12

6 horas y 43 minutos para el amanecer

Se despertó cuando notó el líquido caliente deslizándose por sus piernas. «Me he meado encima», pensó Vitali.

Después, como un puñetazo en pleno rostro, llegaron los recuerdos. «Estoy muerto —se dijo—. No, no estoy muerto —se corrigió—. Pero debería estar muerto, eso sí». Intentó abrir los ojos. Solo abrió uno, porque tenía un lado de la cara tumefacta, lo notaba perfectamente. Estaba oscuro. Hedor a agua estancada y a aceite lubricante. Pequeñas gotas resonaban en el silencio. «¿Dónde estoy?». Intentó levantarse, le dolía todo. La última imagen que recordaba era que la corriente lo había ido sacudiendo repetidamente contra las paredes del túnel, como un muñeco de trapo. Cuando intentó girar el pecho, en la mirada estallaron miles de luces, como fuegos artificiales. Y gritó de dolor. No sentía el brazo derecho, probablemente tenía un hombro dislocado. Con esfuerzo, se puso de pie. Era difícil mantener el equilibrio, el vértigo se divertía engañando su sentido de la orientación. Estaba descalzo, pero eso era algo soportable. No lo era, en cambio, haber perdido los mocasines marrones que tanto le gustaban.

—Eh —gritó a la oscuridad, que al instante le devolvió su propia voz.

Estaba bajo tierra, pero ya no se encontraba en las alcantarillas, de eso estaba seguro. El agua podía haberlo arrastrado a cualquier parte. El subsuelo de Roma estaba plagado de sorpresas geológicas e históricas, algunas todavía sin descubrir. La idea de que hubiera ido a parar a un jodido templo dedicado a Júpiter que se encontraba a cincuenta metros de profundidad no lo ilusionaba, por mucho que fuera el primer ser humano que ponía los pies allí después de miles de años. Se rio al pensarlo, a pesar de que las costillas le hacían un daño terrible, rio con ganas. Se imaginaba la cara de los arqueólogos cuando lo encontraran. Se preguntarían qué hacía allí una momia con un traje gris claro y corbata azul. «A lo mejor acabo expuesto en un museo», se dijo el inspector.

La carcajada le había ido bien. «Todavía estoy vivo, de modo que será mejor que aproveche esta oportunidad».

Intentó avanzar sobre las piernas vacilantes y tropezó al primer paso, golpeándose de nuevo la cara contra el duro suelo. Tenía ganas de blasfemar, quiso dar una patada al obstáculo que había provocado su caída y entonces se dio cuenta de que tenía algo parecido a una culebra enrollado en el tobillo. Dio un respingo hacia atrás, pero el bicho no quería soltar la presa. Cuando por fin se calmó, también encontró el valor para alargar su brazo sano para liberarse de ella.

No era una serpiente, sino la cinta de un bolso.

Vitali tiró de él, abrió la cremallera y empezó a hurgar en el interior. Dentro estaba seco. Incluso había un papel todavía íntegro. Al tacto notó una consistencia familiar. Una placa. Sandra Vega, pensó. El bolso era suyo. Recordó que se había agarrado a la correa para no ahogarse. Esperó con todo su corazón que su colega fuera fumadora o que llevara encima un encendedor por si necesitaba encender alguna vela. «Dime que tienes uno, estúpida idiota». De hecho, lo encontró.

Lo cogió con la mano izquierda e intentó encenderlo con el pulgar. Pero no era zurdo y por poco no se le escapó de las manos. La idea de perder la única esperanza de sobrevivir lo aterró. «Calma», se dijo. Y volvió a intentarlo.

La llama se encendió y se apagó enseguida. Pero en ese efímero instante se le mostró un recinto oscuro. «No es ningún templo», pensó. Y además había una ligera corriente de aire de la que no se había percatado antes, pero el mechero sí. Al tercer intento protegió mejor el fuego. El poco calor que irradiaba por su mano lo reconfortó. A continuación empezó a girar la llama a su alrededor. Estaba en un túnel. El agua había derrumbado la pared de la alcantarilla en busca de una vía de escape, irrumpiendo en una galería mucho más grande. Pero hasta que no bajó el encendedor Vitali no comprendió exactamente dónde se encontraba.

Dos piezas de acero pulido corrían paralelas en la oscuridad. «Vías de tren —se dijo—. El metro».

Se levantó nuevamente del suelo y, haciendo un esfuerzo, se puso a seguir los raíles. Miró en una dirección y luego en la otra. Tenía que decidir hacia qué lado dirigirse. No era una decisión sencilla, porque podía encontrarse de nuevo con el río subterráneo, ser arrastrado por un desprendimiento o —peor aún— por un hundimiento. Habría sido un final demasiado sarcástico después de haber sobrevivido a un ahogamiento seguro.

Con el bolso de Vega puesto en bandolera y el brazo derecho colgándole a lo largo del costado, optó por ir a su izquierda, que era también la dirección de donde provenía la brisa que había notado un rato antes.

La llama se apagó varias veces durante el trayecto, pero al cabo de doscientos metros por fin llegó a una estación. «Flaminio», leyó en el cartel, y a continuación encontró la forma de trepar hasta el andén. Aquí enseguida descubrió un pilar. Se acercó y, después de colocarse del lado derecho, cogió un poco de carrerilla y chocó contra él. El grito de dolor se dispersó rápidamente en el eco. Tenía lágrimas en los ojos, pero el hombro había vuelto a colocarse en su lugar natural. Vitali intentó abrir y cerrar la mano varias veces. Todavía le dolía, pero estaba mejor.

Al poco rato, subió al nivel donde se encontraban los torniquetes y las taquillas automáticas. También había un distribuidor de bebidas apagado. El policía tenía muchas ganas de poner sus labios secos en una lata de refresco, aunque estuviera caliente. Intentó forzar la máquina y luego romper el cristal usando la placa que había encontrado en el bolso, pero era demasiado grueso. Tenía la felicidad al alcance de la mano, pero tuvo que renunciar a ella. Sin embargo, antes de irse vio el reflejo de su rostro. La mitad de él, efectivamente, era una máscara de hematomas violáceos. «Me llevará una eternidad volver a follar», pensó.

Tomó la escalera que conducía a la superficie y se encontró delante de la reja que cerraba la entrada al metro. Por suerte, alguien la había arrancado, en caso contrario a saber cuánto tiempo habría tenido que permanecer allí. Salió a la plaza y enseguida dirigió la mirada en dirección a la puerta Flaminia, que tomaba su nombre de la antigua carretera consular.

Más allá de los enormes bastiones, empezaba la Piazza del Popolo, núcleo de los enfrentamientos de la noche. En ese momento, sin embargo, de allí solo provenía un inquietante silencio que se hacía más espectral gracias al resplandor de los fuegos.

Vitali se puso en marcha y, al poco rato, dejó atrás el arco que se remontaba al año mil. Ante él se extendía un desierto de desechos y restos humanos. Pensó inmediatamente en los bárbaros, pero lo que vio no se parecía ni de lejos a las descripciones que aparecían en los libros de texto sobre el saqueo de Roma del siglo V después de Cristo, obra de Alarico y los visigodos. El episodio sangriento había sido interpretado por San Agustín como el castigo divino contra la Roma capital de los paganos que no quería aceptar el cristianismo. Esta vez, sin embargo, los bárbaros no eran invasores. La mayor parte había nacido y crecido allí.

«La plaga», se dijo.

Los leones de piedra que montaban guardia en la fuente y en el imponente obelisco habían sido desfigurados. En varios puntos de la plaza ardían hogueras. Se veía un furgón de la policía antidisturbios. Habían sido los primeros en acudir en cuanto estallaron los tumultos, recordó el inspector. El vehículo había sido abandonado por los agentes y luego alguien lo había utilizado para encaramarse a una farola. En lo alto del poste estaba atado, de pies y manos, un hombre de uniforme.

Lo habían matado a golpes.

Tenía la cara desfigurada, no parecía conservar ni un hueso sano en todo el cuerpo, pero Vitali se fijó en que el reloj que llevaba en la muñeca seguía funcionando. Ridículo, pensó. ¿Lo conocía? Tal vez sí. A saber cuántas veces se habrían cruzado por los pasillos de la comisaría. Le hubiera gustado rezar una oración. Pero nunca se le había dado bien dirigirse a los santos y ahora no sabía por dónde empezar. Lo único que podía hacer por los muertos era sobrevivir. De modo que subió al furgón. A pesar de que tenía las ruedas pinchadas, arrancó y se alejó de allí, dejando solo el cadáver del policía.


Había tenido suerte de poder pasar entre los coches y los contenedores de basura atravesados en las calles. Pero luego tuvo que abandonar el vehículo en la Via Veneto y continuar a pie. La calle de la Dolce vita estaba hecha una porquería. Una alfombra de botellas, escaparates destrozados, pintadas en las paredes. El Excelsior, el Grand Hotel, el Baglioni y otros lujosos hoteles de cinco estrellas habían sufrido un verdadero saqueo. De las fachadas ennegrecidas y todavía humeantes no se oía salir ningún sonido, ningún gemido.

Al final, llegó a la entrada del búnker del hormiguero. Fuera se alzaba una barrera de vehículos y hombres armados. El brazo derecho todavía le dolía, pero avanzó con las manos levantadas, esperando que nadie tuviera los nervios tan tensos como para disparar a la primera de cambio.

Se oyó una voz.

—¿Quién va?

—Inspector Vitali —contestó.

—Identifíquese mejor —dijo el otro a su vez.

—Llevo una placa conmigo, pero tengo que acercarme más para que puedan verla. —Se refería a la que había encontrado en el bolso de Vega.

—Quédese donde está e identifíquese, he dicho.

Vitali suspiró, no había manera de hacer razonar a un tipo obtuso de uniforme.

—Estoy al mando del Departamento de Estadística de Delitos y Criminalidad —y casi le entraron ganas de reír mientras repetía esa cantinela. Al otro lado siguió un silencio. Al parecer, alguien lo estaba comprobando.

—Está bien, puede pasar —dijo la voz—. Pero continúe con los brazos en alto.


Lo visitó el médico del hormiguero. Le encontró diversas heridas pequeñas y contusiones varias, así como una fractura de pómulo. Por precaución, el médico le vendó el hombro y le dio una caja de píldoras de Toradol.

Vitali se dio una ducha en el baño del dispensario y, a continuación, le proporcionaron ropa limpia: unos vaqueros, un polo y un par de Adidas que parecían salidas de una tienda vintage. Incluso consiguió que le trajeran una bebida fresca y se la tomó pensando en las latas encerradas en la caja fuerte del distribuidor apagado del metro. Se tragó las dos primeras pastillas del analgésico, pero habría dado cualquier cosa con tal de poder hacerse una única, magnífica, raya de cocaína.

Cuando acabó de ponerse en condiciones, decidió volver al trabajo. Quizá Sandra Vega y su extraño amigo silencioso la habían palmado en los túneles, pero todavía podía quedar alguna pista abierta referente a ellos.

Faltaban unas horas para el amanecer y Vitali solo disponía de esa oportunidad para detener la plaga antes de que se propagara más allá de los confines del centro de la ciudad. El mal tiempo y el apagón habían sido la causa del contagio, pero después de todo también habían jugado un papel de contención, parecido a una cuarentena forzada.

Para comprender el grado de implicación de Vega, o lo que sabía realmente de toda la historia, hurgó en su bolso. Volvió a encontrarse con la hoja de papel que había identificado al tacto en el túnel del metro. La abrió. Era una lista.

Método para matar: antiguas prácticas de tortura.

Zapatos de tela blanca (Marcus y obispo Gorda).

Hostia negra (yonqui).

Tatuaje del círculo azul: Iglesia del Eclipse. Sacrificios de víctimas inocentes.

Apagón – León X.

Cuaderno misterioso.

Tobia Frai.

La lista concluía con un añadido al pie.

Elemento accidental: amnesia transitoria de Marcus.

—Marcus —se dijo Vitali repitiendo el nombre en voz baja. Recordó que el hombre con epistaxis, efectivamente, calzaba zapatos de tela blanca. Por lo menos ahora sabía cómo se llamaba y que había sufrido una momentánea pérdida de memoria. Solo tenía que descubrir quién era.

Del listado también se deducía otro dato. Esos dos habían encontrado al Obispo. Vitali se quedó sorprendido al leer el nombre de Arturo Gorda. Se había preguntado quién podía ser el misterioso personaje de la secta, pero nunca habría imaginado que pudiera tratarse de un religioso de verdad.

A saber si también habían descubierto al Juguetero. Pero al inspector le interesaba sobre todo el Alquimista. No se mencionaba en el papel, pero se hacía referencia a un misterioso cuaderno. Si hubiera podido echarle mano, tal vez ahora tendría la verdadera solución del enigma. O tal vez no.

Mientras pensaba en todo eso, un agente fue a llamarlo.

—El jefe quiere verlo en su despacho.


De Giorgi, el jefe superior de policía, lo esperaba junto al questore Alberti. Ambos tenían el ceño fruncido.

—Siéntese, inspector —lo invitó el jefe.

Vitali tomó asiento frente a la mesa en la que estaba abierto un mapa de Roma.

—Tenemos buenas y malas noticias —anunció el questore.

—Primero las buenas, por favor —pidió Vitali, que estaba harto de desgracias.

—Hemos conseguido detener la revuelta.

Tal vez ya era hora de no seguir llamándola «revuelta», se dijo el inspector, pero se abstuvo de comentarlo.

Alberti señaló una zona en el plano.

—Hemos calculado que los rebeldes son aproximadamente un millar. En la Piazza del Popolo nos cogieron por sorpresa porque no nos esperábamos una agresión tan violenta. Pero después no han pasado al otro lado de las murallas Aurelianas y Gianicolenses.

—En esto el Tíber nos ha echado una mano —intervino el jefe superior de policía—. Ha impedido que fueran más allá del centro histórico de la ciudad.

—Estamos hablando de un área de quince kilómetros cuadrados, con una población de ochenta y cinco mil habitantes.

Vitali observó el mapa.

—De acuerdo… Ahora las malas noticias.

—Se mueven por el subsuelo y aparecen de repente tendiendo emboscadas a nuestros hombres: hay muchos agentes heridos e incluso algún muerto.

«Lo sé», hubiera querido decirles el inspector. Había tenido un cara a cara muy movido con tres de ellos en las alcantarillas.

—No dejo de repetirme que habríamos podido evitar lo que está sucediendo esta noche —dijo el jefe, exasperado—. Usted nos advirtió, pero no le hicimos caso —admitió.

Vitali se encogió de hombros, como si eso ya no tuviera nada que ver con él.

—La Iglesia del Eclipse solo esperaba la ocasión de dar rienda suelta a la devastación. Como el próximo eclipse de luna en Roma está previsto para dentro de seis años, han aprovechado la oportunidad que les ofrecía el apagón.

—De acuerdo, acepte nuestras disculpas —lo interrumpió el questore—. Pero ahora tiene que decirnos cómo detener todo esto.

El inspector lo pensó un momento.

—He oído decir que el ejército está llegando a la ciudad. Bueno, digan a los soldados que cada vez que vean a alguien con la mirada perdida tienen que disparar a dar.

—Está usted loco —lo increpó el jefe.

—Ustedes no acaban de entenderlo, ¿verdad? —Vitali sacudió la cabeza, divertido—. Se han quedado encerrados en este búnker, en cambio yo he estado ahí fuera. Y lo he visto. Y lo he oído. Y he tocado con la mano la destrucción. Aseguran que la situación está controlada, en cambio yo digo que hemos perdido el mando: el contagio es imparable.

El jefe superior de policía dio un puñetazo en la mesa.

—¡Pero habrá alguna manera!

—Hoy he matado a cuatro —confesó Vitali, sin preocuparse de las consecuencias. El primero fue el que quería robarle la cartera—. Les aseguro que no hay otro modo. —A continuación añadió—: El Alquimista lo ha hecho muy bien, nos lleva ventaja.

—¿Y no existe una especie de antídoto? —preguntó el jefe, exasperado.

—Aunque consiguiéramos disponer de él, quien haya tomado la hostia negra tiene que estar suficientemente entero para acudir a un hospital y que se lo administren.

—Entonces, ¿qué sugiere? —preguntó el questore.

—En la mejor de las hipótesis, que lo dejemos en manos del tiempo. En el pasado, los efectos de la plaga se atenuaban con el paso de las horas.

—¿Y en la peor?

—Que empecemos a rezar en serio. —Luego añadió—: Esta vez es distinta a las otras. Tengo la impresión de que la peste negra ha evolucionado: hay algo que desencadena la violencia de esos cabrones, aunque no sabría decir qué es. —Recordó a los tres hombres del túnel, la manera en que se lanzaron contra Sandra y el tal Marcus cuando se apagó la luz de la linterna—. Habría que capturar a uno para examinarlo y saber si me estoy equivocando.

Los dos superiores callaron y se miraron.

—También hay otro problema —anunció el jefe superior de policía.

Vitali ya había perdido la cuenta de sus desgracias.

—¿De qué se trata?

—La proclama.

Antes de que el inspector pudiera pedir explicaciones, el questore tomó la palabra:

—Sin móviles, ni radios digitales ni televisión, los ciudadanos han redescubierto algunas costumbres del pasado. Por ejemplo, se sirven de transistores de radio para intentar tener noticias de lo que está ocurriendo. —A continuación cogió del bolsillo de su americana una pequeña grabadora digital y la dejó sobre la mesa—. Lo hemos sabido porque la señal AM ha interferido en los canales que usamos en las comunicaciones de emergencia.

—¿De qué están hablando? —preguntó el inspector.

—De una transmisión de radio que está sembrando el pánico incluso entre nuestros hombres.

El questore puso en marcha la grabadora. En medio de una nube de interferencias, una voz masculina declamó con tono melifluo:

«Atención. Este es el primer comunicado del nuevo orden constituido. Hemos tomado Roma, Roma es nuestra. Los agentes de la ley y las fuerzas del orden ya se han puesto de nuestra parte. A los soldados que se preparan para entrar en la capital les decimos: manteneos alejados, esta ciudad nos pertenece. Si cruzáis los sagrados límites, no regresaréis nunca más con vuestras familias, no volveréis a ver a vuestros hijos, mujeres, maridos o novios, y vuestros padres os llorarán… Atención, pueblo de Roma: el papa ha huido y los católicos no tienen quien los guíe. Las murallas del Vaticano han caído y la Capilla Sixtina también ha sido conquistada. Abrazad al Señor de las Sombras, bajad por las calles y matad a los infieles que osen oponerse a vosotros. Quien no se amolde será considerado un enemigo de la Iglesia del Eclipse».

El questore interrumpió la grabación.

Vitali miró a la cara a sus dos superiores.

—¿Se están cachondeando de mí, verdad?

—Ojalá —contestó el jefe superior de policía.

—¿De verdad hay alguien que se cree esta historia?

—En 2006, en Mumbai, en la India, se propagó el rumor de que el agua del mar se había vuelto dulce de repente. Miles de personas acudieron a la orilla y empezaron a beber, convencidos de que se trataba de un milagro.

—¿Y, en cambio, qué era? —preguntó el inspector, que no entendía qué tenía que ver esa historia.

—Una psicosis colectiva —explicó enseguida el jefe—. El agua de mar no había cambiado en absoluto de sabor, pero aquella gente estaba segura de lo contrario.

—¿Una alucinación?

—Llámelo como quiera. El hecho es que las delirantes palabras que ha escuchado amenazan con producir un efecto análogo, porque llegan después de una serie de pruebas difíciles para la población. Se pretende alimentar todavía más el pánico y, en consecuencia, el caos.

Vitali estaba aturdido.

—¿Los soldados no van a venir?

—Claro que sí, dentro de poco las tropas harán su entrada en la ciudad —afirmó el questore—. Pero los generales del COMLOG antes quieren saber lo que van a encontrarse. Al fin y al cabo, no deja de tratarse de la mayor operación militar en suelo italiano después de la posguerra.

—¿Y qué hacemos nosotros mientras tanto?

—Solo nos queda usted, inspector. —El jefe superior de policía le puso una mano en el hombro que tenía sano—. Tiene que volver allí fuera, localizar el lugar desde el que hacen la transmisión y detenerla.

—¿Y de verdad creen que eso bastará?

—Tenemos que hacer entender a esos locos y a todos los demás que todavía somos capaces de reaccionar, en caso contrario, cuando por fin vengan a ayudarnos, solo encontrarán cuerpos y escombros.

El inspector reflexionó en silencio.

—Está bien.

—Le proporcionaremos un equipo de seis hombres para que se mueva con seguridad —le garantizó el jefe superior de policía—. Dispondrán de armas y vehículos para encontrar el jodido transmisor.

—No, gracias —contestó Vitali—. Iré solo.