no me gusta llamarla así. La señora de La Carlière toca una campanilla; hace una señal. Le traen a su hijo. Le recibe temblando. Descubre su seno, le da de mamar, y lo devuelve a la aya después de haberle contemplado tristemente, besado y mojado con una lágrima que cayó sobre el rostro del niño. Dice, enjugándose esta lágrima: «No será la última». Pero pronunció estas palabras en un tono tan bajo, que apenas fueron oídas. El espectáculo enterneció a los asistentes y produjo un profundo silencio en el salón. Fue entonces cuando la señora de La Carlière se levantó y, dirigiéndose a los allí reunidos, dijo lo que sigue, o algo parecido:

«Parientes, amigos míos, todos vosotros estabais aquí el día en que prometí fidelidad al señor Desroches, y él me prometió la suya. Recordáis sin duda las condiciones con las que recibí su mano y le di la mía. Señor Desroches, hablad. ¿He sido fiel a mis promesas?…». «Escrupulosamente». «En cambio, vos señor, me habéis engañado, me habéis traicionado…». «¡Yo, señora!…». «Vos, señor». «¿Quiénes son los desgraciados, los indignos…?». «Aquí no hay más desgraciados que yo, ni más indignos que vos…». «Señora, mujer mía…». «Ya no lo soy…». «¡Señora!». «Señor, no añadáis la mentira y la arrogancia a la perfidia. Cuánto más os defendáis, más os acusaréis. Ahorraos el trabajo…».

Tras estas palabras, sacó las cartas de su bolso, enseñó algunas de soslayo a Desroches, y distribuyó las otras entre los asistentes. Cogían las cartas, pero no las leían. «Señores, señoras —decía la señora de La Carlière— leed y juzgadnos. No saldréis de aquí sin haber pronunciado vuestra sentencia». Luego, dirigiéndose a Desroches: «Vos, señor, debéis conocer la letra». Los invitados todavía dudaron, pero insistió tanto la señora de La Carlière que acabaron por leerlas. Mientras tanto, Desroches, temblando, inmóvil, había apoyado la cabeza contra un espejo, y daba la espalda a los convidados, a quienes no se atrevía a mirar. Uno de sus amigos se compadeció de él, le cogió de la mano y le sacó del salón.

—Cuando me contaron los detalles de esta escena, me dijeron que él se había comportado muy rastreramente, y su mujer, honrada pero ridículamente.

—La ausencia de Desroches hizo que todos se sintieran a sus anchas. Estuvieron de acuerdo en que era culpable; aprobaron el resentimiento de la señora de La Carlière, a condición de que no lo exagerase. Se agruparon a su alrededor; la presionaron, la suplicaron, la rogaron. El amigo que había sacado a Desroches entraba y salía, y le enteraba de lo que pasaba. La señora de La Carlière mantuvo firmemente una resolución que aún no se había explicado a sí misma. A todo quien pretendía defender a Desroches, respondía la misma cosa. Decía a las mujeres: «Señoras, no censuro vuestra indulgencia». A los hombres: «Señores, esto no puede ser; hemos perdido la confianza mutua, y ya no hay solución». Trajeron al marido. Estaba más muerto que vivo. Cayó, mejor que se arrojó, a los pies de su mujer; y allí permanecía sin hablar. La señora de La Carlière le dijo: «Señor, levantaos». Se levantó, y ella añadió: «Sois un mal esposo. Si sois, o no sois, un caballero, lo voy a saber pronto. No puedo ni amaros ni estimaros; es como confesaros que no estamos hechos para vivir juntos. Os dejo mi fortuna. Sólo reclamo una parte que sea suficiente para mi estricta subsistencia y la de mi hijo. Mi madre ya lo sabe. Me han preparado un alojamiento en su casa; permitiréis que me vaya a vivir allí inmediatamente. El único favor que os pido, y que tengo derecho a obtener, es que me ahorréis un escándalo, que no cambiaría mis propósitos y cuyo único efecto sería acelerar la cruel sentencia que habéis dictado contra mí. Permitid que me lleve al niño, y que espere así a que mi madre me cierre los ojos o que yo cierre los suyos. Por si os sentís apenado, sabed que seguramente mi dolor y la avanzada edad de mi madre pronto acabarán con ella».

Entretanto, todos lloraban a lágrima viva; las mujeres le cogían las manos; los hombres estaban consternados. Cuando la señora de La Carlière se dirigió hacia la puerta, llevando a su hijo en brazos, se oyeron sollozos y gritos. El marido gritaba: «¡Mujer mía!, ¡mujer mía!, escuchadme, no lo sabéis todo». Los hombres gritaban, las mujeres gritaban: «¡Señora Desroches!, ¡señora!». El marido gritaba: «Amigos míos, ¿vais a dejar que se vaya? Detenedla, detenedla entonces; que me oiga; que pueda hablarla». Le instaban a que fuera él a detenerla: «No —decía—, no sabría, no me atrevería: ¡yo ponerle la mano encima!, ¡tocarla!, no soy digno».

La señora de La Carlière se marchó. Yo estaba en casa de su madre cuando llegó agotada por los esfuerzos que había hecho. Tres de sus criados la habían bajado del coche y la llevaban en andas; les seguía la aya, pálida como la muerte, con el niño dormido sobre su pecho. Depositaron a la desdichada mujer en un sofá camilla, donde permaneció durante largo tiempo sin dar señales de vida, y bajo la vigilancia de su anciana y respetable madre, que se lamentaba sin proferir grito, que se agitaba a su lado, que quería socorrer a su hija sin poder hacerlo. Al fin, recobró el conocimiento; y sus primeras palabras, al abrir los párpados, fueron: «¡Entonces no estoy muerta! ¡Es tan dulce estar muerta! Madre, venid aquí, a mi lado, y muramos las dos juntas. Pero, si morimos, ¿quién cuidará del pobre niño?».

Luego, cogió las dos manos secas y temblorosas de su madre con una de las suyas; puso la otra sobre su hijo; empezó a derramar un torrente de lágrimas. Sollozaba, quería quejarse, pero un fuerte hipo interrumpía sus quejas y sus sollozos. Cuando pudo articular alguna palabra, dijo: «¡Será posible que él sufra tanto como yo!». Mientras tanto, los amigos de Desroches se ocupaban en consolarle y convencerle de que no duraría mucho el resentimiento de su mujer por una falta tan pequeña como la suya; pero que había que conceder un cierto tiempo al orgullo de una mujer altiva, sensible y ofendida; y que la solemnidad de tan extraordinaria ceremonia constituía para ella una cuestión de honor que la obligaba a una reacción violenta. «Nosotros tenemos un poco la culpa» —decían los hombres—… «Ciertamente, sí —decían las mujeres—; si hubiésemos contemplado esta sublime mojiganga con los ojos de la gente o de la condesa, no hubiera ocurrido nada de lo que ahora nos aflige… Lo que pasa es que las cosas que se hacen con un cierto aparato nos imponen respeto, y nos dejamos llevar por una estúpida admiración cuando lo que habría que hacer es encogerse de hombros y reír… Ya veréis, ya veréis el escándalo que esta escena va a desencadenar; nos van a poner verdes a todos».

—Entre nosotros: la cosa se prestaba.

—Desde este día, la señora de La Carlière volvió a usar su nombre de viuda, y no soportaba que la llamaran señora Desroches. Su puerta, que durante mucho tiempo estuvo cerrada para todo el mundo, lo estuvo para siempre para su marido. Desroches le escribió; ella quemó sus cartas sin abrirlas. La señora de La Carlière dijo a sus parientes y amigos que dejaría de ver al primero que intercediera por él. Los curas se mezclaron en el asunto sin resultado. Por lo que se refiere a las personas influyentes, rechazó su mediación con tanta altivez y firmeza que pronto la dejaron en paz.

—Sin duda dijeron que era una impertinente, una mojigata de tomo y lomo.

—Y a los demás les faltó tiempo para repetirlo. Mientras tanto, se adueñó de ella una profunda melancolía; perdió su salud con una rapidez increíble. Había tantas personas que estaban al corriente de esta inesperada separación y del motivo que la había originado, que pronto su caso se convirtió en el comadreo general. En este punto os ruego que desviéis vuestra atención, si puede ser, de la señora de La Carlière, para detenerla en la gente, en esa muchedumbre imbécil que nos juzga, que dispone de nuestro honor, que nos pone por las nubes o que nos arrastra por el fango, y que respetamos más cuanto más enérgicos y virtuosos somos. ¡Esclavos de la gente, vosotros podríais ser los hijos adoptivos del tirano; pero jamás veréis el cuarto día de los Idus de marzo!…[6]

No existía más que una opinión sobre la conducta de la señora de La Carlière: «Era una loca de atar… ¡Bonito ejemplo para dar y tomar!… Supondría separar de sus mujeres a las tres cuartas partes de los maridos… ¿Las tres cuartas partes, decís? ¿Acaso hay dos de cada cien que sean rigurosamente fieles?… Sin duda la señora de La Carlière es encantadora; había puesto sus condiciones, de acuerdo; es la belleza, la virtud, la honestidad personificadas. Añadid a esto que el caballero se lo debe todo. Pero querer además ser la única en todo un reino a la que el marido se atenga estrictamente, es una pretensión demasiado ridicula». Luego continuaba la gente: «Si este Desroches está tan enamorado, ¿por qué no apela a las leyes y hace entrar en razón a esta mujer?». Pensad lo que habría dicho la gente si Desroches o su amigo hubieran podido explicarse; pero todo les obligaba a callar. Refirieron inútilmente estas últimas habladurías al caballero. Hubiera recurrido a todo con tal de recobrar a su mujer excepto a la violencia. Por otra parte, la señora de La Carlière era una mujer que infundía respeto; y entre estas voces que la censuraban, se elevaban algunas que se atrevían a decir una palabra en su defensa; pero una palabra muy tímida, muy débil, muy reservada, menos convencida que cortés.

—Cuánto más equívocas sean las circunstancias, más son los tránsfugas que pasan a engrosar el partido de la cortesía.

—Exacto.

—Una desgracia persistente reconcilia a todos los hombres, y la pérdida de los encantos reconcilia a la mujer hermosa con todas las demás.

—Más exacto todavía. Efectivamente, cuando la bella señora de La Carlière se quedó en los huesos, los cotilleos de compasión se mezclaron con los de censura. «Extinguirse en la flor de su edad, marchitarse así, y a causa de la traición de un hombre al que había advertido, un hombre que debía conocerla y que no tenía más que un medio para corresponder a todo lo que ella había hecho por él; porque, entre nosotros, cuando Desroches se casó con ella, era un segundón de Bretaña que no tenía más que la capa y la espada… ¡Pobre señora de La Carlière!, ¡qué historia tan triste! Pero, bien mirado, ¿por qué no vuelve con él?… ¡Ah!, ¿por qué? Lo cierto es que cada cual tiene su carácter, y que ojalá fuesen más frecuentes caracteres de este tipo; nuestros señores y dueños tendrían más ojo».

Mientras las cotillas, sin dejar de hilar o bordar una prenda, se divertían tomando partido a favor o en contra, y mientras la balanza se inclinaba insensiblemente a favor de la señora de La Carlière, Desroches se encontraba en un deplorable estado de ánimo y de salud; pero nadie le veía. Se había retirado al campo, donde esperaba, con dolor y aflicción, un sentimiento de compasión que inútil y sumisamente había solicitado hasta lo indecible. Por su parte, reducida al último grado de depauperación y debilidad, la señora de La Carlière se vio obligada a confiar la cría de su hijo a una mercenaria. Temía que el cambio de leche causase un percance; y efectivamente así fue. Día tras día, el niño se fue debilitando y murió. Entonces dijo la gente: «¿No lo sabéis? La pobre señora de La Carlière ha perdido a su hijo… No hay quien la consuele… ¿Consolarla, decís? La suya es una pena que no se puede ni imaginar. La he visto; ¡qué lástima da! No puede más… ¿Y Desroches?… No me habléis de los hombres; son tigres. ¿Estaría en el campo si quisiera un poco a esta mujer?, ¿no hubiera acudido a verla?, ¿no la hubiera asediado por las calles, en las iglesias, en la puerta de su casa? Si uno se empeña verdaderamente, puede hacer que le abran cualquier puerta. Pero hay que insistir, acostarse en el umbral, morir allí si es preciso…». En realidad, Desroches había hecho todas estas cosas, lo cual se ignoraba; pero lo importante no es saber, sino hablar. Se hablaba pues… «El niño ha muerto… ¿Quién sabe si no hubiera sido un monstruo como su padre?… La madre se muere… ¿Y el marido, mientras, a qué se dedica?… ¡Bonita pregunta! Durante el día, corre por el bosque tras sus perros; por la noche, se dedica a la crápula con tipos de su calaña… Magnífico».

Otro acontecimiento. Cuando se casó, Desroches recibió los honores propios de su rango. La señora de La Carlière le había exigido que dejase el ejército y que cediese su regimiento a su hermano menor.

—Entonces, ¿Desroches tenía un hermano menor?

—El no. La señora de La Carlière.

—¿Y bien?

—Y bien. Mataron al joven en la primera batalla; por doquier se vocifera: «¡Desroches ha traído la desgracia a esta casa!». Oyéndoles, parecía como si el golpe que había matado al joven oficial había partido de la mano de Desroches. El desenfreno y la sinrazón fueron tan generales como inconcebibles. A medida que se sucedían las penas de la señora de La Carlière, la gente pintaba con tintes más negros el carácter de Desroches, se exageraba su traición; y sin ser ni poco ni mucho culpable, cada día se hacía más odioso. ¿Creéis que esto se acaba aquí? No, no. La madre de la señora de La Carlière ya había cumplido los setenta y seis años. Admito que la muerte de su nieto y el asiduo espectáculo del dolor de su hija bastaban para abreviar sus días, pero estaba enferma y decrépita. No importa: la gente olvidó su vejez y sus enfermedades; y Desroches fue de nuevo el responsable de su muerte. Pronto, la gente habló sin rodeos: Desroches no era más que un miserable a quien la señora de La Carlière no podía acercarse sin echar por los suelos todo el pudor; ¡era el asesino de su madre, de su hermano, de su hijo!

—O sea que, según esta bonita lógica, si la señora de La Carlière hubiese muerto, sobre todo tras una enfermedad larga y dolorosa que hubiese permitido hacer grandes progresos a la injusticia y al odio públicos, la gente hubiera considerado a Desroches el execrable asesino de toda la familia.

—Es lo que pasó, y lo que hizo la gente.

—¡Pero bueno!

—Si no me creéis, preguntad a cualquiera de los aquí presentes, y ya veréis lo que os dicen. Desroches se ha quedado solo en el salón porque, justo cuando entraba, todo el mundo le ha vuelto la espalda.

—¿Pero, por qué? Se puede saber que un hombre es un bribón; pero esa no es razón para no dirigirle la palabra.

—El asunto es relativamente reciente; y todas esas personas son parientes o amigos de la difunta. La señora de La Carlière murió el segundo domingo del pasado Pentecostés, ¿y sabéis dónde? En San Eustaquio, durante la misa mayor, en medio de los numerosos fieles asistentes.

—¡Qué locura! Se muere en la cama. ¿A quién se le ocurre morirse en la iglesia? Se ve que esta mujer decidió ser extravagante hasta el final.

—Sí, extravagante; esa es la palabra. Se encontraba un poco mejor. Se había confesado la víspera. Se creía con fuerzas suficientes como para ir a recibir el sacramento a la iglesia, en vez de hacérselo traer a casa. La llevan en una silla de mano. Oye la misa sin quejarse y, al parecer, sin sufrir. Llega el momento de la comunión. Sus criadas le dan el brazo y la conducen al comulgatorio. El cura le da la comunión, se inclina como para recogerse, y expira.

—¡Expira!

—Sí, expira extravagantemente, como habéis dicho.

—¡Sólo Dios sabe el tumulto que se organizaría!

—Dejemos eso; es sabido de sobra. Continuemos.

—De esta forma, la señora de La Carlière fue cien veces más apreciada, y su marido cien veces más abominable.

—Se entiende.

—¿No es esto todo?

—No. El azar quiso que Desroches se encontrase en el camino, cuando llevaban muerta a la señora de La Carlière desde la iglesia a su casa.

—Parece toda una conspiración contra este pobre diablo.

—Se acerca, reconoce a su mujer; grita. La gente se pregunta quién es ese hombre. De entre la multitud se eleva una voz indiscreta (era la de uno de los curas de aquella parroquia) que dice: «Es el asesino de esta mujer». Desroches añade, retorciéndose los brazos, mesándose los cabellos: «Sí, sí, soy yo». Inmediatamente, la gente se arremolina a su alrededor; le llenan de improperios; cogen piedras; y le hubieran lapidado en aquel mismo lugar, a no ser que algunas personas honradas no le hubieran salvado del furor del irritado populacho.

—¿Pero cuál había sido su comportamiento durante la enfermedad de su mujer?

—Inmejorable. Engañado, como todos nosotros, por la señora de La Carlière, que ocultaba a los otros, y que quizás se lo disimulaba a sí misma, su cercano fin…

—Entiendo; y sin embargo, le llamaron bárbaro, inhumano.

—Una bestia feroz que había hundido, poco a poco, un puñal en el pecho de una mujer divina, su esposa y bienhechora, a quien había dejado morir sin aparecer siquiera, sin dar la menor prueba de interés y de sensibilidad.

—Y todo esto por no haber sabido lo que se le ocultaba.

—Y que era ignorado, incluso por aquellos que vivían junto a la señora de La Carlière.

—Y que podían verla todos los días.

—Justamente; este es el juicio público sobre nuestras acciones privadas; hay que ver como una ligera falta…

—¡Oh! Ligerísima…

—Se agrava a los ojos de la gente a causa de una serie de acontecimientos que era imposible de todo punto prever e impedir.

—E incluso a causa de circunstancias completamente extrañas a la primera causa, tales como la muerte del hermano de la señora de La Carlière, a raíz de que Desroches le cediese el regimiento.

—Los murmuradores son, tanto para bien como para mal, alternativamente, ridículos panegiristas o absurdos censores. El acontecimiento constituye siempre la medida de su elogio o de su censura. Amigo mío, escuchadles si no os aburren; pero no les creáis, y no les imitéis jamás, si no queréis ser tan impertinente como ellos. ¿En qué pensáis? Estáis soñando.

—Voy a cambiar la tesis suponiendo un comportamiento más normal de la señora de La Carlière. Encuentra las cartas; se enfada. Al cabo de algunos días, el mal humor desemboca en una explicación y la almohada aconseja una reconciliación, como suele ocurrir. A pesar de las excusas, las protestas y los juramentos renovados, el carácter voluble de Desroches le arrastra a un segundo error. Otro enfado, otra explicación, otra reconciliación, otros juramentos, otros perjurios, y así sigue la cosa durante treinta años, como suele ocurrir. Entretanto, Desroches, que es un caballero, se dedica a reparar la ofensa, que es bastante pequeña, mediante múltiples desvelos, mediante una complacencia ilimitada.

—Como no siempre suele ocurrir.

—Nada de separación, nada de escándalo; viven juntos, como vivimos los demás; y la suegra, la madre, el hermano y el niño, se hubiesen muerto sin que nadie hubiese dicho ni media palabra.

—O simplemente se hubiera hablado para compadecer a un hombre desgraciado, perseguido por su sino, abrumado de desgracias.

—Es verdad.

—De lo que deduzco que no estáis muy lejos de despreciar como se merece a esta bestia ruin, de cien mil pérfidas cabezas y de otras tantas pérfidas lenguas. De todas formas, tarde o temprano no se recobra el sentido común, el buen juicio futuro rectifica la murmuración del presente.

—Así pues, ¿creéis que llegará el día en que se vean las cosas tal como son: que sea acusada la señora de La Carlière, y Desroches sea absuelto?

—Creo incluso que no está lejos ese día; en primer lugar, porque los ausentes nunca tienen razón, y no hay ausente más ausente que un muerto; en segundo lugar, porque se habla; se disputa; y cuando las historias más manidas reaparecen en la conversación, se juzgan con menos parcialidad: acaso veamos otros diez años aún a este pobre Desroches, arrastrando de casa en casa su desventurada existencia; la gente volverá a acercarse a él; le preguntarán; le escucharán; ya no tendrá ninguna razón para callarse; se sabrá lo que había en el fondo de su historia; y su desliz se quedará en nada.

—Que es lo que vale.

—Es más, creo que ambos somos lo suficientemente jóvenes como para oír calificar de inflexible y altiva mojigata a la señora de La Carlière; y esto porque unos incitan a otros; y puesto que sus juicios carecen de toda regla, sus chismes pueden ser ilimitados.

—Pero, si vos tuvieseis una hija casadera, ¿se la entregaríais a Desroches?

—Sin vacilar, porque fue el azar quien le hizo dar uno de esos pasos resbaladizos de los que ni vos, ni yo, ni nadie puede librarse; porque la amistad, la honradez, la generosidad, todas las circunstancias posibles habían favorecido su falta, y también su justificación; porque la conducta que ha observado, tras la voluntaria separación de su mujer, ha sido irreprochable; y porque, así como no apruebo a los maridos infieles, así tampoco aprecio a las mujeres que dan tanta importancia a esta infrecuente cualidad. Después de todo, tengo mis propias ideas, quizás justas, seguramente extrañas, acerca de ciertas acciones, a las que no considero tanto vicios del hombre como consecuencias de nuestras absurdas legislaciones, a su vez fuentes de costumbres tan absurdas como ellas mismas, y de una depravación a la que de buen grado llamaría artificial. Esto no está muy claro, quizás lo aclare en otra ocasión. Volvamos a casa. Desde aquí oigo que os llaman a gritos dos o tres de nuestras viejas cotorras; además, ya está declinando el día y la noche avanza con ese nutrido séquito de estrellas que os había prometido.

—Es verdad.