Capítulo II

Sola soy, sola nací,

Sola me tuvo mi madre,

Sola me tengo de andar,

Como la pluma en el aire.

Algunos años adelante, mejor, uno o dos después de la caída del segundo breve período constitucional, en que quedó establecido el estado de sitio de la Isla de Cuba y Capitán General de la misma don Francisco Dionisio Vives, solía verse por las calles del barrio del Ángel una muchacha de unos once a doce años de edad, quien, ya por su hábito andariego, ya por otras circunstancias de que hablaremos enseguida, llamaba la atención general.

Era su tipo el de las vírgenes de los más célebres pintores. Porque a una frente alta, coronada de cabellos negros y copiosos, naturalmente ondeados, unía facciones muy regulares, nariz recta que arrancaba desde el entrecejo, y por quedarse algo corta alzaba un si es no es el labio superior, como para dejar ver dos sartas de dientes menudos y blancos. Sus cejas describían un arco y daban mayor sombra a los ojos negros y rasgados, los cuales eran todo movilidad y fuego. La boca tenía chica y los labios llenos, indicando más voluptuosidad que firmeza de carácter. Las mejillas llenas y redondas y un hoyuelo en medio de la barba, formaban un conjunto bello, que para ser perfecto sólo faltaba que la expresión fuese menos maliciosa, si no maligna.

De cuerpo era más bien delgada que gruesa, para su edad antes baja que crecida, y el torso, visto de espaldas, angosto en el cuello y ancho hacia los hombros, formaba armonía encantadora, aun bajo sus humildes ropas, con el estrecho y flexible talle, que no hay medio de compararle sino con la base de una copa. La complexión podía pasar por saludable, la encarnación viva, hablando en el sentido en que los pintores toman esta palabra, aunque a poco que se fijaba la atención, se advertía en el color del rostro, que sin dejar de ser sanguíneo había demasiado ocre en su composición, y no resultaba diáfano ni libre. ¿A qué raza, pues, pertenecía esta muchacha? Difícil es decirlo. Sin embargo, a un ojo conocedor no podía esconderse que sus labios rojos tenían un borde o filete oscuro, y que la iluminación del rostro terminaba en una especie de penumbra hacia el nacimiento del cabello. Su sangre no era pura y bien podía asegurarse que allá en la tercera o cuarta generación estaba mezclada con la etíope.

Pero de cualquier manera, tales eran su belleza peregrina, su alegría y vivacidad, que la revestían de una especie de encanto, no dejando al ánimo vagar sino para admirarla y pasar de largo por las faltas o por las sobras de su progenie. Nunca la habían visto triste, nunca de mal humor, nunca reñir con nadie; tampoco podía darse razón dónde moraba ni de qué subsistía. ¿Qué hacía, pues, una niña tan linda, azotando las calles día y noche, como perro hambriento y sin dueño? ¿No había quien por ella hiciera ni rigiera su índole vagabunda?

Entre tanto la chica crecía gallarda y lozana, sin cuidarse de las investigaciones y murmuraciones de que era objeto, y sin caer en la cuenta de que su vida callejera, que a ella le parecía muy natural, inspiraba sospechas y temores, si no compasión a algunas viejas; que sus gracias nacientes y el descuido y libertad con que vivía, alimentaban esperanzas de bastardo linaje en mancebos corazones, que latían al verla atravesar la plazuela del Cristo, cuando a la carrerita y con la sutileza de la zorra hurtaba un bollo o un chicharrón a las negras que de parte de noche allí se ponen a freírlos; o cuando al descuido metía la pequeña mano en los cajones de pasas de los almacenes de víveres en las esquinas de las calles; o cuando levantaba el plátano maduro, el mango o la guayaba del tablero de la frutera; o cuando enredaba el perro del ciego en el cañón[12] de la esquina, o le encaminaba a San Juan de Dios, si iba para Santa Clara[13]: que todas éstas eran travesuras dignas de celebración en una niña de su edad y parecer.

Su traje ordinario, no siempre aseado, consistía en falda de zaraza, sin más pañizuelo ni otro calzado que unas chancletas, las cuales anunciaban de lejos su aproximación, porque sonaban mucho en las banquetas de piedra de las pocas calles que entonces tenían tales adornos. Llevaba también el cabello siempre suelto y naturalmente rizado. El único ornamento de su cuello era un rosarito de filigrana, especie de gargantilla, con una cruz de coral y oro pendiente, memoria de la madre cara y desconocida.

A pesar de aquella vida suya y de aquel traje, parecía tan pura y linda, que estaba uno tentado a creer que jamás dejaría de ser lo que era, cándida niña en cabello, que se preparaba a entrar en el mundo por una puerta al parecer de oro, y que vivía sin tener sospecha siquiera de su existencia. Sin embargo, las calles de la ciudad, las plazas, los establecimientos públicos, como se apuntó más arriba, fueron su escuela, y en tales sitios, según es de presumir, su tierno corazón, formado acaso para dar abrigo a las virtudes, que son el más bello encanto de las mujeres, bebió a torrentes las aguas emponzoñadas del vicio, se nutrió desde temprano con las escenas de impudicia que ofrece diariamente un pueblo soez y desmoralizado. ¿Y cómo librarse de semejante influjo? ¿Cómo impedir que sus vivarachos ojos no viesen? ¿Qué sus orejas siempre alerta no oyesen? ¿Que aquella alma rebosando vida y juventud no se asomara antes de tiempo a los ojos y a los oídos para juzgar de cuanto pasaba en su derredor, en vez de dormir el sueño de la inocencia? ¡Bien temprano, a fe, llamó a sus puertas la legión de pasiones que gastan el corazón y abaten las frentes más soberbias!

Una tarde, entre otras, pasaba la chica, como de costumbre, a la carrerita, por cierta calle de que no hay para qué mencionar ahora el nombre. Asomadas a una de las altas y anchas rejas de hierro de las ventanas de una casa de apariencia aristocrática, estaban dos niñas poco más o menos de su edad y una joven de 14 a 15, las cuales, como viesen pasar aquella exhalación, según se expresó una de ellas mismas, excitada grandemente la curiosidad de todas, la llamaron con instancia. No se hizo de rogar la mozuela, antes se entró, desde luego por el zaguán, y se presentó con mucho desembarazo a la puerta de la sala, donde ya la esperaba el grupo de las tres jovencitas. Allí, éstas la tomaron por la mano y la llevaron delante de una señora algo gruesa, vestida con mucho aseo, que estaba arrellanada en un ancho sillón y descansaba los pies en un escabel[14].

—¡Ah!, exclamó ésta cuando la hubo visto de cerca. ¡Y qué mona es! Dicho lo cual se enderezó en el asiento, operación que le costó un buen esfuerzo, y agregó:

—¿Cómo te llamas?

—Cecilia, —respondió vivamente.

—¿Y tu madre?

—Yo no tengo madre.

—¡Pobrecita! ¿Y tu padre?

—Yo soy Valdés, yo no tengo padre.

—Esa está mejor, —exclamó la señora recapacitando.

—Papá, papá, —dijo la mayor de las señoritas dirigiéndose a un caballero que estaba recostado en un sofá a la derecha del estrado[15]. Papá, ¿ha visto Vd. niña más preciosa?

—Ya, ya, —contestó el padre casi sin volver el rostro—. Dejadla en paz.

Pero apenas salieron esas palabras de sus labios, reparó en él Cecilia, y entre admirada, y reída, dijo:

—¡Ay! Yo conozco a ese hombre que está ahí acostado.

Este, por debajo de las manos, con que ya se sombreaba la frente, le echó una mirada fiera, en que iban pintados su mal humor y disgusto. Enseguida se levantó y dejó la sala, sin decir más palabra. Extraño es en verdad que sólo este hombre no sintiese simpatía por la linda callejera.

—¿Conque no tienes padre ni madre? —Tornó a preguntar la buena señora, un si es no es preocupada por la anterior escena—. ¿Y cómo vives? ¿Con quién vives? ¿Eres hija de la tierra o del aire?

—¡Ave María Purísima! —exclamó la niña doblando la cabeza sobre el hombro derecho y mirando fijamente a sus preguntadoras—. ¡Ay, Jesús! ¡Qué gente tan curiosa! Yo vivo con mi abuela, que es una viejecita muy buena, que me quiere mucho y que me deja hacer cuanto yo quiero. Mi madre se murió hace mucho tiempo y… mi padre también. No sé más ni me pregunten más.

Bien quisieran las jovencitas hacer más preguntas, e informarse de otros pormenores acerca de la vida y parentela de Cecilia; pero, por una parte, su padre les había dicho que la dejaran en paz, y, por otra, su madre, ya incapaz de dominar su desazón, les indicó por un gesto muy significativo que era tiempo saliese de allí mozuela tan procaz. Colmada de regalos y despedida al fin, Cecilia, pasaba por el zaguán en vuelta de la calle, a sazón que bajaba de los altos un jovencito en traje veraniego, es decir, de chupa y pantalón de Arabia quien apenas la vio, la reconoció y le dijo desde lo alto:

—Cecilia, ¡eh, Cecilia! Oye, mira.

Ella, sin contener el paso, mas sin dejar de mirar al que le daba voces, le decía hasta la puerta de la calle: ¡Cuico! ¡Cuico! Y al mismo tiempo abría la mano derecha, ponía el dedo pulgar en la punta de la nariz y movía los otros con gran rapidez. Que es una manera de burla que a menudo se hacen los muchachos en nuestras calles, como diciendo: ¡Ah!, ¡que te engañé! ¡Ah!, que me escapé de tus majaderías.

No es para referir aquí la escena que se siguió a la ida de la chica de aquella casa. Del señor y de la señora puede decirse que no volvieron a mencionar su nombre. Las señoritas, al contrario, aún cuando tornaron a la ventana para ver y saludar a sus amigas, que de vuelta del paseo pasaban en sus lujosas volantas, no cesaron de hablar de Cecilia y de repetir su nombre, ayudándoles entonces el hermano mayor, quien la conocía y a menudo se encontraba con ella cuando iba a la clase de latín del padre Morales, enfrente del convento de Santa Teresa.

En el medio tiempo la chica, siguiendo por la calle adelante salió a la plazuela de Santa Catalina, cuyo terraplén, que corre por todo el frente, subió a saltos, y luego bajó a la calle del Aguacate por una escalera de mampostería. Una vez allí, se dirigió derecho, aunque con cierta cautela, a la casita inmediata a la esquina ocupada por una taberna. No tocó ni se detuvo delante de la puerta, sino que empujó con suavidad la hoja de la derecha o macho, la cual estaba sujeta con una media bala de hierro en el suelo. Había sido de bermellón la pintura de dicha puerta, pero lavada por las lluvias, el sol y el tiempo, no le quedaban sino manchas oscuras en torno de la cabeza de los clavos y en las molduras profundas de los tableros. La ventanilla, que era de espejo y alta, sólo tenía tres o cuatro balaustres, había perdido la pintura primitiva, quedándole un baño ligero de color de plomo. Por lo que toca al interior, su apariencia era más ruin, si cabe, que el exterior. Se componía de una salita, dividida por un biombo para formar una alcoba, cuya puerta daba precisamente hacia la de la calle, y otra a la derecha con salida al patio angosto y no más largo que el fondo de la casita. A la izquierda de la entrada y a la altura de una vara, había un hueco en la pared medianera, a modo de nicho, en cuyo fondo se veía una Madre Dolorosa de cuerpo entero, aunque muy reducido, con una espada de fuego que le atravesaba el pecho de parte a parte. Alumbraban día y noche tan peregrina pintura dos mariposas, es decir, dos hornillas con su pabilo correspondiente, flotando en tres partes de agua y una de aceite, dentro de vasos ordinarios de vidrio. Una guirnalda de todas flores artificiales y de pedazos de cartulina dorada y plateada, ajadas, descoloridas y polvorosas adornaba el retablo. Y en torno, por las paredes, en el biombo y detrás de las puertas y ventanas, gran número de letreros, por ejemplo: ¡Ave María Purísima! ¡La Gracia de Dios sea en esta casa! ¡Viva Jesús! ¡Viva María! ¡Viva la Gracia y muera el Pecado! Con otros muchos por el estilo, que no hay para qué repetirlos. Las estampas, sin cuadro, pegadas a las paredes con obleas o engrudo, eran más numerosas que los letreros, todas de santos, impresas por el impresor Boloña[16] en papel común y recogidas de manos de los demandantes de los conventos a cambio de limosnas, o compradas a la puerta de las iglesias en los días de fiestas.

Reducíase a bien poco el mueblaje, aunque en su poquedad y ruina se conocía que había visto mejores tiempos cuando nuevo. El más apetecible de la casa era una butaca de Campeche, ya coja, con orejas grandes y desvencijada. Agregábanse tres o cuatro sillas de cedro con asiento y respaldo de vaqueta, del mismo estilo, fuertes, macizas y antiquísimas. Hacía juego con ellas una rinconera[17] de la propia madera, cuyos pies estaban labrados en forma de pezuña de sátiro, con molduras y hojas de parra.

A pesar de la estrechez de aquel albergue, había un gato dormilón, varias palomas y gallinas, muy familiarizadas sin duda con sus dos únicos huéspedes humanos, pues que iban y venían, saltaban sobre los respaldos de las sillas, maullaban, arrullaban y cacareaban sin consideración ni temor. A un lado de la alcoba había una cama alta, cuadrilonga, que siempre estaba de recibo, como que era de cuero sin curtir, cuya dureza la suavizaba un colchón de plumas, cubierto perennemente con una colcha de mil y un retazos o taracea[18]. Las columnas salomónicas, en vez de colgaduras, sostenían San Blases, escapularios, cruces de cartón, piedras de vidrio y palmas benditas de los domingos de ramos de muchos años atrás.

En realidad aquélla no era casa sino en cuanto daba abrigo a dos personas, porque, fuera de las dos piezas mencionadas, no tenía comodidad ni más desahogo que el patio dicho, donde estaba la cocina, mejor, fogón, cajoncito de madera lleno de ceniza, montado sobre cuatro pies derechos, y protegido de la lluvia por una especie de alero de mesilla. Nos hemos detenido tanto en la descripción de la casucha donde entró Cecilia, porque pare su imaginación el benigno lector en el contraste que ofrecería una niña tan linda, rebosando vida y juventud, en medio de tanta antigualla, que no parecía sino que el cielo la había colocado allí para decirle a cada rato al oído:

—Hija, contempla lo que serás y sé más cuerda.

Pero estamos seguros que eso era lo menos en que ella pensaba, y entonces con doble motivo, cuanto que más le importaba que no la sintiese entrar cierta persona que, de espaldas en la butaca, frente al nicho, parecía rezar o dormitar. Sin embargo, por más tiento que pusiese la picaruela en el modo de asentar la planta, no lo pudo hacer tan callandito que no la oyese y sintiese distintamente la vieja, cuyos oídos eran muy finos, y que entonces no rezaba ni dormía, sino que leía, hecha un arco, en un libro pequeño de oraciones con forro de pergamino.

—¡Hola! —le dijo mirándola de soslayo por encima de los aros perfectamente redondos de sus gafas, enhorquilladas en la punta de la nariz, a guisa de muchacho a la grupa de un caballo—. ¡Hola señorita! ¿Aquí está Vd? ¿Eh? ¡Qué bueno! ¿Son éstas horas de venir a pedir la bendición de su abuela? (Porque la chica se acercaba con los brazos cruzados). ¿Dónde has estado hasta ahora, buena pieza? (Habían tocado ya las oraciones). ¡Qué linda estabas para ir por los óleos! Y echándole mano de pronto, en cuyo acto se le cayó el libro y se espantaron el gato que pestañeaba a menudo sentado en una silla, las palomas y las gallinas. Ven acá, espiritada[19], añadió; mariposa sin alas, oveja sin grey, loca de cepo; ven, que he de averiguar dónde has estado hasta estas horas. ¿Qué, tú no tienes rey ni Roque que te gobierne, ni Papa que te excomulgue? ¿Adónde se ha visto de eso? ¿Tú no tienes más vida que correr por las calles? ¿No se puede averiguar nadie contigo? Yo te haré entender que hay quien puede. ¡No me quedaba que ver!

Cecilia, lejos de asustarse, ni de huir, con mucha risa se echó en brazos de la malhumorada y gruñidora abuela, y, como para anudarle la lengua, le entregó cuanto le habían regalado las señoritas donde había estado.