Vivían aquí dos hombres a los que podríamos considerar el Orestes y el Pílades de Bourbonne. Uno se llamaba Oliverio, y el otro Félix; habían nacido el mismo día, en la misma casa, y de dos hermanas. Les criaron con la misma leche, porque, al morir una de las madres en el parto, la otra se hizo cargo de los dos niños. Se educaron juntos; siempre se apartaban de los otros: se querían igual que se existe, que se vive: sin dudar; era un sentimiento constante que quizás nunca se habían manifestado el uno al otro. Oliverio había salvado una vez la vida a Félix, que se preciaba de ser un gran nadador, y que había estado a punto de ahogarse: ni el uno ni el otro se acordaban de ello. Cien veces Félix había sacado a Oliverio de enojosas situaciones a las que le había arrastrado su impetuoso carácter; y jamás a éste se le había pasado por la imaginación agradecérselo: volvían juntos a casa, sin hablarse o hablando de otra cosa.

Cuando les llamaron a filas, el primer aviso fatal le toco a Félix. Oliverio dijo: «El otro es para mí». Cumplieron su servicio militar; regresaron a casa: si con el mismo afecto que se tenían antes, es algo que no os podría asegurar, porque, hermanito[2], si bien las buenas acciones recíprocas cimientan las amistades interesadas, quizás no afecten a esas otras amistades que yo llamaría de buen grado animales y domésticas. En el ejército, durante una refriega, Oliverio estaba a punto de que le partiesen la cabeza de un sablazo; Félix, automáticamente, se antepuso, y quedó descalabrado: se dice que estaba orgulloso de esta herida; yo no lo creo. En Hastembeck[3], Oliverio había sacado a Félix del montón de cadáveres entre los que se encontraba. Cuando les preguntaban, a veces hablaban de las ayudas que habían recibido el uno del otro. Oliverio hablaba de Félix, Félix hablaba de Oliverio; pero no se alababan. Al cabo de un cierto tiempo de estancia en casa, se enamoraron; y el azar quiso que fuera de la misma chica. No hubo ninguna rivalidad entre ellos; el primero en darse cuenta de la pasión de su amigo se retiró: fue Félix. Oliverio se casó; y Félix, cansado de la vida sin saber por qué, emprendió toda clase de oficios peligrosos, el último de los cuales fue el de contrabandista.

No ignoráis, hermanito, que en Francia hay cuatro tribunales que juzgan a los contrabandistas: Caen, Reims, Valence y Toulouse; y que el más severo de los cuatro es el de Reims, presidido como está por un tal Coleau[4], el alma más cruel que nunca haya generado la naturaleza. Cogieron a Félix con las armas en la mano; le condujeron ante el terrible Coleau. Fue condenado a muerte, igual que otros quinientos que le habían precedido. Oliverio supo la suerte de Félix. Una noche, se levanta, y, sin decir nada a su mujer, se va a Reims. Se dirige al juez Coleau; se echa a sus pies, y le pide la gracia de ver y abrazar a Félix. Coleau le mira, se calla un momento, y le hace una seña para que se siente. Oliverio se sienta. Al cabo de media hora, Coleau saca su reloj y dice a Oliverio: «Si quieres ver vivo y abrazar a tu amigo, date prisa, está en camino; y si mi reloj marcha bien, le colgarán antes de diez minutos». Oliverio, fuera de sí, se levanta, descarga un enorme bastonazo sobre la nuca del juez Coleau, le deja tendido y medio muerto; corre hacia el patíbulo, llega, grita, golpea al verdugo, golpea a los corchetes, subleva al populacho indignado por estas ejecuciones. Vuelan las piedras; Félix, ya libre, huye; Oliverio piensa en salvarse: pero un gendarme le había atravesado el costado de un bayonetazo sin que se diera cuenta. Logró llegar hasta la puerta de la ciudad, pero no pudo ir más lejos; unos caritativos carreteros le echaron en su carro, y le depositaron en la puerta de su casa un instante antes de que expirase; no tuvo tiempo más que para decir a su mujer: «Mujer, acércate, que te abrace; me muero, pero el descalabrado se ha salvado».

Cuando una tarde dábamos nuestro habitual paseo, vimos delante de una choza a una mujer alta, con cuatro niños a sus pies; su compostura triste y firme atrajo nuestra atención, y nuestra atención atrajo la suya. Tras un momento de silencio, nos dijo: «Miren estos cuatro niños; yo soy su madre y ya no tengo marido». Logró conmovernos este noble modo de suscitar nuestra compasión. Le ofrecimos una limosna que aceptó con modestia: fue entonces cuando conocimos la historia de su marido Oliverio y de su amigo Félix. Nos hemos preocupado por ella, y espero que nuestra recomendación no le haya sido inútil. Ya veis, hermanito, que la magnanimidad y las grandes virtudes se dan en toda clase de condiciones y de países; que si uno muere oscuramente es por carecer del escenario apropiado; y que para encontrar dos amigos no es preciso ir hasta la tierra de los iroqueses[5].

Cuando el bandido Testalunga asolaba Sicilia con su banda, apresaron a Romano[6], su amigo y confidente. Era el lugarteniente de Testalunga, su segundo. Sucedió que el padre de Romano fue detenido y encarcelado por varios delitos. Le prometieron la gracia y la libertad a condición de que Romano traicionase y entregase a su jefe Testalunga. Fue violenta la lucha entre el amor filial y la amistad jurada. Pero Romano padre convenció a su hijo para que prefiriese la amistad; se hubiese avergonzado de deber la vida a una traición. Romano accedió al deseo de su padre. Romano padre fue ajusticiado; y las más crueles torturas jamás pudieron arrancar a Romano la delación de sus cómplices.

Habéis querido, hermanito, saber lo que ha sido de Félix; se trata de una curiosidad tan natural, y el motivo es tan loable, que nos hemos reprochado un poco el no haberla tenido antes. Para reparar esta falta, hemos pensado en primer lugar en el señor Papin, doctor en teología y párroco de Santa María de Bourbonne: pero mamá ha cambiado de opinión, y hemos preferido apelar al señor Aubert, subdelegado del intendente provincial, un hombre bueno y rechoncho, que nos ha enviado el siguiente relato de cuya veracidad podéis estar seguro:

«El tal Félix vive todavía. Cuando se escapó de las manos de la justicia, se metió en los bosques de la provincia, que conocía palmo a palmo por haber hecho allí contrabando, e intentó acercarse poco a poco a la casa de Oliverio, cuya suerte ignoraba.

»En lo más profundo de este bosque, por el que os habéis paseado algunas veces, vivía un carbonero. Su cabaña servía de asilo a esta clase de gente; y servía también como depósito de sus mercancías y armas: allí fue a parar Félix, no sin haber corrido el peligro de caer en las emboscadas de los gendarmes que le seguían la pista. Algunos de sus compañeros habían difundido la noticia de su encarcelamiento en Reims; así que el carbonero y la carbonera le creían ajusticiado cuando un buen día se les presentó en la cabaña.

»Voy a contaros la cosa tal como me la contó la carbonera, que por cierto no hace mucho que murió aquí.

»Sus hijos, que jugaban en torno a la choza, fueron los primeros en verle. Mientras se detenía a acariciar al más pequeño —era su padrino— los otros entraron en la cabaña gritando: “¡Félix! ¡Félix!”. El padre y la madre salieron repitiendo el mismo grito de alegría; pero el desdichado Félix estaba tan extenuado que no tuvo fuerzas para responder, y cayó casi desmayado entre sus brazos.

»Aquellas buenas gentes le socorrieron con lo que tenían, le dieron pan, vino, algunas legumbres: comió, y se durmió.

»Al despertar, lo primero que dijo fue: “¡Oliverio! Niños, ¿no sabéis nada de Oliverio?”. “No”, le respondieron. Les contó la aventura de Reims; pasó la noche y el día siguiente con ellos. Suspiraba, pronunciaba el nombre de Oliverio; le creía en la cárcel de Reims; quería ir allí, quería morir con él; y no sin esfuerzo el carbonero y la carbonera pudieron disuadirle de su idea.

»A medianoche, cogió un fusil, se puso un sable bajo el brazo, y dirigiéndose en voz baja al carbonero… ¡Carbonero!

—¡Félix!

—Coge tu hacha, nos vamos.

—¿A dónde?

—¡Bonita pregunta! A casa de Oliverio.

»Se ponen en camino, pero apenas salen del bosque, se ven rodeados por un destacamento de gendarmes.

»Me remito a lo que me ha dicho la carbonera; pero es inaudito que dos hombres a pie hayan podido resistir contra una veintena de hombres a caballo: por lo visto éstos se habían desperdigado y querían coger viva a su presa. Sea como fuere, la refriega fue muy violenta; cinco caballos fueron despanzurrados, y siete caballeros, derribados a hachazos o sablazos. Al pobre carbonero le dejaron seco de un tiro en la sien; Félix volvió a meterse en el bosque; y como posee una increíble agilidad, corría de un lugar para otro; mientras corría, cargaba su fusil, disparaba, silbaba. Esos silbidos, esos tiros, disparados con diferentes intervalos y desde diferentes sitios, hicieron temer a los gendarmes que allí había toda una horda de contrabandistas; y se retiraron apresuradamente.

»Cuando Félix vio que se alejaban, volvió al campo de batalla; se cargó a la espalda el cadáver del carbonero y reemprendió el camino de la cabaña, donde la carbonera y sus hijos dormían aún. Se detiene en la puerta, deposita el cadáver a sus pies, y se sienta con la espalda apoyada contra un árbol, y el rostro vuelto hacia la puerta de la cabaña. Este era el espectáculo que le esperaba a la carbonera al salir de su choza.

»Se despierta, no encuentra a su lado a su marido; busca con la mirada a Félix; Félix no está. Se levanta, sale, ve, grita, cae de bruces. Acuden sus hijos, ven, gritan; se revuelcan sobre su padre, se revuelcan sobre su madre. La carbonera vuelve en sí a causa del tumulto y los gritos de sus hijos, se mesa los cabellos, se araña las mejillas. Félix, inmóvil al pie del árbol, con los ojos cerrados, con la cabeza echada hacia atrás, les decía con la voz apagada: “Matadme”. Se produjo un momento de silencio; luego, se reanudaban el dolor y los gritos, y Félix les repetía: “Matadme, niños, por piedad, matadme”.

»Así pasaron tres días y tres noches de desolación; al cuarto, Félix dijo a la carbonera: “Mujer, coge tu alforja, mete un poco de pan, y sígueme”. Después de un largo recorrido a través de nuestras montañas y de nuestros bosques, llegaron a la casa de Oliverio, que está situada, como sabéis, en las afueras del pueblo, allá donde el camino se divide en dos, uno que lleva al Franco Condado, y otro a la Lorena.

»Precisamente allí Félix va a enterarse de la muerte de Oliverio y a encontrarse entre las viudas de dos hombres muertos por él. Entra y dice bruscamente a la mujer de Oliverio: “¿Dónde está Oliverio?”. El silencio de la mujer, su vestido, sus lloros, le hicieron comprender que Oliverio ya no existía. Se sintió mal; cayó y se abrió la cabeza contra la artesa de amasar el pan. Las dos viudas le alzaron; su sangre les salpicó; y mientras procuraban detener la hemorragia con sus delantales, Félix les decía: “¡Sois sus mujeres y me socorréis!”. Después se desmayaba, luego se recobraba y decía suspirando: “¿Por qué no me abandonó? ¿Por qué vino a Reims? ¿Por qué dejarle venir?…”. Después, perdía la cabeza, se ponía furioso, rodaba por tierra y se desgarraba los vestidos. En uno de estos accesos, desenvainó su sable y se iba a malherir, pero las dos mujeres se abalanzaron sobre él, pidieron ayuda; acudieron los vecinos: le ataron con cuerdas y le hicieron siete u ocho sangrías. Una vez agotadas sus fuerzas, su furor desapareció; y se quedó como muerto durante tres o cuatro días, al cabo de los cuales volvió en sí. Apenas despierto, como uno que sale de un profundo sueño, dirigió la vista hacia su alrededor, y dijo: “¿Dónde estoy? Mujeres, ¿quiénes sois?”. La carbonera le respondió: “Yo soy la carbonera…”. Félix repuso: “¡Ah!, sí, la carbonera… ¿Y vos?…”. La mujer de Oliverio se calló. Entonces él se echó a llorar, se volvió de cara a la pared y sollozando dijo: “¡Estoy en casa de Oliverio… esta cama es la de Oliverio… y esta mujer era la suya! ¡Ah!”.

»Se desvelaron tanto las dos mujeres, le inspiraron tanta compasión, le rogaron tan insistentemente que viviese, le demostraron de una forma tan conmovedora que él era su único recurso, que Félix se dejó persuadir.

»Félix no se volvió a acostar durante todo el tiempo que permaneció en aquella casa. Salía de noche, erraba por los campos, se revolcaba por el suelo, llamaba a Oliverio; una de las mujeres le seguía y le llevaba a casa al alba.

»Varias personas sabían que Félix estaba en casa de Oliverio; y entre esas personas había algunas malintencionadas. Las dos viudas le advirtieron del peligro que corría: era una tarde, estaba sentado en una banqueta, con el sable sobre las rodillas, con los codos apoyados sobre una mesa y los puños sobre los ojos. Al principio no contestó nada. La mujer de Oliverio tenía un chico de diecisiete o dieciocho años, la carbonera una hija de quince. De repente, dijo a la carbonera: “Carbonera, vete a buscar a tu hija y tráela aquí…”. Tenía algunas pérticas de prado[7], las vendió. La carbonera volvió con su hija; el hijo de Oliverio se casó con ella: Félix les dio el dinero que había sacado de la venta, les abrazó, les pidió perdón llorando. Se fueron a establecer a la cabaña donde aún viven y donde hacen de padre y de madre de los otros niños. Las dos viudas vivieron juntas; y los hijos de Oliverio tuvieron un padre y dos madres.

»La carbonera ha muerto hace cerca de año y medio; la mujer de Oliverio aún la llora todos los días.

»Una tarde que espiaban a Félix (porque tanto la una como la otra nunca le perdían de ojo) le vieron llorar a lágrima viva; en silencio, tendía los brazos hacia la puerta de la habitación de las dos mujeres, luego seguía haciendo su equipaje. No le dijeron nada porque comprendían de sobra cuán necesaria era su partida. Cenaron los tres sin hablarse. Era noche cerrada cuando Félix se levantó; las mujeres no dormían: se dirigió de puntillas hacia la puerta. Allí, se detuvo, miró la cama de las mujeres, se enjugó los ojos con la mano, y salió. Las dos mujeres se fundieron en un estrecho abrazo y pasaron llorando el resto de la noche. Se ignora dónde se refugió Félix; pero apenas transcurre una semana sin que les haya enviado alguna ayuda.

»El bosque donde la hija del carbonero vive con el hijo de Oliverio pertenece a un tal Leclerc de Rançonnières, hombre riquísimo y señor de otro pueblo de esta comarca llamado Courcelles[8]. Un día, el señor de Rançonnières o de Courcelles, como más os guste, cazaba por el bosque; llegó a la cabaña del hijo de Oliverio; entró, se puso a jugar con los niños, que son guapos; les hizo algunas preguntas; la mujer, que no está mal, le gustó; el aire resuelto del marido, que tiene mucho de su padre, le interesó; se enteró de la aventura de sus padres, prometió solicitar gracia para Félix; la solicitó y la obtuvo.

»Félix entró al servicio del señor de Rançonnières como guarda de caza.

»Hacía cerca de dos años que vivía en el castillo de Rançonnières, y enviaba a las dos viudas una buena parte de su salario, cuando el afecto por su amo y su carácter orgulloso le implicaron en un asunto que al principio no era nada, pero que luego tuvo las más molestas consecuencias.

»El señor de Rançonnières tenía por vecino en Courcelles a un tal señor Fourmont, consejero del tribunal de Ch[9]…. Solamente un mojón separaba las dos casas; este mojón estorbaba la puerta del señor de Rançonnières y dificultaba la entrada de los carruajes. El señor de Rançonnières lo hizo retroceder varios pies en dirección de la casa del señor Fourmont; éste volvió a correr el mojón otro tanto hacia la casa del señor de Rançonnières; después de esto: odio, insultos, un pleito entre los dos vecinos. El pleito del mojón suscitó otros dos o tres más considerables. Las cosas estaban en este punto, cuando una tarde el señor de Rançonnières, al volver de caza acompañado por su guarda Félix, se encontró en el camino real al señor Fourmont el magistrado y a su hermano el militar. Este dijo a su hermano: “Hermano, ¿qué os parece si le marcamos la cara a este viejo bellaco?”. El señor de Rançonnières no oyó estas palabras, pero desgraciadamente Félix, sí. Dirigiéndose arrogantemente al joven, le dijo: “Señor oficial, ¿os atreveríais de veras a cumplir lo que habéis dicho?”. Inmediatamente, deja su fusil en el suelo y se lleva la mano a la empuñadura de su sable, porque no iba nunca sin su sable. El joven militar desenvaina su espada, se abalanza sobre Félix; el señor de Rançonnières acude, interpone, agarra a su guarda de caza. Mientras, el militar se apodera del fusil, dispara sobre Félix, falla; éste responde con un sablazo que hace caer la espada de la mano del joven, y con la espada la mitad del brazo: ya tenemos una causa criminal además de tres o cuatro pleitos civiles; Félix encerrado en la cárcel; un proceso espantoso; y tras este proceso, un magistrado desposeído de su cargo y casi deshonrado, un militar expulsado de su cuerpo, el señor de Rançonnières muerto de pena, y Félix que seguía encarcelado, expuesto siempre al resentimiento de los Fourmont. Su fin hubiera sido desdichado, si el amor no hubiese acudido en su ayuda; la hija del carcelero se enamoró de él y le facilitó la fuga: si esto no es verdad, al menos es de dominio público. Félix se fue a Prusia, donde actualmente sirve en el regimiento de la guardia. Se dice que le estiman sus compañeros, y que incluso el rey le conoce. Su apodo es El Triste; la viuda de Oliverio me ha dicho que Félix seguía socorriéndola.

»Esto es, señora, todo lo que he podido saber de la historia de Félix. Adjunto a mi relato una carta del señor Papin, nuestro párroco. Ignoro lo que se dice en ella, pero me temo que el pobre cura, que es algo duro de mollera y que tiene un espíritu bastante maligno, os hable de Oliverio y de Félix según sus prejuicios. Os suplico, señora, que os atengáis a los hechos, de cuya verdad podéis estar segura, y a la bondad de vuestro corazón, que os aconsejará mejor que el primer casuista de la Sorbona, el cual no es precisamente el señor Papin».

CARTA DEL SEÑOR PAPIN, DOCTOR EN TEOLOGÍA,

Y PÁRROCO DE SANTA MARÍA DE BOURBONNE

«Ignoro, señora, lo que el señor subdelegado haya podido referiros sobre Oliverio y Félix, ni por qué os interesan tanto estos dos bandidos, cuyos pasos por este mundo siempre han estado teñidos de sangre. La Providencia que ha castigado a uno, ha dado al otro algunos momentos de respiro, que me temo no le van a servir de mucho; pero ¡hágase la voluntad de Dios! Sé que hay personas aquí (y no me extrañaría que el señor subdelegado se encontrase entre ellas) que hablan de esos dos hombres como modelos de una singular amistad; pero, ante los ojos de Dios, ¿en qué se queda la más sublime de las virtudes, despojada de todo sentimiento de piedad, del respeto debido a la Iglesia y a sus ministros, y de la sumisión a la ley del soberano? Oliverio ha muerto en la puerta de su casa, sin sacramentos; cuando me llamaron para asistir a Félix, a la sazón en casa de las dos viudas, nunca le pude sacar otra cosa que el nombre de Oliverio; ningún indicio de religión, ninguna señal de arrepentimiento. No recuerdo que Félix se haya presentado ni una sola vez al tribunal de la penitencia. La mujer de Oliverio es una orgullosa que me ha faltado en más de una ocasión; so pretexto de que sabe leer y escribir, se cree en grado de educar a sus hijos; y no se les ve ni en la escuela de la parroquia ni en mis catequesis. ¡Juzgue, señora, después de esto, si personas de este jaez son dignas de vuestras bondades! El Evangelio no deja de recomendarnos la compasión para con los pobres; pues bien, nadie conoce mejor a los verdaderos indigentes que el común pastor de pobres y ricos. Si la señora se dignara honrarme con su confianza, yo podría distribuir los frutos de su beneficencia de un modo más útil para los desventurados y más meritorio para vos.

Respetuosamente, etc…».

La señora de…, agradeció al señor subdelegado sus buenas intenciones, y envió sus limosnas al señor Papin, con el siguiente billete.

«Os estoy muy agradecida, señor, por vuestros prudentes consejos. Os confieso que la historia de estos dos hombres me había conmovido; y estaréis de acuerdo conmigo con que el ejemplo de una amistad tan singular se prestaba para seducir un alma buena y sensible: pero vos me habéis iluminado, y he pensado que más valía favorecer virtudes cristianas e infortunadas, antes que virtudes naturales y paganas. Os ruego que aceptéis la módica suma que os envío, y que la distribuyáis conforme a una caridad mejor entendida que la mía.

Tengo el honor de ser…».

Es fácil imaginar que la viuda de Oliverio y Félix no recibieron ni un céntimo de las limosnas de la señora de… Félix murió; y la pobre mujer se hubiese muerto de hambre con sus hijos, si no se hubiese refugiado en el bosque, en casa de su hijo mayor, donde trabaja a pesar de su avanzada edad, y subsiste como puede al lado de sus hijos y de sus nietos.

Después de todo, hay tres clases de cuentos… Hay bastantes más, me diréis… Sea; pero yo distingo el cuento del estilo de los de Homero, de Virgilio, de Tasso[10]. Lo llamo cuento maravilloso. En él se exagera la naturaleza; la verdad aparece hipotética: y si el narrador ha respetado el módulo elegido, si todo responde a ese módulo, y si en la acción y el diálogo ha obtenido el grado de perfección que comportaba el género de su obra, no se le puede pedir más. Cuando se entra en su poema, se pisa una tierra desconocida, donde nada ocurre de la misma forma que donde vivís, pero donde todo sucede en gran escala, igual que a vuestro alrededor en pequeña. Existe el cuento cómico como los de La Fontaine[11], Vergier[12], Ariosto[13], Hamilton[14], en el que el narrador no se propone ni la imitación de la naturaleza, ni la verdad, ni la ilusión; se lanza a espacios imaginarios. Decidle a este: «Sed alegre, ingenioso, ameno, original, incluso extravagante, de acuerdo; pero seducidme con los detalles; que el encanto de la forma no me haga ver la inverosimilitud del fondo; y si el narrador cumple lo que le exigís, lo habrá hecho todo. Existe, por último, el cuento realista, tal como puede leerse en las obras de Scarron[15], de Cervantes[16], de Marmontel[17]…».

—¡Al diablo con el cuento y con el cuentista realista! No es más que un embustero vulgar y frío…

—Sí, si no sabe su oficio. Este tipo de escritor se propone engañarnos; se sienta al arrimo del fuego de vuestra chimenea; tiene por objeto la verdad rigurosa; quiere ser creído; quiere interesar, conmover, apasionar, dar escalofríos y hacer correr las lágrimas; efecto que no se logra sin elocuencia y sin poesía. Pero la elocuencia es una especie de mentira, y no hay nada tan contrario a la ilusión como la poesía; tanto una como otra exageran, supervaloran, amplifican, inspiran desconfianza: ¿qué hará, pues, este narrador para engañaros? Esto. Sembrará su relato de pequeñas circunstancias tan ligadas al argumento, rasgos tan sencillos, tan naturales, y sin embargo tan difíciles de imaginar, que os veréis obligados a deciros a vosotros mismos: «A fe mía que esto es cierto; estas cosas no se inventan». De esta forma, se salvará de la exageración de la elocuencia y de la poesía; la verdad de la naturaleza ocultará el prestigio del arte; y podrá cumplir dos condiciones que parecen contradictorias: ser al mismo tiempo realista y poético, verídico y mentiroso.

Un ejemplo tomado de otro arte quizás haga más evidente lo que quiero deciros. Un pintor pinta una cabeza en el lienzo. Todos sus rasgos son decididos, grandes y regulares; se trata del conjunto más perfecto y más infrecuente. Siento, al mirarlo, respeto, admiración, sobrecogimiento. Busco el modelo en la naturaleza y no lo encuentro; en comparación con esta cabeza todo es endeble, pequeño y mezquino; es una cabeza ideal; tengo esa impresión, lo confieso. Pero si el artista me hace notar en la frente de esta cabeza una ligera cicatriz, una verruga en una de las sienes, un corte imperceptible en el labio inferior, inmediatamente esta cabeza deja de ser el ideal que era, y se convierte en un retrato; una señal de viruela junto al ojo o al lado de la nariz, y este rostro de mujer deja de ser el de Venus; es el retrato de alguna de mis vecinas. Así pues, yo diría a nuestros narradores realistas: De acuerdo, son bellas vuestras figuras; pero les falta la verruga en la sien, el corte de el labio, la señal de viruela al lado de la nariz, que las harían verdaderas; y, como decía mi amigo el actor Caillot[18]: «Un poco de polvo sobre mis zapatos, y no salgo de mi camerino; vuelvo del campo».

Atque ita mentitur, sic veris

falsa remiscet.

Primo ne medium, medio ne discrepet

imum[19].

(Horacio. De Art. Poet., ver. 151).

¡Y viene tan bien un poco de moral después de un poco de poética! Félix era un pordiosero que no tenía donde caerse muerto; Oliverio era otro pordiosero que no tenía donde caerse muerto: se puede decir otro tanto del carbonero, de la carbonera, y de los restantes personajes de este cuento; concluiréis que apenas puede haber amistades completas y sólidas salvo entre hombres que no tienen donde caerse muertos. Un hombre es entonces toda la fortuna de su amigo y su amigo toda la suya. De ahí se deduce la verdad de la experiencia: que la desdicha estrecha los lazos de la amistad; y que hay materia para añadir un párrafo más a la próxima edición del libro De l’esprit[20].