Capítulo VI
Querer estorbar el paso a dos que se quieren bien, es echarle leña al fuego y sentarse a verlo arder. |
CANCIÓN POPULAR |
A pretexto de tener que sacar a cierto amigo de un compromiso de honor, logró Leonardo que su bonísima madre le hiciese un préstamo irredimible de cincuenta onzas de oro, de su caja particular.
Con este dinerillo se apresuró el joven a tomar en alquiler una pequeña casa en la calle de Las Damas, y con la misma premura se ocupó del ajuar. Nada olvidó; ni se hizo de las cosas que creyó necesarias en un solo establecimiento central, que no los había entonces en La Habana. Para ello visitó los baratillos de la Plaza Vieja; las ferreterías de la calle de Mercaderes; las hojalaterías de la de San Ignacio; las locerías de la de Riela o Muralla; una mueblería de segunda mano de la de San Isidro y otros más cercanos a su nueva casa.
Cosa extraña en verdad que este mozo, viva encarnación de la pereza, la volubilidad y el egoísmo, en un momento dado desplegase la actividad, la delicadeza, el tino y la inteligencia de la hacendosa y más consumada ama de llaves. Pero era que le movía una pasión desaforada y que le inspiraba la imagen hechicera de la joven cuya ruina había decidido en los recesos más oscuros de su corazón salaz.
Completados estos arreglos y altamente satisfecho de su obra, salió una tardecita del ventoso marzo, cerró la puerta, se metió la ponderosa llave de hierro en la faltriquera de la casaca, y a paso ligero, palpitándole el corazón más de lo usual, fue en busca del ave rara que decía adornar con su bello plumaje aquella jaula y convertirla en un paraíso con sus trinos de amor.
Pero en vez del ave rara, tras la cual corría en alas del deseo, se encontró con una especie de arpía, con Nemesia, parada y fría en medio de la sala de la casa, en el callejón de la Bomba, cual estatua de llorona en el cementerio. Reprimió él cuanto le fue dable su disgusto, y se esforzó en ser más amable y fino con la compañera y amiga de Cecilia.
—¿Qué dice mi mulata santa?, —la preguntó haciéndola una rendida cortesía.
—Esta mulata no dice nada porque no es santa, —ella sin moverse.
—Entonces diré yo, —agregó Leonardo risueño.
—El caballero puede decir lo que guste.
—¿Tienes tú hoy el moño tuerto?, —preguntó el joven examinándole la cara de cerca.
—No más que ayer ni que otras veces.
—Nene, ésa es grilla, y si la pisan chilla. Tienes la cara más seria que un chico de especias[194].
—Alabo la penetración del caballero.
—Sobre que pasa de castaño oscuro.
—No siempre está la marea para tafetanes. (Quiso decir la Magdalena).
—Habla, canta claro, mulata de mis culpas, —añadió alto Leonardo para que le oyese Cecilia si estaba en el aposento inmediato—. No me gustan los tapujos.
—Ni a mí tampoco, —repuso Nemesia.
—En fin, Nene, si tu enfurruñamiento es conmigo, desembucha, desembucha. Mientras más pronto mejor, porque temo más tu enojo que a una espada desnuda.
—No se le conoce al caballero, pues hace lo que hace.
—¿Y qué hago yo?
—¿Me lo pregunta a mí? Meta la mano en su pecho.
—La meto hasta el codo y nada me revela, al menos contra ti.
—Contra mí no, contra Dios y la Virgen, que miran al caballero desde el cielo.
—¿Hablas de veras? Ni que hubiera yo cometido un gran pecado sin saberlo.
—Así parece cuando acabado de hacer lo que ha hecho, se presenta el caballero en esta casa tan fresco como si no hubiera rompido un plato.
—¿Pues no voy entrando en cuidado?
—Menos lo da a entender el caballero.
—Uno de los dos ha debido perder el juicio. Acabemos de una vez: llama a Celia.
—¿Qué la llame, eh?, —exclamó Nemesia con sarcástica sonrisa—. ¡Qué valor tiene el caballero!
—¿Se necesita de valor acaso para rogarte que llames a tu queridísima amiga?
—Para lo que se necesita de valor, de mucho valor, es para preguntar por Celia la persona que sabe donde está ella.
—¿Y yo lo sé mejor que tú? Vamos, doña Josefa o doña Nemesia, no me haga eso. Tú te burlas.
—Quien tiene la sangre como agua para chocolate no puede burlarse.
—Pues si no está aquí Celia, ¿dónde se halla?, —preguntó Leonardo verdaderamente alarmado.
—Le digo al caballero, —repuso Nemesia enfadada—, que yo no nací ayer, ni me mamo el dedo.
—Por Dios bendito, Nene, te juro que no sé de Celia desde hace cuatro días. ¿Se han peleado Vds.? ¿La ha mortificado tu hermano? ¡Ah! Dime, dime, por lo que más quieras en este mundo, ¿qué ha pasado entre Vds.? ¿Qué sabes tú?
Empezó Nemesia entonces a creer en la sinceridad de las palabras angustiosas del joven, y dijo llorando:
—No me hallaba presente, y me alegro ahora, porque no sé qué hubiera hecho yo para impedir que se llevaran a Celia.
—¡Qué se la llevaran! —repitió Leonardo aterrado y colérico—. ¿Quién ha podido llevársela contra su voluntad?
—Me se figura que ella del susto perdió las fuerzas.
—¡Susto! ¿Por qué? ¿De quién?
—Del Comisario.
—¿Qué tenía que ver el Comisario con Celia?
—Vino a prenderla.
—¿A prenderla sin haber cometido delito? No puede ser… ¡Ah! Aquí ha habido un engaño, una intriga, un complot infame para arrebatarme a mi Celia. Cuéntame lo sucedido, todo.
—No me hallaba presente, —repitió—, pero una mujer de la casa, que vio cómo pasó la cosa, me contó que ayer por la tarde entró de repente Cantalapiedra, preguntó por Celia, y en cuanto ella salió, le dijo que estaba presa, la cogió por un brazo, y sin más se la llevó para no se sabe donde.
—Lo extraño es que Celia se dejara prender sin defenderse, sin averiguar el motivo de la prisión. ¡Ni que hubiera estado ella de acuerdo y avisada! Cosa que me resisto a creer. ¡Ay del miserable esbirro que le puso la mano encima! ¿No sabes a donde la llevaron?
—Nada hemos podido averiguar yo y José Dolores. El Comisario se llevó a Celia en una volante.
—¡Qué intriga! Tan infame como audaz. Pero averiguaré la verdad, y sea el que fuere el autor del ultraje, me la pagará con las setenas[195].
Sin más, partió Leonardo a la carrera en busca del comisario Cantalapiedra, quien, según hemos dicho, vivía en el recuesto de la loma del Ángel, por el lado que mira a la Muralla. No se hallaba en casa, y la querida informó al joven que era posible estuviese en el palacio de Gobierno recibiendo órdenes.
Yendo, pues, Leonardo en esa dirección, ocurriole que, si Cecilia había sido presa por mandamiento del juez, no podían haberla conducido a otro lugar que a la cárcel (situada entonces en el ángulo sudoeste del palacio de la Capitanía General) y se detuvo delante de la reja.
Detrás de ella, mejor, en la jaula formada por las dos rejas de hierro, había de pie un hombre mal vestido y de peor catadura. A fin de obtener una respuesta categórica, se encaró con él Leonardo y le preguntó con aire y tono de autoridad:
—¿Sabe Vd. si han traído ayer presa a esta Real Cárcel a una muchacha blanca, bonita, vestida de luto…?
—No sé, —contestó el hombre—. Soy el segundo llavero y ayer no estaba de guardia. Vea el señor en el libro del Alcaide.
—La alcaidía está cerrada.
—Eso es que el Alcaide ha ido a manducar[196]. Tendrá el señor que esperar hasta mañana. Porque yo sólo aguardo por el campanazo de la Fuerza para entregar la cárcel al oficial del retén y guiñarme[197].
—¿Quién es aquel negro que sostiene una viva conversación con otros presos en medio del patio?
—¿Cuál dice el señor? ¿El de la chupa blanca?
—Sí, ese mismo.
—A ése lo denominan Jaruco.
—¿Nombre supuesto, no?
—Pues, su nombre legítimo no es Jaruco, es pegado; pero asina se le puso en el libro y asina se denominará mientras esté en esta Real Cárcel. Dende antier entró en gayola[198]. ¿Lo conoce el señor?
—Me parece que sí. Llámele Vd. a la reja, si no hay inconveniente.
—No hay embarazo, porque aunque está incomunicado, ya no tenemos bartolinas para tantos presos. ¡Eh de Jaruco!, —gritó el llavero desde su puesto.
Y repetida la palabra por otros presos en el mismo tono de voz, se acercó Jaruco; reconociéndose sin dificultad el amo y el esclavo. Entrole a éste tan fuerte temblor convulsivo, que tuvo que agarrarse con entrambas manos a la reja.
—Sumerced me eche la bendición, —balbuceó anegado en lágrimas.
—¿Por qué lloras?, —le preguntó Leonardo colérico.
—Lloro, niño Leonardito, recordando el mal rato que le habré dado a la familia con mi ausencia.
—¿Con tu ausencia, perro? Con tu fuga.
—Niño, yo no me huí. Mi salida de casa la víspera de Nochebuena tuvo por objeto asistir a un baile de la gente de color allá afuera. A la vuelta para la ciudad tuve una tragedia con un mulato. Fui herido en el pecho, me recogió un conocido en la calle y me llevó al cuarto en que vivía. Mientras me curaba se pasó el tiempo. Después me sucedió esta desgracia.
—¿Qué desgracia?
—La de esta prisión injusta. Todos los hombres estamos expuestos a un golpe de mala suerte.
—De mala suerte, no, de mala cabeza. Está visto, Dionisio, que ustedes los negros no quieren por bien sino por mal. Si mamá te hubiera despachado para el ingenio cuando hiciste aquella perrada de marras, no te verías ahora en la cárcel. ¿De qué delito te acusan?
—Todavía ignoro la causa de mi prisión, niño Leonardito.
—¿La ignoras, eh? ¿No será por la muerte de Tondá?
—Puede ser que me levanten ese falso testimonio, niño; porque quien está de mala se cae de sus pies y se mata. Hágase el cargo, niño, que yo estaba muy tranquilo, cosiendo zapatos en una zapatería de la calle de Manrique, cuando se presentó a la puerta el capitán Tondá. Desde que lo vi llegar conocí que venía a buscarme, y traté de escabullirme. Se apeó del caballo y me fui para él como si quisiera entregarme. A la puerta de la tienda había una volante parada y me escurrí por entre ella y la pared de la casa. Tondá me cayó atrás gritando: —¡Date, date! ¡Ataja! Tropezó con una piedra, cayó sobre el sable que llevaba desnudo y se hirió en la barriga. ¿Tuve la culpa de su muerte?
—¿Quién te prendió?
—El Capitán pedáneo de la Salud. Me cogió cuando yo salía para mi trabajo.
—Supongo que te dijo por qué te prendía.
—Ni palabra. Sólo me dijo que tenía orden de cogerme, vivo o muerto.
—En buena te has metido, Dionisio. Será mucho y darás gracias a Dios si de ésta escapas con el pellejo.
—Sea lo que Dios y la Virgen quieran. Fío en mi inocencia. ¿Pero no cree el niño que el amo y Señorita harán algo por mí?
—¿Hacer? Nada. No lo esperes. ¡Por cierto que te has portado decentemente con tus amos! Por ellos, por la familia toda, por ti mismo, Dionisio, será mejor que te tuerzan el pescuezo en el campo de la Punta. Con eso no volverás a insultar a las niñas blancas.
—¿Yo, niño yo he insultado a alguna niña blanca o de color? No, niño Leonardito, no tengo conciencia de haber insultado a ninguna.
—¿Y aquélla que fue la causa de tu riña con el mulato a la salida del baile?
—Yo no la insulté, niño. Por los huesos de mi madre que yo no le dije una mala palabra. Le pedí un minué, me dijo que estaba cansada y luego salió a bailar con José Dolores Pimienta. Me quejé a ella del desaire, tomó él su defensa, nos trabamos de palabras y nos batimos en la calle.
—Si te dejan hablar no te ahorcan. A otra cosa. ¿Sabes si han traído aquí presa a la misma joven de tu tragedia con Pimienta?
—Estoy seguro que no está aquí. Apenas pone un preso el pie en el patio, se publica y circula su nombre a gritos.
—Dios te proteja, Dionisio.
—Niño, por caridad, una palabra más. Recuerdo que debo entregar a su merced una prenda que le pertenece.
—¿Qué prenda? Acaba pronto, prontito.
—Tenía yo en la faltriquera, con la esperanza de entregárselo algún día, el reloj que Señorita le regaló a su merced el año pasado; pero me lo quitaron al entrar en esta cárcel. Debe de estar en manos del Alcaide.
Contó Dionisio, en las menos palabras, el cómo y cuándo vino a su poder el reloj, y dijo conmovido al retirarse su joven amo:
—¿Podría decirme el niño cómo está María de Regla?
—Mamá la trajo del ingenio. Se halla ahora en la ciudad ganando jornal. ¿No la has visto?
—No, señor. Esta es la primera noticia que tengo de su venida. ¿Por qué Dios no quiso que tropezara con ella? No me vería hoy en esta cárcel. Me hubiera servido de madrina para con Señorita y estaría cocinando en casa.
Ya de noche volvió Leonardo a casa del Comisario y le sorprendió en el acto de sentarse a la mesa a cenar con su querida.
—¡Hola! ¡Tanto bueno por aquí! —exclamó Cantalapiedra muy risueño, yendo al encuentro de Leonardo, con la mano abierta y tendida.
—Me alegro de encontrarle, —dijo éste serio y frío, haciendo como que no había reparado en la demostración amistosa del Comisario.
—Le aguardaba, —añadió Cantalapiedra disimulando la mala impresión del desaire hecho—. Fermina acababa de decirme que Vd. había honrado con su presencia este humilde albergue.
—¿Puedo hablar dos palabras con Vd.?
—Y doscientas también, señor don Leonardito. Sabe Vd. que soy su más obediente servidor. Sentí no hallarme en la comisaría cuando Vd. estuvo al oscurecer. Había tenido que ir de carrera a la Secretaría Política. De suerte que no sé como no nos encontramos en el camino, si viene de allá. ¡Bonora!, —gritó—; una silla para este caballero.
—Excuse los cumplimientos, —dijo Leonardo con altivez—. No es cosa de sentarse. Hablemos de pie con tal que sea a solas.
—¿Por qué no aquí mismo delante de Fermina? Yo no tengo secretos para ella. Somos uña y carne.
—¿Con qué autoridad prendió Vd. a Cecilia Valdés? —preguntó el joven imperiosamente.
—No con la que me ha investido S. M. el Rey don Fernando VII, Q. D. G., sino con la del señor Alcalde Mayor que firmó la orden de arresto, a queja de un padre de familia.
—¿Qué Alcalde y qué padre de familia se servirá Vd. decirme?
—Ese es demasiado pan por medio, señor Gamboa, —contestó el Comisario riendo—. Paréceme como que está Vd. algo ofuscado… Siéntese y cálmese.
—La muchacha no ha cometido delito ninguno, así que es improcedente e ilegal su prisión, si es que todo no ha sido más que una farsa, o cosa peor, sabe Dios con qué fines.
—Nada de eso va contra mí, que he sido un mero instrumento en este asunto.
—Diga Vd. si no el nombre del querellante.
—Vd. lo sabe mejor que yo, y si no lo sabe lo sabrá en breve.
—¿Estará Vd. autorizado para revelar el del Alcalde?
—No hay inconveniencia: el señor don Fernando de O'Reilly, grande de España de primera clase, Alcalde Mayor del distrito de San Francisco…
—¿A dónde llevó Vd. a la muchacha? Ella no está en la cárcel pública.
—No me es lícito revelarlo ahora. La conduje a donde se me ordenó.
—Luego Vd. la oculta con fines deshonestos.
—De mi negativa a satisfacer la curiosidad de Vd. no se desprende semejante injuriosa deducción. Lógica, lógica, señor estudiante de Filosofía.
—Importa poco que quiera Vd. echarle del reservado y del misterioso conmigo. He de averiguar la verdad, y puede que todavía les pese al autor y al instrumento de esta intriga grosera e indecente.
Dicho lo cual, partió enojadísimo camino de su casa. La familia tenía visita en la sala. Sin entrar en ella dispuso le alistaran el carruaje, mudó de traje, y cuando por señas le preguntó su madre a la reja del zaguán el motivo de aquella precipitación:
—Voy a la ópera, —contestó brevemente.
Cantábase la ópera del maestro Rossini Ricardo y Zoraida, a beneficio de la Santa Marta, en el lindo teatro Principal[199]. Era entonces empresario de la compañía don Eugenio Arriaza, y director de la orquesta don Manuel Cocco, hermano de don José, que ya vimos en el ingenio de La Tinaja. El patio o corral y los palcos se hallaban medianamente ocupados por un público nada aficionado entonces a las funciones líricas. Leonardo entró algo después de alzado el telón. Por supuesto, no oyó la obertura del Tancredo, que precedió a la ópera aquella noche.
Buscaba a un hombre cuyo puesto en el teatro sabía de antemano, pues como Alcalde Mayor debía presidir la función desde el palco central, en el segundo piso. Sentado estaba al par de su madrileña esposa, embebido en la música y el canto, mientras le guardaba las espaldas, de pie junto a la puerta, el paje mulato, de rigurosa librea cubierta de castillos y leones bordados de oro. Todo esto lo observó a través del ojo de buey de la puerta del palco, cerrada contra el pasillo. Pudo haber llamado, seguro de obtener entrada y un amable recibimiento; pero prefirió esperar en el balcón de la sala de refresco que daba sobre la alameda de Paula.
Según calculó Leonardo, a poco de concluido el primer acto, sintió pasos mesurados a través del salón, luego una mano que se posaba en sus hombros y de seguidas una voz que en tono dramático declamaba:
—¿Qué dice el amigo del valiente Otelo?
—¡Ah! ¿Eres tú, Fernando? Lo más distante que tenía de mi mente.
—¿Qué haces aquí tan solitario y pensieroso?
—Acabo de entrar.
—No te vi en las lunetas. ¿Por qué no viniste desde luego a mi palco?
—Supuse que no había lugar para mí.
—Para ti siempre lo hay a mi lado.
—Gracias.
—¿Estás en los momentos de la inspiración? ¿La pitonisa en el trípode?, lo celebro. Sentiría interrumpirte.
—¡Yo inspirado! Puede ser: del demonio.
—No tendría nada de extraño que te inspirase la escena urbano-marina que se desplega ante este balcón. ¿Va que componías allá en la mente un artículo descriptivo? De seguro. En efecto, ¿quién que abriga un alma de poeta no se inspira a la vista de esa hilera de casas desiguales de nuestra derecha, en que sobresalen los altos balcones de la solariega del Conde de Peñalver? ¿O a la de esta alameda sin árboles que termina en el café de Paula, ahora a oscuras y desierto? ¿O a la del hospital del mismo nombre en el fondo, que parece una pirámide egipcia, desde cuya ennegrecida cima, según dijo Bonaparte, nos contemplan los siglos? ¿O del lado opuesto, la de la oscurísima masa del navío Soberano, clavado, por decirlo así, en las serenas aguas de la bahía? ¿No ves cómo se destaca del cielo, donde chispean las estrellas? ¿Quién no diría que éstas, en vez de luz derraman lágrimas por la próxima desaparición del último resto de nuestras glorias navales?
—Fernando, esa escena tan poética para ti, no tiene para mi significación ninguna. Quizás porque me la sé de memoria, o porque estoy de un humor negro.
—Para mí, chico, siempre tiene encantos la naturaleza. En presencia de ella olvido todas mis penas. Y a propósito ¿has leído en El Diario «Un rasgo de mi visita al Etna»? Arazoza estuvo el otro día en casa en solicitud de algo original… Se empeñó y le di esos borrones.
—Casi nunca veo El Diario.
—Pues búscalo y léelo. El artículo es corto. Se publicó hace tres o cuatro días. Lo escribí en Palermo. No quise ponerle mi nombre, porque dice mal de un Alcalde Mayor… Tú me entiendes. Salió con mis iniciales solamente y ¿has de creer que ya han venido a darme la enhorabuena más de veinte amigos? Sí. Pedro José Morillas me dio un abrazo y me puso el artículo por las nubes. Deseo oír tu opinión.
—Tarde será que pueda dártela, Fernando. Mi cabeza se abrasa y estoy más para pegarme un tiro, o pegárselo a alguien, que para lecturas.
—¡Hombre! Me sorprende. Te desconozco. ¿Eres tú el mismo estudiante de la clase de Filosofía en el Colegio de San Carlos, u otro en tu figura? ¿Qué ha sido de aquel buen humor y de aquella alegría pegadiza con que te ganabas el afecto de todos tus condiscípulos? Déjate de necedades y niñeces. ¿Estás enamorado? Podías dar en semejante gansada al cabo de tus veinte y más abriles y de tu experiencia…
—No es la pasión del amor la que me devora el pecho al presente. Es la cólera, es el dolor, es la desesperación que produce el primer desengaño de lo que son el mundo, los hombres y la amistad.
—Vamos. ¿A qué negarlo? Tú estás enamorado y mal correspondido. Los síntomas todos son de amor. ¿Cuál es el origen real de tus cuitas? Confíamelas. Sabes que soy tu amigo.
—¡Mi amigo! —exclamó el joven con sonrisa irónica—. Creía que lo eras, pero me he desengañado que eres mi peor enemigo.
—¿Qué fecha tiene su desengaño?
—La misma del flaco servicio que me has hecho. No sé cómo su memoria no te roe las entrañas.
—¿Va que has perdido el juicio? ¡Vamos, hombre! Ya caigo. Todo tu coraje nace… ¡Ja, ja!
—No te rías, —dijo serio Leonardo—. No es éste paso de risa.
—¿Pues de qué es? —recalcó el Alcalde—. He aquí la primera vez, desde que nos conocemos, que te veo grave y… bobo.
—No llames gravedad ni bobería a lo que toca en furor.
—Déjate de niñadas a estas horas. Tu enojo principal parece que es conmigo, y si no estuvieras encalabrinado, verías que, lejos de odio, me debes gratitud.
—No faltaba otra cosa, sino que tras de haberme herido por donde más me duele, esperes mi agradecimiento. ¡Qué frescura la tuya! ¿Sabías tú que Cecilia Valdés era mi muchacha?
—Lo supe el mismo día en que, según dices, te hice el flaco servicio…
—Pero antes de eso, ¿tenías tú noticias de su existencia? ¿Conocías su carácter y antecedentes?
—¡Qué había de conocer! Ni jota.
—Luego, ¿cómo sin conocimiento de los hechos, sin formación de sumaria, diste el mandamiento de prisión?
—Porque hubo quien lo pidiera sin tales requisitos.
—¿Y a semejante proceder llamas amistad hacia mí?
—Ahí verás.
—¿Qué delito achacan a la muchacha para el atropello?
—Ningún otro, a lo que entiendo, que el de quererte demasiado.
—Así, tú a sabiendas has cometido una injusticia; digámoslo por lo claro, una arbitrariedad.
—Me confieso culpable de ese pecado.
—¿Pecado dices? Es más que eso. En nuestras leyes se conoce como un cuasi delito, que todavía puede que te salga a la cara. Si se han figurado que la triste huérfana no tiene quien la defienda, se engañan de medio a medio. Aquí estoy yo, que pondré el asunto en tela de juicio.
—Mal harás, Leonardo, —replicó el Alcalde con calma y dignidad—. Mal harás, te repito. Por lo que a mí toca, tus lanzadas no me harían daño ninguno, rebotarían en la cota de malla de mi elevada posición, de mis títulos de nobleza y de mi valimiento aquí y en la corte. Por este lado soy inmune. Pero tú, con tomar el camino que dices, (te hablo como compañero y amigo), no conseguirías otra cosa que escandalizar un poco y poner en berlina a tu padre, en cuya queja formal y escrita me apoyé para el procedimiento… arbitrario que me imputas. Tu padre, tu bueno y honrado padre, vino a mi tribunal y estableció querella en toda forma contra esa muchacha, por seductora de un menor, hijo de familia rica y decente, con sus encantos y trapacerías. En la discusión que tuvimos, se lamentó, casi con lágrimas en los ojos, de que estabas hecho un perdido, jugador, mujeriego; que no estudiabas ni podrías recibirte en abril como él y tu madre esperaban, para que tomaras la administración de los bienes el año entrante, es decir, después de casarte con la bella y virtuosa señorita de Alquízar, como estabas comprometido, todo por esa mozuela casquivana, cuyas relaciones amorosas desdoran sin duda a un joven que ha de ser Conde antes de mucho.
—¿Conque tal es el epítome de la historia que te ha contado mi padre? Escucha, o contempla ahora el reverso de la medalla. No hay tal seducción, engaño ni calabazas en este negocio. La muchacha es lindísima y me idolatra. ¿Por qué no había de corresponder a su amor? Pero resulta que desde chiquita viene papá siguiéndole los pasos, manteniéndola, vistiéndola, calzándola, celándola, rondándola, cuidándola mucho más y mejor de lo que jamás ha mantenido, vestido, calzado, rondado y cuidado a ninguna de sus hijas. ¿Para qué? Con qué fines preguntarás tú. Sólo Dios y él lo saben. No quiero pensar mal todavía; pero el hecho de secuestrarla precisamente cuando acaba de morir la abuela, única persona que podía oponer obstáculo serio a la realización de torcidos deseos, me hace sospechar que no abriga mi padre las mejores intenciones… Me tranquiliza y complace, sin embargo, que sea cual fuere la lluvia de oro que él derrame a los pies de la joven, no conseguirá más de lo que ha conseguido de ella hasta aquí: un odio acérrimo. Pero tú, mi amigo, por hacerme bien me la arrebatas y la entregas atada de pies y manos en poder de mi padre. ¿Habré yo de perdonarte esta mala partida? Jamás.
—Eres injusto, muy injusto con tu padre y conmigo. Con él, porque no accedí a sus ruegos sino cuando me convencí plenamente de que eran rectas y santas sus intenciones respecto de ti, de la familia y de la misma Valdés. Conmigo eres injusto, porque viendo que tu padre estaba resuelto a cortar de cualquier modo, costara lo que costara, tus relaciones clandestinas con la muchacha, decidí encerrarla en las Recogidas por un corto tiempo, digamos, hasta tanto que te recibes de Bachiller y te cases como Dios manda y como conviene a tu clase y al caudal de tu familia. Que después, si te parece, volverás… a los primeros amores.
Leonardo se quedó callado y pensativo, y dijo luego con tibieza:
—¡Adiós, Fernando!
Este le detuvo por el brazo y repuso:
—No has de irte de esa manera, cual si hubiésemos reñido. Ven a mi palco: saludarás a mi esposa y oirás a mi lado el segundo acto de la ópera. Para aliviar ciertos dolores no hay bálsamo comparable con el de una buena música.