4: Las guaridas de los muertos
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Las guaridas de los muertos
La mujer lo condujo a una amplia sala desierta situada en el piso más alto de la casa, y lo dejó allí mientras iba a anunciarle su llegada a Tyran el Intacto. De tres de las paredes de la sala pendían una serie de espadas, hachas y cuchillos, y el suelo estaba recubierto por una fina capa de talco. Era evidente que la sala estaba destinada a la práctica y tal vez la meditación, aunque resultaba extraño encontrarla en la planta superior, junto con las dependencias del señor. No había hogar alguno para calentar el amplio espacio, y la mujer no le había ofrecido a Malus comida ni bebida. Con frío, hambriento y profundamente confuso, se encaminó hasta las altas ventanas que dominaban la pared norte de la estancia y miró hacia las calles situadas abajo. De repente, sintió envidia de todos los malditos cuervos y sus lustrosas alas negras. En ese momento deseaba huir de Har Ganeth lo más rápidamente posible.
—Esto es un manicomio —murmuró para sí—. ¿Urial es el héroe de los fieles y los ancianos del templo son los herejes? ¿Es que todo está del revés en esta condenada ciudad?
—La herejía es principalmente una cuestión de perspectiva —replicó Tz’arkan, claramente divertido—. La fe verdadera es aquella lo suficientemente implacable como para borrar del mapa a todas las rivales.
—O la que cuenta con el apoyo del Estado —matizó Malus—. Los herejes de la fortaleza del templo cuentan con el apoyo de Malekith, y Urial se ha situado en la oposición. Qué interesante… —El noble, pensativo, se dio unos golpecitos en el labio inferior—. Me pregunto desde cuándo está sucediendo esto.
—¿Cuánto hace que se cree el Portador de la Espada?
Malus asintió con la cabeza.
—Buena pregunta. Urial sobrevivió al caldero de Khaine y fue señalado por el Señor del Asesinato, pero tal vez los ancianos del templo se rebelaron contra la idea de que un tullido surgiera como heredero de su preciosa profecía.
—Y muy bien que hicieron, porque ambos sabemos quién es el verdadero Portador de la Espada.
El noble hizo una mueca.
—Cogeré esa condenada espada porque tengo que hacerlo, y maldita sea la profecía.
Tz’arkan rió entre dientes.
—A la profecía no le importa en absoluto lo que pienses de ella, Malus. Es como un mapa que muestra el camino que tienes por delante. Puedes maldecirlo cuanto quieras, pero el camino continúa invariable.
—¿De verdad? —replicó Malus—. Eldire piensa de modo diferente.
—La bruja no sabe nada —le espetó el demonio—. Te hace actuar según su voluntad, pequeño druchii. Eres su peón, y te arrojará a un lado cuando ya no le seas de utilidad.
Malus rió despectivamente.
—A continuación me dirás que el sol es cálido y la noche oscura. Tendrás que hacerlo mejor que eso, demonio —se burló—. De momento, ella es una aliada mucho mejor que tú. Para empezar, no tiene mi alma en sus garras.
—No —replicó Tz’arkan—, pero ella te envió a mí. Piensa en eso.
La sonrisa de suficiencia del noble se desvaneció. Antes de que pudiera replicar, la puerta de la sala de prácticas se abrió y la mujer druchii lo llamó con un gesto desde la entrada.
—Tyran desea hablar contigo.
Malus asintió con un breve gesto de la cabeza y se reunió con ella, que lo miró con curiosidad.
—¿Estás inquieto, santo? —le preguntó.
—No más de lo habitual —murmuró él—. Parece que la vida nunca se queda en blanco a la hora de encontrar maneras de vejarme.
Lo condujo hasta un tapiz que había a poca distancia corredor abajo y, sin más preámbulo, lo apartó para dejar a la vista una estrecha abertura y otra escalera que ascendía hacia la oscuridad. La fanática hizo una ligera reverencia y le indicó, con un gesto, que la precediera. Con el ceño fruncido, el noble atravesó el umbral con prevención y miró hacia arriba. Una luz pálida brillaba sin oscilaciones por debajo de otra puerta situada en lo alto de un corto tramo de escalones.
Malus subió con cuidado por los escalones de madera que sentía crujir bajo las botas. Una ráfaga de poder brujo que le rozó la cara le puso el negro cabello de punta y le causó picor en las mejillas. Tz’arkan se apretó dolorosamente en torno a su corazón, y las frías hebras de energía demoníaca se retiraron de las extremidades de Malus para retroceder como la marea hacia el interior de su pecho. La repentina ausencia le causó dolor en todo el cuerpo. ¿Cuándo había llegado al punto de percibir el poder de Tz’arkan sólo en virtud de su ausencia? «¿Qué quedará cuando haya desalojado al demonio?», se preguntó.
Se detuvo en lo alto de la escalera y rozó con los dedos que le latían de dolor el frío picaporte de hierro. Lo acarició otra ola de poder tan invisible como el viento, que le recordó la hechicería de su madre en lo alto del convento de brujas de Hag Graef. «Tz’arkan no es el único poder del mundo —se recordó a sí mismo—, y donde el alma falta siempre tengo el odio para sustentarme. Con el odio, todo es posible».
Malus hizo girar el picaporte y empujó la puerta que, al abrirse, dejó entrar la deslumbrante luz fría de un sol hiriente.
La puerta daba al tejado plano de la torre, que proporcionaba una vista panorámica del barrio noble oriental y del mar de blancas crestas situado al sur. El oscuro baluarte de la fortaleza del templo se hallaba al oeste, una mancha permanente contra el cielo estival. Una brisa marina que silbaba intermitentemente por encima de las almenas y atravesaba la plana extensión del tejado llevaba hasta Malus soplos de penetrante incienso y fragmentos de salmodias susurradas en una ceremonia que se celebraba a pocas decenas de pasos de distancia.
Un bloque de basalto pulimentado descansaba en el centro exacto del tejado, con la cabecera y los pies orientados hacia el este y el oeste respectivamente. Sobre el bloque yacía el cuerpo de un hombre con el rostro manchado de sangre oscura y las manos en torno a la empuñadura de un destellante draich. El cuerpo estaba vestido con las ropas con que había muerto: sencillos ropones blancos similares a los de los otros fanáticos, pero los suyos estaban empapados en el rojo de la sangre que había manado de una enorme herida abierta que iba desde un hombro a la cadera.
Tres mujeres danzaban lentamente en torno al cadáver, con el espeso cabello blanco ondulando como un estandarte al viento. Llevaban un tocado negro de bruja, y sus cuerpos desnudos eran lustrosos y voluptuosos. El sudor brillaba en los poderosos brazos y destellaba fríamente en las gargantas blancas y pesados pechos, mientras las brujas se mecían a un ritmo que sólo ellas podían oír. Sus ojos eran como lagos sombreados, insondables y oscuros, y los labios carnosos se movían al susurrar las palabras del poder que él sentía rozarle la piel. Con sobresalto, vio que los finos dedos estaban rematados por garras, y que los blancos dientes eran afilados y en forma de colmillos de león. De repente, a Malus le recordaron a las terribles estatuas que flanqueaban el camino de las Casas de los Muertos.
—¿No son magníficas? Son auténticas brujas de Khaine —le susurró la guía al oído. Malus ni siquiera la había oído acercarse—. Heshyr na Tuan, las Guardianas de los Muertos. Nadie, ni siquiera Sethra Veyl, sabía que aún existieran —la voz de la fanática estaba tensa de pasmo reverencial—. Este ritual no ha sido ejecutado en miles de años. El solo hecho de presenciarlo es un gran honor.
«Y a plena vista de la fortaleza del templo», pensó Malus, que levantó los ojos hacia las torres de vigilancia que se alzaban a intervalos regulares sobre las murallas negras. Tanto si era un honor como si no, sospechaba que Tyran quería enviar un mensaje a los ancianos del templo. Más de media docena de fanáticos se encontraban reunidos en apretado grupo justo a la izquierda de la puerta, y dividían la atención entre las murallas de la fortaleza y los hipnóticos movimientos del ritual. Estaban tensos y alerta, como si esperaran que en cualquier momento saliera una salva de flechas de las almenas del templo.
Había un druchii que se mantenía separado de los demás, aproximadamente a medio camino entre el ritual en curso y la puerta en la que se encontraba Malus. Estaba de espaldas a él, con el torso desnudo, cosa que dejaba a la vista unos anchos hombros poderosos y fuertes brazos que podrían haber sido esculpidos en mármol pálido. Llevaba el negro cabello recogido atrás con una tosca cuerda de cuero. En una mano empuñaba un largo draich curvo cuyo pulimentado filo destellaba como hielo a la luz del sol. A pesar de que la pose era la de un diestro espadachín experto y en guardia, la piel desnuda no presentaba una sola cicatriz.
—Ese debe de ser Tyran, supongo —dijo Malus en voz baja.
—Sí —replicó la guía—. Esperaremos aquí durante unos momentos. El ritual ya casi ha concluido.
Malus no estaba seguro de cómo podía saberlo la mujer. Las brujas de Khaine continuaban la lenta danza en torno al cadáver de Sethra Veyl, con los entrecerrados ojos fijos en él y susurrando súplicas al Señor del Asesinato. De repente, el trío se detuvo. Dos se situaron a ambos lados del cuerpo de Veyl mientras la tercera quedaba justa detrás de su cabeza. Las brujas de Khaine tendieron las manos hacia el cadáver, estiraron los largos dedos provistos de garras, y la mujer que estaba detrás de la cabeza de Veyl se inclinó con una sonrisa bestial y apretó los labios contra los del muerto.
El cuerpo sufrió una convulsión, brazos y piernas fueron presas de espasmos como si el cadáver sufriera estertores de muerte. Las brujas de Khaine se apartaron al tiempo que echaban atrás la cabeza y lanzaban un ululante aullido que a Malus le provocó un escalofrío. Entonces, profiriendo un rugido furioso, Sethra Veyl se sentó bruscamente, con el rostro sucio de sangre contorsionado por una expresión de odio.
Varios de los druchii presentes retrocedieron con gritos de sobresalto. Tyran, sin embargo, abrió los largos brazos como si le diera la bienvenida a un hermano perdido, y lanzó una jubilosa carcajada.
—¡Levántate, Sethra Veyl! —gritó Tyran—. ¡Despójate del negro velo de la muerte y cumple con tu juramento a Khaine!
El cuerpo resucitado miró a Tyran con ferocidad. La cara de Veyl se contraía espasmódicamente, como si deseara cubrir de maldiciones al risueño druchii, pero incapaz de lograr que la boca formara las palabras. Sólo un gorgoteo estrangulado escapó por los labios manchados de sangre de Veyl cuando bajó del bloque de piedra y alzó el draich con ambas manos.
Pasado un momento, el cadáver renunció al intento de hablar. Los oscuros ojos de Veyl destellaron con amargo humor. De repente, Malus se preguntó si tal vez el anciano muerto estaría intentando, en lugar de maldecir, impartirles algún oscuro conocimiento del reino anegado en sangre de Khaine. Este pensamiento apenas había tenido tiempo de formarse cuando Veyl se lanzó silenciosamente hacia Tyran, y su espada destelló en una compleja serie de tajos mortales.
La velocidad del ataque conmocionó a Malus. Con independencia de cualquier otra cosa que pudiera decirse de los fanáticos, su dedicación a las artes de la guerra era pasmosa. Tyran permaneció inmóvil, y el noble se preguntó si también él estaría pasmado ante la ferocidad del ataque del cadáver. De ser así, pronto habría otro cadáver por el que danzarían las brujas de Khaine.
Pero justo cuando la larga espada del cadáver hendía el aire en dirección a la garganta de Tyran, el fanático de torso desnudo se convirtió en un estallido de actividad. En un momento dado la espada pendía relajadamente de su puño, y al siguiente el druchii había pasado junto a la forma de Veyl que arremetía contra él. Malus apenas reconoció el sonido tintineante del acero contra la carne.
Veyl se detuvo dando traspiés, inmovilizado en medio del barrido, como si se sintiera confuso. Luego, Malus oyó que algo mojado resbalaba, y la parte superior del torso del cadáver se deslizó en diagonal y cayó al suelo en medio de una fuente de sangre coagulada. Lo más increíble fue que el resto de Veyl permaneció de pie durante un momento más antes de caer hacia adelante y derramar un reguero de órganos sobre el tejado de pizarra.
Con un chillido extático, las brujas de Khaine cayeron sobre el cuerpo cercenado de Veyl para quitarle la ropa y desgarrar la carne con colmillos y garras. Tyran giró grácilmente sobre los talones al tiempo que bajaba lentamente la espada hacia un lado, y Malus se sintió impresionado por la misteriosa expresión serena del bello rostro.
Tyran se acercó a las brujas acuclilladas como si estuviera en trance. Las brujas lo miraron por encima del banquete de carroña, con el mentón oscurecido por la sangre. Lo estudiaron con grandes ojos leoninos.
Tyran les tendió la mano izquierda.
—Dadme lo que me corresponde —dijo—, en el sagrado nombre de Khaine.
Una de las brujas de Khaine sonrió y dejó a la vista los colmillos ensangrentados. Metió la mano en el pecho abierto de Veyl y le arrancó el corazón. Tyran cogió el órgano con respeto, echó atrás la cabeza y exprimió el contenido del corazón dentro de su boca.
Se produjo un cambio sutil en el aire. Malus percibió la repentina ausencia de una tensión eléctrica de cuya presencia no se había dado cuenta. Un suspiro recorrió a los fanáticos reunidos.
—Ahora, Tyran posee una parte de la fuerza de Veyl —susurró la guía de Malus, más para sí misma que para él—. Siempre se hizo así, cuando un anciano moría en los tiempos antiguos. ¡Verdaderamente, nuestro momento de ajuste de cuentas está cerca!
Cuando hubo caído la última gota de sangre, Tyran se volvió a mirar las altas murallas de la fortaleza lejana. Con lentitud, deliberadamente, alzó la espada y el macabro trofeo muy por encima de la cabeza.
—¡La llamada de la sangre se responde con carne hendida! —gritó.
—¡Sangre y almas para el Señor del Asesinato! —respondieron los fieles.
Tyran bajó la espada y les devolvió el corazón a las brujas de Khaine, que aguardaban. Tenía regueros de sangre en la cara, el cuello y la parte superior del pecho. En ese momento, reparó en Malus y le dedicó una sonrisa calculadora.
—Ah, aquí está nuestro nuevo peregrino —dijo el fanático—. ¿Cómo ha ido tu viaje, santo?
Malus guardó silencio durante un momento, sin saber cómo responder. Los ojos de Tyran eran oscuros, no de color latón como los de Urial o los de otros favorecidos sirvientes del templo. ¿Cómo le hablaba uno a alguien así? Con escalofriante certeza, Malus supo que, si Tyran así lo deseaba, podía abrirlo como a una calabaza antes de que se diera cuenta de que estaba en peligro.
—Mis viajes fueron provechosos —dijo, con cuidado—, aunque lo cosechado entre aquí y el Arca Negra ha sido escaso.
Tyran estudió pensativamente a Malus.
—Da la impresión de que has viajado a través de las montañas para llegar hasta aquí —remarcó—. ¿Te diste a la caza de autarii para conseguir las ofrendas?
El noble negó con la cabeza.
—No tengo ninguna destreza que me permita atrapar fantasmas, anciano. —Le ofreció a Tyran el zurrón manchado—. Recogí las ofrendas que pude a lo largo del camino, pero confieso que he pasado en el exterior más tiempo del que pretendía.
Tyran cogió el zurrón y vació el contenido sobre el tejado, junto a las hambrientas brujas de Khaine, que contemplaron con felino desdén la colección de trozos de cuerpos. Tyran tampoco pareció muy impresionado.
—¿Has dicho que vienes del Arca Negra de Naggor?
El noble inspiró lentamente.
—Así es. El templo de allí es pequeño, pero aún quedamos unos pocos que hacemos honor a las antiguas costumbres.
—No sabía que los hubiera.
—¿Acaso Veyl no te lo dijo, anciano? —preguntó Malus—. Me esperaba.
Tyran lo consideró.
—¿Y el resto? Estoy seguro de que no eres el único creyente verdadero del arca.
—Los otros han muerto, anciano —replicó Malus—. Tal vez has oído hablar de la enemistad existente entre el arca y Hag Graef. El Señor Brujo perdió todos sus efectivos contra las fuerzas de Hag Graef. Fue una tragedia para el arca, pero un día glorioso para Khaine.
La sonrisa de Tyran se volvió fría.
—Es una historia muy conveniente, santo, pero tus modales son extraños, y fácilmente podrías ser un espía hereje.
Malus se obligó a conservar la calma.
—No eres el primero que se burla de mis rústicos modales —replicó—, pero ¿por qué los herejes iban a molestarse en espiaros, cuando ejecutáis vuestros rituales a plena vista de la fortaleza?
La sonrisa del fanático vaciló, y Malus sintió que se le contraían las entrañas. Entonces, Tyran echó atrás la cabeza y soltó una carcajada.
—Bien dicho, santo —reconoció—. Perdona mi impertinencia. La sangre de un corazón es embriagadora cuando la bebes, y me ha dejado confuso. Bienvenido a la casa de Sethra Veyl. ¿Cómo te llamas?
—Me llamo… —logró detenerse cuando iba a decir «Malus», e improvisó—. Me llamo Hauclir. Dime —preguntó con rapidez, ansioso por cambiar de tema—, ¿es prudente provocar al templo con semejantes espectáculos?
La expresión de Tyran se ensombreció.
—¿Temes a los herejes y a sus esclavos?
—Por supuesto que no —replicó Malus—, pero tampoco estamos en posición para desafiarlos abiertamente. De otro modo, habríamos acabado con los herejes hace mucho. —El noble estaba improvisando sobre la marcha, con el corazón acelerado.
El fanático se encogió de hombros.
—Ya saben que estamos aquí. El hecho de que anoche enviaran a un puñado de asesinos en lugar de la guardia del templo me indica que no desean provocar una confrontación. Si lo hicieran, no podrían tener la seguridad de matarnos a todos, y luego tendrían que explicar a sus adoradores por qué intentaron borrar del mapa a los discípulos del Portador de la Espada.
—¿Y qué noticias hay de Urial?
Tyran rió entre dientes.
—Permanecen encerrados en el Sanctasanctórum de la Espada Sagrada. Cuando él y su hermana entraron por la Puerta Bermellón, había demasiados testigos como para que los ancianos del templo pudieran silenciar el asunto. Urial presentó a su hermana como la Novia, y declaró que él era el Portador de la Espada ante casi un centenar de testigos. Así que ellos hicieron como que aceptaban su afirmación con muchos aspavientos, y han estado tres meses usando las escrituras para desacreditarlo.
Un brillo de triunfo destelló en los ojos oscuros del fanático.
—Han fracasado. Nuestros informadores del templo dicen que los ancianos ya se han visto obligados a admitir que Yasmir es, en efecto, una santa viviente del Dios de Manos Ensangrentadas. Así que supongo que les está entrando el pánico.
Malus tenía muchas ganas de saber por qué los ancianos del templo iban a sentir pánico por algo así, pero temía que la pregunta lo dejara al descubierto.
—Y por eso mataron a Sethra Veyl.
Tyran asintió con la cabeza.
—Fue un gesto torpe y tosco, que para mí delata la desesperación de los ancianos. Intentan frustrar la voluntad de Khaine matando a sus verdaderos creyentes, como si eso pudiera salvarlos de su cólera. —El fanático avanzó un paso para posar una mano manchada de sangre sobre un hombro de Malus—. Por eso quería hablar contigo.
—¿Hay algún ritual que quieres que yo ejecute? —preguntó Malus, rezando fervientemente para que no fuera así.
El fanático rió.
—Me gustas, Hauclir. Para ser un sacerdote, tienes buen sentido del humor. —Se le acercó un poco más y bajó la voz—. No, necesito que encabeces un grupo de verdaderos creyentes que entre en la fortaleza del templo y mate a los bastardos responsables del ataque de anoche.