Algún cuento que otro también escribió Diderot. Quizá su faceta de cuentista sea la menos conocida. Se dice Diderot y el estereotipo hace pensar automáticamente en el enciclopedista, en el filósofo, todo lo más, en el autor de La Monja. En cambio, los relatos diderotescos no son una rareza, un trabajo secundario o sinsubstancia, en el contexto de su quehacer. Limitarse al Diderot acostumbrado es desconocer, o despreciar, su ancha obra narrativa que no desmerece ante su obra de pensamiento. Además, Diderot es uno de esos escritores que hace muy angostas las fronteras entre sus diversas creaciones: pensamiento hay, y no poco intencionado, en sus novelas y cuentos; y un impulso renovador, y un estilo despreocupado y antiárido, nunca faltan en sus libros filosóficos. Es que Diderot es alérgico al encasillamiento, lo que producirá su chasco a los amantes de la rotulación y el formol, pero lo que también supone una estimulante terra nullius donde no es poco alentador ir a detectar filosofía en una comedia, narrativa en un tratado doctrinal, diálogo teatral en un cuento, etc…
Los cuentos de Diderot son entonces extrañas criaturas, sin sexo claro. Son un poco como esos houyhnhnms que pinta Swift. Tienen apariencia de caballos, pero un raciocinio tan fino que les hace emplear a los yahoos —también conocidos bajo el sema hombres— como animales de carga. Así de resistente es el cuento diderotesco a aceptar súcubamente la evidencia, la etiqueta, la mordaza de la categoría «cuento». Baste pensar que al más depurado de sus cuentos Diderot lo martiriza con el título Esto no es un cuento. Más que nada, Diderot concebía sus breves narraciones como un haz de pretextos para proponerse las cuestiones que se le ocurrían sobre la marcha, para provocarse o desdecirse, incluso, sin más, para charlar un poco consigo mismo. Dice en El Sobrino de Rameau: «converso conmigo mismo de política, de amor, de arte, de filosofía. Abandono mi espíritu a todo su libertinaje». Echar a volar el globo rojo del espíritu, sin mayores trabas, es lo que sueña un hombre que debe echar las cuentas a una sociedad altamente empolvada y represiva. Había que construir un parque mental para escapar, siquiera un rato, del extenuante desafío iluminista. Diderot encuentra su diversión así: «mes pensées, ce sont mes catins». «Mis pensamientos son mis amantes», se podría decir intentando vanamente traducir el hormigueo, la lucidez, la precisión y el destello de esta frase.
Su complacido discurrir, su amar alguna vez sus divagaciones, son la matriz de éstos contracuentos. No hay que mojarles encima con el hisopo de lo trascendental. Son todo lo contrario que insignificantes, pero conviene mirarlos, como diría Barthes, desde el punto de vista de le plaisir du texte. Tras una época en la que el mismo Barthes nos había enseñado a temer el gozo de un libro (pues había que purgarlo con toda suerte de consideraciones sobre su lenguaje, su simbolismo…) por fin, se rompe una lanza a favor de esa vena de arte puro que lleva todo libro bueno, y que escapa a cualquier posible codificación o racionalización. No hay ya que sonrojarse ante el placer que da un buen texto, y es un alivio que sea Barthes quien así lo postule.
Esta última posición barthesiana no es mal aperitivo para la degustación del contenido de Esto no es un cuento. Se trata de literatura salpicada, si acaso, con múltiples alusiones a graves cuestiones. Si no están más desentrañadas esas graves cuestiones es porque Diderot no escribió sólo cuentos. No hay que olvidar que Diderot viene a ser una especie de peregrino en su propia narrativa. Viaja sobre ella como viaja sobre la cultura de su tiempo. Se tiene la impresión de que está transitando sobre lo que piensa, que sus tesis son siempre espirales abiertas. En cinco años, de sus Pensamientos Filosóficos, de fondo deísta, pasa a una fase incrédula (El Paseo de un Escéptico), para llegar, en torno a 1749, a un criterio claramente materialista: «si queréis que crea en Dios me lo tenéis que hacer tocar». Este constante proceso de reelaboración se da en la vasta temática que Diderot afrontó fuera y dentro de la Enciclopedia. De su prisa y curiosidad exacerbada dice Voltaire: «todo entra en la esfera de su genio: pasa de las alturas de la metafísica al oficio de un tejedor, y luego se va al teatro».
Cualquier método y tema son buenos en Diderot, por tanto, para dar la puntada crítica y desmitificadora al contorno cultural, científico, moral, religioso, social, político; contra toda la semiología del ancien regime, podríamos decir. Cualquier herramienta es válida: la Carta sobre los ciegos, las notas sueltas de la Enciclopedia, los cuentos. No son éstos los utensilios más banales. En aquel entonces, cuando las espadas del Antiguo Régimen estaban en alto, y cuando proliferaban las lettres de cachet contra todo bicho viviente, escritores incómodos especialmente, un cuento bien cincelado, algo maligno, podía ser el mejor vehículo para poner en solfa. No por nada estaba de moda la definición que el obispo de Belley daba del cuento: «es un instrumento del diablo».
A estas alturas, los cuentos de Diderot no apestan a azufre, pero tampoco a rancio. Como se verá en las páginas que siguen, formas y contenidos diderotescos, salvada la cuestión de las fechas, tienen una cierta sintonía actual, y rebosan de un aire de desacato. No es la típica repesca de unos textos no por muy venerables, menos llenos de moho y polilla. La legibilidad de los mismos, sus connotaciones sobre algunos de los idiotismos sociales y morales aún campantes, redimen del esfuerzo de una operación de traducción que podría sonar fútil.
Esto no es un cuento y compañía pueden tener también el valor de desmantelar la consabida y dañina idea unidimensional que se tiene de Diderot. Es notorio que lo que más ha trascendido del filósofo de Langres ha sido siempre su condición de cabecilla del iluminismo. Sainte-Beuve atina: «Diderot es el hombre de su siglo que mejor encarna la insurrección filosófica». Fue gracias a su intuición y a su desmedida capacidad de trabajo que se debe esa summa del saber laico del Setecientos: la Enciclopedia, o si se prefiere, el Diccionario Razonado de Ciencias, Artes y Oficios. Ningún philosophe se preocupó tanto como Diderot por saber todo lo que había que saber en su época: matemáticas, física, astronomía, biología, teología, música. Sólo una vez —se cuenta— Diderot se quedó sin respuesta. Fue en San Petersburgo, en la corte de Catalina II, cuando un filósofo ruso le desafió a demostrar la existencia de Dios mediante el álgebra. «Señor, a + bn / z = x. Luego Dios existe. Responded». Diderot dudó lo suficiente como para oír las carcajadas de los cortesanos. Vero no han sido sus raras ingenuidades las que han prevalecido, sino libros como los Pensamientos, las Cartas, el Sueño de D’Alembert…, que preludiaron un cambio de tornas del pensamiento europeo. Se convendrá con que la fuerza del ingrediente filosófico e iluminista de Diderot ha empalidecido su faceta de narrador. Pero ya es hora de rescatar esta perspectiva diderotesca. El Diderot cuentista y novelista no debe sufrir ningún desdoro en la comparación con Voltaire. Las innovaciones formales del autor de Santiago el Fatalista son incluso mayores que las del autor de Cándido. Y por lo que se refiere a compostura civil, Diderot no le va a la zaga a Voltaire. Idéntico es el fervor de ambos por la tolerancia, idéntica su falta de resignación ante la estupidez humana. No es Voltaire, es Diderot quien en un momento dado puede escribir: «no hay justicia en Constantinopla para el que ha conservado su prepucio».
Los cuentos que aquí van no es que estén juntos por azar. Responden a una selección problemática. En principio, Esto no es un cuento, Los Dos Amigos de Bourbonne y La Señora de La Carlière, son los trabajos que a nuestro juicio se ajustan más a un criterio de cuento. El último texto que publicamos Autores y Críticos es, más que nada, un croquis narrativo, un esbozo, pero puede ser interesante para atisbar la entraña del acto creativo de Diderot.
En cambio, otros recopiladores prefieren poner como cuento el Suplemento del Viaje de Bougainville, y ello porque tiene una cierta continuidad (yo creo que episódica) con La Señora de La Carlière . Otras ediciones, como la de Paul Vernière, dan el Suplemento como obra filosófica. También se podría echar en falta en nuestra selección sea El Pájaro Blanco sea Mixtificación. Respecto a este último, sólo decir que es un mero «ejercicio de estilo», con el que Diderot se entrena y preludia tipos y tonos de su narrativa posterior. Tiene poco espinazo este cuento, aunque su protagonista, el exótico Doctor Desbrosses —un mixtificador más finamente paradójico de los que pinta Baroja— no está mal visto.
Por lo que se refiere a El Pájaro Blanco (cuento azul) iría mejor junto a alguna edición de Las Joyas Indiscretas ya que emplea las mismas claves para significar personajes. Por las alusiones que contenía contra el Rey y su querida, la Pompadour, este cuento fue perseguido. Tampoco fue ajeno al escándalo el contenido de la fábula: las peripecias de un príncipe convertido en un pichón a causa de un maleficio, y cuyo trino es un eufemismo de lo que un italiano llamaría fare all’amore. Visto desde otra esquina, como lo ve por ejemplo Arthur Wilson, el cuento azul (no ya verde) no tiene la agudeza literaria de las Joyas. Aún y así, no es para echar en saco roto su agudeza política. Debido a El Pájaro Blanco, y también naturalmente a Las Joyas Indiscretas, los Pensamientos Filosóficos y la Carta sobre los Ciegos, Diderot fue a pasar una temporada a la prisión de Vincennes. Cierto es que dar con sus huesos en la cárcel no moderó su pluma, Denis Diderot no era de talante rendido. Como a Voltaire, le hubiera hecho poca mella la célebre advertencia de Pío XI: «qui mange du Pape en meurt».
El bocado de Esto no es un cuento (Ceci n’est pas un conte) no es particularmente peligroso, pero la narración tiene una enjundia literaria no aguada por el paso de los siglos. Se trata del diálogo entre Diderot y un interlocutor u oyente del cuento (que a veces es el mismo Diderot para mayor confusión). Como en El Sobrino de Rameau, se pierde la pista de quién es Moi y quién es Lui. El narrador cuenta al oyente, que a su vez cuenta al narrador, las andanzas de personajes reales mezcladas con las de personajes inexistentes, en un fondo, sin embargo, siempre bien reconocible en el París de entonces. Esta superposición de planos: los narradores conocen a los narrados, los cuales se refieren a otros conocidos comunes, con la añadidura de tipos ficticios que también hablan en directo, crea una cascada de niveles narrativos. El artificio de los dialogantes que saben de antemano todos los detalles, y hasta el desenlace de las historias que narran, da a Esto no es un cuento una permanente tensión de incredulidad. Crea una cierta deliberada distanciación que no puede ser más moderna.
Esto no es un cuento (¿qué es si no?) se divide en dos partes: una pone de manifiesto la malicia de una cortesana que ama al oro más que a su amante. Como en muchas otras obras, especialmente en la que dedica a Rameau y en la comedia ¿Es bueno?, ¿es malo?, Diderot se complace en desquiciar la moral corriente: los personajes buenos son también idiotas, y acaban mal; los personajes malos suelen ser astutos, y sobreviven. Esto se ve mejor en la segunda historia. La víctima en este caso es la amante. Es una señorita toda dulzura y sapiencia, un poco cursi, y excesivamente tierna como para no resultar cargante. De ahí que un buen día aquel a quien tanto ha beneficiado, Gardeil, la plante. Este tipo quiere hacer carrera, y considera al amor y a la amistad cosas bastante fastidiosas.
Los Dos Amigos de Bourbonne (Les Deux Amis de Bourbonne) habla de un tema muy en boga en la Francia de Luis XV: la amistad. Pero en Diderot no hay canto pastoral, inofensivo. Oliverio y Félix, un par de dióscuros pueblerinos, se oponen a Coleau, juez infame; y practican el contrabando y la rebeldía, como alternativas a su negra miseria. El párroco Papin, «un poco duro de mollera», juzga pagana su amistad, y no quiere dar una limosna a sus familias. El cura piensa que las limosnas hay que darlas a los pobres más modosos y respetuosos, a los pobres pobres. Premiar a los mejores pobres, es decir, a los más dotados de resignación, no cabe duda de que es un curioso darwinismo moral.
La Señora de La Carlière (Madame de La Carlière) quizá sea el cuento que contenga una carga más divertida: esta dama es una mojigata increíble. No cree en la institución del matrimonio. Pero la boda especial que inventa es ya un súpercasorio, un rito risible, donde la fidelidad del marido se somete a plebiscito. El cuento critica los murmuradores, la estupidez de los cotilleos y de la «sabiduría convencional», que diría Galbraith. Diderot despreciaba ya en su tiempo la opinión pública por lo artificial de su formación, por lo fácil de maniobrar y manipular. La gente —modernamente habría que hablar de «masa»— cambia gratuitamente de parecer, y toma el partido que ayer detestaba. Todo ello le asquea a Diderot, pero respecto a los maridos infieles tiene más manga ancha: ¿quién puede tirar la primera piedra?
Este Diderot narrador que nos ocupa, este «propagador de híbridos» como dice Jean Starobinski para señalar la originalidad de los géneros diderotescos, no se crea que surge de la nada. La placenta de Santiago el Fatalista hay que buscarla en el Tristram Shandy, de Sterne, donde el irlandés casca las estructuras tradicionales de la novela y cuaja el primer y más coherente ejemplo de antinovela. Al hilo de Sterne, en Santiago el Fatalista, Diderot escribe falsamente compungido: «descuido lo que un novelista nunca desdeñaría». Un tipo de periodismo inglés, reflexivo y moralista, como el de Swift, Addison y Steele, no supone una vana lectura para Diderot: en sus cuentos afronta la actualidad desde una perspectiva de vigilante crítica social. Y tampoco hay que menospreciar el influjo ejercido por Richardson (Pamela, Clarisse…) sobre ese afán diderotesco de hacer verosímil lo verdadero, ese afán suyo de hacer convincente algo tan resbaladizo como el patetismo. Hacer buen realismo patético siempre es duro, pero creo que en los relatos que siguen se tiene una buena prueba de la habilidad de Diderot para manejar una materia prima abundantemente melodramática sin incurrir en el melodrama. Merced, siempre a ese barniz de burla, de raciocinio; a esas constantes ganas de pensar que «el escepticismo es el primer paso hacia la verdad».
Las situaciones de los cuentos de Diderot son a veces de claro feulleiton (engaños, celos, desamores…), pero lo que le salva a Diderot es su intervención personal como autor para quitar con una mano la solemnidad que escribe con la otra, para contradecir y hasta ridiculizar a los protagonistas. Estos hablan un lenguaje que, al margen de las fechas, podría ser semejante al de la fotonovela de hoy, al de las historietas o comic-strips. Un lenguaje convenido, adocenado, ritual, ligeramente grotesco. Si todo se quedase ahí, la menestra sería incomestible. Pero, ya digo, Diderot era demasiado lúcido como para creerse las necedades de sus entes de ficción. Por eso, llena lo que va escribiendo de interrupciones, interpolaciones, acotaciones, referencias sobre moral, política, física… Al final de Los Dos Amigos de Bourbonne no está aún satisfecho del brioso cuento que ha fraguado, y añade una disquisición sobre las diversas categorías de cuento, maravilloso, cómico y realista, que no contribuye, por supuesto, a aclarar las ideas sobre lo que debe ser un cuento.
Este flanco de arbitrariedad narrativa es, en resumidas cuentas, el que prevalece en Esto no es un cuento. Pero no es posible escindir la originalidad del contar de Diderot de la sustancia de su contar. Si su Santiago el Fatalista es al determinismo pesimista de Zenón lo que Cándido al optimismo de las mónadas de Leibniz, también los cuentos diderotescos llevan disueltos no pocos embriones filosóficos. Claro está que cuando Goethe dice que Diderot, y los enciclopedistas, favorecieron el derribo de todo un mundo político, no piensa que estos cuentos pueden ser el ariete. La infiltración del suero de la razón es una cosa, y el cambio político, otra. Es Marat —no precisamente un philosophe— quien exclama: «ciegos ciudadanos, hace diez meses quinientas cabezas cortadas hubieran bastado para aseguraros la felicidad; ahora, para impediros perecer, se necesitan cien mil». Estas cien mil cabezas guillotinadas en las que Marat cifraba la dicha de los franceses, suponían una escabechina ajena a Diderot. Es más, Diderot se preguntaba: «¿hay que sacrificar al azar de una revolución la felicidad de la generación por venir?». Pero mientras esta pregunta queda sin contestación, Diderot no escribe ni una sola línea conformista, ni da un momento de tregua a las «ideologías» de su tiempo. Ni se permite el lujo de escribir fábulas cándidas.
Desde el punto de vista formal, se notará enseguida que los cuentos de Esto no es un cuento están escritos à la diable, a la pata la llana; pero no a la ligera. Ese estilo diderotesco un poco deguenillé, desastrado, discontinuo; esa puntuación chispeante, que he tratado de respetar al máximo; esa riqueza verbal que corre el peligro de caer en papillotage, en un relumbrón efectista, nunca sofocan las reflexiones soterradas, y aún hoy valederas, que empapan los cuentos.
Debo decir también que el trabajo de traducirlos ha sido un añadido al mero placer de haberlos encontrado. Ferviente creyente de que las traducciones, como decían los victorianos ingleses, «saben a fresas hervidas», la empresa planteaba dobles dificultades. Casi casi estaba apañado. Además, no ha sido liviano desentrañar, con espíritu de claridad, unos textos particularmente sembrados de paradojas al estilo de the shooting of the hunters (o, ¿quién caza a quién?). El francés dieciochesco de Diderot es un prodigio por la invención contrapuesta a la retórica en boga. Esto no quita para que Diderot no apretase y sincopase su modo de decir y lo que decía, hasta el punto de que su «nivel de traducibilidad» —término grato a Ferrater— se restringe mucho. Ahora bien, insisto en que mi móvil formal ha sido el espíritu de claridad; he tendido más a aclarar que a intentar una vana creación que, en fin de cuentas, no se hubiera quedado, como ocurre de ordinario, más que en recreación o refrito. Soy más pesimista que Octavio Paz cuando dice que «cada traducción es, hasta cierto punto, una invención, y así constituye un texto único». Sólo las grandes traducciones, o sea las que nada o poco tienen que ver con el original, son inventos apreciables. Pero entonces, ¿qué queda del autor del que se sorbe?
Pocas cosas más: precisar quizás que me he basado en la edición de J. Assézat (Obras Completas de Diderot, París, 1875). También convenga decir, como remate, que si estos cuentos estimulan frente al restante, más vasto e importante Diderot narrador, ya habrán hecho mucho. No menos, si simplemente logran divertir. Algo casi seguro es que sorprenderá, en cierta medida, ese aire de novedad de un Diderot a horcajadas sobre lo serio y lo bufo, el acicate intelectual y el diletto. Nunca arte por el arte a secas. No en balde, en tiempos de Diderot, aún estaba fresca la teoría de algunos teólogos que atribuían al pecado de Caín el color negro que suelen tener los negros.
Luis Pancorbo