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Battista Erriaga permanecía inmóvil ante el espectáculo que se le ofrecía a través de las cristaleras del ático que se asomaba a los Foros Imperiales.

Sobre el cielo de Roma amenazaban grandes nubes rojizas, preñadas de una lluvia de sangre. Las sombras empezaban a alargarse sobre la ciudad y preparaban la invasión de las tinieblas.

El cardenal seguía dando vueltas al anillo pastoral alrededor del anular. Y entretanto se preguntaba si no se trataba, en el fondo, de un justo castigo por todos los pecados de la humanidad. Incluidos los suyos.

Pocas horas antes se había escenificado el segundo hallazgo del cuerpo sin vida del obispo Arturo Gorda. El «oficial», con el escenario limpiado por Marcus. Erriaga había decidido que, cuando volviera a ver al penitenciario, lo felicitaría por el excelente trabajo que había llevado a cabo. No quedaba ningún rastro de la «horca del placer», ningún cuerpo desnudo.

Pero después había ocurrido otra cosa.

El cardenal había empleado años en rodearse de lujos y privilegios. Su casa era el emblema de un poder obtenido con esfuerzo y, a veces, crueldad. Los muebles de anticuario, los cuadros de Guercino y de Ghirlandaio y todos los otros tesoros que había conseguido acumular deberían haberle proporcionado un refugio, un consuelo. Pero, en ese momento, solo le recordaban que podía perderlo todo.

«La profecía de León X. Las señales».

Por las ventanas, había visto el estandarte negro expuesto en el tejado del palacio de la Cancillería. Una señal secreta, acordada. Anunciaba la convocatoria extraordinaria del Tribunal de las Almas.

Por eso Erriaga estaba listo para salir de casa y desafiar el fin del mundo. A pesar de que su secretario personal le había informado de la amenaza de un desbordamiento del Tíber.

Pero continuaba atormentándose con preguntas. ¿Qué era tan urgente como para aconsejar no posponer la reunión de la santa corte hasta la finalización del apagón y de la emergencia meteorológica? ¿Qué grave culpa había sido confesada? ¿Y por qué era necesario que se decidiera con prisas si conceder el perdón o no? Le había venido a la cabeza una única respuesta.

El único pecado que no puede esperar es el de un penitente que está a punto de morir.

«La profecía de León X. Las señales».

No, el Abogado del Diablo no podía de ningún modo eximirse de su deber.


Sandra había encendido todas las velas que tenía en casa porque no quería que la oscuridad la cogiera por sorpresa. Como no había corriente para alimentar el calentador, se había dado una ducha de agua fría. Las pequeñas comodidades de la vida cotidiana habían desaparecido. Pero lo peor de todo era que se había producido rápidamente, sin posibilidad de adaptarse al nuevo orden de las cosas.

Sin embargo, antes de admitir su derrota, había tomado una decisión. Si de verdad estaba llegando el fin del mundo, ella lo recibiría apropiadamente.

Por eso escogió un traje elegante del armario, un vestidito negro combinado con unos zapatos de salón con doce centímetros de tacón. Lencería de encaje, sujetador balconet, medias y tanga. Después se sentó delante del espejo del tocador que compró en un mercadillo cuando llegó a Roma y empezó a arreglarse. Se extendió una crema por el rostro, luego el maquillaje. A continuación pasó a los ojos, lápiz, sombra y rímel sobre las largas pestañas. Para terminar deslizó la suave punta del carmín por sus labios carnosos.

Mientras llevaba a cabo con generosa lentitud las operaciones de maquillaje, recordó la charla con Crespi en la escalera de incendios de la jefatura.

Había una foto suya en el móvil encontrado en el taxi, todavía no podía creerlo.

«Vitali alberga dudas sobre el hecho de que estés involucrada», había dicho el comisario mientras fumaba el segundo cigarrillo del día. «Es más, cree que el asesino ha querido anunciarnos quién será la próxima víctima… Por eso te ha dado el resto del día libre. Ese cabrón quiere usarte como cebo».

En vez de pensar en el peligro que corría, Sandra intentó hacer un cómputo matemático de la vida. ¿Cuántos cigarrillos fumaba el comisario Crespi? Uno al día. Puede que pensara que engañaba al cáncer, pero puestos en fila uno detrás de otro seguían siendo trescientos sesenta y cinco en un solo año. ¿Cuántas veces se había pintado ella delante de un espejo? De media, una vez a la semana desde que era adolescente, ¿verdad? ¿Cuántos pares de zapatos había tenido? ¿Cuántos vestidos de noche? ¿Cuántos cadáveres había fotografiado en el trabajo para la científica? Y, en cambio, ¿cuántos de sus cumpleaños habían quedado inmortalizados en una foto? ¿Cuántas veces había ido al cine? ¿Cuántos libros había leído? ¿Cuántas pizzas se había comido? ¿Cuántos helados? Siempre parecían pocas las veces que habías hecho algo. Luego las ponías juntas y salía un número que no imaginabas.

Y ese número era precisamente su vida.

¿Cuántas veces había pronunciado el nombre de Marcus en el secreto de su mente? ¿Cuántas veces había pensado en él? ¿Cuántas veces se habían encontrado durante esos años? ¿Cuántas palabras se habían dicho? ¿Y cuántos besos se habían dado?…

Solo uno.

El sol se ponía en el horizonte al otro lado de las nubes y la policía no podía evitar pensar que, en el momento en que se veía obligada a hacer balance de su vida, se encontraba sola.

«Las personas solas no tienen nada que perder», se dijo.

Metió la placa y la pistola en el bolso. Una ráfaga de viento de una ventana abierta apagó las velas. Sandra Vega echó una última mirada satisfecha a la imagen de sí misma que se desvanecía en el espejo.

Si Vitali quería un cebo, entonces ella estaba dispuesta a morir.


En el hormiguero, todos permanecían a la espera frente a las pantallas.

Desde simples agentes hasta el jefe superior de policía: unidos por la misma tensión. Desde lo alto de su puesto, De Giorgi lo vigilaba todo como si fuera el capitán de un barco. A su lado, el questore Alberti y el comisario Crespi de homicidios. Cuanto más observaba Vitali a esos tres, más los despreciaba.

Los había puesto en guardia, pero no habían querido escuchar.

Para saber quién de los tres tenía razón, debían esperar a las cuatro y once de la tarde. A partir de ese límite, el anochecer privaría a Roma de la luz y empezaría la segunda fase de la emergencia.

El toque de queda.

Desde ese momento, todos los sistemas de seguridad se pondrían a prueba. Dentro de poco también descubrirían si el plan preventivo que habían dispuesto funcionaría. El dictamen estaba allí, en los monitores que tenían delante. Las tres mil cámaras que, como pequeños centinelas, vigilaban las calles y las plazas ya habían pasado al modo nocturno. Los objetivos de infrarrojos enviaban imágenes de una Roma insólita, engullida por la oscuridad. Y desierta.

Una ciudad fantasma.

A excepción de los ministerios, los cuarteles, las comisarías y los grandes hoteles, poca gente contaba con un generador. Además, el carburante de las gasolineras y cualquier otra fuente energética habían sido confiscados para asegurar el funcionamiento de los que se necesitaban en los hospitales y los centros anticrisis repartidos por varios barrios.

La población estaba desarmada.

Era la dictadura de la tecnología, pensó Vitali. La gente estaba experimentando sus consecuencias. Hace que tu vida sea más fácil, pero, a cambio, te somete. Crees que tienes el control y, sin embargo, eres su esclavo. Ahora eran libres. Pero la libertad asustaba. No podían manejar la nueva situación, de modo que se convertían en un peligro los unos para los otros.

Las cuatro y once.

La frontera acababa de ser cruzada.

Por lo que se veía en las pantallas, el toque de queda estaba funcionando. La orden de permanecer en casa había llegado, no se veían hordas rabiosas bajando por las calles. Los poderes extraordinarios otorgados a las fuerzas de policía habían sido disuasorios para los malintencionados. Evidentemente, nadie podía saber lo que estaba ocurriendo en el interior de las viviendas, pero era ya todo un éxito.

Para celebrarlo, en el hormiguero se alzó un aplauso liberador.

El jefe superior de policía pareció contrariado, pero al final no pudo evitar unirse a los demás. El questore y Crespi también lo imitaron. Vitali permaneció inmóvil. A diferencia de sus superiores, no quería llamar a la mala suerte. Todavía quedaba mucha noche y el amanecer estaba demasiado lejos. Un agente llamó su atención. Había una llamada por radio para él.

—Inspector, Vega acaba de salir —anunció la voz al otro lado de la frecuencia.

A Vitali no le sorprendió. Al fin y al cabo, había situado una patrulla debajo de su casa precisamente porque se lo esperaba.

—De acuerdo. Llegaré enseguida.

En el momento de colgar, se dio cuenta de que el aplauso general perdía fuerza rápidamente. Miró a su alrededor y solo vio caras de inquietud.

—¿Qué está pasando? —dijo alguien, y otros lo imitaron. El jefe superior de policía se ensombreció de repente. No daban crédito, estaban paralizados. Seguían mirando las pantallas, pero con una expresión distinta. Vitali se volvió en dirección a la pared de monitores.

Se estaban apagando, uno tras otro.

—¿Cómo es posible? —preguntó De Giorgi, enfurecido—. Las baterías que alimentan la red funcionan, ¿verdad?

Nadie le contestó, porque se pusieron inmediatamente a comprobar en sus terminales el motivo del repentino inconveniente.

«Creen que se trata de una avería técnica —pensó Vitali—. Pobres ilusos». En el exterior, estaban manipulando las cámaras. Esa era la verdad que no podían aceptar.

—Ponedme enseguida en contacto con una patrulla —dijo el questore.

Poco después, los altavoces difundieron la voz de un agente.

—Aquí Piazza del Popolo. —El tono excitado intentaba imponerse a los ruidos de fondo—. La situación se nos ha escapado de las manos. Necesitamos refuerzos. —Después insistió—: ¡Enseguida!

Se oyó un golpe sordo. A continuación sucedió algo y la voz calló repentinamente.

—Agente —lo llamó el questore—. Agente, contésteme.

A diferencia de los demás, Vitali parecía divertido. No todos los días se podía presenciar un espectáculo así. La destitución de la autoridad constituida. El fin de las reglas. La rendición de la civilización.

Por la radio todavía encendida empezó a llegar un sonido oscuro, espantoso. Vitali pensó en los cascos de los caballos anunciando la llegada de los caballeros del Apocalipsis. Ese ruido estaba formado por gritos de júbilo mezclados con chillidos de terror. Por tiros lejanos, cristales rotos y destrozos metálicos. Por fuego y por lucha. Nadie en esa sala podría olvidarlo nunca. Nadie sabía qué hacer.

«Ya ha empezado», se dijo el inspector. El fin de Roma acababa de comenzar.