9: La ciudadela de hueso
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La ciudadela de hueso
Todas las piezas encajaban. Malus se dio cuenta de que Tyran había manipulado a los ancianos del templo de manera magistral. El jefe de los fanáticos recurriría a sus agentes del interior para que lo dejaran entrar en la fortaleza junto con su consejo de fanáticos, mientras los guerreros de Khaine luchaban contra el grueso de los verdaderos creyentes en las calles de la ciudad. No habría nada que pudiera impedirles llegar hasta el sanctasanctórum y ejecutar el Ritual de la Espada para Urial.
Malus se puso de pie y comenzó a pasearse por la habitación mientras consideraba su siguiente jugada.
—¿Dónde están ahora Tyran y los ancianos? —preguntó. Arleth Vann se encogió de hombros.
—No lo sé, mi señor. Yo traje al anciano hasta aquí, y encontré a Tyran esperándome en el patio con un grupo de guerreros. Se hicieron cargo del anciano y se marcharon de inmediato.
El noble enseñó los dientes.
—Lo más probable es que se haya escondido en algún lugar cercano al templo, a esperar el momento correcto para hacer su jugada; o podría estar dentro del templo ahora mismo, si se escabulló al interior con los guerreros que regresaron. —Inspiró profundamente. Sólo quedaba un curso de acción viable que podía tomar—. Tengo que hablar con el Arquihierofante Rhulan —dijo—. ¿Puedes entrar en el templo?
Arleth Vann se apretó bien la venda en torno a la pierna y miró a Malus con el ceño fruncido.
—¿Deseas hablar con los blasfemos? ¿Por qué?
Malus se preparó por si lo que estaba a punto de decir provocaba otra pelea.
—Porque debemos dar la alarma y detener a Tyran y a los suyos antes de que lleguen al sanctasanctórum.
El guardia contempló a Malus durante largos minutos, con expresión insondable.
—¿Por qué querríamos hacer eso? —preguntó al fin.
—Porque Tyran ha unido su suerte a la de Urial —replicó Malus—, y mi medio hermano no se detendrá ante nada para ponerle las manos encima a la Espada de Disformidad.
El asesino negó con la cabeza.
—Él no es el elegido. El ritual no funcionará con él.
—¿Piensas que eso lo disuadirá? —preguntó Malus—. Él piensa que se encuentra al borde de la gloria eterna. Cree que puede tomar a Yasmir porque le pertenece. Cuando el ritual fracase, no se culpará a sí mismo, sino a Tyran y a su consejo. Cree que es el elegido de la profecía, y no se detendrá ante nada para ver satisfechas sus ambiciones, aunque eso signifique destruir al culto en el proceso.
Tz’arkan se enroscó apretadamente en torno a su corazón, y su áspera voz susurró al oído del noble.
—Habla por ti mismo —siseó el demonio.
Arleth Vann meditó largamente las palabras del noble, con expresión angustiada. Finalmente, asintió con la cabeza.
—Hay un modo de entrar —dijo—. Lo conocen pocos, incluso dentro del templo, así que deberíamos poder llegar a los aposentos de Rhulan sin que nos vean. Sin embargo, el camino es largo y llevará tiempo.
—En ese caso, vámonos —decidió Malus, que miró sus pertenencias a medio empaquetar y decidió dejarlas allí. Los objetos verdaderamente valiosos, es decir, el Octágono de Praan, el ídolo de Kolkuth y la Daga de Torxus, estaban en el fondo de una alforja sujeta al lomo de Rencor. Más tarde podría conseguir otro juego de mantas de viaje y una cantimplora, si era necesario. En ese preciso momento, cada minuto contaba.
Si actuaban con rapidez, podrían atrapar a todos los jefes de los fanáticos en un mismo sitio, lejos de cualquier esperanza de recibir ayuda, y podría proporcionar a los ancianos del templo una gran victoria. En el fondo, no obstante, Malus tenía un plan aún más ambicioso. Si podía llegar al sanctasanctórum cuando los fanáticos estuviesen llevando a cabo el ritual, su presencia permitiría que este concluyera con éxito. Entonces podría apoderarse de la reliquia, tal vez con ayuda del demonio.
El noble sonrió ceñudamente mientras trazaba sus planes. Valdría la pena sólo por ver la expresión de la cara de Urial.
Arleth Vann condujo a Malus por las calles ya oscurecidas y se encaminaron hacia el sureste, alejándose de la fortaleza. Malus mantenía el paso de su guardia, espada en mano, y observaba con atención calles y callejones. Los sonidos de lucha aún resonaban en las zonas inferiores de la ciudad, y en el horizonte, cerca del distrito de los almacenes, veía un oscilante resplandor de incendios. Basándose en lo que había presenciado a lo largo de la tarde, cuando los guerreros del templo fueran lanzados contra las fortalezas que los fanáticos tenían por toda la ciudad, las cosas se descontrolarían con rapidez.
El asesino condujo a Malus fuera del distrito noble, y siguieron un rumbo zigzagueante por vías sinuosas que descendían inexorablemente por la larga ladera. Por el camino esquivaron grupos de ciudadanos armados salpicados de sangre seca y ebrios de asesinato, en busca de más cabezas que colgar de sus cinturones. En esas ocasiones, Arleth Vann se deslizaba en silencio de una sombra a la siguiente, como un fantasma, sin que los grupos que pasaban lo vieran.
Atravesaron con rapidez el distrito de ocio de la ciudad. Los lupanares tenían echados los postigos y numerosas cervecerías habían sido saqueadas a lo largo del día. En muchos de estos locales se veían pilas de cabezas recién cortadas en el exterior de las puertas y ventanas rotas. Malus imaginaba a los propietarios, que dejaban que los saqueadores bebieran hasta hartarse, para luego caer sobre los ebrios ladrones con garrotes y cuchillas, decididos a recuperar las pérdidas en carne, si no en dinero.
Después de casi una hora, Malus se encontró en el distrito de los plebeyos, cerca de los grandes almacenes y curtidurías de la ciudad. El hedor acre de los productos para curtir se mezclaba con el humo de los edificios en llamas y le hacía llorar los ojos. Malus creyó oír la llamada de una sola trompeta en lo alto de la colina, e imaginó las grandiosas puertas de la fortaleza que se abrían como las fauces de un dragón para vomitar la cólera del templo sobre la ciudad.
Estaba tan concentrado en este sonido distante, que casi chocó con Arleth Vann. El asesino se había detenido en una zona de profundas sombras, a poca distancia de la entrada de un estrecho callejón, y estudiaba una casa oscura y con los postigos cerrados que estaba situada al otro lado de la calle. Malus se acuclilló junto al guardia y miró el edificio. Le pareció muy viejo y decrépito. Los faroles de luz bruja que había sobre la puerta se había apagado hacía mucho, y en algún momento del pasado había cedido uno de los tres balcones de hierro y dejado profundos surcos en la piedra donde antes estaban las barandillas. La puerta, según vio, era de roble oscuro, y los goznes de hierro eran gruesos y estaban libres de óxido.
—¿Qué sitio es este? —susurró.
Arleth Vann le dirigió una mirada de soslayo.
—Esta casa es la razón de que el templo escogiera a Har Ganeth como propia. —Avanzó con precaución y miró arriba y abajo de la calle—. No veo guardias. Tal vez se vieron atrapados en la lucha, o quizá el templo se ha vuelto descuidado a lo largo de los años. —El asesino se encogió de hombros—. Sigúeme.
Con rapidez y en silencio, los dos druchii atravesaron la calle iluminada por las lunas gemelas. Al llegar a la puerta, Arleth Vann apoyó una mano sobre la oscura madera y empujó. Se abrió silenciosamente y dejó a la vista una oscuridad abisal.
Malus le dirigió a Arleth Vann una mirada de preocupación.
—¿Ni guardias ni cerraduras?
—Cerraduras obvias, ninguna, pero la casa está muy bien protegida, mi señor. Ten la seguridad de que es así.
El guardia entró cautelosamente en la oscuridad. Malus lo siguió, con las entrañas agitadas por la aprensión. Al atravesar el umbral, sintió un cosquilleo en el cuello y el cuero cabelludo. Tz’arkan se removió.
—Magia antigua —susurró el demonio—. Sabe a podredumbre y sepultura. Ten cuidado, Darkblade.
La oscuridad, fría y húmeda, envolvió a Malus. Se detuvo y esperó durante un momento para permitir que sus ojos se adaptaran. El vestíbulo de entrada de la vieja casa era de techo alto, como muchas de las casas de los druchii, y tres ventanas estrechas dejaban pasar apenas la luz a través de los cristales mugrientos. Ante los ojos de Malus, todo aparecía como diferentes matices de noche. A la derecha se alzaba el fantasmal arco de una escalera, de una oscuridad diferente de la superficie de ébano del suelo. En lo alto, la perfecta bóveda de sombras estaba manchada por burbujas grises que Malus supuso que eran antiguas abrazaderas para lámparas de luz bruja.
Arleth Vann se volvió hacia Malus, y su semblante de alabastro quedó flotando en la oscuridad como un espíritu sin cuerpo.
—Hay una puerta al pie de la escalera. Por ella llegaremos a las celdas —dijo, y desapareció en las tinieblas.
Casi de inmediato, Malus perdió de vista al asesino. Maldijo para sí y desvió la mirada hacia la escalera que apenas veía para luego avanzar con cuidado por el suelo de piedra. Pasados unos momentos, llegó al pie de la escalera y recorrió la pared hasta que casi se dio de bruces contra Arleth Vann, prácticamente invisible. Malus oyó crujir la puerta y sintió una ráfaga de aire más frío y húmedo en una mejilla. Frunció la nariz al percibir el olor a tierra húmeda y podredumbre antigua. La entrada en sí era una mancha de sombra más oscura contra el gris acero de la pared. Percibió, más que vio, que Arleth Vann se deslizaba al interior, y avanzó con rapidez tras él.
Sin previa advertencia, los ojos de Malus quedaron deslumbrados por una explosión de luz verde pálido. Susurró una maldición e intentó protegerse la vista del pequeño globo de luz bruja que ardía en la palma de la mano que Arleth Vann tenía en alto.
—¡No tenía ni idea de que fueras brujo! —exclamó Malus, que parpadeaba de sorpresa. Arleth Vann se encogió de hombros.
—El templo enseña a sus asesinos unas cuantas triquiñuelas: cómo hacer luz, cómo silenciar goznes herrumbrosos, cosas de ese tipo. Nada parecido al conocimiento que posee alguien como Urial.
Se encontraban en una estrecha escalera que descendía hasta otra puerta con herrajes. Arleth Vann descendió lentamente, comprobando cada escalón de piedra con un pie antes de continuar.
—Uno de estos escalones activa una trampa de veneno —murmuró—, así que tienes que seguir mis movimientos con exactitud.
—Pareces saber muchísimo sobre este lugar —comentó Malus, que intentaba seguir los pasos del asesino.
Arleth Vann volvió a encogerse de hombros.
—Así fue como escapé del templo, hace tantos años. —Se detuvo ante el tercer escalón contando desde abajo, y comprobó la contrahuella con la punta de la bota—. Es este —dijo, y pasó con cuidado por encima de la trampa, para continuar hacia la puerta. Se oyó un raspar metálico cuando hizo girar la anilla de hierro y empujó la puerta por la que entró una fuerte ráfaga de aire gélido que a Malus lo caló hasta los huesos.
La puerta se abría sobre un descansillo de piedra alumbrado por un oscilante resplandor verde. El asesino apagó la luz bruja que llevaba en la mano y atravesó el umbral. Malus lo siguió de cerca, mientras observaba cómo la respiración se condensaba en el aire helado. Sus botas resbalaron sobre las oscuras piedras ribeteadas de destellante escarcha. Arleth Vann lo cogió inmediatamente por un brazo y lo ayudó a recobrar el equilibrio.
—Cuidado, mi señor —susurró en voz baja—. No os conviene caer justo aquí.
Malus recobró el equilibrio y miró en torno. El descansillo tenía apenas tres pasos de lado y se abocaba a un cavernoso espacio de al menos nueve metros de profundidad. Desde donde estaba veía que la mitad superior del espacio tenía forma cuadrada y estaba revestida de bloques de piedra bien acabados. Desde el descansillo descendía otra escalera que corría pegada a la áspera pared hasta el suelo de la cámara. La fuente de la luz estaba abajo y radiaba hacia lo alto en un oscilante nimbo fantasmal.
Malus zafó el brazo de la presa del guardia y se aproximó con cuidado al borde del descansillo. Abajo vio una franja de piedra oscura y lustrosa, lo bastante ancha para que cuatro hombres caminaran lado a lado, que llevaba hasta una alta arcada abierta en la ladera de la gran colina. La arcada tenía al menos cuatro metros y medio de altura hasta el ápice, y parecía estar hecha de enormes huesos pulimentados que no se parecían a nada que hubiese visto antes. Daba la impresión de que arcada y camino habían sido excavados en la fría tierra. Los montones de roca y tierra retirados de la senda formaban altos terraplenes a los lados, apisonados hasta adquirir la dureza de la roca a lo largo de los siglos. Cuatro barras de hierro de casi cuatro metros de largo habían sido clavadas en cada uno de los terraplenes que flanqueaban el camino para formar un tosco octágono por cuyo centro pasaba la senda.
En las barras de hierro había empalados cadáveres, cuyas oscuras formas marchitas se apilaban unas sobre otras de tal modo que Malus no sabía dónde acababa uno y comenzaba el siguiente. Todos tenían atados los pies y las manos, con las extremidades contorsionadas por los estertores de largas y dolorosas agonías. Hacía mucho tiempo que estaban allí, ya que se hallaban cubiertos del moho sepulcral responsable de la pálida luz que iluminaba el horripilante espacio.
Malus miró a Arleth Vann con asombro.
—¿Qué es este sitio?
—Hace siglos, cuando la ciudad fue fundada, un druchii llamado Cirvan Thel construyó esta casa —explicó el asesino en voz baja—. Varios años después de que el edificio estuviera acabado, Thel decidió añadirle un nivel inferior destinado a bodega para vino, y los obreros descubrieron el camino. Las piedras del pavimento resistieron todos los intentos de arrancarlas, incluida la brujería, así que Thel ordenó a los obreros que lo siguieran para ver hasta dónde llegaba. Cuando los trabajadores llegaron hasta el túnel del otro lado, una bocanada de aire inmundo entró y los mató en un instante. Thel, que era devoto, lo interpretó como un presagio. Cuando el aire ponzoñoso se hubo disipado lo suficiente para que un esclavo sobreviviera sin sufrir efectos nefastos, Thel y un puñado de sus guardias entraron en el túnel para ver adónde iba.
—¿Y qué encontraron?
—La Puerta Bermellón —replicó el asesino. Señaló el arco—. El pasadizo se adentra profundamente en el corazón de la colina y llega a una cámara circular que podría descender hasta el corazón del mismísimo mundo. En el centro de esa cámara se alza una torre plana desde la que se extiende un antiguo puente de hueso, y en lo alto de la torre se halla la terrible puerta. Nadie sabe quién la construyó ni por qué, pero es de una antigüedad incalculable. —Se volvió a mirar a Malus con ojos atemorizados—. Conduce al corazón mismo de los dominios del Señor del Asesinato.
El noble se sintió desconcertado.
—Khaine es un dios druchii. ¿Cómo es posible eso, si la puerta fue construida en una época anterior a la pérdida de Nagarythe?
Arleth Vann abrió las manos ante sí.
—Thel estudió la puerta y pensó que había sido colocada allí en previsión de nuestra llegada, un regalo del Dios de la Sangre para su pueblo elegido. Les llevó la noticia del descubrimiento a los ancianos del culto, y llegaron de toda Naggaroth para estudiar la puerta. Cuando la contemplaron por primera vez, supieron que a partir de ese momento la colina y todo lo que se alzaba sobre ella tenía que pertenecer al culto. Poco después, el Rey Brujo entregó Har Ganeth al templo de Khaine.
Malus miró la arcada de hueso, y una sensación de miedo le heló las entrañas.
—Urial habló de la Puerta Bermellón cuando regresábamos del Islote de Morhaut. La usó para llegar hasta Har Ganeth.
El asesino asintió con la cabeza, pensativo, como si el noble hubiese respondido a un enigma preocupante.
—Algunos de los textos de la biblioteca del templo afirman que el auténtico discípulo de Khaine puede valerse del poder de la puerta sin importar en qué lugar del mundo se encuentre. Puede llegar hasta la caverna de debajo de la colina de un solo paso, si hace las ofrendas adecuadas. Hay espíritus que protegen la puerta de los indignos, y si el que la atraviesa no les proporciona sustento, le cobran un precio terrible.
—Él los recompensó ampliamente —gruñó Malus, mientras pensaba en la carnicería de la cubierta principal del vapuleado barco corsario—. Y por lo poco que vi, programó la llegada para que hubiera una multitud de adoradores esperando al otro lado.
El asesino se encogió de hombros.
—Con cada luna nueva, los ancianos del templo se reúnen ante la puerta y celebran sagradas ceremonias de veneración. Si Urial salió por la puerta, y nada menos que con Yasmir tras de sí, tiene que haber parecido algo de lo más portentoso. —Se volvió y avanzó hacia la estrecha escalera que descendía hasta el fondo de la caverna.
Malus lo siguió con precaución a través del descansillo, e inició el largo descenso. Las contrahuellas destellaban a causa de la escarcha. Cuando tendió una mano para apoyarse en la pared mientras bajaba, se encontró con que estaba cubierta por una fina capa de hielo.
Sentía un hormigueo en la piel mientras bajaban lentamente. La caverna estaba inundada de energías brujas.
El noble se aclaró la garganta.
—Respecto a Urial… —comenzó.
Arleth Vann lo interrumpió con una mano alzada.
—Silencio —dijo, con una voz que era apenas un susurro—, estamos a punto de pasar ante los guardianes.
La escalera acababa al borde del camino. Al hallarse cerca, Malus vio que las piedras del oscuro sendero eran como bloques de obsidiana pulimentados como espejos. Parecía que cada piedra tenía un defecto: una ligera mancha pálida en el centro. Las formas eran borrosas, pero había el suficiente juego de luces y sombras para que los objetos adquirieran la calidad de caras vivientes. Perplejo, Malus comenzó a inclinarse para verlas más de cerca, pero la voz del demonio sonó áspera en sus oídos.
—Si en algo valoras tu cordura, mortal, no mires más —le recomendó Tz’arkan con frialdad—. Hay algunas cosas que ningún druchii, ni siquiera tú, está destinado a conocer.
El noble se enderezó con sobresalto. Arleth Vann ya se estaba alejando y llegaba a la primera de las largas barras de hierro, con la cabeza inclinada y las manos metidas dentro de los ropones.
Malus avanzó tan rápidamente como se atrevía para seguirlo, justo cuando el asesino llegaba a la primera barra. De repente, el aire se vio inundado por un lastimero coro de lamentos que salían por las ennegrecidas bocas de los cadáveres ensartados.
Un escalofrío de terror recorrió la espalda de Malus. Había oído ese sonido en una ocasión anterior, en las profundidades de la torre de Urial.
El noble miró con miedo la pértiga de hierro que estaba a su derecha. De las bocas abiertas y las vacías cuencas oculares de los empalados manaba una niebla pálida cuyos jirones danzaban y ondulaban en un viento espectral para adquirir la forma de pálidas figuras delgadas con largos dedos y rostro demacrado. Los ojos eran globos del más puro azabache, desalmados y crueles.
—¡Los maelithii! —jadeó Malus.
—No tengas miedo —susurró Arleth Vann—. Aparta los ojos de ellos y recorre el sendero antiguo. No se les permite causarle daño alguno a los que tienen sobre sí la bendición de Khaine.
Malus apartó los ojos y los clavó en las piedras negras por las que caminaba. No se dejarían engañar por sus ojos alterados por la magia. Se imaginaba a los maelithii echándose encima de él, clavándole los negros colmillos y devorando su fuerza vital. Cuando acabaran con él, su piel tendría el color de un moretón oscuro, el negro azulado de un cadáver que ha permanecido durante meses en la nieve.
Los vengativos espíritus silbaban y aullaban por encima de la cabeza de Malus, acercándose cada vez más. Comenzaron a temblarle las piernas. No había manera de defenderse de esos espíritus: las espadas pasaban a través de ellos y, para colmo, el brazo quedaba entumecido y congelado. Luchó contra el impulso de dar media vuelta y correr hacia la escalera, mientras se preguntaba si aún quedaba mucha distancia hasta la arcada.
Uno de los maelithii lanzó un grito agudo y descendió hasta acercársele tanto que Malus sintió que se le formaban vetas de escarcha en el negro cabello. Otros maelithii comenzaron una cacofonía de lamentos a modo de réplica. «¡Lo han descubierto!», pensó.
Malus sintió que una aguja de hielo se le clavaba en una mejilla, y con la misma rapidez percibió que el demonio se desenroscaba dentro de su pecho como una víbora sobresaltada. Tz’arkan les bramó a los maelithii un desafío que hizo estremecer a Malus, y los funestos espíritus se retiraron entre lamentos plañideros.
El noble aceleró el paso, sin preocuparse de si pasaba por encima de Arleth Vann en el proceso. Los lamentos de los maelithii se alejaban con cada paso. Luego, sin previo aviso, se vio rodeado por una inundación de luz bruja. Cuando alzó la mirada, Malus vio que estaba junto a su guardia, justo al otro lado de la alta arcada de hueso pulimentado.
Arleth Vann miraba en la dirección por la que habían llegado y observaba a los ocho maelithii que volaban en círculo en el centro del octágono.
—Parecen interesados en ti, por alguna razón —le dijo a Malus—, y han gritado de miedo. Nunca he oído nada parecido.
Malus se volvió a mirar a los atormentados espíritus.
—Intentaban apoderarse de algo que pertenece a otro —replicó, ceñudo.
El asesino frunció el entrecejo.
—No te entiendo.
—Considérate afortunado por ello —replicó Malus, e hizo un gesto hacia el oscuro pasadizo—. Vamos.
El pasadizo parecía interminable. La luz bruja de Arleth Vann apenas llegaba a las curvas paredes de ambos lados. A Malus le pareció que estaban hechas de una oscura piedra granulada, como granito, pero formada por bucles y franjas, como si el túnel hubiese sido tejido con piedra en lugar de excavado en ella. No entendía cómo había podido hacerse algo semejante, ni mucho menos por qué. Las extrañas formas creaban muchos rincones, nichos y grietas entre las ásperas ondas de la obra de piedra, y a lo largo de los siglos los adoradores de Khaine habían llenado esos sitios con ofrendas dedicadas al dios. Miles de cráneos miraban con sonrisa burlona a los dos druchii que se adentraban en la colina. Unas manos esqueléticas parecían tenderse para cogerlos en la oscilante aura de la luz bruja. Malus vio huesos de piernas y vértebras, costillas y omóplatos, todos dispuestos para que se fundieran casi perfectamente con las líneas aparentemente fluidas de la obra de piedra. Los muertos presionaban a Malus por todas partes y le aceleraban el corazón. Intentó concentrarse en otra cosa y recordó la pregunta que había comenzado a formular en el exterior de la arcada.
—¿Por qué el templo no quiere que Urial posea la espada?
Arleth Vann se detuvo para volverse a mirar a su señor con una sonrisa triste.
—Si alguna vez te hubieras interesado en la religión, mi señor, no tendrías que hacer una pregunta semejante —replicó—. Por lo que al templo concierne, ya le han dado la espada a otro.
—¡Otro! —exclamó Malus—. ¿Quién?
El asesino negó con la cabeza.
—¿A quién? A Malekith, por supuesto.
—¿Piensan que Malekith es el Azote? ¿Cómo es posible?
Para sorpresa de Malus, Arleth Vann echó atrás la cabeza y rió.
—Con lo inteligente que eres, mi señor, me asombra que tengas que hacer esa pregunta. ¿Cómo crees que llegó a existir el templo de Khaine?
Malus frunció el ceño. No le gustaba mucho el tono paternalista del asesino.
—Malekith usó el culto para consolidar su gobierno después de la pérdida de Nagarythe —le espetó—. Tenían todas las razones del mundo para odiar a las antiguas casas, que adoraban a Slaanesh y los habían perseguido durante cientos de años. Malekith enalteció al templo, lo convirtió en religión estatal, y a cambio el templo lo ayudó a desbaratar el poder de los brujos y asesinar a cualquier rival del trono.
Arleth Vann asintió con la cabeza.
—Exactamente, mi señor, pero debes entender que el culto de aquellos tiempos no era como el templo de ahora. Cuando piensas en el templo, ves personas como tu medio hermano Urial, pero en aquellos tiempos eran verdaderos creyentes, como Tyran. Se trataba de devotos absolutos consagrados a las enseñanzas puras del Señor del Asesinato, y herederos de siglos de persecución.
—Eran fanáticos —dijo Malus—, y supongo que les importaban poco Malekith y sus juegos de poder.
El guardia le dedicó una de sus raras sonrisas.
—Ahora comienzas a entenderlo. Sin embargo, los ancianos del templo vieron lo mucho que podían ganar con la oferta de Malekith: poder, legitimidad, riqueza e influencia, pero tenían que hallar un modo de convencer a sus seguidores de que la alianza cumplía con la voluntad del Dios de la Sangre.
—Así que afirmaron que Malekith era el Azote de Khaine.
—En efecto. Desde que los druchii se aposentaron en Naggaroth, el templo les ha enseñado a sus seguidores que Malekith es su señor incuestionable porque es el elegido Azote de Khaine. Cuando llegue el momento, acudirá a Har Ganeth para casarse con la Novia de Destrucción. Entonces empuñará la Espada de Disformidad de Khaine y anunciará el Tiempo de Sangre. Cualquier otra cosa constituye una herejía.