Cuando se cuenta un cuento, hay alguien que lo escucha; y por poco que dure el cuento, es raro que el narrador no sea interrumpido varias veces por el oyente. Esto explica por qué he introducido yo en el relato que se va a leer —y que no es un cuento, o que, si lo dudáis, es un cuento malo— un personaje que viene a desempeñar el papel de lector; y sin más empiezo.

—¿Y qué queréis decir con esto?

—Que un tema tan interesante debería excitarnos; convertirse durante un mes en la comidilla de todas las tertulias de la ciudad; ser traído y llevado hasta volverlo insípido; alimentar mil disputas, veinte libelos por lo menos, y algunos centenares de coplas tanto en contra como a favor; y que, a pesar de toda la finura, toda la sabiduría y todo el ingenio del autor, puesto que hasta la fecha no ha levantado un gran revuelo, su obra tiene que ser mediocre, incluso muy mediocre.

—De todas formas, me parece que le debemos una velada más bien agradable. Sin embargo, esta lectura ha provocado…

—¿Qué? Una letanía de cuentos manidos con los que unos y otros se atacaban, y que no decían más que una cosa sabida desde toda la eternidad: que el hombre y la mujer son dos animales muy malignos.

—No obstante, la epidemia os ha contagiado. Habéis pagado vuestro escote como todo el mundo.

—Es que, de grado o por fuerza, hay que seguir la corriente. Normalmente, cuando uno va a entrar en un salón, ya en la puerta empieza a poner la misma cara de los que están dentro; simula jovialidad, cuando está triste; y tristeza, cuando tendría más ganas de estar alegre; y no hay que extrañarse por nada, sea lo que sea; ni porque el literato haga política, ni porque el político se ocupe de metafísica; ni porque el metafísico moralice; ni porque el moralista hable de finanzas; y el financiero, de literatura o de geometría; ni porque, en vez de escuchar o callarse, cada cual hable de lo que ignora, y así resulta que todos se aburren o por estúpida vanidad o por cortesía.

—Vaya humor os gastáis.

—El de siempre.

—Supongo que será mejor que deje mi cuento para otro momento más adecuado.

—Es decir, que esperaréis hasta que me vaya.

—No es eso.

—Entonces teméis que tenga por vos menos indulgencia en privado, que la que tendría por cualquier otro en público.

—No es eso.

—Dignaos, pues, decirme de qué se trata.

—Se trata de que mi cuento no va a demostrar nada nuevo en relación con esos otros que tanto os han disgustado.

—Vamos. Contádmelo, sin embargo.

—No, no; ya tenéis bastante.

—¿Sabéis que, de todas las afectaciones que me dan rabia, la vuestra es la que me resulta más antipática?

—¿Y cuál es la mía?

—Haceros de rogar por una cosa que os estáis muriendo de ganas de hacer. Pues bien, amigo mío, os ruego, os suplico que tengáis la bondad de satisfaceros.

—¡Satisfacerme!

—Empezad, por Dios, empezad.

—Intentaré ser breve.

—Eso no será malo.

En este punto, un poco por malicia, tosí, escupí, desplegué lentamente mi pañuelo, me soné, abrí la tabaquera, cogí una toma de rapé; y oí que mi hombre murmuraba entre dientes: «Si el cuento es breve, los preliminares son largos…». Me entraron ganas de llamar a un criado con el pretexto de algún recado, pero no lo hice, y dije:

—Hay que reconocer que hay hombres verdaderamente buenos y mujeres verdaderamente malas.

—Eso se ve todos los días, y a veces sin salir de casa. ¿Qué más?

—¿Qué más? Un día conocí una bella alsaciana, tan bella que se llevaba a los viejos de calle y que tenía que parar los pies a los jóvenes.

—Yo también la he conocido. Se llamaba Reymer.

—Cierto. Un tal Tanié, recién llegado de Nancy, se enamoró perdidamente de ella. Era pobre; era uno de esos jóvenes descarriados que unos padres crueles y cargados de hijos echan de casa, y que se van a correr mundo sin saber qué va a ser de ellos, porque su instinto les dice que no tendrán peor suerte de la que huyen. Tanié, enamorado de la señora Reymer, inflamado por una pasión que le infundía valor y que ennoblecía a sus ojos todos sus actos, se sometía sin repugnancia a los trabajos más penosos y viles con tal de aliviar la miseria de su amiga. Por la mañana, iba a trabajar al puerto; al atardecer, pedía limosna por las calles.

—Admirable, pero no podía durar.

—Efectivamente, Tanié, cansado de luchar contra la necesidad o, más bien, de retener en la indigencia a una dama encantadora, asediada por tipos adinerados que insistían en que despidiese a ese pordiosero de Tanié…

—Lo que ella habría hecho en quince días, o todo lo más en un mes.

—… y que aceptase sus riquezas, decidió abandonarla e irse lejos a probar fortuna. Solicita y obtiene un pasaje a bordo de un navío del rey. Llega el momento de su partida. Va a despedirse de la señora Reymer. «Amiga mía —le dice— no puedo abusar más de vuestra ternura. Estoy decidido, me voy». «¿Os vais?». «Sí…». «¿Y a dónde vais?». «A las islas. No quiero que por mi culpa dejéis de tener la suerte que os merecéis…».

—¡El bueno de Tanié!…

—«¿Y qué será de mí ahora?…».

—¡Qué traidora!…

—«Os rodean personas que sólo se preocupan por agradaros. Os restituyo vuestra palabra y vuestras promesas. Buscad entre esos pretendientes al que más os guste; aceptadle, os lo suplico…». «¡Ah, Tanié! Si vos mismo me lo proponéis…».

—Ahorraos la pantomima de la señora Reymer. Me parece estar viéndola. La conozco.

—«Al marcharme, el único favor que pretendo de vos es que no aceptéis ningún compromiso que nos separe para siempre. Jurádmelo, amiga mía. Tendré que ser muy desdichado para que, antes de un año, cualquiera que sea la región de la tierra en que habite, no os dé pruebas ciertas de mi tierna devoción. No lloréis…».

—Todas las mujeres lloran cuando quieren.

—«… Y no rehuséis este proyecto que me han inspirado los reproches de mi corazón, los mismos que no tardarán en hacerme volver». Y dicho esto, Tanié partió para Santo Domingo.

—Realmente, partió en el momento oportuno tanto para la señora Reymer como para él.

—¿Qué sabéis de eso?

—Sé, tan bien como pueda saberse, que cuando Tanié le aconsejó que tomase una decisión, la Reymer ya la había tomado.

—¡Pero, bueno!

—Continuad vuestro relato.

—Tanié tenía ingenio y una gran habilidad para los negocios. No tardó mucho en ser conocido. Entró a formar parte del Consejo soberano del Cabo[2]. Se distinguió por sus luces y por su equidad. No ambicionaba una gran fortuna; sólo deseaba hacerla honrada y rápidamente. Cada año enviaba una parte de sus ganancias a la señora Reymer. Regresó al cabo de… nueve o diez años (no, no creo que durase más su ausencia), y ofreció a su amiga una cartera que contenía el producto de sus virtudes y de sus trabajos… y felizmente para Tanié, esto ocurrió en el mismo momento en que ella acababa de separarse del último de los sucesores de Tanié.

—¿Del último?

—Sí.

—¿Entonces había tenido varios?

—Evidentemente.

—Seguid, seguid.

—Quizás no pueda deciros nada que vos no sepáis mejor que yo.

—No importa. Continuad de todos modos.

—La señora Reymer y Tanié habitaban en una discreta vivienda en la calle Sainte-Marguerite, al lado de mi domicilio. Yo apreciaba mucho a Tanié y frecuentaba su casa, que, si no opulenta, al menos era bastante acomodada.

—Yo os puedo asegurar que, aunque no le haya echado las cuentas, la Reymer disponía de más de quince mil libras de renta antes del regreso de Tanié.

—Entonces, ¿ocultaba a Tanié su fortuna?

—Sí.

—¿Y por qué?

—Porque era avara y rapaz.

—Rapaz pase, ¡pero avara! ¡Una cortesana avara…! Además, hacía cinco o seis años que nuestros dos amantes vivían de perfecto acuerdo.

—Gracias a la extraordinaria astucia de ella y a la ilimitada confianza del otro.

—¡Oh! Ciertamente, era imposible que la sombra de la más mínima sospecha penetrara en un alma tan pura como la de Tanié. La única cosa que noté a veces fue que la señora Reymer había olvidado muy pronto su antigua indigencia; que se consumía de amor por el lujo y la riqueza; que le humillaba el hecho de que una dama tan hermosa como ella tuviese que ir a pie.

—¿Por qué no iba en carroza?

—… Y que el esplendor del vicio disimulaba su bajeza. ¿Os reís?… En aquel tiempo el señor de Maurepas[3] proyectó establecer una casa comercial en el Norte[4]. El éxito de la empresa exigía un hombre activo e inteligente. Puso los ojos en Tanié, a quien había confiado la dirección de varios negocios importantes durante su estancia en Santo Domingo, y que siempre los había resuelto con la completa satisfacción del ministro. Tanié se sintió desolado por esta prueba de estima. ¡Estaba tan contento, tan feliz al lado de su bella amiga! La amaba; y era, o se creía, amado.

—Bien dicho.

—¿Qué podría añadir el oro a su felicidad? Nada. Sin embargo, el ministro insistía. Había que tomar una determinación, había que decírselo a la señora Reymer. Yo llegué a su casa precisamente al final de esta penosa escena. El pobre Tanié se deshacía en llanto. «¿Qué os pasa, amigo mío? le dije». Y él me dijo sollozando: «¡Es esta mujer!». La señora Reymer bordaba tranquilamente. Tanié se levantó bruscamente y salió. Me quedé solo con su amiga, la cual no me ocultó lo que ella calificaba la sinrazón de Tanié. Me exageró la modestia de sus recursos económicos; adornó su lamento con todo el arte con que un espíritu perspicaz sabe enmascarar los sofismas de la ambición. «¿De qué se trata? De una ausencia de dos o tres años todo lo más». «Es bastante tiempo para un hombre que amáis y que os ama tanto como a sí mismo». «¿Amarme él? Si me amase, ¿vacilaría en complacerme?». «Pero, señora, ¿por qué no le acompañáis?». «¿Yo? Yo no voy a ese país. Además, bien está que Tanié sea raro, pero ni siquiera se le ha ocurrido preguntármelo. ¿Acaso duda de mí?». «No lo creo». «Después de haberle esperado durante doce años, podría perfectamente confiar en mí durante otros dos o tres. Señor, esta es una de esas ocasiones extraordinarias que sólo se presentan una vez en la vida; y yo no quiero que un día se arrepienta y me reproche el haber perdido la oportunidad». «Tanié no se lamentará de nada mientras tenga la dicha de placeros». «Muy atento por vuestra parte, pero ya veréis qué contento se pone cuando él sea rico y yo vieja. La mayor equivocación de las mujeres es no preocuparse nunca del porvenir; no es mi caso». El ministro estaba en París. No había más que un paso de la calle Sainte-Marguerite a su palacio. Tanié había ido y se había comprometido. Volvió a casa sin lágrimas en los ojos, pero con el corazón encogido. «Señora, le dijo, he estado con el señor de Maurepas; le he dado mi palabra. Me iré, sí, me iré. Así os quedaréis satisfecha». «¡Ah, querido mío!…». La señora Reymer aparta el bastidor, se abalanza sobre Tanié, le rodea el cuello con los brazos, le colma de caricias y de dulces palabras. «¡Ah! Ahora veo cuánto me queréis». Tanié le respondió fríamente «Vos queréis ser rica».

—Y la bribona de ella lo era ya diez veces más de lo que merecía.

—«Y lo seréis. Ya que lo que amáis es el oro, iré a buscarlo». Era martes. El ministro había fijado su partida para el viernes, sin demora. Fui a despedirme de Tanié justo en el momento en que luchaba consigo mismo, tratando de alejarse de los brazos de la bella, indigna y cruel Reymer. Estaba hecho un mar de confusiones, tan lleno de desesperación y de angustia, que nunca he visto cosa igual. El suyo no era un lamento; era un grito continuo. La señora Reymer estaba todavía en la cama. Tanié le había cogido una mano y no dejaba de decir y de repetir «¡Mujer cruel!, ¡mujer cruel! ¿No os bastan las comodidades de que disfrutáis, y un amigo, un amante como yo? He ido a buscar para ella la fortuna en las ardientes regiones de América; ahora quiere que vaya a buscarla de nuevo a los hielos del Norte. Amigo mío, me parece que esta mujer está loca; me parece que soy un insensato; pero me cuesta menos morir que apenarla. Queréis que os deje, pues bien, os dejo». Estaba de rodillas, junto a la cama, con la boca pegada a su mano y la cara escondida entre las mantas que ahogaban sus lamentos, haciéndoles más tristes y sobrecogedores. Se abrió la puerta de la habitación; levantó bruscamente la cabeza; vio al postillón que venía a decirle que los caballos estaban enganchados. Profirió un grito, y volvió a esconder la cara entre las mantas de la cama. Tras un momento de silencio, se levantó; dijo a su amante: «Abrazadme, señora; abrazadme aún otra vez, porque ya no me veréis más». Su presentimiento era cierto. Partió. Llegó a Petersbourg[5], y, tres días más tarde, le atacó una fiebre que le mató al cuarto.

—Ya sabía todo eso.

—A lo mejor habéis sido uno de los sucesores de Tanié.

—Justo. Ha sido esa maldita mujer la que me ha arruinado.

—¡El pobre Tanié!

—No faltarán personas en este mundo que os digan que Tanié es un tonto.

—No voy a defenderle; pero me gustaría que la mala estrella de todas esas personas les haga toparse con una mujer tan bella y tan falsa como la señora Reymer.

—Vuestras venganzas son realmente crueles.

—Después de todo, si hay mujeres malas y hombres buenos, también hay mujeres muy buenas y hombres muy malos; y tened presente que el que voy a narrar, al igual que el precedente, tampoco es un cuento.

—Estoy convencido.

—El señor d’Hérouville[6]

—¿Quién? ¿Ese que vive todavía? ¿El lugarteniente general de los ejércitos del rey?, ¿el que se casó con esa encantadora criatura llamada Lolotte?

—El mismo.

—Es un hombre caballeroso, amante de las ciencias.

—Y de los sabios. Durante mucho tiempo ha trabajado en una historia general de la guerra en todos los siglos y en todas las naciones.

—Ambicioso proyecto.

—Para realizarlo, había reunido a su alrededor a varios jóvenes de mucho mérito, como el señor de Montucla[7], autor de la Historia de las Matemáticas.

—¡Diablos! ¿Y había muchos de semejante talento?

—Uno que se llamaba Gardeil[8], el héroe de la aventura que os voy a contar, no le iba a la zaga. Gracias a un idéntico fervor por el estudio del griego, nació entre Gardeil y yo una amistad que con el tiempo, los consejos que recíprocamente nos dábamos, el gusto por la vida tranquila y, sobre todo, la continua ocasión de vernos, se convirtió en una gran intimidad.

—Vos entonces vivíais en la calle de l’Estrapade.

—Él, en la calle Sainte-Hyacinthe, y su amante, la señorita de La Chaux[9] en la plaza de Saint-Michel. La llamo por su nombre porque la pobre infeliz ya ha muerto; y porque su vida sólo puede suscitar la admiración, el pesar y las lágrimas de todos aquellos a los que la naturaleza haya favorecido —o castigado— con tan sólo una pequeña parte de la sensibilidad de su alma.

—Pero, vuestra voz se entrecorta. Se diría que estáis llorando.

—Aún me parece estar viendo sus grandes ojos negros, brillantes y dulces. Todavía el conmovedor sonido de su voz resuena en mis oídos y turba mi corazón. ¡Qué criatura tan encantadora!, ¡criatura única!, ¡ya no existes! Hace ya casi veinte años que no existes y, sin embargo, mi corazón aún se angustia al recordarte.

—¿La habéis amado?

—No. ¡Oh la señorita de La Chaux! ¡Oh Gardeil! Ambos fuisteis un par de prodigios; uno, de ternura femenina; el otro, de la ingratitud del hombre. La señorita de La Chaux era de buena familia. Abandonó a sus padres para echarse en los brazos de Gardeil. Gardeil no tenía nada; la señorita de La Chaux poseía algunos bienes que sacrificó por entero a las necesidades y fantasías de Gardeil. No lamentó ni su fortuna malgastada, ni su deshonra. Su amante era todo para ella.

—Entonces ese Gardeil sería un hombre extraordinariamente seductor y amable, ¿no?

—Nada de eso. Un hombrecillo hosco, taciturno y cáustico; seco de cara, muy moreno; en suma, un tipo flaco y enclenque; y feo, si es que un hombre puede ser feo teniendo una fisonomía inteligente.

—Y a pesar de ello, hizo perder la cabeza a una chica encantadora.

—¿Os sorprende?

—Siempre.

—¿A vos?

—A mí.

—¿Pero ya no os acordáis de vuestra aventura con la Deschamps[10] y la profunda desesperación en que os sumisteis cuando esta criatura os puso en la puerta?

—Dejemos esto. Proseguid.

—Yo os decía: «Entonces, ¿es muy guapa?». Y vos me respondíais tristemente: «No». «¿Es inteligente?». «Es tonta». «Entonces, ¿os sedujeron sus talentos?». «No tiene más que uno». «¿Y cuál es ese raro, sublime, maravilloso talento?». «Hacer que sea más feliz entre sus brazos que entre los de cualquier otra mujer». Pero la señorita de La Chaux, la honrada y sensible señorita de La Chaux confiaba secretamente, instintivamente, sin darse cuenta, en el tipo de felicidad que vos conocíais y que os hacía decir de la Deschamps: «Si esta desgraciada, si esta infame se obstina en echarme de su casa, cogeré una pistola y me saltaré la tapa de los sesos en su puerta». ¿Dijisteis esto, sí o no?

—Lo dije; y aún no sé por qué no lo he hecho.

—Entonces, lo admitís.

—Admito todo lo que os plazca.

—Amigo mío, el más sabio de nosotros es feliz por no haber encontrado la mujer hermosa o fea, inteligente o tonta, que le hubiera vuelto loco hasta el punto de tener que ser encerrado en el manicomio de Petites-Maisons. Compadezcamos mucho a los hombres, pero censurémosles poco; consideremos los años transcurridos como tantos momentos sustraídos a la maldad que nos acosa; y no pensemos nunca, sin dejar de estremecernos, en la fuerza que tienen ciertas atracciones de la naturaleza, sobre todo para las almas ardientes y las imaginaciones febriles. La chispa que, por azar, cae sobre un barril de pólvora, no produce tan terribles efectos. Quizás ya esté levantado el dedo dispuesto a lanzar sobre vos o sobre mí esa chispa fatal.

El señor d’Hérouville, ansioso de terminar cuanto antes su obra, baldaba a sus colaboradores. Gardeil se puso enfermo. Para hacerle más llevadero su trabajo, la señorita de La Chaux aprendió el hebreo; y mientras su amante descansaba, se pasaba una buena parte de la noche interpretando y transcribiendo fragmentos de autores hebreos. Llegó el momento de seleccionar los autores griegos; la señorita de La Chaux se apresuró a perfeccionarse en esta lengua, de la cual ya tenía alguna noción: y mientras Gardeil dormía, se ocupaba en traducir y copiar pasajes de Jenofonte y de Tucídides. Al conocimiento del griego y del hebreo, añadió el del italiano y el inglés. Dominó el inglés hasta el punto de que fue capaz de traducir al francés los primeros ensayos de la metafísica de Hume, obra que entrañaba no sólo el problema de la lengua sino la enorme dificultad de la materia. Cuando el estudio agotaba sus fuerzas, se entretenía escribiendo música. Cuando temía que su amante se estuviese aburriendo, cantaba. No exagero nada; apelo al testimonio del señor Le Camus[11], doctor en medicina, que ha consolado sus penas y socorrido su indigencia; que le ha hecho repetidos favores; que la ha seguido hasta la buhardilla donde la arrojó su pobreza; y que le ha cerrado los ojos cuando ha muerto. Pero olvido una de sus mayores desdichas. Me refiero a la persecución que tuvo que soportar por parte de una familia indignada a causa de sus públicas y escandalosas relaciones. Se empleó la verdad y la mentira para privarle —de manera infamante— de su libertad. Sus padres y los curas la persiguieron de barrio en barrio, de casa en casa, y la obligaron a vivir varios años sola y escondida. Se pasaba todo el día trabajando para Gardeil. Íbamos a buscarla por la noche; y con la sola presencia de su amante, se desvanecía todo su pesar, toda su inquietud.

—Vaya. Joven, pusilánime, sensible, a pesar de todas sus adversidades, era feliz.

—¡Feliz! Sí. No dejó de serlo hasta que Gardeil empezó a comportarse como un ingrato.

—No es posible que la ingratitud haya sido la recompensa de tantas cualidades excepcionales, de tantas muestras de afecto, de tantos sacrificios de todo tipo.

—Os equivocáis. Gardeil fue un ingrato. Un buen día, la señorita de La Chaux se encontró sola en el mundo, sin honra, sin fortuna, sin apoyo. Digo mal, yo la ayudé durante algún tiempo, y el doctor Le Camus, siempre.

—¡Ah, los hombres, los hombres!

—¿De quién habláis?

—De Gardeil.

—Sólo reparáis en el hombre malvado, sin ver al lado al hombre bueno. Ese día de dolor y de desesperación ella vino a verme. Era por la mañana. Estaba pálida como la muerte. La víspera había conocido su triste suerte, y en su semblante se notaba lo mucho que había sufrido. No lloraba, pero se veía que había llorado abundantemente. Se arrojó sobre un sillón; no hablaba; no podía hablar; me tendía los brazos y, al mismo tiempo, gemía. «¿Qué ocurre? —le dije—. ¿Ha muerto Gardeil?…». «Mucho peor: ya no me ama, me deja…».

—Continuad.

—No sé si podré; la miro, la oigo, y mis ojos se llenan de lágrimas. «¿Ya no os ama?». «No». «¡Os deja!». «¡Ay!, sí. ¡Después de todo lo que he hecho por él!… Señor, estoy perdiendo la cabeza, apiadaos de mí, no me abandonéis…». Mientras pronunciaba estas palabras, me había cogido el brazo y me lo apretaba fuertemente, como si alguien la estuviese amenazando con agarrarla y arrastrarla fuera. «No temáis, señorita». «Tengo miedo de mí misma». «¿Qué puedo hacer por vos?». «Lo primero, salvarme de mí misma… ¡Ya no me ama! ¡Le canso! ¡Le aburro! ¡Le exaspero! ¡Me odia! ¡Me abandona! ¡Me deja! ¡Me deja!». Tras repetir esta frase, se produjo un profundo silencio; y luego rompió a reír con carcajadas convulsivas mil veces más aterradoras que los gritos de la desesperación o los estertores de la agonía. Más tarde sobrevinieron lloros, gritos, palabras inarticuladas, miradas al cielo, labios trémulos, un torrente de dolores que había que dejar correr; y así lo hice; y no empecé a razonar con ella hasta que vi que ya no podía con su alma. Entonces continué: «¡Os odia, os deja! ¿Pero quién os lo ha dicho?». «Él». «Vamos, vamos, señorita, un poco de esperanza y de valor. Gardeil no es un monstruo…». «Vos no le conocéis; pero ya le conoceréis. Es un monstruo como no hay otro igual, como no lo ha habido nunca». «No puedo creeros». «Ya lo veréis». «¿Acaso ama a otra?». «No». «¿Le habéis dado algún motivo de sospecha, algún disgusto?». «Ninguno, ninguno». «¿Qué es entonces?». «Mi inutilidad. Soy una inútil. Ya no tengo nada. No sirvo para nada. Su ambición; él siempre ha sido un ambicioso. La pérdida de mi salud, la pérdida de mis encantos: he sufrido tanto, he trabajado tanto; el aburrimiento, el hastío». «Si dejasteis de ser amantes, podéis seguir siendo amigos». «Me he convertido en un objeto insoportable; mi presencia le molesta, mi vista le aflige y le hiere. ¡Si supieseis lo que me ha dicho! Sí, señor, me ha dicho que si le condenasen a pasar veinticuatro horas conmigo, preferiría tirarse por la ventana». «Pero esta versión no habrá surgido de improviso». «Qué sé yo. Por naturaleza es tan despreciativo, tan indiferente, tan frío. ¡Es tan difícil leer en el fondo de almas así! ¡Es tan duro leer la propia sentencia de muerte! ¡Y él me la ha dictado, y con qué crueldad!». «No lo entiendo». «Quiero pediros un favor, y por eso he venido. ¿Me lo concederéis?». «Por supuesto». «Escuchad. Él os respeta; ya sabéis todo lo que me debe. Quizás se avergüence de mostrarse ante vos tal como es. No, no creo que tenga la desfachatez ni el atrevimiento. Yo no soy más que una mujer, y vos sois un hombre. Un hombre sensible, honrado y justo, es algo que impone. Le infundiréis respeto. Dadme el brazo y no os neguéis a acompañarme hasta su casa. Quiero hablarle delante de vos. ¡Quién sabe lo que podrán influirle mi dolor y vuestra presencia! ¿Me acompañáis?». «Con mucho gusto». «Vamos…».

—Me temo que tanto su dolor como vuestra presencia no sirvieron de nada. ¡El hastío! ¡Es una cosa terrible el hastío en amor, y de una mujer!…

—Envié a por una silla de manos porque ella no podía casi ni caminar. Llegamos a casa de Gardeil, ese edificio nuevo y grande, el único que hay a la derecha de la calle Hyacinthe según se entra por la plaza de Saint-Michel. Allí, los portadores de la silla se detienen, abren. Espero. Pero ella no sale. Me acerco, y veo a una mujer acometida por un temblor universal; sus dientes castañeteaban como en los escalofríos de la fiebre; sus rodillas se entrechocaban. «Un instante, señor; os pido perdón; no sé si seré capaz… ¿Qué voy a hacer aquí? Ya os he robado demasiado tiempo en balde; lo lamento; os pido perdón…». Mientras, yo le di el brazo. Se cogió a mi e intentó levantarse; no pudo. «Todavía un momento, señor —me dijo—. Yo sé que os doy lástima; mi estado os debe apenar…». Por fin, pudo recuperarse un poco y, saliendo de la silla portátil, añadió en voz baja: «Hay que entrar. Tenemos que verle. ¡Quién sabe! Acaso me muera…». Atravesamos el patio, abrimos la puerta y llegamos al despacho de Gardeil. Estaba sentado frente a su escritorio, en bata, con gorro de dormir. Me hizo un saludo con la mano y siguió con el trabajo que tenía entre manos. Luego, se me acercó, y me dijo: «Estaréis de acuerdo, señor, con que las mujeres son bastante fastidiosas. Os pido mil perdones por las extravagancias de la señorita». Después, dirigiéndose a la pobre criatura que estaba más muerta que viva: «Señorita —le dijo—. ¿Qué más pretendéis de mí? Creo que he sido suficientemente claro y preciso como para que entendáis que todo está acabado entre nosotros. Os he dicho que ya no os amaba; os lo he dicho en privado, pero parece ser que deseáis que lo repita delante de este señor: pues bien, señorita, ya no os amo. El amor es un sentimiento extinguido para vos en mi corazón; y añadiré, por si eso os sirve de consuelo, que también se ha extinguido para cualquier otra mujer». «Pero decidme por qué ya no me amáis». «Lo ignoro. Todo lo que sé es que he comenzado sin saber por qué y he acabado sin saber por qué; y que me parece que va a ser imposible que esta pasión resurja. Ha sido una locura juvenil de la que creo que, afortunadamente, me he curado por completo». «¿Cuáles son mis equivocaciones?». «Ninguna». «¿Tenéis que hacer algún secreto reproche a mi conducta?». «Ni uno sólo; habéis sido la mujer más constante, más honesta y más dulce que un hombre pueda desear». «¿Olvidé algo que estaba en mi mano poder hacer?». «Nada». «¿Por vos no he sacrificado mis padres?». «Es cierto». «¿Mi fortuna?». «Lo deploro». «¿Mi salud?». «Puede ser». «¿Mi honor, mi reputación, mi bienestar?». «Todo lo que queráis». «¡Y os resulto odiosa!». «Cuesta decirlo, incluso cuesta escucharlo, pero puesto que es así, hay que admitirlo». «¡Le resulto odiosa!… ¡Es como para desesperarse!… ¡Odiosa! ¡Ah, cielos!…». Mientras pronunciaba estas palabras, una palidez mortal se extendió por su rostro; sus labios perdieron el color; gotas de sudor frío que le nacían en las mejillas, se mezclaban con las lágrimas que bajaban de sus ojos; los tenía cerrados; la cabeza, caída sobre el respaldo del sillón. Apretaba los dientes; le temblaba todo el cuerpo; al temblor siguió un desmayo que pareció el cumplimiento de la esperanza que había concebido al llegar a aquella casa. La duración de ese estado acabó por asustarme. Le quité el chal; desaté los los cordones de su vestido; aflojé los de sus enaguas, y le eché varias gotas de agua fresca sobre la cara. Entreabrió los ojos; su garganta emitió un murmullo sordo; quería pronunciar: «Le soy odiosa», pero no podía articular más que las últimas sílabas; después, dejaba escapar un agudo grito. Se le cerraban los párpados y volvía a desmayarse. Gardeil, sentado en un sillón, con los codos apoyados sobre la mesa, y la cabeza apoyada en su mano, la miraba fríamente, sin ninguna emoción, y me dejaba a mi que la atendiera. Varias veces le dije: «Pero señor, se está muriendo… convendría avisar a alguien». Me respondió sonriendo y encogiéndose de hombros: «Las mujeres tienen la piel dura; no mueren por tan poco: esto no es nada; ya se le pasará. Vos no las conocéis; hacen todo lo que quieren con sus cuerpos…». «Os digo que se está muriendo». Efectivamente, su cuerpo parecía no tener ni fuerza ni vida; resbalaba del sillón, y si yo no la hubiese sujetado, hubiera rodado por el suelo. Mientras tanto, Gardeil se había levantado bruscamente, y paseándose por la habitación, decía con tono impaciente y malhumorado: «Ya me podía ahorrar esta penosa escena. Pero espero que sea la última. ¿Qué diablos tiene contra mí esta criatura? La he amado. Me daría con la cabeza contra la pared, pero no cambiaría nada. Ya no la amo; ahora ya lo sabe, y si no lo sabe es que no lo sabrá jamás. Ya está dicho todo…». «No, señor, no está dicho todo. ¿O acaso creéis que un hombre honrado despoja a una mujer de todo cuanto tiene y luego la deja plantada?». «¿Y qué queréis que haga? Soy tan pobre como ella». «¿Sabéis lo que quiero que hagáis? Que asociéis vuestra miseria con aquella a la que habéis reducido a vuestra amante». «Es muy fácil decirlo. Pero ella no iba a ganar nada con eso, y yo, en cambio, tendría mucho que perder». «¿Os comportaríais igual con un amigo que os hubiera sacrificado todo?». «¡Un amigo!, ¡un amigo! No confío gran cosa en los amigos; y esta experiencia me ha enseñado a no tener tampoco fe en las pasiones. Me fastidia no haberlo sabido antes». «¿Es justo que esta desdichada sea la víctima de los errores de vuestro corazón?». «¿Y quién os dice si dentro de un mes o de un día no hubiera sido yo —y no menos cruelmente— la víctima de los errores del suyo?». «Me lo dice todo lo que ella ha hecho por vos, me lo dice el estado en que se encuentra». «¡Lo que ha hecho por mí!… Cielo santo, ya se lo he pagado con creces con la pérdida de mi tiempo». «¡Ah, señor Gardeil, cómo os atrevéis a comparar vuestro tiempo y todas las inestimables cosas que le habéis arrebatado!». «Yo no he hecho nada, no soy nada, tengo treinta años: ahora o nunca tengo que empezar a pensar en mí mismo y a considerar todas esas tonterías en lo que valen…».

Entretanto, la pobre señorita de La Chaux había vuelto un tanto en sí. Al oír las últimas palabras, replicó vivamente: «¿Qué ha dicho sobre la pérdida de su tiempo? He aprendido cuatro idiomas para ayudarle en sus trabajos; he leído mil volúmenes; he escrito, traducido, copiado días y noches; he agotado mis fuerzas, consumido mis ojos y quemado mi sangre; he contraído una enfermedad penosa y quizás incurable. No se atreve a confesar la causa de su hastío, pero vais a conocerla». Inmediatamente, se quita el chal; se desnuda un brazo hasta el hombro, y, enseñándome una mancha de erisipela, me dice: «Esta es la razón de su cambio; este es el resultado de todas las noches que he pasado en vela. Él llegaba por la mañana con sus rollos de pergamino. El señor d’Hérouville —me decía— tiene mucha prisa por saber lo que hay dentro; habría que hacer este trabajo para mañana; y al día siguiente estaba hecho…». En aquel momento oímos los pasos de alguien que avanzaba hacia la puerta; era un criado que anunció la llegada del señor d’Hérouville. Gardeil se puso pálido. Invité a la señorita de La Chaux a que arreglara su vestido y a que se retirara. «No —dijo—, no; me quedo. Quiero desenmascarar a este hombre indigno. Esperaré al señor d’Hérouville y le hablaré». «¿De qué serviría?». «De nada —me respondió ella—. Tenéis razón». «Mañana lo lamentaríais. Dejadle solo con todas sus culpas; es una venganza digna de vos». «Pero ¿acaso es digna de él? Es que no veis que este hombre no es… Vámonos, señor, vámonos deprisa, porque no puedo responder ni de lo que haría ni de lo que diría…». La señorita de La Chaux arregló en un abrir y cerrar de ojos el desorden existente en sus vestidos tras esta escena, y salió como una flecha del despacho de Gardeil. La seguí, y oí la puerta que se cerraba violentamente a nuestras espaldas. Después supe que Gardeil había dado instrucciones al portero para no dejarla entrar de nuevo.

La llevé a su casa, donde encontré al doctor Le Camus, que nos esperaba. La pasión que tenía por esta mujer no difería mucho de la que ella sentía por Gardeil. Le conté nuestra visita sin ahorrar sus gestos de cólera, de dolor, de indignación…

—No sería difícil leer en la cara de Le Camus que vuestro poco éxito no le desagradaba del todo.

—Es cierto.

—Así es el hombre. No vale gran cosa.

—A esta ruptura de relaciones siguió una violenta enfermedad, durante la cual el bueno, honrado, tierno y sensible doctor la cuidaba como no lo hubiera hecho a la primera dama de Francia. La visitaba tres, cuatro veces por día. Mientras hubo peligro, durmió en su habitación, en un catre. No hay nada mejor que una larga enfermedad cuando se sufren grandes penas.

—Acercándonos a nosotros mismos, la enfermedad aleja el recuerdo de los demás. Y además constituye un buen pretexto para poderse afligir sin indiscreciones, libremente.

—Esta reflexión, sin duda justa, no era aplicable a la señorita de La Chaux.

Organizamos el empleo de su tiempo durante su convalecencia. Tenía inteligencia, imaginación, gusto y cultura suficientes como para entrar en la Academia de Bellas Artes[12]. Nos había oído hablar tanto de metafísica, que las más abstractas materias ya le resultaban familiares. Su primera tentativa literaria fue la traducción de los Ensayos sobre el entendimiento humano, de Hume. La revisé; y, verdaderamente había poca cosa que rectificar. Esta traducción fue publicada en Holanda y bien acogida por el público.

Mi Carta sobre los Sordomudos[13] apareció casi simultáneamente. Tuve en cuenta algunas sutiles objeciones que ella me hizo y que motivaron que yo añadiera una parte a mi obra. Esta parte no es lo peor de lo que he escrito.

La señorita de La Chaux había recuperado un poco la alegría. El doctor nos invitaba de vez en cuando a comer, y estas comidas no resultaban demasiado deprimentes. Tras la ruptura de la señorita de La Chaux con Gardeil, la pasión de Le Camus había hecho admirables progresos. Un día, en la mesa, a los postres, mientras hablaba con toda la sinceridad, sensibilidad e ingenuidad de un niño, con toda la finura que caracteriza a un hombre de ingenio, ella le dijo con una franqueza que a mí me agradó infinitamente, pero que quizás desagrade a otros: «Doctor, es imposible que aumente nunca la estima que tengo por vos. Estoy abrumada por vuestras atenciones; y sería aún más abyecta que ese monstruo de la calle Hyacinthe si no os estuviese agradecida. Vuestro ingenio me agrada a más no poder. Habláis de vuestro amor con tanta gracia y delicadeza, que creo que me enfadaría si no insistieseis sobre ese tema. Solamente la idea de perder vuestra compañía o de carecer de vuestra amistad, bastaría para hacerme desgraciada. Sois el hombre más honrado de la tierra. Vuestra bondad y vuestra dulzura de carácter son incomparables. No creo que un corazón pueda caer en mejores manos. De día y de noche predico al mío en vuestro favor; pero de nada vale predicar al que no tiene ganas de obrar. No adelanto nada. Mientras tanto, vos sufrís y yo me apeno profundamente. No conozco a nadie más digno que vos de alcanzar la felicidad que solicitáis, y no sé de qué no sería capaz por haceros feliz. Todo lo que fuera posible, sin excepción. Llegaría, doctor, llegaría… sí, hasta a acostarme…, hasta ahí incluso. ¿Queréis acostaros conmigo? No tenéis más que decirlo. Esto es todo lo que puedo hacer por vos; pero vos queréis ser amado, y eso sí que no puedo hacerlo».

El doctor la escuchaba, le cogía la mano, la besaba y bañaba de lágrimas; y yo no sabía si llorar o reír. La señorita de La Chaux conocía bien al doctor, y al día siguiente cuando le dije: «Pero, señorita, ¿y si el doctor os hubiese tomado la palabra?», ella me respondió: «La hubiera mantenido; pero esto no podía ocurrir; mi ofrecimiento no era como para ser aceptado por un hombre como él…». «¿Por qué no? Si yo estuviese en el lugar del doctor hubiese esperado a que lo demás viniese después». «Sí, pero si vos hubieseis estado en el lugar del doctor, la señorita de La Chaux no os hubiera hecho la misma propuesta».

La traducción de Hume no le había dado mucho dinero. Los holandeses publican todo lo que se quiera con tal de no pagar nada.

—Afortunadamente para nosotros, porque con todas las trabas que se ponen a la inteligencia, si ellos deciden pagar una vez a los autores, se harían inmediatamente con todo el comercio de librería.

—Le aconsejamos que hiciese una obra de entretenimiento, por la que obtendría menos honor pero más provecho. Se ocupó en este trabajo durante cuatro o cinco meses, al cabo de los cuales me trajo una novelita realista titulada Las Tres favoritas. Tenía un estilo ágil, finura e interés; pero sin que ella se diera cuenta (incapaz como era de ninguna malicia) la obra estaba repleta de multitud de alusiones aplicables a la querida del soberano, la marquesa de Pompadour[14]; no le oculté que sin hacer algún sacrificio, ya fuese moderando o suprimiendo algunos párrafos, iba a ser casi imposible que su obra se publicase sin comprometerla, y que si sentía pena por estropear algo que estaba bien escrito, más se iba a apenar si lo dejaba como estaba.

Se afligió mucho porque comprendió perfectamente el sentido de mi observación. El bueno del doctor cubría todas sus necesidades, pero ella usaba de su generosidad con gran moderación, porque no se sentía dispuesta a corresponder como él podía esperar. Por otra parte, el doctor no era rico y tampoco era de esa clase de hombres que pueden llegar a serlo en el futuro. De vez en cuando, ella sacaba el manuscrito del cartapacio y me decía tristemente: «Bien, está visto que no hay nada que hacer; tiene que quedarse aquí». Le di un consejo singular; nada menos que enviase la obra, tal como estaba escrita, sin atenuar ni cambiar nada, a la mismísima marquesa de Pompadour, con unas pocas líneas que explicasen una carta encantadora desde todos los puntos de vista, pero, sobre todo, por el tono de sinceridad que tenía y que no podía pasar inadvertido. Transcurrieron dos o tres meses sin que recibiese ninguna noticia; ya consideraba infructuosa la tentativa cuando un buen día un cruzado de San Luis trajo a su casa la respuesta de la marquesa. La carta alababa la obra como se merecía; agradecía el sacrificio; admitía algunas alusiones, que no se consideraban ofensivas; e invitaba al autor a ir a Versalles, donde encontraría una mujer agradecida y dispuesta a corresponder con todo lo que estuviese en su mano. El emisario, al salir de la casa de la señorita de La Chaux, dejó hábilmente, sobre la chimenea, un rollo con cincuenta luises.

El doctor y yo insistimos para que aprovechase la benevolencia de la marquesa de Pompadour, pero teníamos que tratar con una muchacha cuya modestia y timidez no eran menores que su talento. ¿Cómo iba a presentarse allá con sus harapos? El doctor allanó inmediatamente esta dificultad. Después de los vestidos, otros fueron los pretextos, y luego más pretextos aún. El viaje a Versalles fue aplazado de día en día, hasta que ya casi no era oportuno el hacerlo. Hacía ya tiempo que no hablábamos sobre este tema, cuando volvió el mismo emisario con una segunda carta llena de los más amables reproches y con otra suma de dinero equivalente a la primera, y ofrecida con idéntica discreción. No se ha sabido nada de esta generosa acción de la marquesa de Pompadour. He hablado de ello al señor Collin, su hombre de confianza y distribuidor de sus favores secretos. Lo ignoraba. Me complace pensar que no ha sido la única buena acción que la marquesa esconde en su tumba.

Y así fue como la señorita de La Chaux perdió por dos veces la oportunidad de escapar de su miseria.

Después, se fue a vivir a las afueras de la ciudad, y la perdí completamente de vista. Lo único que he sabido del resto de su vida es que ha sido una sarta de amarguras, de enfermedades y de miseria. Su familia le cerró obstinadamente todas las puertas. En vano solicitó la intercesión de esos santos personajes que la habían perseguido con tanto celo.

—Eso es lo normal.

—El doctor no la abandonó. Se murió acostada sobre la paja, en un desván, mientras el pequeño tigre de la calle Hyacinthe, el único amante que había tenido, ejercía la medicina en Montpellier o en Toulouse, y gozaba, con gran fortuna, de una merecida reputación de buen médico y de una usurpada reputación de hombre honrado.

—Pero eso también es más o menos normal. Si existe un hombre bueno y honrado como Tanié, la Providencia le hace topar con una mujer como la Reymer; si existe una mujer buena y honrada como la señorita de La Chaux, le toca en suerte un tipo como Gardeil, para que así todo resulte lo mejor posible.

Quizás alguien me diga que es un poco arriesgado emitir un juicio definitivo sobre el carácter de un hombre a partir de una sola de sus acciones; que una regla tan severa como esta reduciría el número de personas honradas hasta dejar tan pocas sobre la tierra como, según el evangelio cristiano, hay elegidos en el cielo; que quizás se pueda ser inconstante en el amor, alardear de pocos escrúpulos con las mujeres, sin carecer por ello de honor y probidad; que uno no es dueño ni de sofocar una pasión que se enciende ni de atizar otra que se extingue; que ya hay bastantes hombres, en las casas y en las calles, que merecen el justo título de granujas, sin tener que inventar para ello crímenes imaginarios que multiplicarían su número hasta el infinito. Se me preguntará si yo nunca he traicionado, ni engañado, ni abandonado sin motivo a una mujer. Si se me ocurriera responder a estas preguntas, mi respuesta no quedaría sin réplica y se originaría una disputa que no acabaría sino el día del Juicio Final. Pero, con la mano sobre el corazón, decidme vos, señor apologista de falsos y de infieles, si escogeríais como amigo vuestro al doctor de Toulouse… ¿Dudáis? Es suficiente; con lo cual, ya no me queda más que rogar a Dios que proteja a toda mujer a la que se os pase por la imaginación galantearla.