Capítulo II

No es caballero el que nace,

sino el que lo sabe ser.

La llegada repentina del joven mencionado al final del capítulo anterior, esperada y todo, sorprendió al maestro sastre, con tanto más motivo que su oficial aguardaba precisamente aquel momento para echar atrás los brazos y soltarle en las manos la pieza de ropa en estado de prueba.

Esto, sin embargo, no fue parte para que él dejase de salir al encuentro de Leonardo Gamboa y recibirle con muchas sonrisas y zalamerías.

Si el joven recién llegado observó o no la retirada precipitada de Pimienta, o si adivinó el motivo, es más de lo que puede afirmarse con probabilidad de acierto. Fuerza es decir, no obstante, que hasta allí Leonardo ignoraba que tuviese un enemigo acérrimo en el músico; y que, además, se creía superior para ocuparse de las simpatías o antipatías de un hombre de baja esfera, mulato por añadidura. Lo seguro es que ni siquiera sospechó que había acabado de ser el objeto casi exclusivo de la conversación del maestro sastre y de su oficial. Venía, además, allí a hora fija y por cita expresa, sólo se demoraría el tiempo necesario. No había, por tanto, ocasión ni motivo de dar su atención y pensamientos a cosas ajenas al traje que hacía el maestro Uribe. Tampoco éste le dio lugar a divagaciones.

Como tenía por costumbre Leonardo, al apearse sacó una peseta del bolsillo del chaleco y se la arrojó al calesero, el cual la recibió en el aire. Luego, sin más demora, se encaminó derecho al sastre, cortándole, en medio de sus obsequiosas demostraciones, con la pregunta:

—¿Qué hay de mi ropa? ¿Lista?

—Casi concluida, señor don Leonardito.

—Lo temía, lo esperaba, —replicó éste impaciente—. Un zapatero remendón tiene más palabra que tú, Uribe.

—Pues ¿qué hora es, caballero Gamboa?

—Son las cuatro y más de la tarde; y me prometiste la ropa para ayer tarde.

—Perdone el caballero, se la prometí para hoy a las siete de la noche. Es decir, concluida y planchada de un todo. Porque el caballero debe estar enterado que de mi taller no sale pieza sin todos sus periquitos y ringo rangos. Cuente el caballero que este pobre sastre no posee otra cosa que su reputación, como que viste, hace más de diez años, a la grandeza de La Habana, y nadie podría decir en justicia que Francisco de Paula Uribe y Robirosa…

—¡Ah! ¡Maestro Uribe! ¡Maestro Uribe! —volvió a interrumpirle el joven con mayor impaciencia—. El que no te conozca que te compre. Dale con la palabra y vuelta con su reputación y pocas veces, si alguna, cumpliendo con exactitud. Dejemos toda esta palabrería para otra ocasión y vamos a los hechos. Al fin ¿tendré la ropa esta noche, en tiempo para el baile o no? He aquí lo que importa saber.

—La tendrá el caballerito o pierdo el nombre que llevo. Por lo que toca al chaleco, que es lo único que se hace fuera de casa, lo espero por momentos. Apuradamente, está en manos de una pardita que se pinta sola para chalecos y es como el reloj. Ya que el caballero ha tenido la bondad de honrar mi taller con su presencia, probaremos la casaca, aunque estoy cierto y seguro que el caballero va a confesar que tengo buen ojo, si no otra cosa. Le ruego que no repare en su estado presente, porque sé que para las personas que no son del arte aquí hay trabajo de dos días, cuando para un oficial experto sólo hay trabajo de dos horas. Si alguna vez se me atrasa la obra, no es por culpa mía, ni por falta de oficiales, sino porque me cae mucha de golpe. En el taller sólo tengo cinco oficiales, fuera, en sus casas, cuantos quiero, aunque yo prefiero tener mi gente siempre a la vista.

Por entonces, plantado Leonardo delante del espejo, se había despojado del frac con la ayuda del sastre, y mientras le probaban el nuevo, creyó ver reflejada en aquél la imagen de alguien que le miraba a hurtadillas desde atrás de la puerta del comedor. Aunque le pasó por la mente que había visto aquella cara en alguna parte, de pronto no pudo recordar dónde ni cuándo. En este esfuerzo de imaginación se quedó un rato pensativo, completamente abstraído. Por supuesto, durante ese tiempo no vio lo que pasaba, no oyó ni entendió la charla del maestro Uribe.

Acertó a entrar en aquella sazón en la sastrería una muchacha de color, medio cubierta la cabeza en la manta de burato pardo oscuro, a la usanza persa. Dio las buenas tardes, y como si no hubiese reparado en lo que allí se hacía, pasó de largo hacia el aposento, por detrás de la mesa de cortar. Pero Uribe la esperaba impaciente y la detuvo antes de alcanzar la puerta, preguntándole:

—¿Traes el chaleco, Nene?

—Sí, señor; —contestó ella con voz muy suave y musical, deteniéndose a la cabeza de la mesa, en la cual depositó un lío pequeño que sacó de debajo de la manta.

El nombre, lo mismo que la voz de la muchacha, sacaron a Leonardo de su abstracción; volvió a ella el rostro y le clavó la vista. Ambos se reconocieron desde luego, y cambiaron una mirada de inteligencia y una sonrisa de cariño, señales que por cierto no se escaparon a la penetración de Uribe. —Aquí hay gato encerrado, pensó él. ¡Pobre muchacha!, ¡la compadezco! ¡En qué garras has caído! Cuando menos ésta es la causa de las quemazones de sangre de Pimienta… Tiene razón… Pero no, debe ser por algo más de eso.

Después sacó el chaleco del pañuelo de seda en que estaba envuelto, y dándole éste a su dueño, añadió hablando con Gamboa.

—¿No se lo dije al caballero? Aquí tiene la prenda. La costurera vale un Potosí.

Era el chaleco de raso negro, sembrado de abejas color verde brillante, entretejidas en la tela. No se lo probó Leonardo, ni lo juzgó necesario el sastre. Tampoco hubo desde allí tiempo para mucho, porque, cual por cita, acudió la mayor parte de los parroquianos de Uribe. Entre ellos, Fernando O'Reilly, hermano menor del conde de este nombre; el primogénito de Filomeno, después Marqués de Aguas Claras; el secretario o confidente del Conde de Peñalver; el joven Marqués de Villalta; el Mayordomo del Conde de Lombillo; y uno que le decían Seiso Ferino, protegido por la opulenta familia de Valdés Herrera. Casi todos éstos habían ordenado piezas de ropa para sí o para sus amos en la sastrería del maestro Uribe, y, ya de paso para el Paseo de extramuros en sus carruajes, ya ex profeso, entraban en ella y se detenían el tiempo necesario para esa averiguación.

Al entrar el primero de los personajes arriba nombrados, le puso familiarmente la mano en el hombro a Leonardo, le llamó por este nombre, y le trató de tú por tú. Habían sido condiscípulos de Filosofía en el Colegio de San Carlos desde 1827 a 1828, en cuya última fecha O'Reilly se había separado para ir a España y proseguir sus estudios hasta recibirse de abogado, como se recibió, tornando a los patrios lares sólo unos pocos meses antes del día de que aquí hablamos, con el empleo de Alcalde Mayor. Después de dos años de ausencia, aquélla era la primera vez que se veían, no habiendo tenido Leonardo ocasión ni humor de ir a saludarlo, quizás porque, si bien antiguos condiscípulos, no había dejado él de ser miembro de una familia la más orgullosa de La Habana, de la primera grandeza de España. Por otra parte, partió soltero y volvió casado con una madrileña, motivo de más para que sus gustos y aficiones ahora fuesen muy distintos de lo que fueron cuando juntos concurrían a oír las elocuentes lecciones del amable filósofo Francisco Javier de la Cruz.

La ocasión de aquella afluencia de señores y sus criados no era otra que el baile de tabla que se celebraba por la noche del mismo día, en los altos del palacio situado en la calle de San Ignacio esquina a la del Teniente Rey, alquilado para sus funciones por la Sociedad Filarmónica, en 1828. Desde los días del carnaval, a fines de febrero, en que coincidieron los festejos públicos por el casamiento de la princesa de Nápoles, doña María Cristina con Fernando VII de España, la Sociedad antes dicha no había vuelto a abrir sus salones. Ahora lo hacía como para despedir el año de 1830, pues es sabido que la gente principal de La Habana, única con derecho a concurrir a sus funciones, se marchaba al campo desde principios de diciembre y no volvía a la ciudad sino hasta mucho después de Reyes. En vísperas del sarao, la juventud de ambos sexos acudía en tropel a los establecimientos de modas y novedades para hacerse de trajes nuevos, de adornos, joyas y guantes. Las sastrerías como la de Federico, Turla y Uribe, que eran las favoritas; los almacenes como los del «Palo Gordo» y de «Maravillas»; las joyerías como las de Rozan y «La Llave de Oro»; las tiendas de modistas como la de madama Pitaux; las zapaterías como la de Baró, en la calle de O'Reilly y la de «Las Damas» en la calle de la Salud esquina a la de Manrique, extramuros de la ciudad, varios días anteriores al señalado para el baile se veían asediados a mañana y tarde, por las señoritas y jóvenes más distinguidos por su elegancia y el lujo de sus trajes. Las primeras por esa época empezaban a usar los zapatos o escarpines de raso blanco a la China, con cintas para atarlos a la garganta del pie y mostrar las medias de seda caladas, siendo así que el vestido se llevaba sobre lo corto. Los hombres usaban también escarpines de becerro con hebillita de oro al lado de fuera y calcetas de seda color de carne.

Con los caballeros, Uribe echó el resto de la cortesía y de la amabilidad, de que sabía revestirse cada vez que le convenía; con los criados, aunque acudían en nombre de personas de elevada posición, fue seco y parco en demostraciones civiles. Pero tuvo habilidad bastante para dejarlos a todos contentos y satisfechos, como que nada le costaba prodigar promesas a diestro y a siniestro, que es moneda imaginaria con que se pagan la mayor parte de las deudas en sociedad. De esta manera cumplió exactamente con los que le hablaron gordo desde el principio; a los restantes dio un solemne chasco, sin perder por eso su patrocinio. E idos todos, porque ninguno calentó asiento, se puso desde luego a habilitar las piezas que se proponía concluir para aquella noche. No descuidó, por supuesto, la casaca verde invisible de Gamboa; quien, satisfecho de que no sería chasqueado de nuevo, cedió a las vivas instancias de su amigo Fernando O'Reilly y le acompañó en el quitrín al paseo, llamado por imitación del famoso de Madrid, el Prado.

Ocupaba éste, y ocupa en el día, el espacio de terreno que se dilata desde la calzada del Monte hasta el arrecife de la Punta al Norte, al morir el glacis[85] de los fosos de la ciudad por el lado del oeste. Cienfuegos extendió el paseo de la calzada del Monte hasta el Arsenal hacia el sur; pero jamás se ha usado como tal esa parte sino como calle Ancha, cuyo nombre lleva. Entre las obras de adorno que tuvieron origen en el gobierno de don Luis de las Casas, se cuenta el nuevo Prado (el de que hablamos ahora). El Conde de Santa Clara concluyó la primera fuente que dejó en proyecto las Casas, y construyó otra más al norte; nos referimos a la de Neptuno en el promedio del Prado, y la de los Leones al extremo. Ambas se surtían de agua de la Zanja real, que atravesaba el paseo (y aún le atraviesa) por el frente del Jardín Botánico, hoy estación principal del ferrocarril de La Habana a Güines, y por la orilla del foso iba a verter sus turbias aguas en el fondo del puerto, al costado del Arsenal. Mucho después, al extremo meridional del Prado, donde estuvo originalmente la estatua en mármol de Carlos III, que don Miguel Tacón trasladó en 1835 a su paseo Militar, hizo construir a su costa en 1837 el Conde de Villanueva la bella fuente de la India o de La Habana.

El nuevo Prado constaba de una milla de extensión, poco más o menos, formando un ángulo casi imperceptible de 80 grados, frente a la plazoleta donde se elevaba la fuente rústica de Neptuno. Le constituían cuatro hileras de árboles comunes del bosque de Cuba, algunos con la edad muy corpulentos, e impropios todos de alamedas. Por la calle del centro, la más ancha, podían correr cuatro carruajes apareados; las dos laterales, más angostas, con unos pocos asientos de piedra, servían para la gente de a pie, hombres solamente, quienes en los días de gala o fiesta se formaban en filas interminables a lo largo del paseo. La mayor parte de éstos, especialmente los domingos, se componían de mozos españoles empleados en el comercio de pormenor de la ciudad, en las oficinas del gobierno, en la marina de guerra y en el ejército, pues por su calidad de solteros y por sus ocupaciones, no podían usar carruaje y visitar el Prado en días comunes. Es de advertirse además, que a la hora del paseo, estaba prohibido atravesar siquiera el Prado en vehículo de alquiler; y si algún extranjero lo hacía por ignorancia de la regla o consentimiento del sargento del piquete de dragones que daba allí la guardia, llamaba la atención y excitaba la risa general del público.

La juventud cubana o criolla tenía a menos concurrir al Prado a pie; sobre todo el confundirse con los españoles en las filas de espectadores domingueros. De suerte que allí tomaba parte activa en el paseo sólo la gente principal: las mujeres invariablemente en quitrín, algunas personas de edad en volante y ciertos jóvenes de familias ricas, a caballo. Ninguna otra especie de carruaje se usaba entonces en La Habana, a excepción del Obispo y del Capitán General que usaban coche. El recreo se reducía a girar en torno de la estatua de Carlos III y la fuente de Neptuno cuando la concurrencia era corta, que cuando era mucha, se extendía hasta la de los Leones u otro cualquier punto intermedio, donde el sargento del piquete calculaba que debía plantar uno de sus dragones, a fin de mantener el orden y de que se guardase la debida distancia entre carruaje y carruaje. Mientras mayor era la afluencia de éstos, menor era el paso a que se les permitía moverse; de que resultaba a menudo un ejercicio muy monótono, no desaprovechado en verdad por las señoritas, cuya diversión principal consistía en ir reconociendo a sus amigos y conocidos, entre los espectadores de las calles laterales, y saludarlos con el abanico entreabierto, de la manera graciosa y elegante que sólo es dado a las habaneras.

Por fortuna la monotonía y la funérea gravedad de tan inocente recreo, a que las autoridades españolas daban el nombre arbitrario de orden, duraban lo que la presencia de los dragones del piquete en la avenida central del Prado, es decir, de las cinco a las seis de la tarde. Porque es cosa sabida que, unas veces con la punta de la lanza, otras a varazos, hacían que los caleseros guardasen el paso y la fila. Pero después de saludar el pabellón español en las fortalezas del contorno, ceremonia previa para arriarlo, lo mismo que las señales del Morro, desfilaba el piquete por la orilla de la Zanja, en dirección de la calle y cuartel de su nombre, y al punto empezaban las carreras, el verdadero ejercicio, la belleza y novedad de la diversión. Espectáculo digno de contemplarse era, en efecto, entonces, el paseo en carruaje y a caballo, del nuevo Prado de La Habana, iluminado a medias por los últimos rayos de oro del sol poniente, que en las tardes de otoño o de invierno se degradan en manojos de plata, antes de confundirse con el azul purísimo de la bóveda celeste. Los caleseros expertos se aprovechaban con ganas de la ocasión que se les presentaba para hacer alarde de su habilidad y destreza, no ya sólo en el regir de los caballos, en el girar violento y caprichoso de los quitrines, sino en el tino con que los metían por las estrechuras y la confusión, y los sacaban sin choque ni roce siquiera de unas ruedas con otras. Aún las tímidas señoritas, en el colmo del entusiasmo por el torbellino de las carreras y giros, arrebatadas en sus conchas aéreas, con la acción y a veces con la palabra, animaban a los jinetes; con que unos y otros contribuían hasta donde más al peligro y grandeza del espectáculo. Poco a poco desaparecía la vaporosa luz crepuscular; una polvareda sutil y cenicienta se elevaba remolinando hasta las primeras ramas de los copudos árboles y cubría todo el paseo; de manera que, cuando uno tras otro los quitrines, con su carga de mujeres jóvenes y bellas, dejaban el estadio en vuelta de la ciudad o de los barrios extramuros, no creía menos el desapercibido espectador sino que salían de las nubes, cual otras Venus, de la espuma de la mar.

En aquellos tiempos en que la Metrópolis creía que la ciencia de gobernar las colonias se encerraba en plantar unos cuantos cañones de batería, se ideó la construcción de las murallas de La Habana, obra que se comenzó a principios del décimo séptimo siglo y se terminó casi al finalizar el décimo octavo. Las tales murallas eran parte de una fortificación vasta y completa, así por el lado de tierra como por el del mar o el puerto; no faltándole cuatro puertas hacia el campo, poternas[86] hacia el agua, puentes levadizos, foso ancho y hondo, terraplenes, almacenes, estacadas, aspilleras[87], y baluartes almenados; de modo que la ciudad más populosa de la Isla quedaba de hecho convertida en una inmensa ciudadela. Así existieron las cosas hasta la venida del memorable don Miguel Tacón, quien abrió tres puertas más y sustituyó los puentes levadizos con puentes fijos de piedra. Pero en la época de la historia que vamos refiriendo, esto es, cuando sólo existían las cinco puertas originales, las tres del centro llamadas de Monserrate, de la Muralla y de Tierra, eran para el uso del público en carruaje, a caballo y a pie, y las de los extremos, denominadas de la Punta y de la Tenaza estaban destinadas especialmente al tráfico. Por ellas, pues, se acarreaba el azúcar, el café y otros efectos pesados en el único medio de trasporte de entonces, a saber, las enormes primitivas carretas, tiradas por cachazudos bueyes. La guarnición de la plaza, numerosa en los últimos tiempos, daba la guardia en las puertas y en las poternas, juntamente con el resguardo, constituido en todas ellas; pues nadie ni nada entraba ni salía sin estar sujeto a un doble registro, todo según se acostumbra en las plazas sitiadas.

Después de entrado el carruaje en que iban O'Reilly y Gamboa, en el rastrillo[88] interior, donde se hallaba la garita del resguardo, asomó, por la parte opuesta del puente levadizo, un caballo tan cargado de forraje verde de maíz, a que llaman vulgarmente maloja, que no se veían más que los pies y la cabeza, la cual procuraba alzar cuanto podía, a causa sin duda del demasiado peso. Sobre aquella montaña de hierba venía montado a la mujeriega, mejor dicho, recostado a la grupa el conductor o malojero, mozo natural de Islas Canarias, vestido a la usanza de los campesinos cubanos. El centinela español, que se paseaba entre las dos puertas con el fusil al brazo, miró primero hacia el puente, luego hacia el rastrillo, y se plantó en medio de la vía en señal de que ambos debían pararse, hasta que se resolviera cuál de los dos tenía que ciar[89] o desviarse. Pararse el caballo del forraje equivaldría a obstruir el paso; volverse en el estrecho puente era imposible sin exponerse a una caída; en tanto que al carruaje le era fácil arrendar los caballos sobre el cuartel del cuerpo de guardia y dejar expedito el camino. A pesar de su natural torpeza, esto lo vio claro, desde luego, el centinela; así que ordenó con la mano al malojero que se parase y avanzó a paso de carga al carruaje y gritó:

—¡Atrás!

Pero orgulloso el calesero de la nobleza y autoridad de su amo, envanecido de los escudos de arma bordados en su librea, lo mismo que de sus espuelas de plata, metal de que estaban sobrecargadas las guarniciones, aún el mismo carruaje, en vez de obedecer la orden del centinela, plantó los caballos delante de la puerta interior, y miró de medio lado a su amo. Venía éste muy embebecido contándole a Gamboa los peligros que había corrido en su ascención al monte Etna en Sicilia, y hasta la parada repentina del carruaje no echó de ver que se había presentado un obstáculo. Naturalmente los ojos del amo se encontraron con los del esclavo que le pedía órdenes: —¡Arrea!, le dijo, y como si nada ocurriese, continuó la íntima conversación que traía con su condiscípulo y amigo.

Moviéronse los caballos y entonces el centinela repitió la voz de: —¡Atrás!, presentando la bayoneta a sus pechos; a cuya vista O'Reilly, que era soberbio, se puso rojo de la indignación. Medio se incorporó en el asiento, como para mostrar mejor la cruz roja de Calatrava que llevaba bordada en la solapa de la casaca, y gritó: —¡Cabo de guardia! Y luego que éste se le presentó con la mano derecha abierta sobre la frente, agregó: —¡Haga Vd. despejar el paso!

Informose el cabo en un instante de lo que pasaba, y aunque no conocía el sujeto que le había hablado, por el tono imperioso que usó y por la cruz roja, supuso que era un señor principal, jefe, o cosa parecida, y le contestó, siempre con la mano abierta, a la altura de la frente:

—El malojero no puede retroceder.

—¿Cómo es eso? —exclamó Fernando en el colmo de la cólera—. ¿Sabe Vd. con quien habla? Llame al oficial de guardia.

—No hay para qué, repuso el cabo. Ya veremos modo de arreglarlo. No se incomode V. E.

—Haga ciar ese caballo de la maloja… Pronto.

A las voces, acudieron el oficial de guardia, que se entretenía en jugar a los naipes con unos cuantos amigos, y los soldados de facción, los cuales esperaban órdenes sentados en un banco sin respaldo a la puerta del cuartel, mientras los demás dormían a pierna suelta en las tarimas fijas del interior. Aquel militar, que debíamos suponer más enterado que el cabo de la noción de lo justo y de lo injusto, no vio más sino que un caballero cruzado no podía proseguir su paseo porque se lo impedía un paisano con su caballo cargado de forraje. Así que dio la orden perentoria de despejar el puente. Ejecutada en un dos por tres, el monte de forraje verde quedó montado en la barandilla del puente levadizo, única cosa que ocurrió a los soldados hacederos en aquella circunstancias. En efecto, así pudo pasar el carruaje, aunque llevándose en el bocín[90] del cubo parte de la maloja. Todo aquello sucedió tan repentina como inesperadamente para el mozo conductor, que sólo tuvo tiempo de echarse al suelo, no para resistir el atropello, sino para no ser lanzado al foso. Expresó su sorpresa con algunos juramentos, y su enojo con mudas demostraciones; mas nadie le hizo caso. Por el contrario, temeroso de mayor violencia, se apresuró a descargar parte de la hierba, a fin de que el caballo pudiera enderezarse y seguir camino a la ciudad.

En saliendo de la cabeza del puente para coger el estrecho rastrillo de la estacada, había que orillar el foso por corto trecho, pasar por encima de la esclusa de la Zanja, parte de cuyas aguas se vertía en aquél, formando un charco de regulares dimensiones. Pues en el borde del alto terraplén, en el instante en que hablamos, había un grupo de hombres y muchachos en observación de algo que ocurría abajo, en el charco.

—¿Qué es ello? —preguntó O'Reilly.

—No sé, contestó su amigo; supongo que gentes que se bañan.

Preguntado el calesero, informó a su amo sin titubear, que eran el mulato Polanco y el negro Tondá, célebres nadadores, riñendo a zapatazos. En efecto, desnudos completamente, cual salvajes del África, zambullían, giraban bajo del agua, y luego procuraban hacerse daño, descargándose tremendos golpes con las piernas, al modo como dicen que hace el cocodrilo cuando ataca la presa. Esto llamaban en Cuba tirar zapatazos. Parece que el inmoral espectáculo se repetía a menudo, supuesto que el calesero de O'Reilly desde luego dijo los nombres de los bañistas y lo que hacían en el agua. El primero más de una vez había acometido a un tiburón en el puerto y le había rendido a puñaladas; además de excelente nadador el segundo, era bien conocido en toda la ciudad por su valor heroico y actividad desplegada en la persecución de los malhechores de su propia raza, con autoridad especial del mismo capitán general don Francisco Dionisio Vives.

El fácil triunfo obtenido sobre el mozo del forraje en la puerta de la Muralla, había envalentonado al calesero, el cual quiso entrar en el paseo por la orilla de la Zanja; pero se lo impidió el dragón con lanza en ristre. A pesar de las protestas de O'Reilly, quien invocó su carácter de Alcalde Mayor, hubo que dar la vuelta a la estatua de Carlos III y esperar allí un claro para incorporarse en la fila. Este fue el primer motivo de mortificación para tan orgulloso joven; el segundo le aguardaba en el punto donde la calle de San Rafael corta el Prado. Desembocaban por ella el coche del general Vives con su escolta de a caballo, todos a galope tendido; y mientras, para abrir campo, los dragones del piquete interrumpían el movimiento de los quitrines de ambas filas, en el paseo, entre los cuales se hallaba el de O'Reilly; dos flanqueadores con sable desnudo detenían y arrollaban a los que pretendían entrar o salir por la puerta del Monserrate, antes que su excelencia el Capitán General.

Probaba esto que había en La Habana alguien superior y más privilegiado que un segundo génito de conde, aunque Grande de España de primera clase. En la acepción recta de la palabra, no era demócrata Leonardo, mas le disgustó mucho el atropello del malojero y casi se alegró de las mortificaciones que experimentó su amigo en el paseo, cual si hubiesen querido humillarle el orgullo. Evidente, pues, aparecía que las distinciones sociales del país, sólo aprovechaban en todas circunstancias a la autoridad militar, ante la cual nobles y plebeyos debían doblar la cerviz.