Capítulo XVII
Y al punto que el triunfo creyera posible De lúcido acero se vio traspasar. |
J. L. LUACES |
Dijo José Dolores Pimienta que el baile de la gente de color se celebraría en la casa de Soto. Ocupa la esquina occidental de la calle de Jesús María, en su encuentro con la calzada del Monte, opuesta al Campo de Marte.
Precede al zaguán o entrada un ancho portal con barandilla de madera. Desde éste, por las alterosas ventanas, enteramente abiertas, pudo el público, sin derecho a entrar, presenciar a su sabor la fiesta. En el cuadrado patio, que se cubrió con un toldo, se pusieron las mesas del ambigú; en el comedor tocaba la orquesta; en la amplísima sala se bailaba y en los cuartos se reposaba y tenían las conversaciones íntimas de los amigos o los amantes.
Los adornos de la sala se reducían a unas colgaduras de damasco rojo, el color nacional, recogidas con cintas azules en pabellones, a la altura de los dinteles de las puertas y ventanas. El alumbrado lo proporcionaban bujías de pura esperma, ardiendo en grandes arañas de cristal, con profusión de prismas de lo mismo que reflejaban la luz, la multiplicaban y descomponían en todos los colores del iris.
Con la frase baile de etiqueta o de corte, se quiso dar a entender uno muy ceremonioso, de alto tono, y tal, que ya no celebraban los blancos, ni por las piezas bailables, ni por el traje singular de los hombres y de las mujeres. Porque el de éstas debía consistir y consistió en falda de raso blanco, banda azul atravesada por el pecho y pluma de marabú en la cabeza. El de los hombres, en frac de paño negro, chaleco de piqué y corbata de hilo blanco, calzón corto de Nankín, media de seda color de carne y zapato bajo con hebilla de plata; todo según la moda de Carlos III, cuya estatua, hecha por Canova[143], se hallaba al extremo del Prado, donde hoy se ostenta la fuente de la India o de La Habana.
Para entrar y tomar parte en la fiesta no bastaba el traje especial de los hombres; era preciso venir provisto de papeleta, la que debía presentarse en el zaguán a la comisión allí constituida para recibirla y aposentar a las mujeres. Observose esta medida estrictamente al principio; pero tan luego como llegó la hora de bailar, Brindis y Pimienta, principales aposentadores, delegaron el encargo en sujetos menos escrupulosos y rectos. A semejante descuido se debió el que, tarde de la noche, penetrasen algunos individuos que, si bien en traje de ceremonia, no presentaron papeleta ni eran artesanos tampoco.
De este número fue un negro de talla mediana, algo grueso, de cara redonda y llena, con grandes entradas en ambos lados de la frente, que por poco que pasase él de los cuarenta años de edad, terminarían en una calva completa. Aunque se vestía como se había dispuesto, el frac le venía algo estrecho, el chaleco se le quedaba bastante corto, las medias estaban descoloridas por viejas, carecían de hebillas sus zapatos, no tenía vuelos la camisa y el cuello le subía demasiado hasta cubrirle casi las orejas, tal vez por ser él de pescuezo corto y morrudo.
Sea por estas faltas, o sobras, de que no estamos bien enterados, el negro de las entradas se hizo el blanco de las miradas de todos desde que puso el pie en el baile. Advirtiolo él, que no era ningún tonto, y naturalmente andaba al principio como azorado, esquivando la sala, donde la luz era más profusa y brillante; pero hacia las once de la noche hizo por incorporarse en los corrillos que se formaban en torno de las muchachas bonitas, hasta que se atrevió a invitar a una y bailar un minué de corte, con tanto compás y donaire que llamó por ello la atención general. Dos o tres veces se acercó al grupo que galanteaba o adoraba en Cecilia Valdés a la más hermosa de las mujeres de aquella reunión heterogénea; la contempló de reojo largo rato y luego se alejó con visibles muestras de despecho.
En uno de estos momentos, un oficial de la sastrería de Uribe que le observaba de cerca, le siguió fuera de la sala, le puso la mano en el hombro con alguna familiaridad y le dijo:
—¡Oiga! ¿Estás aquí?
—¿Qué, qué se ofrece? —contestó él volviéndose y estremeciéndose de pies a cabeza.
—¿Qué haces por estos barrios, chiquete? —le preguntó el oficial con mayor familiaridad.
—Sírvase decirme, señor mío, —replicó el de las entradas, enfadado—: ¿cuándo y dónde le he echado maloja?
—¡Hombre! —repuso el oficial bastante mortificado—, esas son palabras mayores.
—Mayores o menores, son las que uso con los importunos como Vd.
—No te vengas haciendo el misterioso y el señorón, que yo sé quién eres tú y tú sabes quién soy yo. Apéate, compadre, del tablado. Te se puede desvanecer la cabeza, y si te caes, das en el fogón de la cocina.
—Vamos, ¿y qué quiere Vd. conmigo ahora?
—Nada, no quiero nadita de este mundo. Reparé sólo que le hiciste el feo a la niña más linda del baile y esto picó mi curiosidad.
—¿Le va o le viene a Vd. algo en este ajiaco?
—Bastante, más de lo que tú te figuras.
—Y Vd. se propone defender a esa niña, ¿no?
—Creo que tú no las has injuriado. Las mujeres no son la cara del rey para agradar a todos. En gustar o disgustar no hay ofensa.
—Bien, entonces déjeme Vd. el alma quieta.
—Eres un mal agradecido, —le dijo el oficial, serio—. No tienes tú la culpa, sino yo que me ocupo de un individuo inferior a mí, cocinero y… esclavo. Llenose de ira el negro con esto y levantó la mano para pegarle una bofetada a su contrincante; pero, por razones que él se sabía, no descargó el golpe. Había penetrado en aquella casa sin papeleta, no conocía a nadie, era un intruso y todo escándalo que se armase debía redundar en su daño. Contentóse, pues, con amenazarle y decirle que arreglaría cuentas luego que terminase el baile; volviéndole la espalda con desprecio. Semejante salida excitó a lo sumo la risa del oficial de sastre, y dijo por burla:
—Casaca, suelta a ese hombre.
De seguidas buscó a su amigo José Dolores Pimienta, le contó la ocurrencia con el negro de las grandes entradas rieron los dos de la ocurrencia y no se ocuparon más del asunto.
Desde temprano el baile estaba lleno, de bote en bote, según reza la frase familiar. El golpe de gente de todos colores, sexos y condiciones que se apiñaba ante ambas ventanas del ancho portal, presentaba aspecto tan animado, como interesante y tumultuoso. En el gran salón no se cabía ni de pie, al menos mientras no se bailaba; los hombres se codeaban unos con otros, y ocultaban casi del todo a las mujeres sentadas alrededor. Cecilia, con Nemesia y seña Clara, la mujer de Uribe, ocupaba un asiento de frente para la calle, en el lienzo de pared medianero entre la puerta del comedor y la del aposento, y siempre que lo permitían los grupos de hombres que acudían a saludarla, podían oírse las exclamaciones de admiración que su peregrina belleza excitaba en las personas del portal.
A veces, tras las ponderaciones de las gracias de la muchacha, podían oírse voces de compasión, pues tomándola por una joven de pura sangre, era natural que les chocase de verla allí y que creyesen de bajos sentimientos a quien consentía en rozarse tan de cerca con la gente de color. Cecilia, entretanto, saboreaba a sus anchas el triunfo mayor que jamás alcanzó mujer alguna en la flor de su juventud y de su belleza. Uno tras otro, cuantos hombres de cierto viso llenaban el baile aquella noche, conociéndola o no, vinieron a saludarla y rendirla homenaje, cual saben rendirlo los negros criollos de Cuba que han recibido alguna educación y se precian de finos y atentos con las damas. Entre éstos podemos citar a Brindis, músico, elegante y bien criado; a Tondá protegido del Capitán General Vives, negro joven, inteligente y bravo como un león; a Vargas y a Dodge, ambos de Matanzas, barbero el uno, carpintero el otro, que fueron comprendidos en la supuesta conspiración de la gente de color en 1844 y fusilados en el paseo de Versalles de la misma ciudad; a José de la Concepción Valdés, alias Plácido, el poeta de más estro que ha visto Cuba, y que tuvo la misma desastrada suerte de los dos precedentes; a Tomás Vuelta y Flores, insigne violinista y compositor de notables contradanzas, el cual en dicho año pereció en la Escalera, tormento a que le sometieron sus jueces para arrancarle la confesión de complicidad en un delito cuya existencia jamás se ha probado lo suficiente; al propio Francisco de Paula Uribe, sastre habilísimo, que por no correr la suerte del anterior, se quitó la vida con una navaja de barbear en los momentos que le encerraban en uno de los calabozos de la ciudadela de la Cabaña; a Juan Francisco Manzano, tierno poeta que acababa de recibir la libertad, gracias a la filantropía de algunos literatos habaneros; a José Dolores Pimienta, sastre y diestro tocador de clarinete, tan agraciado de rostro como modesto y atildado en su persona.
Con este último y con Vargas se dignó Cecilia bailar danza, minué de corte con Brindis, otro con Dodge; conversó amablemente con Plácido, contestó con un saludo gracioso al que le hizo Tondá, habló de contradanzas con Vuelta y Flores, y celebró mucho el talento músico de Ulpiano, que dirigió la orquesta del baile.
Cualquiera mediano observador pudo advertir que, a vueltas de la amabilidad empleada por Cecilia con todos los que se le acercaban, había marcada diferencia entre los negros y los mulatos. Con éstos, por ejemplo, bailó dos contradanzas, con los primeros sólo minués ceremoniosos. Pero dio amplia rienda a su innato exclusivismo cuando se le presentó el negro de las entradas profundas y la rogó le admitiera como pareja para una danza o un minué. Eso sí, no llevó su negativa hasta el no áspero y seco; le dio sus razones para no bailar con él, que tenía comprometida la siguiente pieza, que se sentía muy cansada, etc. El hombre no se dio por satisfecho, antes se mortificó lo que es indecible y se alejó murmurando frases groseras y amenazantes.
No paró mucho en esto la atención Cecilia; pero cuando poco después se paseaba con Nemesia y seña Clara en torno de las mesas del ambigú y tropezó con el negro de las entradas, que parecía en acecho reclinado en la jamba de la puerta de uno de los cuartos laterales, tuvo miedo; y apretando el brazo de su amiga la dijo en voz baja y apresurada:
—¡Ahí está!
—¿Quién? —preguntó Nemesia volviendo el rostro.
—Mira, —agregó Cecilia—. Por acá. Ese.
En este momento el hombre se desprendió de la puerta y avanzó hasta tocar con la barba en el hombro de Cecilia, a la cual sin más preliminar le dijo:
—¿Conque no me ha creído la niña digno de ser su compañero esta noche?
—¿Qué dice Vd.? —preguntó Cecilia más asustada que antes.
—Digo, —continuó el negro echando una mirada siniestra a Cecilia—, digo que la niña me ha hecho un desaire.
—Si lo cree Vd. así le pido mil perdones, porque no he tenido tal intención.
—La niña me dijo que estaba cansada y enseguida salió a bailar con otro. No busque disculpa la niña (añadió de carrera conociendo que Cecilia quería replicar), comprendo la razón por qué la niña me ha desairado. La niña me ve prieto, pobremente vestido, sin amigos en esta selecta reunión y se ha figurado que soy un cualquiera, un malcriado, un pelagatos.
—Se equivoca Vd.
—Yo no me equivoco. Sé lo que digo, como sé quién es la niña.
—Señor, Vd. me toma por otra.
—La conozco más de lo que imagina la niña. La conozco desde que la niña mamaba y gateaba. Conocí a su madre, conozco a su padre como a mis manos y tengo muchos motivos para conocer a la mujer que la crió por más de un año seguido.
—Pues yo no lo conozco a Vd., ni…
—¿Ni le importa tampoco a la niña? Lo comprendo. Debo decirle a la niña, sin embargo, que la niña me desprecia porque se figura que como tiene el pellejo blanco es blanca. La niña no lo es. Si a otros puede engañar, a mí no.
—¿Me ha detenido Vd. para insultarme?
—No, señorita. Yo no estoy acostumbrado a insultar a las personas que gastan túnico. Si como lleva túnico la niña, lleva calzones, crea que no le hablaría así. Me molesta tanto más el orgullo que la niña gasta conmigo…
—Bastante hemos hablado, —le interrumpió Cecilia volviéndole la espalda.
—Como la niña guste, —continuó él altamente irritado—, mas déjeme decirle que baje un poco el cocote, porque si su padre es blanco, su madre no es más blanca que yo, y además, la niña es la causa de que me vea separado de mi mujer por más de doce años.
—¿Y yo qué tengo que ver con eso?
—Debía de tener algo, pues mi mujer ha sido la verdadera madre de la niña, como que la crió desde que nació, no pudiendo criar a la niña su madre por estar loca…
—El loco es Vd., —exclamó Cecilia en alta voz.
Nemesia y seña Clara rodearon entonces a su amiga y trataron de llevársela para la sala. Pero se detuvieron al ver a Tondá, a Uribe, al oficial de éste y al mismo José Dolores Pimienta (bajo cuya protección implícita estaba Cecilia), que oyeron el grito y acudieron presurosos para averiguar lo que pasaba. El último nombrado fue el primero a preguntarla.
—Nada. Ese moreno, —dijo ella con soberano desprecio—, se ha empeñado en tener un lance conmigo… como me ve mujer.
—¡Cobarde! —gritó Pimienta, convertido de repente en león el modesto cordero.
Y se avalanzó al desconocido para castigarle; pero hurtó el cuerpo y se puso en guardia.
José Dolores estaba desarmado y se contentó con añadir:
—¿Quién es Vd.?
—Soy quien soy, —contestó el otro con impavidez.
—¿Qué busca Vd. aquí?
—Lo que me da la gana.
—Pues ahora mismo sale Vd. de la casa o lo echo a patadas.
—Quisiera verlo.
—¡Ah, perro! Habías de ser esclavo. ¡Afuera!
En ese punto intervinieron Tondá, Uribe y el oficial de sastre, sin cuya presencia de seguro que se arma una riña sangrienta entre el galante músico y el desconocido de las grandes entradas. El oficial dicho le dio el nombre de Dionisio Gamboa, y habiéndole rodeado todos poco a poco, fueron empujándole hasta ponerle materialmente de patitas en la calle. Mientras se le llevaban así, volvía con frecuencia la cara y decía, dirigiéndose a Cecilia: —Se figura que es blanca y es parda. Su madre vive y está loca. Hablando después con Pimienta, decía: —Señor defensor de las niñas, sangre de chincha, el que la debe la paga. No se ha de quedar riendo. Ya nos veremos las caras. Al oficial de sastre, que le repetía: —Cállate la boca, Dionisio Gamboa, vete a cocinar a casa de tu amo, no te metas a farolero, porque pueden darte un bocabajo que te chupes los dedos; casaca, suelta a ese hombre, le decía: —Yo no me llamo Gamboa me llamo Jaruco. Y acuérdate que también me la debes.
Afectaron un tanto a Cecilia la conducta y sobre todo las palabras del negro de las entradas. Daba la casualidad que cuanto dijo respecto de sus padres, coincidía extrañamente con lo que ella misma había antes oído y sospechado. El lenguaje misterioso que empleaba la abuela siempre que del caballero que las favorecía se trataba, era bastante para hacerla pensar a veces que debía de tener con ella alguna otra relación que la de un mero galanteo, aun cuando no le pasara por la mente que fuese su padre el padre de su amante. Este no la amaría ni la prometería unión eterna si supiera, como debía saberlo, que ligaba a los dos tan cercano parentesco. Por lo tocante a su madre, la abuela, mejor autoridad que el cocinero de Gamboa, si bien no la aseguró jamás que hubiese muerto, no la afirmó tampoco que viviese, menos aun que estuviese loca. La mujer a quien seña Josefa solía visitar en el hospital de Paula, según lo poco que se le había escapado de los labios en momentos de vivo pesar y honda tristeza, no era hija suya, siquiera sobrina; tal vez pariente de pariente de una amiga íntima de la mocedad. El cocinero Dionisio Gamboa o Jaruco estaba por fuerza equivocado, repetía meros rumores, hablaba de memoria.
En tal virtud, y teniendo en cuenta la edad y carácter alegre de Cecilia, no es de extrañarse que, tras pasajera preocupación, se entregase de nuevo en brazos de los placeres que le brindaba el baile. Sin embargo, en medio del torbellino de la danza y del incienso de adulación con que los hombres pretendían embebecerla, la inquietaba a veces el pensamiento del riesgo que corría el hermano de su amiga Nemesia, por haberla defendido de los insultos de un loco o de un asesino.
Por eso, como mujer agradecida, desde aquel punto empezó a sentir por José Dolores una especie de simpatía que no había sentido nunca, y en descuento de la deuda contraída no tuvo empacho en manifestarle sus temores. Riose él de ganas al oírla, replicándole, quizás para tranquilizarla que el Dionisio Gamboa, Jaruco o lo que fuese, era un miserable esclavo, muy bocón para parársele delante fuera del baile, porque dice el refrán que perro que mucho ladra no muerde. Observole Cecilia que siendo esclavo y cobarde era más de temer, pues atacaría a traición, no cara a cara. Replicó a esto José Dolores, que, efectivamente, tenía que ir prevenido y con los ojos muy abiertos, no fuera que le dieran por la espalda; pero que por lo demás ya él se había armado con un cuchillo que le acababa de prestar un amigo, y que tenía que ser lince el hombre que le matase del primer viaje.
Después del ambigú y de otra danza entre las doce y la una de la madrugada, terminó el baile y cada cual marchó para su casa. Seña Clara, de brazo con Uribe, su marido; Cecilia y Nemesia con el hermano de ésta, en unión agradable se dirigieron a lo largo de las casuchas que había por aquel lado de la calzada, en dirección de la puerta de la muralla, llamada de Tierra por ser la más inmediata. Al acercarse a la primera esquina de la calle de Cienfuegos o Ancha, notó Cecilia la sombra de un hombre que, ganándoles la delantera, torció por allí a la derecha. Sospechó desde luego quién podría ser y trató de llamarle la atención a su compañero, al lado opuesto, indicándole el café nombrado de Atenas, solitario y oscuro, cerca de la estatua de Carlos III, a la entrada del paseo. Pero el hombre no pasó de largo cual ella esperaba; se plantó en la esquina y dijo alto:
—Sinvergüenza, sangre de chincha, ven para acá, si eres guapo.
Preciso era que José Dolores tuviese sangre de ese insecto para que se desentendiese de un desafío semejante, hecho delante de la dama de sus pensamientos. Hizo, pues, por desprenderse de sus compañeras, las cuales, sujetándole cada una por un brazo, habrían conseguido el intento si no acude en su ayuda Uribe diciendo a las muchachas:
—Dejen que le dé una mojada.
Así fue. José Dolores sacó el cuchillo, tomó el sombrero en la mano izquierda para usarle como la capa el matador delante del toro, y siguió los pasos del contrario sin acercarse demasiado.
Cecilia, con Nemesia y seña Clara, agarradas de las manos y de Uribe, todas temblorosas y con la ansiedad que es de imaginar, se estuvieron a esperar cerca de la esquina el resultado de una lucha que no podía menos de ser sangrienta. A poco más oyeron la voz argentina de José Dolores que dijo: —Aquí; y la ronca del negro que respondió: —Aquí. Y comenzó sin más la horrible brega.
La carencia absoluta del alumbrado público, junto con la oscuridad de una noche sin luna, impedían ver claro los movimientos de los combatientes, no obstante la proximidad a que estaban del grupo espectador. Suponiendo que Dionisio tuviese el valor sereno de José Dolores, no tenía su agilidad y mucho menos su destreza en el manejo del cuchillo. Esto se echó de ver pronto, porque tras unos pocos esguinces y quites con el sombrero, se oyó primero un ruido extraño, como de tela nueva que se rasga con fuerza, y de seguidas el bronco[144] de un cuerpo pesado que da en tierra. Cecilia y Nemesia dieron un grito penetrante y cerraron los ojos. ¿Quién de los dos había caído? ¡Momento de terrible ansiedad!
Mientras el caído continuaba gimiendo sordamente, el otro pareció acercarse a paso menudo hacia la calzada. En segundos, que no en minutos, salió de la densa oscuridad que le rodeaba, mucho más densa para los ojos de los que le aguardaban y que del sobresalto no podían ver claro. Venía riente, ligero como un gamo, envainaba el cuchillo y se ponía el sombrero hecho trizas. Era José Dolores Pimienta. Cecilia fue la primera a recibirle, y sin saber lo que hacía, por un impulso de su alma generosa y sensible, le echó los brazos al cuello, preguntándole con cariño:
—¿Te han herido?
—¡Ni un arañazo! —contestó él, tanto más orgulloso cuanto que sentía sobre su corazón la cabeza de la mujer a quien adoraba sin esperanza de correspondencia. En oyéndole ella, lloró de pura alegría cual la niña que recupera su muñeca cuando la juzgaba irrevocablemente perdida.