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Sandra Vega odiaba las ratas.
Eran su pesadilla desde que era pequeña. Una vez, en Milán, la ciudad donde había nacido, vio una gigantesca que, en pleno día, atacó a una pobre paloma y luego se puso a devorarla. Recordaba con repugnancia aquella escena. Por eso, mientras caminaba con Marcus por las cloacas de Roma para llegar a su destino, estaba constantemente alerta, con el temor de verlas aparecer en masa de un momento a otro.
El subsuelo de la ciudad era un dédalo en el que se mezclaban tuberías de varios tipos, canales de desagüe y preciosos restos del pasado, catacumbas, lo que quedaba de antiguos vestigios, incluso cementerios. La idea de Sandra era que Roma debería haber sido un gran museo, preservado con rigor y sin dejarse contaminar por ninguna injerencia moderna. El hecho de que, en cambio, en ese museo vivieran millones de personas le parecía simplemente absurdo.
El penitenciario se movía con desenvoltura por los túneles. Muchas veces los había utilizado para desplazarse de un punto a otro sin que nadie lo viera. Incluso podría haber apagado la linterna y continuar a oscuras. Siguiendo el camino, salieron a una amplia sala. Marcus levantó el foco de luz y mostró a Sandra la magnificencia de una bóveda decorada con frescos.
—¿Qué lugar es este? —preguntó ella, fascinada por las escenas de banquetes con abundante comida y bebida.
—Una villa patricia. —A continuación le señaló un punto concreto—. ¿Ves ese hombre y la mujer? Eran los dueños de la casa.
Era una joven pareja, retratados mientras recogían los frutos de un huerto para ofrecerlos a sus invitados.
—Nadie sabe sus nombres —puntualizó Marcus—. Pero, incluso miles de años más tarde, siguen sorprendiéndonos y mostrándonos lo felices que eran.
Había algo de milagroso en la explicación del penitenciario. Sandra no pudo evitar compararlos con ellos dos. Nunca habían sido felices juntos. Tal vez ni siquiera fuera su destino. Las pocas veces que se habían visto, había sido a causa de algo malo.
—Tenemos que irnos —la conminó Marcus. Luego apartó la luz de los frescos y los rostros volvieron a apagarse en la oscuridad de los siglos.
Prosiguieron hasta que el túnel terminó delante de una pared.
—¿Y ahora? —preguntó Sandra.
—Ahora tenemos que subir.
Se encaramaron a una escalera de metal y salieron a la Via San Vitale, a unas decenas de metros del edificio de la jefatura. Se veían patrullas entrando y saliendo de los garajes con las sirenas sonando. Sandra tiró a Marcus de la chaqueta y se escondieron detrás de una esquina. En cuanto la calle quedó libre, la policía se subió la capucha de la sudadera y, seguida por el penitenciario, atravesó la calzada directa al edificio de enfrente, la sede de los archivos de la científica. A pesar de haber pedido el traslado de la unidad de fotógrafos forenses, Sandra había conservado las llaves para entrar. Solo rezó por que, desde entonces, no hubieran cambiado la cerradura. Cuando la llave giró, exhaló un suspiro de alivio.
El edificio estaba vacío, también gracias al hecho de que en medio del caos de esa noche nadie podía perder el tiempo poniéndose a hojear expedientes.
—Lo que nos interesa está abajo —anunció Sandra.
Era el lugar donde se archivaban los casos sin resolver.
Un sótano mohoso que albergaba un laberinto de altas estanterías. Según la macabra leyenda que circulaba entre los policías, en aquella quietud podía oírse a los muertos sin justicia gritar el nombre de sus verdugos.
Sandra ni siquiera intentó comprobar si los generadores de la jefatura proporcionaban corriente eléctrica al edificio. A pesar de estar bajo tierra, no habría sido prudente encender la luz.
—Nunca llegaron a encontrar a Tobia Frai, la carpeta de su caso sin duda tiene que estar aquí —dijo poniéndose a buscar.
Mientras ella revisaba los estantes con la linterna, Marcus se quedó a un lado, observándola.
—Aquí está —anunció la policía. En total había ocho carpetas con el nombre de Tobia. Sandra extrajo del estante uno de los gruesos archivadores polvorientos y lo llevó a la mesa de consulta. En la cubierta aparecía el sumario del contenido. Informes, declaraciones, centenares de archivos guardados en vetustos DVD—. La manera más segura de parar una investigación es asfixiarla debajo de una montaña de papel —afirmó desconsolada.
Y había fotografías. Miles de imágenes sacadas por turistas y transeúntes.
Bajo los ojos de Marcus, la policía abrió el archivador y enseguida encontró un documento que sintetizaba la investigación.
—Aquí solo dice que Tobia Frai se evaporó en la nada y nunca volvió a aparecer… Bla, bla, bla… No hay ni una pista, ni un indicio: nueve largos años de absoluto silencio. —Parecía imposible. Y más teniendo en cuenta que la desaparición se produjo en un lugar muy concurrido—. Seguro que en los alrededores del Coliseo había centenares de personas, especialmente en una tarde de finales de mayo. ¿Cómo es posible que nadie se diera cuenta de nada? —Se habían destinado decenas de agentes para visionar las fotos y los vídeos enviados espontáneamente a la jefatura, pero no habían obtenido nada.
En esos fotogramas, Tobia aparecía siempre acompañado de su madre, una chica de veintiséis años llamada Matilde.
Marcus guardaba silencio, perplejo. Sandra, en cambio, no podía retener su frustración.
—Aunque aquí dentro haya algo, nunca conseguiremos encontrarlo. Necesitaríamos meses, quizá años. —Giró la página y el movimiento de aire hizo que un trozo de papel se deslizara hasta el suelo. Sandra se agachó para recogerlo.
Era una nota con unos números. 2844. 3910. 4455. El papelito había sido arrancado de un cuaderno.
Por tercera vez en pocas horas, Marcus reconoció su propia letra. Levantó los ojos y miró a su alrededor.
—He estado aquí —se dijo. Pero no lo recordaba.
—¿Cómo es posible? —Sandra no podía creerlo—. ¿Cómo conseguiste entrar?
—No lo sé —tuvo que admitir él, todavía desconcertado—. Yo escribí estos números, seguro.
—¿Y qué crees que son?
La pesadilla de la amnesia volvió a atormentarlo, pero no podía distraerse, no ahora.
—De acuerdo, intentemos razonar. —«Anomalías», reflexionó—. He dejado la nota para enviar un mensaje, de modo que si mi intención era comunicar la solución, no puede ser difícil.
—Las fotos —dijo inmediatamente Sandra—. La única respuesta que se me ocurre es que la lista se corresponde con la numeración de las imágenes guardadas en los archivos.
Cogieron las ocho carpetas del estante y empezaron a hojearlas. Detrás de cada foto había un número de orden.
Por fin encontraron las tres que indicaba la nota.
Las pusieron una al lado de la otra. En la primera había una señora de mediana edad con un pantalón corto fucsia, camiseta de tirantes y una gorra amarilla con visera transparente. Sonreía en dirección al objetivo, posando junto a un figurante disfrazado de centurión romano. Al fondo, el Arco de Constantino y una pequeña muchedumbre de visitantes. Se pusieron a buscar al niño con la gorra de la Roma en el espacio que quedaba entre ellos. Pero Tobia no estaba allí.
Esta vez la anomalía se le mostró a Sandra. Un hombre que deambulaba solitario entre los turistas.
—Ya lo he visto antes —dijo a Marcus, señalándolo.
—¿Lo conoces?
No en persona, hubiera querido decir.
—Es el yonqui al que vi cómo mataban en el vídeo del teléfono. —Ajusticiaban, habría sido el término exacto.
—Han pasado muchos años desde esta foto, ¿estás segura de que se trata del mismo?
La hostia negra. Las frases en arameo. El Señor de las Sombras. El hombre era más joven, naturalmente, y todavía no estaba totalmente desfigurado por su dependencia, pero Sandra no albergaba dudas.
—Sí —confirmó.
La segunda era una imagen de grupo. Peregrinos de excursión acompañados de un párroco, seguramente contentos por haber podido incluir la parada en el Coliseo en el programa de visita a los lugares sagrados. El hombre de antes se veía de espaldas, al lado de un quiosco de recuerdos.
Sin embargo, fue la tercera foto la que los dejó estupefactos. Una panorámica del conocido monumento que abarcaba la entrada del metro y, lo más importante, los baños públicos. El hombre estaba exactamente allí delante.
Y sostenía en brazos a «una niña».
—Qué… —Sandra no lo entendía.
Marcus sí, pero no se alegraba de haberlo deducido.
—Inmediatamente después de haberlo secuestrado, lo llevó al baño y le cambió la ropa. —Acarició con el dedo el vestidito blanco.
A Sandra no le pasó desapercibido ese gesto de ternura, subrayaba lo sencillo que había sido hacer desaparecer a Tobia. Durante mucho tiempo habían estado buscando a un varón en esas fotos. Se equivocaban. No eran muchos los que lograban distinguir con claridad el sexo de un niño de tres años. A los policías, pero también a quienes presenciaron la escena esa tarde de primavera, la costumbre les había jugado una mala pasada. La experiencia les decía que un niño vestido de niña «es» una niña.
—La Iglesia del Eclipse rapta a Tobia… Pero ¿con qué finalidad? —se preguntó Sandra.
Ambos temían la respuesta.
—Quizá deberíamos preguntarnos por qué «precisamente» a Tobia —dijo Marcus.
—¿Qué quieres decir?
—¿Cuántos menores había en el Coliseo ese día? ¿El secuestrador lo escogió por casualidad?
—Se llevó la presa que estaba sin vigilancia aprovechando un instante de distracción de la madre.
—¿Quién nos asegura que las cosas fueron realmente así?
—Si lo piensas, el lugar se prestaba perfectamente a un secuestro: ¿qué mejor sitio que la multitud para hacer desaparecer a un menor?
Marcus no acababa de estar convencido.
—Pero, por el mismo motivo, también era mayor el riesgo de fracasar. ¿Por qué no coger a un niño en una zona menos vigilada?
—¿Quieres decir que es «demasiada» casualidad que lo eligieran a él?
—No lo sé, pero también es plausible creer que tuvieran un objetivo. Que Tobia Frai no fuera un niño como los demás. Que fuera importante para ellos.
—Y ahora, ¿cuál es el próximo paso?
—Descubrir por qué.