1
Estaba previsto que la energía eléctrica quedara interrumpida a las siete y cuarenta y uno de la mañana. Desde ese momento, Roma se precipitaría a una nueva Edad Media.
Una excepcional ola de mal tiempo se abatía sobre la ciudad desde hacía casi setenta y dos horas. Un azote ininterrumpido de tormentas con ráfagas de viento que superaban los cincuenta kilómetros por hora.
Un rayo había destruido una de las cuatro centrales que garantizaban el suministro energético. Como un efecto dominó, la avería había repercutido en las otras tres, sometiéndolas a una peligrosa sobrecarga.
Para reparar la avería era necesario interrumpir el abastecimiento del servicio durante veinticuatro horas.
El anuncio del apagón se había dado a la población la noche anterior, con un breve aviso. Las autoridades aseguraban que los técnicos trabajarían de manera diligente para restablecer la normalidad dentro del plazo prometido. Pero a causa de la falta de electricidad, todas las comunicaciones quedarían interrumpidas. No habría líneas telefónicas, ni Internet ni móviles. Tampoco radio ni televisión.
Una supresión tecnológica total. Y justo en medio de una emergencia meteorológica.
A las siete y treinta, cuando faltaban pocos minutos para la desconexión, Matilde Frai estaba en la cocina enjuagando la taza con la que se había tomado el primer café de la jornada. La dejó sobre un estante y recogió el cigarrillo encendido del borde del mármol del fregadero. Descubrió un cerco amarillento en el lugar donde lo había posado, se lo quedó mirando un larguísimo rato.
En las cosas más insignificantes moraba una paz inesperada.
Matilde se refugiaba en ellas para evadirse de sus propios pensamientos. En la esquina doblada de la página de una revista, en el remiendo de un pequeño descosido, en una gota de condensación que resbalaba por la pared. Pero la tranquilidad nunca duraba lo suficiente y, cuando ya la había secado con la mirada, su demonio volvía a recordarle que el angosto infierno en el que se hallaba prisionera nunca iba a dejarla marchar.
«No puedo morir. Todavía no», se dijo. Pero lo deseaba tanto…
La expresión de Matilde volvió a endurecerse. Se llevó el cigarrillo a los labios y aspiró una profunda calada. A continuación echó la cabeza hacia atrás y, mirando al techo, expulsó una nube de humo blanco y, al mismo tiempo, toda su frustración. Hubo un tiempo en que fue hermosa. Pero, como habría dicho su madre, se había abandonado, y con solo treinta y seis años era una mujer irreversiblemente sola. Nadie habría podido imaginar que en una ocasión había sido una muchacha. Lo que veían —cuando lograban verla— era una vieja demasiado joven.
El reloj de la pared marcaba las siete y treinta y dos.
Matilde apartó una silla de debajo de la mesa y se sentó al tiempo que se acercaba el mando a distancia del televisor, un paquete de Camel y el cenicero de hojalata. Utilizó la colilla que tenía en la mano para encenderse otro cigarrillo.
Y se quedó mirando fijamente al frente.
—Debería… —se interrumpió—. Debería llevarte al barbero a cortarte el pelo —dijo a continuación, de un tirón, seria—. Sí, lo llevas demasiado largo por los lados —e incluso señaló el punto exacto alargando el brazo durante un instante—. Y ese flequillo ya no me gusta. —Asintió, como para confirmar que era lo que había que hacer—. Sí, iremos mañana, después de la guardería. —Se calló, pero no apartó la mirada.
Observaba la puerta de la cocina.
Al otro lado no había nadie, pero en la pared, junto al perfil del marco de madera, había unas marcas, alrededor de una veintena. Iban de abajo arriba. Por cada muesca, un color distinto y una fecha.
La última, arriba del todo, era verde, y a su lado se leía: «103 cm – 22 de mayo».
Matilde se repuso repentinamente del sopor, como si acabara de escapar de un hechizo. De vuelta a la realidad, cogió el mando a distancia y lo apuntó hacia el televisor situado en el aparador.
Apareció una atractiva rubia con un traje de chaqueta rosa pálido, enfocada de medio cuerpo. Bajo ella, sobreimpresas, unas palabras: «Medidas excepcionales para la ciudad de Roma, en vigor desde las 7:41 horas del 23 de febrero hasta la finalización del apagón programado». La locutora, con tono reposado y tranquilizador, estaba leyendo un comunicado mirando hacia la cámara. «Para evitar accidentes, las autoridades han dispuesto el paro total del tráfico. No se podrá circular y tampoco salir de la ciudad. Les recordamos que tanto los aeropuertos como las estaciones no están operativos desde ayer a causa del mal tiempo. Por lo tanto, se recomienda a los ciudadanos que permanezcan en sus casas. Repito: por su seguridad y la de sus seres queridos, no intenten salir de la ciudad».
Matilde pensó que, de todos modos, ya no le quedaba nadie ni ningún otro sitio adonde ir.
«Durante el día, salgan solo si es imprescindible. En caso de necesidad, cuelguen una sábana blanca de una ventana para que los servicios de socorro, que estarán patrullando las calles sin parar, puedan localizarlos. Les recordamos que por la noche será obligatorio respetar el toque de queda, que empezará una hora antes de la puesta de sol. A partir de ese momento, quedarán suspendidas algunas libertades individuales».
El tono sosegado y las maneras cordiales de la locutora deberían haber infundido cierta sensación de tranquilidad a la situación, pensó Matilde, pero conseguían el efecto contrario. Había algo de grotesco e inquietante en ellos. Como la sonrisa en el rostro de la azafata de un avión mientras está cayendo.
«Los cuerpos policiales vigilarán los barrios y tendrán amplios poderes para asegurar el orden público y sofocar los delitos: los agentes están autorizados a realizar arrestos incluso basándose en simples sospechas. Los autores de crímenes cometidos durante las horas de oscuridad serán procesados inmediatamente y juzgados con extrema severidad. A pesar de ello, las autoridades exhortan a los ciudadanos a encerrarse bien en sus casas y a tomar precauciones para impedir que personas desconocidas o malintencionadas accedan a sus viviendas».
Ante esa frase, un frío repentino se apoderó de Matilde Frai, que se encogió de hombros.
La rubia presentadora dejó las hojas sobre la mesa que tenía delante y miró hacia la cámara. «Con la seguridad de contar con su colaboración, les invitamos a ver el próximo boletín informativo que se emitirá al finalizar el estado de emergencia, dentro de veinticuatro horas a partir de este momento. En pocos segundos, el sonido de las sirenas precederá a la inminente desconexión de la energía eléctrica y el apagón programado dará oficialmente comienzo». La locutora no se despidió de los espectadores, sino que se limitó a dirigir otra sonrisa muda al objetivo. A continuación, su rostro fue sustituido en la pantalla por el texto «Fin de la emisión».
En ese preciso instante, la potente llamada de las sirenas empezó a resonar en el exterior.
Matilde desvió la mirada hacia la ventana. Fuera era de día, aunque el mal tiempo oscurecía el cielo y parecía de noche. La luz del techo de la cocina estaba encendida, a pesar de ello la iluminación no bastaba para confortar a la mujer, que se quedó mirando fijamente la bombilla, esperando a que se apagara de un momento a otro. Pero eso todavía no sucedía. La lluvia continuaba incesante y los segundos se dilataron en una eternidad insoportable. Matilde miró de nuevo el reloj de la pared: las siete y treinta y ocho. No, no podía seguir esperando más. Tenía que acallar esas malditas sirenas que le perforaban el cerebro. Aplastó el segundo cigarrillo en el cenicero, se levantó de la mesa y se acercó a una vieja batidora que hacía años que no usaba, pero que inexplicablemente había permanecido conectada al enchufe. La puso en marcha. A continuación fue el turno de la tostadora, a la que bajó ambas palancas a la vez que accionaba el temporizador. Después le tocó a la campana situada sobre los fogones. A la lavadora, al lavaplatos. Sin ninguna razón aparente, también abrió la puerta del frigorífico. Al final, encendió la radio que tenía junto al fregadero, siempre sintonizada en una emisora de música clásica. Bach intentaba desesperadamente abrirse paso en la cacofonía de ruidos, pero acababa sucumbiendo. De ese modo, después de poner en marcha todos los electrodomésticos y haber encendido todas las bombillas, Matilde Frai volvió a sentarse con la intención de fumarse el enésimo cigarrillo. De nuevo se quedó mirando el reloj de la pared, esperando a que terminara la cuenta atrás antes de la llegada de la oscuridad y el silencio.
Mientras la manecilla perseguía desesperadamente los segundos, sonó el teléfono.
Observó el aparato, atemorizada. Era el único sonido que no había provocado ella. Hacía años que ya no conocía a nadie y nadie se ocupaba de ella. Es más, pensándolo bien, ese artefacto ni siquiera debería de haber estado presente en la casa, en su nido de soledad forzada. Se acababa de abrir una brecha en su clausura. El sonido del timbre era un grito en medio del estruendo, era como si clamara su nombre. Matilde tenía dos opciones: esperar a que el inminente apagón pusiera fin a la tortura o bien hacerlo ella misma, cogiendo el teléfono.
«Nadie me llama desde hace años. Nadie tiene mi número».
No era simple curiosidad lo que impulsó a las piernas a levantarse de la silla. Era un presentimiento. Cuando descolgó el vetusto aparato digital, a la mano le costó un poco llevar el auricular al oído, temblando imperceptiblemente. Incluso antes de poder decir nada, Matilde oyó breves descargas eléctricas, como una interferencia en la comunicación. Luego, en medio de sacudidas estridentes y molestas, apareció una voz.
La voz de un niño.
—Mamá… —dijo, dejándola helada—. ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Ven a buscarme, mamá! —suplicó, aterrorizado.
Le había hecho aprender de memoria el número de casa el primer día de guardería. Estaba segura de que era más fácil de recordar que el de un móvil. La escena le volvió a la memoria: estaba sentado a la mesa de esa misma cocina y acababa de terminar de desayunar, galletas y mermelada de uva. Matilde estaba de rodillas delante de él atándole los zapatos. Mientras tanto, su hijo repetía los números de uno en uno y ella hacía lo mismo, pero con la boca pequeña, para no ayudarlo demasiado. Quería estar segura de que lo había memorizado bien.
La imagen del pasado se desvaneció tal como había venido. Matilde Frai se encontró de nuevo proyectada en el presente, alterada, pero al fin consiguió decir algo.
—Tobia… —Se llevó una mano al otro oído, porque el estrépito de todos los electrodomésticos de su alrededor le impedía oír bien.
—¡No me dejes aquí! ¡No me dejes solo! —Más descargas, interferencias en la línea—. Estoy aquí —dijo la voz al otro lado del hilo telefónico—. Estoy…
En primer lugar, cesaron todos los ruidos. Las luces de la cocina se apagaron simultáneamente. El hacha de las sombras cayó sobre los objetos, repentinamente inmóviles.
Fue entonces cuando Matilde se dio cuenta de que el auricular también se había convertido en un objeto inanimado.
El silencio que emitía era antinatural, como si nunca hubiera producido ningún sonido, como si lo que acababa de oír solo fuera fruto de su imaginación, o de la locura.
Matilde empezó a temblar con más fuerza, no era capaz de detenerse. A continuación, volvió a levantar la mirada hacia el reloj de pared.
Las siete y cuarenta y uno en punto.