19

—Hijo de puta.

Vitali se echó a reír y por poco no se le escapó el teléfono vía satélite de la mano. Tenía que admitirlo: la policía le caía bien.

—¿Qué le ha ocurrido? ¿Qué le has hecho?

—Calma, Vega, aquí solo se está celebrando una reunión entre caballeros. —Y le asestó una patada a Marcus, que estaba sentado en el suelo, con las manos levantadas sobre la cabeza y en la mira de su pistola.

—¿Está arrestado? —Como no sabía qué hacer, había preguntado lo primero que se le había pasado por la cabeza.

El inspector se lo estaba pasando en grande.

—Piensa, Sandra…, puedo llamarte Sandra, ¿verdad?

—Sí —se vio forzada a contestar ella, sin siquiera saber por qué.

—Pues bien, como decía: piensa, Sandra. El mundo tal como lo conocíamos antes ya no existe. O, por lo menos, se ha tomado una buena pausa para reflexionar. Por eso ya no sirven las reglas de antes: no hay derechos civiles, ni tribunales, ni siquiera agentes de la ley. Estamos en guerra y todos somos enemigos. Solo cuentan las alianzas provisionales.

Sandra no podía soportar más el sarcasmo de ese cabrón.

—¿Qué quieres?

—Que vengas aquí a contarme lo que sucede, porque tu amigo Marcus parece mudo. —Le dio otro puntapié, esta vez en la espalda.

—¿Cómo sabes su nombre?

—Oh, si es eso lo que te preocupa, sé muchas cosas acerca de él. —Vitali sacó del bolsillo el papel en el que habían anotado los elementos de la investigación y que había encontrado en el bolso de Sandra. Miró la lista—. Por ejemplo, sé que ha tenido una amnesia temporal. He intentado hacerle recuperar la memoria, porque dicen que un golpe en la cabeza a veces hace milagros, pero no ha funcionado.

A Marcus todavía le sangraba la nuca. Vitali lo había obligado a recuperar el sentido a base de darle patadas. Ahora, dolorido y bajo la amenaza de un arma, el penitenciario prefería esperar antes de aventurarse a reaccionar. Quería ver cómo se desarrollaban los acontecimientos.

—Tu amigo no quiere hablar conmigo —fingió lamentarse el inspector—. ¿Puedes creerlo? En el fondo, soy un tipo amigable.

—Si voy donde tú estás, ¿quién me dice que luego no nos matarás a los dos?

—La desconfianza es un lujo que no puedes permitirte, Vega. Si no vienes, él morirá. Si vienes, tal vez os deje marchar a ambos. Decide libremente lo que te conviene.

—No iré —dijo ella impulsivamente.

Vitali rio de nuevo.

—Creía que había algo entre vosotros dos. Pero las mujeres son volubles, ya se sabe.

Marcus no quería que Sandra se reuniera allí con ellos. Estaba seguro de que Vitali no dudaría en eliminarlos a ambos. Antes se habría sacrificado a sí mismo, intentando alguna peligrosa ocurrencia para desarmar al inspector.

—No estoy dispuesta a seguirte el juego. Ya me jodiste una vez, sé cómo funciona.

—Tú no sabes una mierda, Vega. —El tono de Vitali se había vuelto de hielo—. He leído tus apuntes, pero tu amigo y tú ni siquiera os habéis acercado a la verdad. —A continuación disparó.

El disparo retumbó por el teléfono vía satélite y estremeció a Sandra.

—Palacio Šišman, Via della Gatta, cuarta planta —dijo el inspector—. La puerta está abierta —y colgó.


Sandra Vega no sabía qué hacer. Decidió abandonar la torre del oratorio. En ese momento no tenía tiempo de pensar en la maleta con la ropa de hombre que Matilde Frai llevaba consigo. Tenía que idear un modo de liberar a Marcus.

Mientras caminaba por la calle, elaboró un plan de ataque. Vitali tenía razón cuando afirmaba que las reglas del juego habían cambiado. Durante esa noche delirante, todos habían perdido algo. Pero si al término del apagón programado volvía la paz, entonces también empezaría la caza de los responsables.

El inspector había dicho que ella y Marcus no se habían acercado lo más mínimo a la verdad. Quizá fuera así. Tal vez habían perdido el hilo de la investigación y nunca llegarían a tiempo de encontrar a Tobia Frai y al Maestro de las Sombras, ni siquiera de desarticular por completo la Iglesia del Eclipse. Pero habían cogido al asesino de los adeptos. Sería una excelente moneda de cambio para lograr la liberación de Marcus, lástima que Matilde Frai se hubiera suicidado.

A pesar de todo, todavía contaba con alguna ventaja que podía aprovechar ante Vitali. Alguien debería ocuparse de ello. Y ella sabía quién. La idea se la había proporcionado el pobre Crespi. «El chantaje», se dijo.

Cuando llegó a la entrada del hormiguero, se encontró con una barrera de hombres armados. Levantó las manos y puso el revólver descargado en el asfalto.

—Soy la agente Sandra Vega, de la Oficina de Pasaportes —gritó.

Alguien encendió un potente reflector y lo enfocó en su dirección, deslumbrándola. A continuación oyó un ruido metálico a un par de metros de ella.

—Póntelas —dijo una voz perentoria.

Sandra recogió las esposas del suelo. Se las puso en las muñecas y a continuación las mostró hacia el reflector. Dos hombres armados con fusiles de asalto fueron en su busca y la condujeron al otro lado de la barrera. Un sargento se paró delante de ellos y la reconoció.

—¿Qué haces aquí?

—Quiero hablar con el jefe —dijo solo.

—No creo que sea posible. Si quieres, puedes coger un uniforme y unirte a nosotros.

—Decidle que tengo un mensaje de parte del inspector Vitali.

Diez minutos más tarde le quitaron las esposas y la hicieron entrar en el despacho del jefe superior de policía. Con él estaba también el questore Alberti.

—Tome asiento, agente —la invitó De Giorgi—. ¿Usted sabe dónde se encuentra el inspector Vitali? ¿Por casualidad necesita ayuda?

—Se las apaña bastante bien solo, gracias —contestó Sandra.

—Entonces, ¿a qué viene ese mensaje? —la apremió el questore.

—He visto los helicópteros —dijo, en cambio—. Dentro de poco estarán aquí, ¿verdad? En cuanto salga el sol, habrá un despliegue masivo.

—Ese es el plan, sí —admitió Alberti.

—Por lo tanto les queda poco tiempo para decidir cómo pueden salvar el culo.

La expresión hizo enmudecer a sus superiores.

—¿Adónde pretende llegar? —dijo el jefe superior de policía.

—Puedo demostrar que Vitali sabía el peligro que entrañaba el apagón y que no ha hecho nada.

—¿Y qué más sabe? —dijo el questore, curioso.

—Que el inspector estaba al corriente de la existencia de la Iglesia del Eclipse y de la hostia negra mucho antes del vídeo del móvil que me han mostrado esta mañana. Y si él lo sabía…

—Es una insinuación un poco fuerte —dijo el jefe—. ¿Se da usted cuenta, agente Vega?

—Sí, señor. —Corría el riesgo de acabar en un juicio por traición, pero no tenía alternativa—. Lo que digo no es una amenaza. Es solo una oferta… El inspector me ha engañado y después me ha utilizado, ese hombre tiene que pagarlo.

—Déjeme que lo entienda. —De Giorgi cruzó los brazos y se inclinó sobre la mesa—. Nos está sugiriendo que echemos toda la mierda encima de Vitali. Y nos está ofreciendo que defendamos esta teoría. Pero ¿con qué argumentos? ¿Y qué quiere a cambio?

—Quiero que lo hagan volver.

—¿Por qué? —preguntó el questore.

—No puedo decírselo.

—¿Se ha metido en algún lío? —preguntó irónicamente Alberti. A continuación se dirigió al jefe superior de policía—: Nuestro Vitali no es un tipo fácil. No le cae bien a nadie.

Sandra no lograba comprender los motivos de su sarcasmo. Volvió al ataque.

—Sé lo de la unidad secreta que se ocupa de crímenes esotéricos, ¡algo muy distinto al departamento de estadísticas!

El jefe superior de policía la miró, asombrado.

—¿Unidad secreta? ¿Crímenes esotéricos?

—Es inútil que hagan como si nada. Hace años que Vitali se ocupa de casos que sistemáticamente se ocultan a los medios de comunicación para no ponerles a ustedes y a sus superiores en un aprieto.

—¿Y eso quién se lo ha contado? —preguntó el questore, divertido.

—El comisario Crespi. —Ya estaba muerto, podía delatarlo.

—Bueno, pues le ha tomado el pelo. —El jefe superior de policía la miró a los ojos—. La unidad de la que habla no existe, agente Vega.

—Oh, pero existirá en el momento en que alguien les ordene que quiten el nivel cuatro de seguridad de los informes que precisamente atañen a los casos de Vitali. —Sandra estaba decidida a rebatirlos con el mismo escarnio—. Habrá un montón de gente que se preguntará por qué el inspector es continuamente trasladado de un departamento a otro. He visto su hoja de servicio: ha trabajado en la revista del cuerpo de policía, en el parque de automóviles, incluso en civismo público…

—Es cierto —admitió finalmente el jefe—. Los casos del inspector Vitali son reservados. Y también es verdad que vamos cambiándolo de categoría.

Sandra estaba satisfecha, se había apuntado un tanto a su favor.

—Pero es una medida de seguridad necesaria para protegerlo a él, no a sus investigaciones —prosiguió De Giorgi.

Sandra ahora no lo comprendía.

—¿Protegerlo de qué? No me lo trago.

—Agente Vega, como le decía, no existen casos que tengan como objeto crímenes esotéricos. —A continuación añadió—: El inspector Vitali es de antidroga.