Capítulo II

Y en los bellos cafetales

todo es frescura y olores,

besadas sus blancas flores

por las brisas tropicales.

J. PADRÍÑEZ

Como novia de Cupido desde la víspera, Rosa Ilincheta, por el temor pudoroso de encararse con su cómplice a la clara luz del día, retardó cuanto pudo su salida del tocador. Pero Isabel tenía obligaciones que llenar y bien temprano apareció en el pórtico del sur de la casa con la sombrilla en la mano derecha, una cestita calada al brazo izquierdo por el aro, y por todo abrigo el pañolón de seda bordado de realce[148].

Asomaba entonces el sol por un ángulo de la casa, alumbrando una parte del jardín y proyectando la sombra de aquélla y de los árboles, por largo trecho, sobre el espacioso batey de la finca. Había sido abundante el rocío de la madrugada. Empapado estaba el césped, apagado el polvo bermejo de los caminos y las hojas de las plantas y las corolas de las flores cuajadas de menudos aljófares[149]; otros tantos prismas que descomponían la luz del almo[150] sol, al recibirla de soslayo.

Echó Isabel una mirada inquisitiva por todo el país desplegado ante ella, y se aventuró fuera del pórtico; porque desde allí echó a ver una rosa de Alejandría que acababa de abrirse al dulce calor solar, en el cuadro del sudeste del jardín. Cortola sin punzarse ni mojarse, y cuando se adornaba con ella la espléndida trenza de sus cabellos, volvió maquinalmente los ojos hacia la casa y le pareció que uno de sus huéspedes la observaba desde el postigo de la ventana del cuarto, en el extremo del pórtico, donde en efecto se habían los dos alojado. Era Diego Meneses, que por no haber disfrutado de sueño tranquilo, dejó la cama desde el amanecer y aspiraba el puro ambiente del campo, a la sazón que Isabel apareció en medio de sus gayadas flores.

De tal modo la turbó este incidente, que por breve rato estuvo indecisa entre si volvía atrás o seguiría adelante, porque los actos de adornarse el cabello y de mirar para la casa, magüer que inocentes y casuales, podían interpretarse de diversas maneras, y ella huía tanto de la frivolidad como de la necia coquetería. Pero tenía que salir y salió con firme paso.

Por el lado del sur, una cerca de piedra separaba el campo del cuadrado en que se comprendía el variado caserío de la finca. En el centro se alzaba el molino del café, entre los dos pares de tendales, capaces de contener a un tiempo, secándose, la mitad de la cosecha. Más lejos, cerrando el gran espacio por la izquierda, se veía el grueso y oscuro brocal del pozo con su horca y garrucha para la extracción del agua; el palomar después, el corral de las aves y algunos chiqueros; al fondo y a la derecha, el campanario, o más bien el pilar de madera de cuyo brazo cubierto con un tejadillo, pendía la campana; los graneros o almacenes, las caballerizas, el establo de las vacas y las otras dependencias. Los bohíos de los esclavos figuraban una aldea de regular tamaño.

Ni estaba desprovisto de vegetación el magnífico batey que hemos venido describiendo, pues muchos árboles, y sin duda los más copudos y corpulentos de toda aquella hacienda, le adornaban y daban sombra. Entre ellos varios aguacates, mameyes colorados, mangos y caimitos; sobre todo los primeros, cual las coníferas del continente, parecían escalar el cielo con la cúspide de sus ramas. Aquéllos más empinados y coposos eran los escogidos por las gallinas de Guinea (Numidas Meneagris de Cuvier), conocida la hurañía de esas aves exóticas, para sus querencias de noche. La banda, que bien podía componerse de cien, desde antes de aparecer el sol empezaron a removerse y a repetir el clamor o cacareo peculiar suyo, en que parece que una dice pascual y la otra contesta, pascual, hasta que todas despiertan y se preparan para descender de sus elevadísimas y naturales alcándaras[151]. Ni los pichones ni las gallinas daban aún señales de vida: aquéllos por no ser madrugadores, éstas por el encierro y la oscuridad de su casa.

Por lo demás, se notaba bastante movimiento en todo el batey. De los esclavos de ambos sexos, quiénes recogían con sus guatacas o azadones las hojas secas y briznas del suelo; quiénes con los mismos instrumentos rozaban la yerba de los caminos; quiénes con ambas manos abiertas levantaban la basura amontonada y la metían en canastas que otros conducían fuera a la cabeza; quiénes a brazo sacaban agua del profundo pozo y la vertían en una amplia cubeta de piedra al pie del brocal para que otros, en unos baldes rústicos hechos del pecíolo de la palma, la distribuyesen en los depósitos de los varios departamentos de la hacienda. A la vera del pozo daba agua y bañaba los caballos de dos en dos o de tres en tres, el calesero Leocadio. Dentro del molino resonaba la voz penetrante del negrito, que, sentado al extremo del eje de la rueda vertical, con que girando en la solera se descascaraba el café, aguijaba sin cesar a la caballería que servía de motor. Cuatro esclavas, entre tanto, tendían el grano, aún no bien seco; mientras otros conducían el pilado o descortezado al aventador, cuyas paletas hacían un ruido tremendo y despertaban los ecos doquiera que la ola sonora encontraba obstáculo elástico en su trayecto. Y una vez limpio de toda paja o polvo, era llevado a los almacenes para que allí se escogiese y clasificase por otros esclavos.

Ninguno de los que pasaban al alcance de Isabel dejaba de darla los buenos días y de pedirla su bendición, doblando la rodilla en señal de sumisión y respeto. Pedro, el Contramayoral, sin la insignia ominosa de su oficio, yendo de un lado a otro, animaba a sus compañeros al trabajo y daba la mano en muchos casos, como para imprimir mayor peso a la palabra con la obra. La subida o aparición de Isabel en los tendales fue la señal para que el negrito del molino alzase la voz argentinada y aguda con la canción, tan ruda como sencilla, improvisada quizás la noche anterior, la cual principiaba con esta especie de verso: La niña sen va, y terminaba con este otro, repetido en coro por todos los demás negros: Probe cravo llorá. Entre la primera letra y el estribillo o pie insertaba el guía, no obstante que criollo, nacido en el cafetal, frases en congo puro, a que también contestaba el coro con el obligado: Probe cravo llorá.

Inútil fuera pedir armonía, siquiera música a una canción, ni civilizada ni salvaje del todo; pero si parecía asaz monótona a oídos delicados, también es verdad que el tono y la letra rebosaban en melancólico sentimiento. Así lo estimó Isabel, aunque hizo como que no oía ni entendía palabra, y siguió adelante hasta el pie de los árboles, donde ya bullían y corrían en todas direcciones las aborotosas gallinas de Guinea. Algunas, las más ariscas, al verla quisieron emprender vuelo, estallando en el grito nasal, chillón y alto con que suelen dar la voz de alarma a sus compañeras. Mas conocida la voracidad de esas aves, bastaron a tranquilizarlas y contenerlas unos granos de maíz que Isabel sacó de la cestita que llevaba al brazo y que tuvo cuidado de arrojarlos en un punto dado, cerca de sí. La banda en masa se echó sobre el escaso alimento, depuesta la vigilancia, olvidado el peligro, y sólo ocupada de egullir granos o pedrezuelas. De esta circunstancia se aprovechó una de las esclavas, a una señal de su señorita, para arrastrarse por el suelo y pillar dos, sin que lo echaran de ver las otras. Muy gustosa es la carne de estas aves, tan gustosa como la de la perdiz, razón por qué Isabel se propuso obsequiar a sus huéspedes con un par de ellas, asadas, en el almuerzo.

A la vista del alimento, arrojado ahora a puñados, acudieron presurosos los pichones. Estos, menos huraños que las guineas, a las cuales temían, y más capaces de simpatía que ellas, revolotearon al principio en torno de la joven, luego se posaron en su cabeza, en sus hombros y en el brazo de la cesta, acabando por arrebatarle el maíz de las manos y aun picarle en la boca. Tales y tan tiernas demostraciones de inocentes avecicas, por más que repetidas un día con otro, siempre la enternecían, y jamás, sino en casos extraordinarios, consintió que las matasen fuera de su vista. Por éste y otros actos parecidos en que se ponía de manifiesto la influencia ejercida por Isabel sobre cuantos seres se le acercaban, no creían menos sus esclavos sino que Dios la había dotado de una especie de encanto o poder secreto, el cual no cabía aludir ni repeler.

Seguía Diego Meneses con la vista los pasos de su amiga, y, bien que, a fuer de hombre civilizado, no estaba dispuesto a conceder nada sobrenatural en ella, sí creía, como los demás, que era una mujer extraordinaria. Desde su puesto de observación daba cuenta fiel de lo que veía u oía, a Leonardo, quien continuaba en la cama descansando y gozando de las finísimas sábanas cargadas de encajes y perfumadas con los pétalos de las rosas de Alejandría, obra toda de las industriosas manos de Isabel. Decía Meneses a Gamboa, entre otras cosas:

—Es mucha mujer ésa, amigo.

—¿No te lo decía yo?, —contestaba éste satisfecho.

—Vale un Perú. No se ven muchas como ella por ahí.

—¿Quieres cambiar? La cambio pelo a pelo por Rosa. Vamos.

—No te burles, compadre, —contestaba Diego serio—. Que reconozca en Isabel prendas raras, dignas de encomio, no quiere decir que me guste más que otras mujeres, ni que esté prendado de ella. Pero la verdad es que cada vez me convenzo más de que tú no te la mereces.

—¡Pues qué! ¿Te figuras que ella es mejor que yo? —replicaba Leonardo, herido de la observación de su amigo—. Te equivocas, chico, de medio a medio. Ten presente que Isabel es hija de un antiguo empleado del gobierno, empleado cesante, un cafetalista arruinado, un pobretón, en suma; mientras que mis padres tienen potreros, cafetal, ingenio, son hacendados ricos y hacen diferente papel en La Habana. ¿Está Vd.?

—Estoy, sólo que no me referí a nada de eso cuando te dije que no te merecías esa muchacha. Hablando en plata, Leonardo, tú no la quieres.

—¿Por qué supones que no la quiero?

—¡Qué! ¿Acaso no tengo ojos? Desde que llegamos vengo observando tus acciones y palabras, y nada en ti me persuade que amas a Isabel.

—¡Hombre, Diego! Te diré francamente lo que me pasó, —dijo Gamboa tras breve rato de silencio—. No siento por Isabel aquella pasión ciega y ardiente que sientes tú, por ejemplo… por Rosa.

—Di mejor, —le atajó prontamente Meneses—, que la que tú sientes por Cecí…

—¡Calla! —exclamó Leonardo alarmado, y medio incorporado en la cama—. No se mienta la soga en casa del ahorcado. Te pueden oír: las paredes oyen. Ese nombre es vedado aquí.

—Poco importa un nombre. Es muy común y no creo que Isabel lo haya oído en su vida.

—Probable es que no, pero por el hilo se saca el ovillo, cuanto más que Isabel no tiene pelo de tonta.

—Y ahora que viene al caso, ¿cómo te has compuesto respecto a la escena delante de la casa de las Gámez en el momento de la partida de Isabel?

—Creo que sospecha algo y tengo para mí que sus primas le han contado o escrito sobre eso algún cuento. Ello es que Isabel se muestra recelosa y al parecer muy sentida conmigo.

—No dudo que las primas hayan despertado sus celos. La cosa fue, no obstante, muy clara para que se dejase de alarmar Isabel y sospechar lo mismo que tú y yo sabemos. ¡Qué osadía la de aquella muchacha!

—¿Qué quieres? La cegó el demonio de los celos, comprometiéndome a los ojos de Isabel y de sus primas. No puedes imaginarte cuánta fue mi vergüenza.

—Lo considero. Yo, en tu lugar, escondo la cara bajo siete estados de tierra. Mas ¿de dónde sacó Isabel que podía haber sido tu hermana Adela?

—Ahí verás, Diego. Con todo, si bien recuerdas, se parecen mucho a primera vista.

—Ya había hecho yo la misma observación. ¡Qué malo que tu padre tuviese que ver con semejante parecido!

—¿Quién sabe? A él le gusta la canela tanto como a mí. No tendría nada de extraño que, andando a salto de mata, como solía cuando mozo, hubiese dado un tropezón… Lo que es de C… está que se le cae la baba. Me consta.

—Luego no puede ser su padre.

—¡Qué había de serlo! Ni pensarlo. ¡Disparate!

—Pues por ahí se corre que lo es.

—Habladurías de las gentes, Diego. ¿Conciben que estaría enamorado de C… si le ligasen esas relaciones de parentesco con ella?

—Quizás lo ignore, porque tú dices, fue todo a consecuencia de un tropezón. Quizás también la cela de ti, sabedor del parentesco que media entre Vds. dos. ¡Cuando el río suena!…

—En este caso el río no lleva agua, ni piedra. Sólo porque da la casualidad que se parecen mucho C… y Adela se encapricha la gente y habla… Lo que te sé decir es que él me ha hecho pasar más sustos que pelos tengo en la cabeza. Cuando menos lo espero me doy con él de manos a boca. Casi, y sin casi, me causa doble inquietud que el músico Pimienta. Lo único que me tranquiliza por esta parte, es que ella desdeña tanto a los viejos como desprecia a los mulatos.

—No te fíes, sin embargo. Cosa sabida es que hijo de gato ratón caza, y que por donde salta la madre salta la hija. Mas volviendo a nuestro cuento, el resultado de estas misas es que tú no estás en el mejor pie con Isabel.

—No. Como te decía, ella sospecha algo, o alguien la ha predispuesto contra mí. Isabel es, además, muy perra para explicarse con franqueza; yo soy punto menos, de modo que así iremos pasando hasta que Dios quiera, o ella deponga el orgullo y se reconcilie conmigo.

—Esa misma conformidad tuya, —observó Meneses—, me confirma en la creencia de que tú no amas a Isabel.

—O yo no me he sabido explicar, o tú no me entiendes, Diego. No habiendo puntos de comparación bajo ningún concepto entre las dos mujeres, no puedo querer a la una como quiero a la otra. La de allá me trae siempre loco, me ha hecho cometer más de una locura y todavía me hará cometer muchas más. Con todo, no la amo, ni la amaré nunca como amo a la de acá… Aquélla es toda pasión y fuego, es mi tentadora, un diablito en figura de mujer, la Venus de las mula… ¿Quién es bastante fuerte para resistírsele? ¿Quién puede acercársele sin quemarse? ¿Quién al verla no más no siente hervirle la sangre en las venas? ¿Quién la oye decir: te quiero, y no se le trastorna el cerebro cual si bebiera vino? Ninguna de esas sensaciones es fácil experimentar al lado de Isabel. Bella, elegante, amable, instruida, severa, posee la virtud del erizo, que punza con sus espinas al que osa tocarla. Estatua, en fin, de mármol por lo rígida y por lo fría, inspira respeto, admiración, cariño tal vez, no amor loco, no una pasión volcánica.

—Y pensando como piensas, Leonardo, ¿te casarás con Isabel?

—¿Por qué no? Precisamente así es como debe buscarse la mujer para esposa. El que se casa con Isabel está seguro de que no padecerá de… quebraderos de cabeza, aunque sea más celoso que un turco. Con las mujeres como C… el peligro es constante, es fuerza andar siempre cual vendedor de yesca. No me ha pasado jamás por la mente casarme con la de allá, ni con ninguna que se le parezca, y sin embargo, aquí me tienes que me entran sudores cada vez que pienso que ella puede estar coqueteando ahora mismo con un pisaverde o con el mulato músico.

—Lo que prueba, amigo mío, que no hay forma de servir a dos amos.

—En negocios de amores, o galanteos, se puede servir hasta a veinte, cuanto y más a dos. La de La Habana será mi Venus citerea[152], la de Alquízar mi ángel custodio, mi monjita Ursulina, mi hermana de la caridad.

—Es que no se trata aquí de amores ni de meros galanteos, se trata de amar mucho a una y de casarse con otra que no se ama tanto.

—Ya veo que tú no entiendes de la misa la media. Para gozar mucho en la vida el hombre no debe casarse con la mujer que adora, sino con la mujer que quiere. ¿Entiendes ahora?

—Entiendo que tú no has nacido para casado.

Prosiguiendo Isabel en su excursión matutina, muy ajena de la conversación que se tenían los jóvenes habaneros sobre ella, se llegó al pozo. Allí, como en todas partes, impuso respeto su presencia. Por lo que toca al aguador, suspendió el trabajo, no fuera que al verter el agua en la cubeta salpicase el traje de su señorita, que se había acercado demasiado. Al contrario, el calesero criollo, poco más o menos de la edad de aquélla, y que por haberse criado a su vista la trataba con más confianza, no detuvo el bañado de los caballos, dado que se quitó el sombrero. Tampoco dobló la rodilla, cual su compañero, al desearla los buenos días, circunstancia que estamos seguros no advirtió Isabel, ya por estar acostumbrada, ya por no concordar con sus sentimientos filantrópicos la humillación, ni en el esclavo.

—Blas, —dijo dirigiéndose al aguador—, ¿tiene mucha agua el pozo?

A bombón (por mucha), niña.

—¿Cómo lo sabes tú?, —le preguntó ella.

¡Ah, niña! Yo oye siempre bu, bu, bu.

—Luego se podrá ver el movimiento del agua.

Se pue, niña, se pue. Yo mira jervir.

—Veamos, —dijo Isabel acercándose todavía más al brocal.

¿Sumelsé mira?, —preguntó el negro muy asustado—. No, no mira. Mu jondo. Diablo rempuja la niña.

De los aspavientos del compañero riose Leocadio y sugirió que la señorita podía satisfacer su curiosidad sin riesgo si se afirmaba de un ramal de la soga mientras ellos dos sujetaban el otro cabo. De esta manera se hizo; pero Isabel no alcanzó a ver el fondo por la demasiada profundidad, por el espesor del brocal de mampostería y por los innumerables helechos adheridos a las paredes interiores, que con sus graciosas palmas casi cerraban la boca del pozo.

Enseguida Isabel preguntó al calesero si los caballos estaban en disposición de emprender el viaje del día siguiente:

—Niña Isabelita, —contestó él en lenguaje más inteligente que el de su compañero—: Pajarito y Venao necesitan herraura nueva.

—¿Por qué no me lo habías dicho, Leocadio de mis culpas?

—¿Y yo he tenío tiempo? Hasta anoche no supe na del viaje. Dispués de bañar los caballos iba a decírselo a la niña.

—Pues tienes que ir al pueblo a herrarlos.

—Iré dispués de almuerzo. Deme la niña la papeleta para el herraor. Si no se ha emborrachao, estamos bien.

—Por eso, ve lo más temprano que puedas. Y echa ahora a correr y sofocar los caballos antes de tiempo.

—La niña siempre se figura que uno mata los caballos.

—Debías llamarte mata-caballos, no Leocadio.

No se detuvo Isabel en las otras dependencias de la finca por aquel lado del batey; mas al cruzar al opuesto, echó de menos a uno de los esclavos de campo y la informó el Contramayoral que por enfermo no se había presentado en la fila la noche anterior. Reprendió a Pedro que no le dio el aviso oportuno, siguiendo derecho a la enfermería. Se hallaba sentado el enfermo en el suelo, junto a la lumbre, abatido y con un pañuelo atado en la cabeza. Por pronta providencia la enfermera le había suministrado sendas jícaras de infusión de corteza de naranja, endulzada con azúcar de raspaduras. Isabel le tomó el pulso, comprendió que tenía fiebre y dispuso se recogiera entre tanto venía el médico. De vuelta a la casa de vivienda, examinó la caballeriza y el salón en que se escogía el café.

La esperaban en el pórtico los huéspedes, junto con su hermana, su tía y su padre. Parecía natural que quien tan puntualmente había desempeñado las obligaciones de administradora de la heredad y de las cosas a ella adscritas, se sintiese satisfecha de sí misma y más dispuesta para el desempeño de sus deberes como ama de casa. En el semblante risueño y animado con que tornó al lado de la familia, se echó bien de ver que la dueña cariñosa y blanda de esclavos sumisos, sabía ser amable y atenta con sus iguales y amigos. Desde ese momento se consagró a obsequiarlos y a hacerles cuanto agradable se pudiese su corta estada en el cafetal.

Como la mañana siguiese siendo fresca y de poco sol, propuso Isabel a sus amigos una breve visita al jardín fronterizo de la casa. Ese era su Edén. Poca cosa se le alcanzaba del arte de la jardinería, mucho menos de botánica; tampoco se había propagado en Cuba el gusto por la floricultura, ni Pedregal u otros jardineros franceses habían importado de Francia la gran variedad de rosas que adelante trajeron la invasión rosada a La Habana. Pero Isabel era florista por instinto y por afición decidida, y como había plantado con sus manos, sabía de coro la historia de todas las flores que crecían en su delicioso pensil. Guardóse, no obstante, de mencionar siquiera el rosal de flores pálidas en que Leonardo, hacía un año cabal, había injertado de púa el rosal de flores encarnadas. Vigoroso y lozano se mostraba, ostentando en cada nudo rosas de uno y otro color; remedo fiel y poético de dos seres sensibles ligados por la más humana de las humanas pasiones: el amor.

Más tarde la visita a los jardines la extendió Isabel a una excursión a caballo de los cuatro jóvenes por los cafetales vecinos. Sentía ella la necesidad de distraerse, más aún, de aturdirse con el continuo movimiento. Aparte de que no la había dejado satisfecha su explicación de la víspera con Leonardo, le dolía alejarse del apacible hogar y del amoroso padre, y ya la acometía aquella especie de fiebre, síntoma infalible de la extrema dolencia conocida por nostalgia.

Así cursó el 23 de diciembre y vino la melancólica mañana del 24. Mucho antes de aclarar había partido para Guanajay el postillón con el relevo de las tres caballerías. En la silla, y armado al uso general con el látigo y largo machete de cabo de carey y plata, aguardaba por las viajeras el apuesto calesero Leocadio. Cerca de allí se veían varias esclavas y algo más distante los otros siervos, aparentemente preparándose para emprender las faenas del nuevo día, en realidad, como después se vio, en expectativa de la tristísima escena que allí se representaría.

Deseosa Isabel de abreviar el doloroso momento de la separación, abrazó a su padre de carrera, tomó el brazo que le brindaba Gamboa y, con los ojos empañados por las lágrimas, salió a la avenida del este para tomar el carruaje. Las señoras iban en el traje riguroso de camino, de seda oscuro y el sombrerito de paja o gorra al estilo francés. A su aparición se observó un movimiento general seguido de un murmullo entre los esclavos espectadores, quienes prorrumpieron a una en el clamor o canto monótono de la víspera: La niña sen va, probe cravo llorá, repetido en coro solemne a la luz matinal del nuevo día, que apenas alumbraba la cúspide de los más empinados árboles.

Este inesperado saludo acabó de desconcertar a Isabel. Flameó el pañuelo hacia el grupo de esclavos en señal de despedida y apresuró más el paso. Entonces reparó en el Contramayoral.

A pie firme, callado, la cabeza erguida, dejando ver a través de los cabezones de la camisa el cuello rollizo y parte del membrudo pecho, Espartaco por su varonil musculatura, flaca mujer por la sensibilidad de su inculto espíritu, tenía de la cama del freno de plata el inquieto caballo de Gamboa. Junto a él se hallaba su mujer, también inmóvil y callada, con un niño en los brazos, hondamente afligida, según lo mostraban las gruesas gotas de lágrimas que rodaban por sus mejillas de ébano. Tan conmovida como ella, Isabel le puso la mano en el hombro, imprimió un dulce beso en la frente del niño y dijo a su marido:

—¡Pedro, Pedro!, no le olvides de mis encargos.

Sin aguardar respuesta tomó refugio en el carruaje.

En ese asilo comenzaron las que pudieran llamarse cariñosas importunidades de los esclavos. Las negras especialmente, convencidas de que se marchaba su señorita, rodearon el quitrín y las más expresivas se agolparon al estribo, metían la cabeza por debajo de la cortina o capacete, y, según su costumbre, clamaban a grito herido:

—¡Adiós, niña! ¡Vuelva pronto, niña! ¡No se quede por allá, niñita mía! ¡Dios y la Virgen lleven con bien a la niña! Acompañando estas frases, que hemos traducido en gracia del lector, con sus extravagantes demostraciones, como oprimirle suavemente los pies, besárselos cien veces, lo mismo que las manos con que ella quería rechazarlas. Todo esto dicho y expresado con verdadero sentimiento, con exquisita ternura, y sin dejar de contemplar su angelical semblante, cual el de un ídolo o de una imagen sagrada.

Pobres, sensibles, aunque ignorantes y sencillos esclavos, tenían a su ama por la más hermosa y buena de las mujeres, por un ser delicado y sobrenatural, y se lo demostraban a su manera ruda e idólatra.

Poco a poco, ya por ruegos, ora por amonestaciones suaves, logró Isabel apartar de sí a las más petulantes, dio la orden de partir, y anegada en llanto exclamó:

—Yo no sirvo para estas escenas.

A tiempo de montar echó Gamboa una mirada desdeñosa al espectáculo en torno del carruaje, y dijo alto, de modo que lo oyó Pedro, que le tenía el estribo:

—¡Ay! ¡Qué falta hacía aquí un buen cuero!

El calesero llamó la atención hacia las riendas del caballo de fuera, y cuando Isabel pudo tomarlas en la mano ya el quitrín y los viajeros habían salvado la portada y se hallaban casi en los límites, por el oeste, del cafetal La Luz.