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El mosquerío estaba situado en el pasillo de la segunda planta. Los insectos se movían entre el techo y la habitación cerrada, pasando por debajo de la puerta.
Marcus se acercó al pomo, pero se puso los guantes de látex antes de abrir. Cuando la puerta quedó abierta, una nube negra embistió al penitenciario. La ahuyentó y fue entonces cuando notó el olor nauseabundo. Retrocedió, como rechazado por una mano invisible. Hizo lo posible por taparse la nariz y la boca con la manga de la americana y avanzó de nuevo, intentando imponerse al asedio. Consiguió superar la barrera del hedor y entró.
Era un pequeño baño de servicio. Estaba oscuro, pero los batientes de la única ventana estaban solo entornados, de manera que dejaban un resquicio por el que entraban las moscas azules.
El cuerpo se encontraba en la bañera. Atado de pies y manos. Desnudo. La descripción de Rufo era correcta. El Juguetero era gordo y calvo. Lo cubría una sustancia viscosa y amarillenta en la que bullían miles de larvas. La miel de los muertos.
Calliphora erythrocephala, más conocida como «mosca azul».
Marcus había reconocido enseguida el ejemplar de fauna cadavérica atraído por la sangre de la epistaxis que goteaba sobre su mano. Después solo tuvo que seguirlo.
Al Juguetero le había tocado en suerte la peor de las torturas antiguas. La del muñeco de cera.
Una venganza atroz pero, en el fondo, elegante. Después de atarlo, se recubría al condenado con leche dulce. A continuación se lo dejaba en una habitación con una ventana abierta. Y ya solo había que esperar a los insectos.
La mosca azul confundía el olor de la leche caldeada gracias al calor de la piel con el hedor cadavérico. Y entonces ponía sus huevos en la carne. Al cabo de unos días, estos eclosionaban liberando las larvas, que empezaban a alimentarse del desventurado mientras todavía seguía con vida.
Después de preparar el baño de moscas para el Juguetero, el asesino se había dirigido al piso de abajo y había esperado a que el obispo Gorda activase la horca. Una vez conectado a la red, lo había estrangulado a distancia.
Pero, mientras tanto, había intentado matar también a Marcus, encerrándolo en el Tullianum.
El penitenciario no pudo evitar preguntarse una vez más qué tenía él que ver con esa historia. ¿Qué papel jugaba? ¿Por qué no conseguía recordar nada?
«Encuentra a Tobia Frai».
Por ahora solo había encontrado una aterradora imitación del niño. Dejó de torturarse con todos esos interrogantes en el momento en que vislumbró una marca en el tobillo del Juguetero.
Al igual que el obispo, él también tenía un tatuaje del eclipse, el círculo azul.
Hubiera querido buscar otras anomalías. Pero por la ventana se filtraba una luz cada vez más pálida que pronto se transformaría en oscuridad. «Ya llega —se dijo—: el crepúsculo». No podía quedarse allí parado, tenía que marcharse. Sin embargo, su instinto lo frenaba. Como no había podido adivinar el sentido del inalámbrico que había junto al muñeco, quería mantener la esperanza de que el asesino hubiera dejado alguna otra señal. «No puede terminar aquí, no puede terminar así».
«Quiere conducirme a otro sitio».
Se arrodilló delante del cadáver. Si realmente había algo, allí era donde debía buscar. No tenía sentido que el asesino lo hubiera puesto en otro sitio. De modo que se infundió valor, metió una mano en la bañera y empezó a inspeccionar el fondo donde se había acumulado una capa de grasa melosa, residuo de la putrefacción. Reprimió las arcadas y cerró los ojos.
Al cabo de un rato, notó algo al tacto. No se había equivocado.
Encontró una bola de papel arrugado. «No puede llevar mucho tiempo aquí», se dijo. De lo contrario, los ácidos de la descomposición lo habrían corroído. La abrió. Otra página arrancada del misterioso cuaderno. Reconoció una vez más su propia letra. No había ninguna referencia a Tobia Frai.
Esta vez, había otro nombre.