18

—Matilde Frai nos ha engañado.

Sandra seguía conduciendo el utilitario mientras hablaba por el teléfono vía satélite con Marcus. La línea tenía muchas interferencias.

—No te entiendo, ¿a qué te refieres? —tuvo que preguntar, porque se había perdido la primera parte de la frase.

—Ha sido ella. Ha matado a los otros… Al Obispo, al Juguetero y ahora al Alquimista. —El penitenciario recorría la sala de baile del palacio Šišman intentando poner en orden sus ideas—. Me arrojó al Tullianum porque lo había descubierto todo. A pesar de haber logrado sobrevivir, mi amnesia también la ha ayudado. —Luego le habló de la foto y del tatuaje en el vientre.

Sandra estaba estupefacta.

—¿Me estás diciendo que tuvo un papel en la desaparición de su hijo, que estaba de acuerdo? —Intentó reflexionar: tenía sentido—. Crespi ha sido asesinado con la tortura de la ceniza —le comunicó—. Me he preguntado cómo el asesino había podido encontrar el piso franco. Es evidente: nosotros mismos condujimos a Matilde Frai hasta él, debió de seguirnos después de visitarla en su casa.

—Y hay otra cosa —añadió Marcus—. He encontrado la prisión de Tobia. Lo han tenido encerrado en un edificio del centro durante nueve años, pero ahora deben de haberlo trasladado.

—¿Por qué?

—No consigo entenderlo, aunque el niño es el núcleo del plan de la Iglesia del Eclipse desde el día en que nació. Sin embargo, no creo que fuera solo por el hecho de ser el hijo de una exmonja, de ser así ¿por qué montar la farsa de la desaparición hace nueve años y mantenerlo con vida hasta ahora?

—Chantaje —dijo Sandra—. Crespi escribió esta palabra en la pared antes de morir.

—Así es —estuvo de acuerdo el penitenciario—. Alguien más sabe que Tobia no desapareció simplemente en la nada, sino que fue secuestrado. Durante todos estos años, los adeptos de la Iglesia del Eclipse se han aprovechado del niño para obtener favores de esta persona.

—El padre —dijo enseguida la policía—. Una amenaza de ese tipo solo puede hacer mella en un padre o una madre. Tenemos que descubrir quién es el padre del niño.

Marcus estaba de acuerdo.

—Solo hay un modo: deberíamos encontrar a Matilde Frai y obligarla a decirnos su nombre. ¿Dónde estás ahora?

Sandra no le contó nada del parque de atracciones ni de lo que había visto. No quería que se preocupara, y además era irrelevante a efectos de la investigación.

—Puedo estar en el Esquilino dentro de veinte minutos.

—Está bien, nos vemos allí —y colgó.


Marcus guardó el teléfono vía satélite. Ya había visto bastante, podía abandonar el edificio. Cuando volvió a la escalera principal, lo frenó un extraño ruido. Una cantinela lejana e incomprensible.

Procedía del cuarto piso.

El penitenciario volvió a apagar la linterna y empezó a subir, preguntándose qué podía ser. Llegó arriba y vio que allí solo había una vieja buhardilla. Una puerta de madera oscilaba en las bisagras. Ahora el sonido era más claro, parecido a una transmisión de radio. Se oía claramente una voz que pronunciaba un discurso.

«Atención. Este es el primer comunicado del nuevo orden constituido. Hemos tomado Roma, Roma es nuestra. Los agentes de la ley y las fuerzas del orden ya se han puesto de nuestra parte…».

Marcus apartó la puerta y vio que en la buhardilla se amontonaban muebles viejos. El suelo estaba cubierto de agua y de hojas traídas por el viento. De hecho, en el fondo de la habitación había una claraboya abierta desde la que se vislumbraba la cumbre blanca del inmenso Altar de la Patria iluminado por una inesperada luna llena.

El penitenciario se adentró más en el desván, en busca de la voz misteriosa.

«… A los soldados que se preparan para entrar en la capital les decimos: manteneos alejados, esta ciudad nos pertenece. Si cruzáis los sagrados límites, no regresaréis nunca más con vuestras familias, no volveréis a ver a vuestros hijos, mujeres, maridos o novios, y vuestros padres os llorarán…».

Cuando llegó al final, descubrió que la última sala alojaba una serie de aparatos. La voz procedía de un altavoz.

«… Atención, pueblo de Roma: el papa ha huido y los católicos no tienen quien los guíe. Las murallas del Vaticano han caído y la Capilla Sixtina también ha sido conquistada…».

Marcus se acercó. Se trataba de una emisora radiofónica alimentada con la batería de un coche. Un grueso cable subía hacia el techo para luego desaparecer entre las vigas de madera. Lo más seguro es que estuviera conectado a una antena en el tejado.

«… Abrazad al Señor de las Sombras, bajad por las calles y matad a los infieles que osen oponerse a vosotros. Quien no se amolde será considerado un enemigo de la Iglesia del Eclipse».

La voz se interrumpió bruscamente. El penitenciario oyó un ruido mecánico y vio que junto a la emisora había un viejo tocadiscos en el que estaba puesto un disco de vinilo. El brazo con la aguja estaba conectado a un rudimentario temporizador con un cronómetro de precisión en el centro. Estaba programado con un intervalo de quince minutos.

Recordó las palabras del portero de noche del hotel Europa cuando describió a Sandra lo que oía por la radio transistor. Algún loco maníaco intentaba aterrorizar a la gente con una especie de proclama. A saber cuántos, angustiados por tener noticias, habían captado ese mensaje.

El penitenciario se acercó a los cables que conectaban el aparato a la batería de automóvil y los arrancó, poniendo fin a la transmisión. Pero aún no se había vuelto a levantar cuando algo duro le golpeó en la nuca. Perdió inmediatamente el conocimiento.


Una extraña luna blanca había aparecido en el cielo de Roma. Sandra lo aprovechó para aparcar a una manzana de distancia de donde vivía Matilde Frai. Desde donde estaba situada, podía vigilar la entrada del edificio mientras esperaba al penitenciario. No estaba segura de que la mujer estuviera en casa y tampoco creía que Marcus esperara encontrarla allí. En todo caso, siempre podrían realizar un registro.

La madre de Tobia tenía un plan y probablemente se había pasado las últimas horas e incluso días llevándolo a cabo. Una serie de homicidios atroces.

El descubrimiento de que el misterioso asesino fuera un miembro de la secta los había perturbado tanto a ella como a Marcus. ¿Qué finalidad tenía matar a otros adeptos? ¿Era Matilde Frai el enigmático Maestro de las Sombras, o bien respondía a las órdenes de otra persona?

Observó el reloj en el salpicadero del utilitario. El penitenciario se retrasaba, pero no se veía capaz de actuar sola. Tenía un revólver, pero sin balas y, además, Matilde había demostrado ser muy astuta. Había matado de un modo atroz a muchos hombres y había conseguido imponerse incluso a Marcus, arrojándolo en el Tullianum. No, era demasiado peligroso, mejor esperar.

Transcurrieron algunos minutos más, entonces Sandra advirtió movimientos en la calle desierta. Alguien había salido del edificio que estaba vigilando. «No puede ser ella», se dijo. La figura subió a la acera, dirigiéndose precisamente en dirección al utilitario. La policía se deslizó hacia abajo en el asiento, esperando que no la viera. Cuando la sombra pasó junto a la ventanilla, la reconoció.

Era Matilde Frai. Llevaba consigo una pequeña maleta.

«No se puede salir de la ciudad —recordó—. Así pues, ¿adónde va?». Esperó a que torciera la esquina para bajar del coche y seguirla. Cuando se asomó al otro lado del edificio, la vio con más claridad. A pesar del equipaje, caminaba a paso ligero, envuelta en un chal negro que le llegaba hasta los tobillos.

Debajo llevaba zapatos de tela blanca.

Cruzaron casi todo el barrio de Esquilino. Sandra aprovechaba la luz lunar para mantenerse a distancia sin perderla de vista. Llegaron al final de la Via Carlo Felice. La calle terminaba en las inmediaciones de un tramo de las murallas Aurelianas en el que estaba intercalada una antigua torre en ruinas.

Matilde se metió por una puertecita y desapareció de su vista.

Sandra cogió el teléfono vía satélite e intentó contactar con Marcus para avisarlo del cambio de planes. Esperaba que llegara a tiempo. Pero al otro lado de la línea nadie respondió. «Maldita sea, ¿dónde estás?». Corría el riesgo de que la construcción tuviera otra salida y en ese caso perdería definitivamente el contacto con el objetivo. Lo pensó un momento y a continuación decidió proseguir sola.

Cruzó la calzada y se introdujo en la torre.

Gracias a la luz de la luna que se filtraba por las rendijas de las paredes, vio que el interior era más amplio de lo que se podía imaginar desde fuera. Por algunos indicios de los frescos de las paredes supo que se trataba de un antiguo oratorio, probablemente desacralizado. El techo era alto y ruinoso. Algunos pájaros, que habían encontrado refugio en la estructura, parecieron no aceptar de buen grado la presencia de las intrusas. Se agitaban en la penumbra, en alguna parte por encima de su cabeza. ¿Dónde estaba Matilde? Vio que al fondo de la sala había una escalera de madera. Se acercó a ella. Puso la mano en la barandilla para comprobar su solidez. Se tambaleaba. Pero estaba convencida de que la mujer había subido por allí. Sandra sacó de todos modos la pistola descargada, porque por lo menos podría servirle para amenazarla. A continuación, puso un pie en el primer escalón y empezó a subir.

Al llegar arriba, la vio al final de la pequeña habitación, la maleta estaba en el suelo junto a sus pies. Matilde Frai le daba la espalda a la escalera y miraba hacia fuera por una ventana. Observaba inmóvil la pequeña luna que velaba por Roma. Envuelta en el chal, parecía un gran pájaro negro.

—En el pasado este lugar era una iglesia —dijo tranquila—. Estaba dedicada a Santa Margarita de Antioquía, protectora de las parturientas.

—Permitiste que se llevaran a tu hijo —afirmó Sandra en respuesta—. ¿Qué clase de madre eres?

Pero la acusación no la alteró.

—Esta era la habitación del eremita, un hombre que había renunciado a todo para vivir en la gracia del Señor. —Matilde se volvió a mirarla—. Hay que ser realmente muy fuerte para renunciar a lo que más se ama en el mundo.

Sandra sacudió la cabeza.

—¿No sientes vergüenza o arrepentimiento?

—Nunca he eludido vuestro juicio. He permanecido siempre en el mismo sitio. Solo teníais que venir a buscarme… Pero nadie lo ha hecho.

—Y, entonces, ¿por qué ahora intentas escapar? —preguntó Sandra señalando la maleta.

Matilde sonrió.

—El Maestro me puso en guardia, me dijo que estuviera atenta. De hecho, me he dado cuenta enseguida de que me estabas siguiendo.

—¿Dónde está Tobia?

—No lo sé —contestó, y parecía sincera.

—¿Quieres decirme que en todo este tiempo nunca has tenido ganas de verlo?

—Bromeas, ¿verdad? Yo me lo imagino todos los días, hablo con él y le sigo contando cosas. Pero Tobia nunca me contesta… Excepto esta mañana —añadió con una sonrisa—. Cuando un minuto antes de que empezara el apagón sonó el teléfono, comprendí que era una señal y que, después de años de espera, había llegado el momento de actuar. Por fin todo el sufrimiento obtendría su recompensa.

Sandra no sentía pena por ella.

—¿Quién es el padre de Tobia?

—Ya te contesté una vez a esa pregunta.

—Mentías.

—Aunque así fuera, no puedo decírtelo. Es demasiado importante.

—¿Qué crees que conseguirás con todo esto?

—Yo creo en el Señor de las Sombras y en su profeta, el Maestro. Él me salvó. Y, simplemente, estoy en deuda con él. —A continuación la mujer se deshizo del abrazo del chal.

—Quieta —conminó la policía con el revólver, porque temía que debajo del manto ocultara un arma.

Matilde alargó una mano hacia ella.

—Es tu última oportunidad de unirte a nosotros. —Le estaba tendiendo una hostia negra.

Sandra no dijo nada.

—Como quieras. —Matilde Frai abrió los labios y se la tragó—. Mi viaje termina aquí. —Luego sacudió los hombros y el chal cayó a sus pies. Entonces se volvió hacia la ventana y, con los brazos abiertos, se lanzó al vacío.

Sandra no movió un solo músculo para intentar impedírselo. Se quedó exactamente donde estaba. No tenía ningún interés en salvar a un ser humano así. Y Matilde nunca habría hablado. Una mujer capaz de hacer lo que ella había hecho, de aguantar lo que había aguantado, no habría cedido precisamente al final.

Se acercó al alféizar y la vio abajo, aplastada contra el empedrado. Se desentendió de la mujer y se centró en la maleta que llevaba consigo, esperando encontrar alguna pista. La abrió y descubrió que contenía ropa de hombre. También había una maquinilla de afeitar y un neceser de viaje.

La distrajo un sonido familiar. El teléfono vía satélite estaba sonando. Lo cogió.

—Marcus —dijo.

Al otro lado solo respondió el silencio. Pero había alguien, podía oír su respiración.

—¿Quién eres? —preguntó entonces con calma.

—Hola, Vega. —Era la voz de un muerto. Era Vitali.