7: La espada del verdugo

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La espada del verdugo

Fueron por él aquella noche.

Era bien pasada la medianoche cuando la puerta de la celda de Malus rechinó al abrirse. Su mente registró el ruido, pero tardó unos segundos preciosos en obligar a despertar al exhausto cuerpo. Para cuando sus ojos se abrieron, una luz verde pálido penetraba en la habitación a través de la puerta abierta, y vio formas de elfos y elfas oscuros silueteadas en el corredor. Cerró la mano sobre la empuñadura de la espada, pero instintivamente supo que ya era demasiado tarde. Además, estaba tan completamente exhausto que le importaba un ardite.

Malus se quedó tendido bajo la gastada manta de viaje y parpadeó estúpidamente ante la luz bruja durante varios segundos. Nadie se movió.

—Si habéis venido a matarme, poneos a ello —gruñó—. De lo contrario, dejadme dormir.

Alguien rió entre dientes.

—Nos ha enviado Tyran —dijo una voz femenina—. Quiere hablar contigo.

«¡Dioses del Inframundo!», pensó Malus, mientras se sentaba rígidamente. ¿Dormía alguna vez, ese bastardo?

—De acuerdo, de acuerdo —gruñó—. Dejad que encuentre las botas.

Sentía cómo lo estudiaban mientras recogía sus cosas. Le dolía cada centímetro del cuerpo, y los músculos se le negaban funcionar como era debido. Percibía que los divertía verlo manotear torpemente con el cinturón y la espada. Los fanáticos no manifestaban el más ligero signo de molestia o fatiga.

Para ser unas gentes que se consideraban los verdaderos adoradores de Khaine, los fanáticos tenían extrañas nociones sobre la piedad. A diferencia de lo que sucedía en el templo, con sus devocionarios y catecismos, la única manifestación de probidad que respetaban los fanáticos era la perfección de las artes de matar. Cuando no salían a la ciudad para tender emboscadas a los guerreros del templo durante el día, o para recoger cráneos en las calles sucias de sangre por la noche, los verdaderos creyentes estaban en el patio o las salas de práctica de la casa de Veyl, luchando unos con otros. Hora tras hora, con pesadas armas de madera o incluso con las de acero, los fanáticos se consagraban en cuerpo y alma al oficio de eliminar vidas tan rápida y definitivamente como fuera posible. Los temibles verdugos del templo resultaban torpes por comparación.

Cuanto más sufrían los fanáticos los rigores del hambre y el agotamiento, más serenos estaban. Medraban con el sufrimiento, mortificaban su carne mediante el esfuerzo en lugar de hacerlo con el azote o la espada. Malus se había considerado un tipo duro antes de verse arrojado al mundo de los fanáticos. Ahora se sentía como alguien viejo y cansado que intentaba mantener el ritmo de una manada de leones. «Que me concedan las tiernas mercedes de Slaanesh cualquier noche de estas», pensó con amargura. Al menos, la diosa permitía que sus adoradores durmieran la mona de sus devociones.

Malus echó a andar en fila con los fanáticos que lo esperaban, y los siguió escalera arriba. Los aposentos del señor estaban oscuros y en silencio. La cansada mente del noble registró atisbos fragmentarios de pasillos oscuros y sombras hinchadas que proyectaban los braseros apagados. Antes de darse cuenta, ascendía por una escalera estrecha que le resultaba familiar y salía al tejado. Un cortante viento procedente del mar le echó niebla salobre a la cara y disipó los últimos vestigios de sueño. Se llenó los pulmones de aire salado y miró hacia la superficie de peltre pulimentado del Mar Frío, para luego desviar la vista hacia el oeste, donde las lunas se asomaban, brillantes y curiosas, por encima de las montañas lejanas.

Los fanáticos se echaron atrás las oscuras capuchas y atravesaron el tejado en silencio para instalarse aproximadamente en círculo de cara a Tyran el Intacto. El jefe de los fanáticos llevaba la cabeza descubierta, y en su pelo destellaban diminutas gotas de humedad marina. Tenía el droich tendido sobre las piernas cruzadas, y estudió a Malus con aire pensativo.

—Ven a reunirte con nosotros, santo —dijo—. Tenemos mucho de qué hablar.

Malus consideró las palabras de Tyran como signos de peligro. Cabía la posibilidad de que el jefe de los fanáticos estuviera jugando con él. De ser así, pensó Malus, haría que lo lamentara.

—Extraño lugar para celebrar una reunión —reflexionó, mientras se acercaba a los fanáticos sentados. Tyran se encogió de hombros.

—Para un urbanita, tal vez. Yo he pasado la mayor parte de la vida bajo el cielo abierto, viajando de una ciudad a otra o siguiendo a ejércitos en marcha. Esto es para mí tan natural como una celda del templo para ti —replicó—. Además, sólo un corazón infiel se oculta detrás de paredes de piedra. No tenemos nada que temer ni de hombres ni de bestias, porque el Señor del Asesinato está con nosotros.

El noble hizo una profunda reverencia.

—Bien dicho. —Se sentó pesadamente sobre las resbaladizas tejas e hizo una mueca al sentir el dolor de las articulaciones rígidas. Varios de los fanáticos rieron quedamente entre dientes, con el rostro oculto por las sombras. Ya completamente despierto, Malus observó con más detenimiento a sus compañeros. Eran seis, aparte de Tyran, y los reconoció a casi todos, incluido el cazador solitario con quien se había encontrado en las calles cuando regresaba de la fortaleza del templo, y la elfa que lo recibió cuando llegó a la casa por primera vez, hacía casi una semana. Ella le devolvió la mirada con otra franca y juguetona.

Al otro lado del círculo, Malus se encontró mirando un par de ojos de color latón. Arleth Yann lo estudiaba con el inexpresivo interés de una víbora de las rocas. Con un esfuerzo, Malus apartó los ojos del antiguo asesino y los detuvo en Tyran.

—Cada día nos acerca más al triunfo de Khaine, hermanos y hermanas —dijo el jefe de los fanáticos, con una sonrisa feroz—. El mensaje del Portador de la Espada y su novia se difunde por la ciudad, y los ancianos del templo continúan desorganizados. Sus asesinos se han retirado para celebrar un cónclave y debaten la elección de un nuevo maestre, y los ancianos están paralizados de miedo: miedo a que el Tiempo de Sangre esté cerca de verdad y sus mentiras a punto de ser descubiertas.

Entre los fanáticos reunidos se oyeron murmullos de aprobación. Tyran alzó una mano para volver a captar su atención.

—Su miedo es tan grande que nuestros aliados del interior del templo informan que algunos de los apóstatas están considerando retractarse de su decadente estilo de vida y unirse a nosotros para mayor gloria de Khaine. Uno de ellos es un anciano del templo.

Los reunidos se miraron unos a otros, con los ojos muy abiertos por la sorpresa. Uno de los fanáticos resopló con asco.

—¿Ahora piensan en borrar toda una vida de apostasía, cuando los mastines de Khaine aúllan ante sus puertas? Que ofrezcan su cuello para el hacha, si tan arrepentidos están.

—En efecto —intervino Malus—. Sabían desde el principio qué mentiras estaban propalando. Los motiva el miedo a quedar al descubierto, no la fe verdadera.

Varios de los fanáticos asintieron con la cabeza y murmuraron su acuerdo. De hecho, lo que motivaba a Malus era el temor a quedar al descubierto. ¿Quién era el anciano? ¿Se trataba de Rhulan? ¿Y tenía el anciano la esperanza de comprar su supervivencia con la denuncia del plan del noble?

—Los caminos del Señor del Asesinato son misteriosos y terribles —replicó Tyran, que negó con la cabeza—. Al igual que vosotros, no tengo misericordia con aquellos que se apartan de la sagrada senda de la matanza, pero en este caso tenemos una gran oportunidad si somos lo bastante osados para aprovecharla. —El jefe de los fanáticos se cruzó de brazos—. Así que, tras una cuidadosa consideración acompañada de plegarias, he decidido ayudar a este anciano a escapar de las zarpas de los apóstatas. —Miró por turno a cada uno de los druchii reunidos—. Y os he escogido a vosotros para llevar a cabo el rescate.

Malus frunció el entrecejo.

—Entrar en la fortaleza del templo tan poco tiempo después de nuestra última acción será muy difícil —dijo—. Tendrán vigilada cada puerta y verja por si alguien intenta infiltrarse.

Tyran asintió con la cabeza.

—Por supuesto. Por eso el anciano vendrá a nosotros. —Respondió a las confusas expresiones de los fanáticos con una sonrisa astuta—. Las confrontaciones que tuvieron lugar hoy por toda la ciudad han creado una oportunidad que podemos aprovechar —dijo—. Mañana, los ancianos del templo saldrán a la ciudad para hacer acto de presencia en ciertos santuarios con el fin de tranquilizar a la gente y demostrar su autoridad divina. El anciano que desea unirse a nosotros ha dispuesto las cosas para aparecer aquí, en el santuario del barrio noble, a mediodía. —Tyran sonrió—. Naturalmente, estará muy bien custodiado, lo que en sí mismo nos proporciona otra oportunidad de demostrar nuestra justa cólera. Vuestra misión es sencilla: matar a los guardias del anciano y escoltarlo hasta aquí, donde comprobaremos su devoción y planificaremos el movimiento siguiente.

Se oyeron gritos ahogados entre los fanáticos. Varios se postraron ante el jefe.

—Este es un gran honor —dijo la elfa, con los ojos encendidos ante la perspectiva de una batalla semejante.

—Si tenéis éxito, las gratificaciones serán mucho mayores de lo que podáis imaginar —declaró Tyran con tono orgulloso—. Creo que Khaine nos ha ofrecido esta oportunidad por un motivo. Si mañana logramos el objetivo, será una señal de que la victoria definitiva está cerca. —El jefe de los fanáticos se volvió a mirar a Malus—. Hauclir, quiero que estés al mando de esta sagrada misión. Arleth Yann será tu teniente. Ambos estáis bendecidos por el Señor del Asesinato; juntos, sé que prevaleceréis contra los apóstatas.

Malus sintió que se le contraía el corazón. Sentía la mirada de reptil de Arleth Vann posada sobre él como la punta de un cuchillo.

—Es… es un honor —logró responder.

El jefe de los fanáticos asintió con la cabeza.

—Después de tus hazañas dentro de la fortaleza del templo, no me cabe duda alguna de que lo lograrás —dijo, y luego se puso grácilmente de pie—. Disponéis de diez horas, hermanos y hermanas. Preparaos según os dicte el corazón. Mañana, los ojos del Dios de la Sangre estarán sobre vosotros.

Como uno solo, los fanáticos se levantaron y se despidieron de Tyran. Malus permaneció sentado, perdido en sus pensamientos. Tyran tenía razón en una cosa: el día de mañana presentaría en verdad una oportunidad de oro que Malus no podía permitirse pasar por alto.

La cuestión era: si sólo disponía de una oportunidad para golpear, ¿sería mejor matar a Arleth Vann o al anciano renegado?

La lluvia que caía en finas cortinas sobre la pequeña plaza donde se hallaba el santuario obligaba a los viandantes a encogerse bajo las capas de hule, y convertía la vida en algo totalmente desdichado para la multitud que aguardaba la llegada del anciano. Se había dado la noticia justo después del amanecer, cuando unos pregoneros bien escoltados habían recorrido las calles y anunciado que los ancianos del templo se presentarían ante el pueblo para denunciar las palabras de los herejes que blasfemaban contra el sagrado culto de Khaine. El anuncio hizo que las cosas fueran un poco más fáciles para Malus y los fanáticos, al proporcionarles un muy necesario camuflaje mientras aguardaban la llegada del anciano.

El noble alzó la mirada hacia el cielo gris que lloraba y frunció el ceño.

—Llega tarde —murmuró.

—Probablemente esté ofreciéndole sacrificios a Khaine para que cese la lluvia —replicó la fanática, con voz queda. Según había sabido Malus esa mañana, se llamaba Sariya. Era muy joven, hija de una familia noble de Karond Kar—. Que el Señor del Asesinato no permita que sus sirvientes elegidos se mojen los pies cuando caminan por la calle.

Malus sonrió ante la cáustica lengua de la muchacha. Los fanáticos estaban reunidos en la periferia de la multitud, en espera de las instrucciones del noble. Les había dicho que no sabría qué tendrían que hacer hasta casi el último minuto. Simplemente, había demasiados factores desconocidos: ¿Qué tamaño tendría la escolta del anciano? ¿Se detendría a hablar con la multitud, o marcharía directamente hacia el templo? ¿Cómo sería de estrecho el círculo de guardias que lo rodearía? Mientras no viera de primera mano con qué se enfrentaba, no tendría ni idea de cómo reaccionar.

Malus acariciaba las empuñaduras de un par de pesados cuchillos arrojadizos que ocultaba bajo la empapada capa. Poco antes del amanecer, había decidido finalmente cuál sería el objetivo de las armas.

—Lo más probable es que la escolta estorbe su avance —murmuró el noble, con tono malhumorado—. Un contingente numeroso tiene dificultades para organizarse y moverse con rapidez por estas estrechas calles. —Observó con detenimiento a los druchii reunidos en busca de una reacción adversa—. O eso, o están esperando noticias de sus informadores para saber si pueden atravesar la plaza sin peligro.

Sariya le lanzó a Malus una mirada de soslayo.

—Vaya, santo, eres una fuente de alegres noticias.

—La fe verdadera no es fácil —replicó el noble, con una sonrisa torcida—, pero es realista.

Se volvió hacia Arleth Vann, y se contuvo justo antes de preguntarle al antiguo asesino si había visto algo. El druchii estaba mirando hacia otra parte en ese momento y no vio la expresión sobresaltada de Malus. La chanza de Sariya había estado a punto de hacer que olvidara quién era. «Ya no es un guardia de mi propiedad», pensó el noble, enojado, y apartó rápidamente los ojos.

El ruido de pies acorazados llegó desde el este a la plaza barrida por la lluvia. Las cabezas se volvieron. Malus se puso de puntillas para mirar por encima de la multitud y vio a los verdugos que marchaban de cuatro en fondo. Sus armaduras lacadas brillaban, mojadas, en la débil luz. Llevaban los draichs desenvainados y sujetos ante sí como un afilado seto de acero. Sus rostros eran severos y sus oscuros ojos estaban fijos en la muchedumbre como si la contemplaran desde el otro lado de un campo de batalla. Malus no prestó ninguna atención a los verdugos y aguzó el oído para calcular el número de pies que marchaban y resonaban sobre el empedrado. Reprimió un gruñido. Parecía que llegaba toda una compañía de espadachines, posiblemente doscientos. El templo quería hacerle llegar un mensaje muy claro a la gente de la ciudad.

—¡Condenación! —murmuró Malus, mientras consideraba las opciones. No había muchas entre las que escoger. Desde donde estaba, daba la impresión de que los guerreros armados marchaban directamente hacia la multitud reunida, evidentemente con la intención de formar un cordón protector para el anciano entre el público y el santuario. Tras pensar durante un momento, comprendió qué planeaba el contingente del templo.

—Bueno —dijo el noble, al tiempo que se volvía de espaldas a la multitud para dirigirse a los fanáticos en voz baja y tono urgente—, esto es lo que vamos a hacer. —Inspiró profundamente—. Arleth Vann, entrad con Sariya en el santuario lo más rápidamente que podáis. El resto de nosotros avanzaremos hasta el frente de la multitud y atacaremos a los verdugos cuando el anciano se haya dejado ver. En cuanto comience la lucha, se retirará al interior del santuario, donde estaréis esperándolo. Matad a los escoltas y llevádselo de inmediato a Tyran. Mantendremos distraídos a los ejecutores hasta que os hayáis marchado.

Malus miró primero a Sariya y luego a Arleth Vann para asegurarse de que había entendido las instrucciones. Miró al antiguo asesino a los ojos, y este asintió con brusquedad para acusar recibo de la orden, como había hecho incontables veces en el pasado.

—Marchaos —dijo Malus, y los dos fanáticos se alejaron con rapidez, dando un rodeo en torno a la multitud para evitar la fila de verdugos que se aproximaba.

El noble volvió a mirar a los que quedaban.

—Dispersaos y avanzad hasta el frente de la multitud —ordenó—. Que nadie haga nada hasta que yo dé la orden. —Dicho esto, giró sobre los talones y comenzó a deslizarse a través de la multitud.

Al cabo de pocos momentos, Malus se halló forcejeando para avanzar a contracorriente de una masa que era empujada en la dirección contraria. Los verdugos usaban las armas para obligar a la gente a retroceder, lo que provocaba protestas por parte de los espectadores. Una larga doble fila de guerreros acorazados estaba desplegándose a lo largo de veinte metros por la plaza, ante el santuario. Un numeroso grupo de soldados se encontraba reunido cerca de la entrada de la calle de la que había salido la escolta, para asegurarles la retirada.

El ruido de pies en marcha cesó, seguido por el estruendo de las armaduras cuando los espadachines ordenaron la formación. Malus se detuvo justo antes de la primera línea de espectadores para observar primero a los guerreros y las espadas desenvainadas, y luego intentar ver los escalones del santuario. Justo entonces vio que dos figuras encapuchadas se escabullían dentro del edificio, y supo que Arleth Vann y Sariya estaban en posición.

Un movimiento que se produjo cerca de la entrada de la calle oriental atrajo la atención del noble. Lo único que pudo ver por encima de la fila de soldados fue el extremo de un báculo rematado con oro y una voluminosa capucha roja. ¿Era Rhulan? No había manera de saberlo.

Observó el avance de la figura al otro lado de la línea de verdugos mientras, debajo de la capa, sacaba la espada de la vaina. Malus se movió ligeramente para ocupar una posición casi directamente detrás de un ceñudo druchii alto que miraba con irritación a los soldados del templo.

Vio que el anciano comenzaba a ascender por los escalones, como había previsto, ya que iba a necesitar situarse en un punto elevado para hablarle a la multitud por encima de los soldados. El noble inspiró profundamente y bajó el hombro derecho.

—¡Sangre y almas para el Portador de la Espada! —rugió, y empujó al desprevenido druchii con todas sus fuerzas contra los verdugos. Pillado por sorpresa, el espectador voló hacia los espadachines con un grito de sobresalto, al tiempo que agitaba enloquecidamente los brazos para recobrar el equilibrio; el sorprendido verdugo que tenía delante reaccionó por instinto. Un draich trazó un destellante arco a través de la lluvia, el espectador gritó, y una fuente de sangre manó cuando la espada lo cortó casi por la mitad.

El noble atacó en ese preciso momento, mientras el arma del verdugo aún estaba profundamente clavada en el cuerpo de la víctima.

—¡Tienen intención de matarnos a todos! —gritó, y clavó la espada en el desprotegido cuello del verdugo. El espadachín osciló hacia atrás y la sangre corrió por la parte delantera de la armadura. A lo largo de la línea resonaron otros gritos que, con el estruendo del acero, se sumaron al pandemónium.

Malus saltó a la brecha abierta en la formación de los verdugos y se puso a asestar tajos a diestra y siniestra. Le dio al soldado de la izquierda un fuerte golpe en un costado de la cabeza y luego le abrió un tajo en una corva al de la derecha. El verdugo se desplomó con un grito al tiempo que se aferraba la pierna, y el resto de espadachines perdieron el control de sí mismos y atacaron a la multitud que gritaba.

Un draich descendió hacia Malus, pero llevaba poca fuerza y el noble lo apartó a un lado con facilidad. La apretada formación de los verdugos conformaba una imponente muralla de soldados y acero, pero les dejaba poco espacio para usar de modo adecuado las largas armas. Acometió al hombre que tenía delante con una finta dirigida a la cabeza, y luego cambió la dirección del movimiento y descargó la pesada espada sobre la mano del verdugo. Dos dedos cercenados cayeron del guantelete derecho del oponente. Malus casi le hizo caer el draich de la mano con un barrido salvaje, y luego estrelló la hoja de la espada contra la cara del verdugo.

En cuestión de un instante, la plaza se había convertido en un estruendoso campo de batalla. Los verdugos atacaban a todo lo que se movía, y los espectadores de la multitud se defendían para intentar salvarse. Los alaridos y el olor a sangre inundaban el aire. El verdugo al que Malus había acometido cayó de rodillas, con el casco abollado por el salvaje golpe del noble, que avanzó y lo degolló con la espada, riendo como un demente en el estruendoso tumulto. Malus sintió que el demonio reaccionaba ante el terror y dolor que lo rodeaban, deslizándose y retorciéndose en torno a su acelerado corazón. Por un fugaz instante estuvo tentado de pedirle al demonio que compartiera con él su poder, sólo por el absoluto placer de derramar sangre. Este era su elemento. Lo había sabido desde el día en que había rescatado al ejército del Arca Negra de la emboscada del Vado del Agua Negra.

La línea de espadachines se desintegraba. Sin órdenes, algunos avanzaban hacia el interior de la muchedumbre y otros cedían terreno, lo que dividía el contingente en aislados grupos de guerreros. El adoquinado estaba ennegrecido por charcos de sangre, y los druchii tropezaban y resbalaban con los cuerpos caídos y las entrañas derramadas. Malus vio a un verdugo que perdía el equilibrio y caía, y al instante un trío de druchii cayeron sobre él y le golpearon la cabeza y la espalda con trozos de piedra arrancados de la propia plaza.

Un grito sordo atrajo su atención hacia el este, y vio a un verdugo de ornamentada armadura que blandía un draich con runas grabadas y le gritaba órdenes al grupo de espadachines que cubría la calle oriental. Cuando entraran en batalla, la lucha acabaría en cuestión de momentos. El noble se dio la vuelta, en busca de algún signo de Arleth Vann y el anciano.

¡Allí! Malus observó que un par de figuras con capa oscura conducían a otro druchii de capa roja hacia la calle del lado sur de la plaza. Nadie les prestaba la más mínima atención en medio del caos de la batalla. Era la única oportunidad que iba a tener.

Tras desenvainar uno de los cuchillos arrojadizos, Malus retrocedió a través de la hirviente turba, inclinado, rodeando a los oponentes que luchaban, para acortar distancias con el trío. Un druchii que sangraba por una herida que tenía en la cabeza y barbotaba de modo incoherente cogió a Malus por un brazo. Con un colérico gruñido, el noble le clavó una estocada en una pierna y lo empujó.

Ya casi habían llegado a la entrada de la calle. Malus aceleró el paso y corrió hasta la periferia de la turba. Tendría que lanzar desde muy lejos, comprendió. Inspiró profundamente, echó atrás el brazo y arrojó el cuchillo con todas sus fuerzas hacia el anciano que se retiraba.

Al volar en arco hacia el objetivo, el cuchillo era sólo un borrón oscuro contra la niebla gris. Se clavó en la figura de capa roja justo por debajo del omóplato izquierdo. Malus observó cómo la víctima se tambaleaba bajo la fuerza del impacto y luego daba dos traspiés antes de caer boca abajo sobre el adoquinado. Vio que Arleth Vann se volvía al oírlo. Las dos figuras de oscura capa se detuvieron apenas un momento para mirar al caído. Luego, dieron media vuelta y escaparon.

Un grito tremendo resonó desde el otro lado de la plaza cuando otro contingente de verdugos cargó hacia la refriega. Malus no pudo ver qué se había hecho de los fanáticos restantes. Tal vez ya habían abandonado la lucha o yacían entre los muertos que sembraban el empedrado. En cualquiera de los dos casos, ya no eran su problema.

Se encaminó hacia el sur y empujó hacia los lados a otros ciudadanos que huían de los verdugos que se aproximaban. Al acercarse al caído, no obstante, se apoderó de él una curiosidad subyugadora. ¿Era Rhulan? ¿Había tomado la decisión correcta? Por impulso, derrapó hasta detenerse junto al cuerpo y le arrancó el cuchillo antes de hacerlo rodar para mirar en el interior de la capucha.

Se le encogió el corazón.

—¡Madre de la Noche! —maldijo, al mirar los ojos sin vida de Sariya.