15
Sandra vagaba sin rumbo por el Corso Vittorio Emanuele II. A su alrededor, desolación y escombros. El hedor del fango del Tíber le provocaba náuseas.
No tenía valor para encender la linterna porque quien había matado a Crespi podía localizarla. La idea de la muerte no la amedrentaba tanto como la de una larga e insoportable tortura. Intentó llamar a Marcus utilizando el teléfono vía satélite. Le habría gustado ponerlo al corriente de lo que le había ocurrido al comisario, decirle que se había visto obligada a escapar del piso franco. Pero el maldito chisme no conseguía establecer contacto. «¿Dónde estás? ¿Dónde diantre te has metido que ni siquiera un satélite logra encontrarte?». Temía que las baterías del aparato, casi en las últimas, la dejaran completamente abandonada.
«Volveré a intentarlo más tarde», se dijo.
Tenía que alejarse de la calle. Buscó refugio en el interior de Santa Maria in Vallicella, más conocida como Chiesa Nuova. El lugar de plegaria estaba desierto. La policía recorrió la gran nave central hasta el altar. Encendió una de las velas votivas que había junto al púlpito y, con ella, empezó a caminar entre las capillas. Era increíble la cantidad de tesoros que se guardaban en cada rincón de Roma. En alguna parte de la oscuridad que la rodeaba, se encontraban las pinturas de Rubens y el techo estaba decorado con frescos de Pietro da Cortona. Sandra se detuvo delante de un tablón con información para los turistas. Descubrió que el lugar también guardaba un dato inquietante. La iglesia había surgido en el margen más apartado de lo que un tiempo fue el Campo Marzio. Concretamente en una cavidad de la que, en un remoto pasado, emanaban vapores de azufre, seguramente residuos de una modesta actividad volcánica. Esa zona, por tanto, era considerada por los antiguos romanos como una de las puertas del infierno. La policía notó un escalofrío al leer el panel. Decidió continuar el paseo bajo la mirada benévola de las estatuas de los santos e intentó concentrarse en lo que Crespi le había revelado antes de morir.
Un chantaje.
Marcus y ella se habían preguntado por qué la maleta del hotel Europa solo contenía diez piezas de ropa de Tobia Frai, correspondientes a cada año de edad desde el día de su secuestro hasta llegar a los doce. La respuesta había sido que el equipaje era un mensaje. La Iglesia del Eclipse quería hacer saber a alguien que el niño todavía seguía con vida.
«¿A quién?».
Evidentemente, a su madre no. Matilde Frai era pobre. Tenía una licenciatura en Letras Clásicas y Filología, pero se ganaba la vida limpiando. Además era una marginada. Había soportado durante nueve años el peso de una calumnia atroz: que la desaparición de su hijo había sido culpa suya. Era una monja que había renegado de sus votos y encima una madre joven. Durante su encuentro, habló vagamente de haber sufrido un abuso.
«Recuerdo que estaba en una fiesta, y que no era yo misma. Descubrí que estaba embarazada un mes más tarde. ¿Pueden imaginarse el shock? Tenía apenas veintidós años, no sabía nada de la vida ni de cómo criar a un niño. Hasta entonces había vivido fuera del mundo».
Probablemente se trató de una verdadera agresión sexual y la mujer se mostraba evasiva con el tema porque, a pesar de ser la víctima, se avergonzaba de ello. Sandra estaba convencida de que era por culpa de la rígida educación católica que había recibido o por el lavado de cerebro que le habían hecho en el convento.
Todo ello descartaba a Matilde como alguien a quien poder chantajear.
Al no tener elementos para resolver el primer enigma, la policía se centró en el segundo. El extraño sol dibujado por Crespi con los rayos convergiendo hacia el centro del círculo. Se sintió como una estúpida. No se trataba de un sol, no tenía sentido, ya que el culto de la secta se basaba en el eclipse de luna.
—Una luna con los rayos hacia dentro —dijo en voz baja.
La imagen le era extrañamente familiar. ¿Dónde la había visto? Estaba segura de que tenía la solución al alcance de la mano. Estaba convencida de que lo sabía. Cerró los ojos esperando un milagro, una visión.
Una noria.
La imagen apareció nítidamente en su memoria: un parque de atracciones. Crespi, con ese dibujo, quería indicarle un lugar, concretamente un parque de atracciones. ¿Qué estaba a punto de suceder allí? Sin duda debía ir.
No había posibilidad de equivocarse. El parque de atracciones de Roma se encontraba en el EUR, el barrio creado para albergar la Esposizione Universale Roma.
Salió a la calle y miró a su alrededor. Tenía que encontrar un modo para llegar a la zona sur de la ciudad. Se trataba de un trayecto de diez kilómetros sin ningún medio de transporte. En condiciones normales, tardaría una hora y tres cuartos en cubrir la distancia. La mitad del tiempo si hubiera podido correr. Pero la oscuridad y los peligros que podía encontrar por el camino aconsejaban que fuera prudente.
No menos de tres horas, calculó. Pero no tenía todo ese tiempo.
Cogió el teléfono vía satélite e intentó contactar de nuevo con Marcus. Si por lo menos pudiera avisarlo, tal vez podrían ir juntos en la motocicleta. Nada, el penitenciario seguía estando ilocalizable.
Un extraño ruido, parecido al batir de alas de una gigantesca bandada de pájaros, la obligó a levantar la mirada hacia el cielo. Se iba acercando y cada vez se oía más fuerte. Al poco rato, los helicópteros pasaron por encima de su cabeza. La mejora del tiempo había permitido que los equipos de socorro pudieran despegar. Inspeccionaban el área del desastre con potentes focos halógenos.
«¿Por qué no bajan a controlar lo que está sucediendo? Es absurdo», se dijo.
Con todo, las aeronaves le habían indicado el camino. Se dirigió al lungotevere y rebasó el área cubierta por el barro de la riada. La calle bajo sus pies volvía a estar entera. Localizó un utilitario con las puertas abiertas de par en par en el carril central. Se imaginó que los ocupantes lo habían abandonado precipitadamente asustados por el desbordamiento. Se sentó en el asiento del conductor. Por suerte, con las prisas los pasajeros habían dejado la llave puesta en el contacto. Rezó por que se hubieran salvado, a continuación arrancó.
Tendría que circular con los faros apagados, no tenía elección.
Pasó de largo el puente Cavour y bordeó Castel Sant’Angelo. Al pasar frente a la entrada de la Via Conciliazione, vio la sombra de la Basílica de San Pedro recortarse en el telón de fondo de la noche. Poco después giró a la derecha y se encontró ante la entrada del túnel Principe Amedeo. Frenó bruscamente. Con las manos aferrando el volante y el motor en marcha, se quedó observando la enorme boca negra que se abría delante de ella.
Allí dentro podía esconderse cualquier cosa.
Sandra se colocó bien el revólver en el regazo, a continuación encendió las largas, pisó a fondo el acelerador y el utilitario arrancó a gran velocidad hacia la entrada. En el túnel había otros vehículos. Se dio cuenta de que estaban colocados de manera que entorpecían la circulación. Era una trampa, se dijo. Pero ahora ya no podía volver atrás. Intentaba tener bajo control todo lo que había a su alrededor. De vez en cuando daba un respingo porque creía haber notado algo. Estaba convencida de que, de un momento a otro, alguien le tendería una emboscada. Pero sus enemigos no eran reales, estaban hechos de sombras y solo existían en su cabeza. «Qué estúpida soy», se dijo cuando vislumbró la salida. Al poco rato se encontraba de nuevo a cielo abierto.
Apagó los faros y recorrió un larguísimo tramo de la Via di Porta Cavalleggeri. Después continuó por la Via Gregorio VII y la Via Newton, todo ello sin encontrar obstáculos. ¿Cuántas veces, en un día festivo normal, se había quedado atrapada en un atasco interminable en esas mismas calles? Era la rutina de cualquier romano. Sandra siempre lo comparaba con el tráfico de Milán, menos caótico y más soportable. Pero ahora, circulando en medio de barrios residenciales sin luz, añoró los embotellamientos y el sonido de las bocinas. Quién sabía si la vida volvería a ser alguna vez como era antes.
Cogió el viaducto de la Magliana y franqueó la carretera Cristoforo Colombo, una larga cinta de asfalto completamente vacía. A continuación, paró el coche a un centenar de metros de la Via delle Tre Fontane. Dio media vuelta y aparcó en el centro de la calle, de manera que le fuera más fácil salir en caso de huida. A partir de allí, prosiguió a pie.
Al cabo de pocas decenas de metros, la reconoció. La noria, símbolo del parque de atracciones, era una pupila apagada, exactamente igual que los ojos de sus enemigos.
Se encaramó al muro que rodeaba el recinto y saltó al lado opuesto. Aterrizó con ambos pies encima de un parterre. A su alrededor, la desolación era absoluta. Se puso en marcha sin saber exactamente qué buscaba. Crespi no había tenido tiempo de decírselo, pero estaba convencida de que lo descubriría por sí misma.
Pasó por debajo de un arco con un gran elefante sonriente y, después de dejar atrás el quiosco de palomitas, se encontró en la calle principal. El apagón se había llevado consigo las risas de los niños y la alegría eléctrica de las luces de colores intermitentes. El tiro al blanco, la máquina de algodón de azúcar, la tienda de recuerdos: todo estaba cerrado. Las vagonetas de las montañas rusas, los caballos del tiovivo, los autos de choque, el gran pulpo violeta que giraba sobre sí mismo estaban parados. Aunque parecía una inmovilidad solo aparente. Sandra tenía la sensación de que, de un momento a otro, las atracciones iban a cobrar vida. Pero sin la música y las lucecitas variopintas: solo monstruos mecánicos hechos de oscuridad.
Llegó a la casa de los fantasmas, que ahora se mostraba como lo menos lúgubre de ese cementerio de la diversión. Un ruido repentino —¿pasos?— la puso en guardia. Se echó a cuatro patas detrás de la lechuza que vigilaba la entrada. Lo hizo con el tiempo justo, porque a su espalda aparecieron dos individuos que recorrían su mismo camino. Sandra ni siquiera sacó el revólver, intentó permanecer lo más quieta posible e incluso aguantó la respiración. Pasaron por su lado, a menos de un metro. No la vieron y siguieron adelante. Dejó transcurrir todavía unos segundos antes de tener el valor de asomarse por el otro lado del gran pájaro nocturno. Cuando lo hizo, vio la escena que se desarrollaba justo a los pies de la gigantesca noria.
Una larga hilera ordenada de durmientes, así los había bautizado. Eran decenas y decenas.
Parecían estar esperando para dar una vuelta por el cielo oscuro. Nadie hablaba y no había alegría en sus rostros. Respetaban el turno, diligentemente. Delante de ellos había tres, quizá cuatro hombres y también un par de mujeres que los esperaban con una copa en las manos. Los durmientes se acercaban y abrían la boca. Esperaban a que les depositaran algo en la lengua. Luego abandonaban la fila y se marchaban.
Sandra pensó inmediatamente en el rito cristiano de la eucaristía. «La hostia negra», se dijo.
«El Señor de las Sombras, en cambio, nos ha devuelto “el conocimiento”», había afirmado Crespi. «Quien prueba su comunión, recibe a cambio el don del saber».
Sandra no se había dejado sugestionar por las palabras del viejo comisario. Pero, ante esa escena surrealista, se veía obligada a preguntarse si, por el contrario, sería todo verdad.
«¿Por qué Crespi me ha mandado aquí?». No había una razón específica, ni siquiera sabía qué estaba viendo exactamente. Si al menos hubiera estado Marcus allí, podría haberlo comentado con él.
Sin embargo, ahora tenía que alejarse de ese lugar. Había visto suficiente y podía ser peligroso. Para volver al coche debía recorrer el mismo camino de la ida. Se movió con rapidez, pero al llegar a las inmediaciones de la casa de los espejos vislumbró el reflejo de algunos durmientes que iban hacia ella. Cambió de dirección antes de que advirtieran su presencia y se encaramó a una pequeña loma. Desde allí arriba tenía una panorámica bastante buena de la entrada este del parque. Los durmientes acudían desde allí.
A pie, en grupo o por separado: la noria, como un faro negro, les indicaba la dirección que debían seguir.
Sandra se dio la vuelta para proseguir, pero se encontró a uno delante.
Tenía como mucho veinticinco años, llevaba una parka morada con solo una sucia camiseta gris debajo, pantalón oscuro y botas de agua. Tenía el pelo largo y grasiento. Él también parecía sorprendido de verla. Después de un largo silencio, se llevó una mano a la ingle.
—¿Follamos? —preguntó, casi con delicadeza.
Sus ojos no estaban todavía vacíos, pero lo estarían pronto, pensó Sandra, que ya había notado la transformación. Podría haber fingido que estaban en el mismo bando, pero él habría notado su miedo, estaba segura de que poseía esa capacidad. Sacó el revólver del chándal y lo apuntó hacia él.
El tipo sonrió.
—Si disparas, te oirán —y le señaló la noria con la cabeza—. ¿Follamos? —repitió, y dio un paso hacia ella.
Sandra le dio un empujón y lo hizo caer. A continuación se volvió y se desentendió de él. No quería averiguar si había conseguido disuadirlo, solamente pensaba en correr tan rápido como pudiera.
El corazón le latía con fuerza y notaba que jadeaba. Estaba hiperventilando, pero era a causa del pánico. El exceso de oxígeno era un problema, sometía a los pulmones a un gran esfuerzo y aceleraba el ritmo cardíaco. Y eso provocaba un aumento de la fatiga. «Nunca conseguiré llegar al coche», se dijo. Pero no estaba en situación de cambiar las cosas, ya no tenía el control de su propio organismo. Ahora su cuerpo pertenecía al miedo.
Oyó unos pasos a su espalda, un sonido cada vez más cercano. Se volvió un instante, lo suficiente para entrever la silueta del hombre de la parka morada que la estaba siguiendo. Los largos cabellos formaban una especie de crin alrededor de su rostro oscuro.
«Es rápido —se dijo—. Él no tiene miedo».
Vio el muro que había saltado para entrar. Significaba que estaba cerca de la meta, pero al mismo tiempo representaba un obstáculo. Tendría que trepar y su perseguidor podía alcanzarla y tirar de ella hacia abajo.
«Puedo darme la vuelta y disparar. Después tendré bastante tiempo para llegar al coche antes de que los otros me localicen». Era una buena idea. Cogió la culata del revólver con ambas manos, giró sobre sí misma, apuntó y disparó.
Pero su perseguidor ya no estaba.
El disparo resonó en el silencio del parque. «Mierda», dijo para sus adentros. E inmediatamente se puso a correr otra vez. ¿Se había escondido? ¿Estaba intentando cogerla por sorpresa? Y, lo más preocupante, ¿cuándo iban a llegar los otros?
A llegar a la base del muro, miró a su alrededor. Tuvo que volver a meterse el revólver en el chándal. Trepó por la pared de ladrillos con movimientos frenéticos. Pero ninguna mano surgió de las sombras para cogerle el tobillo, ni tampoco sintió que tirasen de ella hacia abajo. Consiguió encaramarse y saltar al otro lado. La calle estaba vacía y, a pocas decenas de metros, la esperaba el utilitario, listo para sacarla de allí. «Un último esfuerzo», se dijo, y empezó a correr.
Primero oyó el desplazamiento del aire, como el paso de un pájaro. A continuación notó el impacto en el lado derecho de la cabeza. No sintió ningún dolor, solo un repentino aturdimiento. No tuvo tiempo de alargar los brazos para amortiguar la caída y enseguida notó la gravilla clavándose en la piel del rostro, el beso doloroso del asfalto en la mejilla. No podía moverse, la cabeza le daba demasiadas vueltas. La piedra que la había golpeado, grande como un puño, yacía a su lado. Ya no tenía el revólver, a saber dónde había ido a parar. Lentamente, se volvió de espaldas y lo vio.
Estaba de pie sobre el muro, con la parka morada y el brazo levantado en señal de victoria.
—¡Sí! —gritó, triunfante. Estaba contento.
Sandra intentó levantarse, pero volvió a caer sobre los codos. Por el fondo de la calle apareció un grupo de personas. Poco después empezaron a avanzar despacio hacia ella, curiosos.
Sandra intentó arrastrarse hacia atrás. «Tendría que haberle disparado enseguida —se dijo—. ¿Por qué he titubeado en esa jodida loma?». El utilitario estaba a pocos metros, pero no confiaba en poder llegar hasta allí. Lástima, estaba tan cerca. El cabrón del muro seguía gritando, el grupo, avanzando. Sandra Vega comprendió que ya no le quedaba mucho tiempo. Mientras se arrastraba, su mano rozó el cañón del revólver. Lo agarró, pesaba, pero aun así consiguió levantarlo. Disparó al cabrón, sin ninguna esperanza de alcanzarlo. Pero le dio. Lo vio desaparecer hacia atrás, como una diana en el tiro al blanco. «Después de todo, estamos en un parque de atracciones», se dijo. Se hubiera reído de la ocurrencia, pero tampoco estaba muy segura de que fuera divertida. El disparo no había alterado a los durmientes lo más mínimo.
«No les da miedo morir», se dijo.
Empezó a disparar al azar en su dirección. Las balas se perdieron en la oscuridad. Por un instante consiguió dispersarlos. Pero cuando comprendieron que había acabado la munición, volvieron a compactarse.
Hubiera querido que Marcus la salvara, como había sucedido otras veces. Él siempre velaba por ella, a escondidas. A pesar de que no podía tener la certeza absoluta de ello, durante todos esos años Sandra se había sentido segura.
«¿Dónde estás ahora?».
Comprendió que esta vez tendría que apañárselas sola. Pero no debía hacerlo únicamente por él. Sobre todo tenía que hacerlo por los dos.
Dejó de reptar hacia atrás como una idiota y, haciendo palanca con los brazos, consiguió ponerse de rodillas. Inspiró, espiró. Vio que el grupo también se había parado. Sabía qué significaba: se preparaban para atacar a la intrusa. De hecho, empezaron a avanzar al mismo tiempo. Ella se levantó, se tambaleó pero mantuvo el equilibrio. Se volvió hacia el coche y empezó a correr. Hurgó en el bolsillo buscando la llave, ¿por qué cojones lo había cerrado? La encontró, apretó el pulsador del cierre automático: los intermitentes parpadearon y la saludó un alegre zumbido. Empezaron a lloverle objetos encima. Si solo uno la hubiera alcanzado, habría sido el fin. Pero en ese momento no tenía tiempo de esquivarlos.
Corría. Solo corría.
En cuanto estuvo al lado del coche, abrió la puerta y se lanzó al interior. Arrancó mientras volvía a cerrar. Los oyó llegar, apiñarse en la parte de atrás, golpear los cristales y el techo. La habían rodeado. Veía sus rostros aplastados en las ventanillas, ojos vacíos que la buscaban. Metió la marcha y pisó el acelerador. Oyó sus manos sudadas restregar la carrocería mientras el coche se ponía en marcha, un arañazo estridente. Siguieron más golpes, más piedras. Luego solo el ruido del motor. Ni siquiera miró por el retrovisor.
«Vete a la mierda, Crespi», pensó. Porque había sido completamente inútil ir hasta allí.