Capítulo II
Ille dolet tere qui sine teste dolet Verdadero es el dolor del que sin testigos llora. |
MARCIAL |
Hasta la puerta de la casita en la calle del Aguacate, acompañaron a Cecilia el sastre Uribe, Clara su mujer, Pimienta y su hermana Nemesia.
Así que llamó Cecilia del modo particular convenido, rodó la tranca y se abrió por sí misma la puerta. Es que la abuela, muy enferma para esperar en pie a la nieta, había atado el cabo de una cuerdecita al extremo de la tranca, cerca de su punto de apoyo, y el otro cabo a uno de los pilares de la cama, al alcance de su mano. Por lo pronto no se hablaron una palabra.
Mientras Cecilia se desnudaba casi a tientas, por la poca claridad de la mariposa en el nicho, se le escaparon uno tras otro involuntarios y hondos suspiros. Esos eran los amarguísimos dejos de la fiesta. Allá había corrido para aturdirse con el movimiento de la danza, las armonías de la música y las adulaciones de los hombres; para ahogar en el tumulto de las vastas y heterogénea reunión el recuerdo del amante ausente, desdeñoso y quizás olvidadizo, para ver de vengarse de su ingratitud, para probar, en fin, si podría olvidarle en caso de más indefinida y seria separación.
Todo le salió al revés. Repasó en la mente las peripecias de la diversión, y halló que había sido demasiado prolongada, la música ruidosa y chillona, las mujeres desgarbadas y feas, los hombres petulantes y necios, la reunión harto vulgar e insípida para haberla alegrado y entretenido. Comparó esa fiesta con la del 24 de setiembre en casa de la Ayala, donde gozó como reina del amor y de la hermosura en brazos de su amado, hoy ausente, y se le oprimió el corazón y estuvo a punto de que la ahogara el sentimiento. Pensó en su suerte, deduciendo, por necesaria consecuencia, que peor había sido el remedio que la enfermedad, y que la venganza entre los amantes terminan siempre en el castigo de una de las partes contendientes, en la muerte para la dicha o para la vida terrenal.
Tan triste y miserable se sentía Cecilia, que hasta el momento de meterse en la cama no advirtió que la abuela era presa de una desazón terrible. La pobre anciana se retorcía y gemía sordamente, cual si estuviera a punto de acabársele la vida. Buscó entonces su frente, y no bien le puso la mano encima, la retiró exclamando:
—¡Ay, mamita! Su merced tiene calentura.
—¿Ya viniste? —replicó la anciana con voz moribunda—. Si tardas un poquito más no me encuentras viva.
—Su merced no estaba así cuando yo salí para el baile. Véase qué disparate ha hecho en mi ausencia.
—Ninguno. Me pasé la prima rezándole a la Virgen; pero desde por la mañana me siento malísima. Me ha dado en el corazón que se acerca mi fin. ¿Qué hora es?
—Son las dos. Acabo de oír el reloj del convento.
—¿Crees tú que está levantado el padre Aparicio?
—No lo creo, mamita. El no llega al convento antes de las cuatro, que es cuando principian los maitines. Pero ¿para qué quiere su merced el padre a estas horas?
—¡Hija mía!, para confesarme. Siento que se me acaba la vida y no quiero morir como un perro.
—¿Su merced no se confesó y comulgó ayer por la mañana?
—Sí, niña. ¿Y qué?
—Bien. Pues eso basta.
—No basta. Somos pecadores. A cada momento pecamos y debemos estar preparados para que cuando llegue la hora, nuestra alma comparezca ante su Divina Majestad, limpia como una patena.
—No estaba su merced anoche de cuidado. Si lo sospecho ¿cómo hubiera ido al maldito baile? Nunca. Lo que no comprendo es por qué se ha puesto su merced tan mala que le haga temer la muerte en horas.
—De la salud a la enfermedad no hay más que un paso, y lo mismo se vive que se muere.
—¿Podría su merced explicar lo que siente ahora?
—Es imposible, mi vida. Lo único que te diré es que se me arranca el alma, y que mientras más pronto vayas por el padre…
—El padre no va a curarle la calentura, y su merced no tiene otra cosa. Es muy aprensiva su merced. Mejor será que vaya por el médico. Si iré por él en cuanto amanezca. Entretanto le daré un baño de pies y le pondré unos sinapismos para que se le quite el dolor de cabeza. Verá, verá su merced cómo la alivia, si no la pongo buena. Su merced no puede estar tan mala que no tenga cura. Todavía su merced me entierra a mí.
—Nuestro ángel custodio San Rafael y la Virgen Santísima te oigan, hija mía. Sentiría morir por ti, no por mí. Tú principias a vivir, ya yo terminé la jornada… Pero, ve, haz como gustes y sea lo que Dios quiera… Se me parte la cabeza, —agregó, oprimiéndose con ambas manos la frente…
Con esto se apresuró Cecilia a hacer lumbre en el fogón, debajo del cobertizo en el patio, valiéndose de la usual pajuela y de unos pocos carbones. Así, en minutos quedó listo el baño y puesto en un lebrillo grande. Enseguida procedió a darle el baño a la abuela con no menos fe y cariñosa humildad que la mujer que le lavó los pies a Jesucristo en casa de Simón. Mientras se los enjugaba, mejor dicho, enjugándoselos, se los sobaba blandamente, y de cuando en cuando les imprimía un ardiente beso, o se los arrimaba a las mejillas para comunicarles algo del calor que ardía en sus venas.
Conmovida la abuela, puso una mano en la cabeza de la nieta, y dijo:
—¡Pobre Cecilia! Esto quiere decir, mi vida, que tú misma conoces que mis horas están contadas. Digo mis horas, cuando pueden ser mis minutos, mis segundos… y me preparas para la cena antes de emprender…
No prosiguió; la emoción o el dolor le ahogó la voz en la garganta. Por su parte Cecilia, al sentir la mano de la abuela en la cabeza, experimentó una sensación muy parecida a la que se experimenta cuando recibimos una descarga eléctrica, y sus lágrimas, hasta entonces contenidas por fuerza, empezaron a correr hilo a hilo por sus mejillas, aumentando el agua del lebrillo.
Advirtiolo la anciana, y sacando fuerzas de flaqueza, como suele decirse, agregó:
—No llores, alma mía, que me afliges más de lo que estoy. Consuélate. Tú eres una niña todavía: tienes delante un porvenir risueño. Aunque no te cases nunca, todo te sobrará. Siempre habrá quien mire por ti y te proteja. Y si no, allá está Dios en el cielo que no le falta a nadie. Ya siento algún alivio. Tal vez el mal da tiempo… ¿Qué sabemos? Vamos, hijita, cálmate. Valor. Necesitas descanso. Si te acuestas ahora mismo, de aquí al día tienes dos horas de sueño para recuperar las fuerzas… Las muchachas de tu edad son como la flor de la maravilla: cátala muerta, cátala viva. Ven, dame un beso, y… hasta mañana. El ángel de la guarda te proteja con sus amorosas alas.
¡Qué había de dormir ni de reposar Cecilia! No bien abrieron las puertas de la ciudad y comenzó a oírse, en las calles el cencerro desconchado de los arrieros de carbón, dejó furtivamente la cama y corrió en demanda de su cara amiga Nemesia, para que se quedara al cuidado de la enferma mientras ella iba por el médico en la calle de la Merced. Días antes le había dado la abuela, a prevención, las señas de la morada del galeno con estas palabras: casa de azotea con una ventana de reja de hierro, puerta colorada de zaguán, en medio de la cuadra, acera del Sur. No se equivocó la nieta, pero estaba cerrada y en silencio. ¿Qué hacer en aquellas circunstancias? El caso urgía y se decidió a llamar. Pegó un aldabazo y esperó en grande ansiedad el resultado.
Al cabo de corto espacio de mortal silencio, se abrió un postiguillo de la ventana y asomó por él el rostro de una dama tan por extremo hermoso y sonrosado, que se quedó Cecilia estupefacta. Figúrese el lector unos ojos negros y rasgados, a los que dan sombras cejas espesas en arco, una boca pequeña de labios encendidos, una nariz aguileña y muy expresiva, una cabeza amorosa poblada de profusa cabellera negra que azuleaba, el todo encuadrado y puesto de relieve por una graciosa papalina[184] de batista, «cual la nieve blanca», guarnecida de un vuelo menudo de tiras bordadas. Tales eran los rasgos fisonómicos que más sobresalían en doña Agueda Valdés, joven esposa del célebre cirujano don Tomás Montes de Oca.
Este bosquejo a la pluma es copia del retrato al óleo de esa dama, hecho por el pintor Escobar[185], que cuando jóvenes pudimos contemplar extasiados, pendiente de las desmanteladas paredes de la sala de su casa, en la calle de la Merced. Respecto de su fisonomía moral, el rasgo más prominente, a lo menos aquél de que nos es dado hablar en estas páginas, eran los celos. Su propia sombra se los inspiraba, no embargante que su marido carecía de aquellas prendas físicas que hacen atractivo al hombre a los ojos de las mujeres. Pero era médico, célebre y rico, y ella tenía muy pobre opinión de las hembras, diciendo a menudo que no había hombre feo para la enamorada y ambiciosa.
Movida por los malditos celos, ejercía una vigilancia constante sobre su marido, sobre los clientes que él visitaba y sobre los que acudían en demanda de sus profundos conocimientos médico-quirúrgicos, especialmente si arrastraban faldas. Por eso madrugaba tanto; por eso cuando no podía adquirir informes por sí misma, cometía la debilidad de poner en confesión al estúpido y malicioso calesero, su esclavo, el cual, aun cuando a veces la revelaba hechos reales y positivos, casi siempre la llenaba la cabeza de un centón de cuentos de brujas.
Es de suponer cuál no sería el regocijo interior de doña Agueda al descubrir que la que había llamado a la puerta era una moza de medio pelo que, pues se recataba bajo la manta de burato bordada de colores y, por supuesto, costosa, de lujo, no podía menos de ser alguna de sus amigas con el disfraz de paciente.
—¿Qué quieres?, —le preguntó la celosa señora con cierta aspereza y precipitación, no fuera que volviese a tocar.
—Vengo por el señor doctor, —contestó tímidamente Cecilia, acercandóse a la ventana y levantando entonces los ojos de lleno a la desconocida señora.
—¡Tate! —dijo ella entre sí, luego que notó el buen parecer de la muchacha—. Aquí hay gato encerrado. El médico, —añadió alto—, ha pasado mala noche, y duerme…
—¡Qué lo siento! —exclamó Cecilia dando un suspiro desgarrador.
—¿Qué médico es el que buscas, muchacha? —preguntó la señora sonriendo maliciosamente—. Porque podría ser que estuvieses equivocada.
—Vengo por el señor doctor don Tomás Montes de Oca, —repuso Cecilia en voz alta, aunque temblosa—. ¿No vive aquí el caballero?
—Sí, aquí vive Montes de Oca. ¿Tú le conoces?
—Lo he visto muy pocas veces.
—¿Dónde vives tú?
—En la calle del Aguacate, al costado del convento de Santa Catalina.
—¿Eres tú la enferma?
—No, señora, mi abuela.
—¿Es él su médico?
—No, señora.
—Entonces, ¿por qué vienes por este médico en vez de solicitar cualquiera otro que quizás vive más cerca de tu casa?
—Porque mi abuela conoce al señor don Tomás y el señor don Tomás la conoce a ella.
—¿Dónde se han visto?
—En casa y aquí también.
—¿Tú vives con tu abuela?
—Sí, señora.
—¿Tú abuela es casada?
—Viuda. Enviudó mucho antes de que yo naciera.
—¿Cuántas veces ha estado Montes de Oca en casa de tu abuela?
—Yo no las he contado. Pocas veces.
—Ni más claro ni más turbio. ¿Te conoce a ti Montes de Oca?
—No lo creo. Es decir a la señora, no creo que me haya visto nunca cara a cara.
—¿Dónde has estado tú cuando él ha ido a visitarlas?
—En casa, pero mi abuela es quien siempre le ha recibido, yo no me le he presentado…
—¡Cosa extraña! ¿Qué motivo has tenido para esconderte de él?
—Ninguno, señora, sólo que ha dado la casualidad de no estar yo bien vestida cuando él ha ido a ver a mi abuela.
—¡Oiga! ¿Conque pretendías coquetear con él? ¿Tú no sabes que es feo y viejo para ti?
—Yo no he pretendido coquetear con el señor doctor.
—¿Qué tratos y contratos tiene Montes de Oca con tu abuela?
—Yo no sé, señora. Nada malo.
—¿Eres casada?
—No, señora.
—Pero tendrás novio y te casarás pronto, ¿no es así?
—No tengo novio ni me voy a casar pronto. En fin, tendrá la señora la bondad de decirme si el señor doctor…
—Ya te he dicho, —interrumpió doña Agueda—, que Montes de Oca ha pasado mala noche y dio orden de que no lo despertaran hasta las diez.
—¡Ay de mí! —exclamó Cecilia profundamente afligida—. ¡Qué desgracia!
Tocado con esto a lo vivo el corazón amoroso de doña Agueda, preguntó con intención:
—¿Y tú quién eres?
—Yo soy Cecilia Valdés, —contestó la joven llorando.
—¡Cecilia Valdés! —repitió doña Agueda entre sorprendida y cavilosa. Después añadió con vivacidad—: Ven, entra.
Sin aguardar respuesta ni esperar objeción ninguna de parte de la muchacha, fue por sí misma a correr el cerrojo de te con que se cerraba el postigo de la puerta, y la dio franca y amable entrada en su casa.
En medio de su aflicción creyó notar Cecilia algo extraño en la hermosa señora, algo que tenía semejas con la locura. Pero no la inspiró eso el más leve temor, antes se sintió fuertemente atraída hacia ella, no ya sólo por la naturalidad de sus palabras, sino también por la gracia de sus acciones y la dulzura imponderable de su voz. Ello es, que como dominada por una poderosa fuerza magnética, callada y sumisa se dejó llevar hasta el comedor, donde penetraba alguna claridad, gracias a su inmediación al patio, y donde su conductora tomó asiento de espaldas contra una mesa grande de bruñida caoba. Allí, teniendo a la joven (que se conservó en pie) por ambas manos, muy cerca de sus rodillas, la estuvo contemplando y examinando desde el cabello a la planta un buen espacio, y, cual si hablara con una estatua, o con una persona que no entendía su idioma, repetía con énfasis: ¡No se parece! ¡Qué! Nada, no se parece. No puede ser hija suya. Tal vez ha salido a la madre, que es la cierta.
—¿Sabes quién es tu padre? —le preguntó de repente.
—No, señora, —contestó Cecilia con la mansedumbre de antes.
—¿No te lo ha dicho nunca tu madre?
—No, señora. Yo no conocí a mi madre. Ella se murió poco tiempo después de nacer yo.
—¿Quién te ha contado ese cuento?
—¿Qué cuento?
—Pues, el de que murió tu madre después de nacer tú.
—No es cuento, señora, lo de la muerte de mi madre. No tengo ni el más mínimo recuerdo de ella.
—¿Qué edad tienes tú ahora?
—Yo nací, según me ha dicho mi abuela, en el mes de octubre de 1812. Haga la señora la cuenta.
—Y ¿cómo es que tu abuela no te ha dicho quién es tu padre? ¿No lo conoce ella? ¿Sabes que te echaron a la Casa Cuna?
—Sí, señora. Me pusieron en la Casa Cuna para que me bautizaran con el apellido de Valdés.
—Pues yo no soy inclusera y también llevo ese apellido. De suerte que tu padre, aun sin pasarte por la Casa Cuna bien pudo bautizarte, poniéndote en la fe de bautismo «de padres no conocidos», como es costumbre. Se conoce que tenía malas entrañas. ¿Te crió tu madre?, esto es, ¿te dio el pecho?
—Creo que no. A mí me crió una negra.
—¿Dónde te crió? ¿En la Casa Cuna?
—No, señora, en casa de mi abuela.
—¿Cómo se llamaba tu criandera?
—Me parece que María de Regla Santacruz.
—¿Vive? ¿En dónde está ahora?
Después de titubear por breve rato, contestó Cecilia conocidamente confusa:
—Entiendo que mi madre de leche se halla desterrada en el campo por sus amos. Al menos así me lo dijo un negro con quien tuve anoche unas palabras en el baile de la gente de color, allá afuera.
—Otro cuento tenemos. Mentira. Tu criandera no es esclava de los condes de Jaruco. El que alquiló a esa negra para que te diera de mamar en la Casa Cuna y en casa de tu abuela, ése es tu padre. ¡Míralo!
Aprovechose doña Agueda del momento en que Cecilia buscaba el objeto que ella le había indicado con la palabra y la mano, para levantarse y desaparecer en el cuarto más próximo, empujando la puerta que daba al patio. Perpleja y azorada la muchacha, giró en torno y casi se le escapa un grito del susto, cuando reparó que un hombre de cara larga y pálida, sin pelo de barba, cual si fuera de la raza india, cuya cabeza cubría hasta las orejas un gorro mugriento de seda, la miraba fijamente con ojicos de mono, a través de la reja de hierro, medianera entre el aposento y el comedor.
—¿Qué traes?, —la preguntó el hombre en voz gangosa de falsete.
—Caballero, —repuso Cecilia dudosa—, vengo por el señor don Tomás Montes…
—Yo soy, —la interrumpió él—. ¿Qué se ofrece?
—¡Ay! ¿Es el caballero? ¿Pues no decía la señora…?
—No hagas caso. La señora está… (e hizo un movimiento rotatorio con el índice de la mano derecha, apuntando para su propia cabeza). ¿Para quién?
—Para mi abuela.
—¿Qué tiene tu abuela?
—¡Ay!, señor doctor, está muy mala. Se muere… Si el señor doctor tuviera la bondad de ir ahora mismo…
—¿Quién es tu abuela?
—Creía que el señor doctor me había conocido… Josefa Alarcón, criada del señor doctor…
—¡Ah! La madre de… Sí, sí, ya, protegida por el señor don… ¡Qué!, ¡tengo la cabeza!… ¡Ah!, y tú eres su hija… ¡Toma! Tu nombre es… Cecilia. Yo bien decía. Cecilia, Cecilia Gam… Pues, Cecilia Valdés. No era posible que yo me olvidase. Sólo que como tengo la cabeza hecha un güiro, se me habían trabucado las especies. Tu abuela y tú me están muy recomendadas. Pero aquí entrenós (añadió en tono más bajo), no hagas caso de lo que ha ensartado mi mujer de mí, de ti, de tu madre, de tu padre, de tu criandera, etcétera, porque todas ésas son cosas de su cabeza. Ella está… (y volvió a barrenarse las sienes con el dedo índice de la mano derecha). Tú no entiendes. No creas nada. Cecilia Gam… quiero decir, Valdés. Te pareces bastante, te pareces mucho… ¡Ah! Dile a tu abuela que para allá iré así que me pongan la volante. El calesero debe haber ido a bañar los caballos al muelle de Luz… Si no ha tomado un trago por el camino, ahorita está de vuelta; y detrás de ti… Ve. Di a tu abuela que para allá voy. El señor don, don, don… digo, que paga bien los servicios… Es generoso, espléndido… Ve pronto.
Al retirarse Cecilia despechada y firmemente persuadida de que aquélla era una casa de orates en toda la acepción de la palabra, echole el médico una mirada intensa y escudriñadora, y se quedó clavado a la reja, repitiendo a media voz: —¡Se parece bastante, mucho, muchísimo! Estaba por decir que es su vivo retrato. No creía yo que fuese tan linda como me la pintaban. ¡Guapa muchacha! Sí, guapa, ¡muy guapa! ¡Mira! Si la mandamos con su madre al ingenio Jaimanita, allá con los padres de Belén… ¡Qué belén no se habría formado! ¡Ja, ja, ja! —Y rió como un verdadero loco.
Puntual fue Montes de Oca a la promesa hecha a Cecilia, presentándose en su casa a las nueve de la mañana; con lo cual dio, además, prueba palmaria de que sabía llenar los compromisos que contraía con sus amigos.
Para asistir a la enferma, pues que no entendían de eso Cecilia ni Nemesia, ya se había constituido en la casita seña Clara, la mujer de Uribe, a quien no tuvo empacho Montes de Oca de comunicar en secreto el juicio que había formado acerca de la enfermedad, según el breve examen hecho. En una palabra, pronosticó adversamente. Y aunque no dio las razones en que se fundara para pronosticar con la franqueza y certidumbre que solía, era claro que, dados los años, las desventuras y la rigurosa vida ascética y de mortificación de la enferma, debía esperarse un fin próximo y fatal. En tales sujetos adquiere, además, carácter grave cualquier dolencia, por ligera que sea en su origen.
Lo único que dijo en general Montes de Oca fue, que ante todo y sobre todo era preciso combatir con mano fuerte el síntoma comatoso que presentaba la enfermedad (con cuya palabra es seguro que dejó completamente a oscuras a sus oyentes), y, en consecuencia, siguiendo al pie de la letra el método antiflogístico de curar, muy en boga entonces, recetó al exterior tres vejigatorios bien cargados de cantáridas, una a la nuca y los otros dos a las pantorrillas; al interior una opiota para calmar los nervios y ver de provocar el sueño restaurador, y nada de alimento hasta que no declinase el estado inflamatorio de la calentura cerebral.
Cecilia, anegada en llanto, acompañó al médico hasta la puerta de la calle, esperando sin duda una palabra suya de consuelo antes de marcharse, pero él, o no la entendió, o estaba embebida su mente en cosas muy ajenas a la enfermedad de la abuela y al dolor de la nieta. Ello es, que sólo se ocupó de decirla que no la sentaba tamaña aflicción, que su amigo (con énfasis en esta frase de doble sentido) la tenía muy presente, y que volvería por la tarde para ver qué tal seguía la enferma.
La tomó una mano, puso en ella, sin explicar de quien procedía, una onza de oro, y a tiempo de partir le dio un apretón que podía traducirse de diversos modos. En nada de eso paró la atención Cecilia; pero hecho todo a ciencia y paciencia del malicioso calesero, aunque al parecer no veía, oía ni entendía, podía apostarse cualquier cosa a que le fue con el canutazo a su ama doña Agueda Valdés de Montes de Oca.
Menudeó el médico las visitas profesionales. ¿Y cómo no? Nada temía por lo que respectaba a la paga de su trabajo ni por el monto tampoco, que podía ser cuantioso; y luego las lágrimas de Cecilia, realzando sus naturales encantos, eran capaces de ablandar las piedras, cuanto y más que el corazón de Montes de Oca no tenía nada de duro ni de piedra. Pero si de veras se propuso acertar esta vez y curar al enfermo, la erró, y muy probablemente por carta de más. Recordó infinidad de casos parecidos e iguales que había tratado felizmente en su larga práctica; registró todos sus libros de medicina, entre otros el publicado últimamente en París por Broussais, padre del método antiflogístico, titulado «La irritación y la locura», que había hecho tanto eco en el mundo; probó las tisanas más aceptadas, las cataplasmas, las unturas, las ventosas, los vomitivos, los purgantes, las sanguijuelas; como último recurso propinó la píldora de Ugarte, con cuyo heroico remedio había salvado más de un moribundo de las garras de la muerte. No cabe duda ninguna que si hubiese habido más resistencia y jugo vital en el cuerpo descarnado de la triste seña Josefa, más pruebas y experimentos habría hecho en él Montes de Oca. A los doce o quince días de lucha incesante y fiera, al menos por su parte, convencido de que el momento final se acercaba al galope, entregó la enferma en brazos de la religión y se retiró con sus honores.
Su retirada repentina naturalmente causó sorpresa, con mayoría de razón que en las primeras horas de la noche del 12 de enero, noche nublada y fría por cierto, había abierto los ojos la enferma y dado otras señales de vida. Con todo, habiendo ordenado que se dispusiese seña Josefa, pues que había vuelto en su acuerdo, no había mas que obedecerle. Cecilia, en tal virtud, rogó a José Dolores Pimienta, que velaba con ella mientras dormían Nemesia y seña Clara Uribe, fuese por los santos óleos a la iglesia de San Juan de Dios. Entretanto la joven, sin pérdida de tiempo, ni de valor, improvisó un altar de su propia cómoda en el cuarto de la enferma, poniendo sobre la empolvada tabla un lienzo blanco, a falta de mejor mantel, y un crucifijo entre dos velas de cera en sus respectivos candeleros de cobre.
Como advirtiese la abuela los preparativos de la nieta, le preguntó en tono de voz casi inaudible:
—¿Qué haces ahí, niña?
—¿No lo ve su merced?, —contestó ella temblando del susto y de la pesadumbre—. Compongo el altar.
—¿Para qué?
—Para el padre.
—¿Han llamado a misa?
—Todavía. Mas el padre ha de venir pronto…
—¿Por qué no me has dispertado en tiempo? Yo no estoy vestida.
—Su merced puede confesarse como está.
—¡Confesarme!
—Sí, mamita, confesarse. ¿No se acuerda su merced que me pidió el confesor?
—¡Ah! Sí, ¡es verdad! Ya me acuerdo. Bien, niña, échame una manta por encima. ¿Qué hora es?
—Son las siete o las ocho.
—¿Tan tarde?
En esto se oyó el sonido peculiar de la campanilla tocada por un muchacho, anunciando desde lejos la aproximación de los santos óleos. Conducíalos el padre Llópiz en las manos juntas y altas, caminando a pie entre José Dolores y el sacristán de la iglesia, cada cual con un farol encendido para hacer reverencia al Sacramento y alumbrar la vía. A su paso por las calles se asomaban los vecinos a la puerta de sus casas, se postraban en tierra y alumbraban también con una vela en la mano. Todos estos ruidos y rumores llegaron a los oídos de Cecilia, a tiempo que la procesión desembocó en la calle de O'Reilly, viniendo por la de Compostela. Aún las monjas en el convento de Santa Catalina, enteradas de lo que pasaba en su vecindario, hicieron tocar agonías, y en sus fervientes oraciones encomendaron el alma del moribundo a la merced de su munífico creador.
Puede afirmarse con verdad que seña Josefa no estaba en su cabal juicio y sentidos cuando se confesó, comulgó y recibió la extremaunción. A haber vivido horas no más después de esos actos solemnes e imponentes, de nada de ello habría sabido darse cuenta. Fue todo para ella el resultado de un hábito inveterado. De otra manera, la vista del cuadro que se ofreció en torno de su lecho de agonía, mientras el padre la auxiliaba a bien morir, habría sido bastante conmovedor para apresurarle la muerte. Cecilia y Nemesia de un lado, seña Clara y José Dolores del otro, un oficial de la sastrería de Uribe que llegó en aquellos momentos y el sacristán a los pies, todos arrodillados, murmurando devotas oraciones y alumbrando la triste escena con un farol o una bujía, formaban grupo interesante, original y digno del pincel de un inspirado artista.
A la conclusión de la tristísima ceremonia, todos los circunstantes, que más que menos, experimentaron una especie de alivio interior, porque se cree en general que trae aparejada la muerte. Aun la enferma pareció reanimada, en vista de que sacó el brazo derecho de debajo de las sábanas y empezó a tentar por varias partes del lecho, como si buscase algo que se le había perdido. Le detuvo la mano Cecilia, y preguntó:
—¿Qué buscas, mamita?
—A ti, mi corazón, —respondió la abuela con mucho trabajo.
Esta tierna solicitud, esta salida inesperada hizo saltar las lágrimas de Cecilia, quien, para que la abuela no se impresionara, volvió el rostro a otro lado.
—Pues aquí me tiene su merced, —dijo, apretando la mano de la enferma.
—No te veía, agregó ella con sentimiento. ¡Está esto tan escuro…!
—Apagué las luces por su merced.
—¿Estás sola?, —preguntó la anciana después de largo silencio.
—Sí, mamita.
Dijo verdad, porque en oyéndola, prudentemente se retiraron a la sala las otras dos mujeres; y los hombres aún no habían vuelto de la iglesia, a donde habían ido para acompañar al viático.
—Querría… decirte una… cosa, —dijo seña Josefa muy despacio, después de otra larga pausa.
—Pues diga, mamita, diga. Ya escucho.
—Acércate. ¿Por qué te alejas, mi vida?
—Yo no me alejo. No. Estoy cerquita de su merced.
—¡Pobre Charito! ¿Qué será de ella? Me voy primero… me voy.
—¡Jesús, mamita! No se aflija ahora su merced pensando en eso. Le hace daño, mucho daño. Sosiéguese.
—¡Pobrecita! Pero tú… rompe… relaciones… el caballerito… Ese es tu…
—¿Mi qué, mamita?, —preguntó Cecilia sobresaltada y con instancia, pues la abuela tardaba en terminar la frase—. ¿Mi qué, mamita del alma? Hable, diga; por la Virgen Santísima, no me deje en esta terrible indecisión. ¿Es mi enemigo? ¿Mi tormento? ¿Mi infiel amante? ¿Mi que?
—Es tu… tu… tu… t…, —continuó repitiendo seña Josefa, cada vez a más largos intervalos y más bajo tono, hasta que el ruido de la sílaba misteriosa se convirtió en lúgubre murmullo y el murmullo en un mero movimiento de los labios, que no duró mucho tampoco. La enfermedad tuvo su crisis. Había expirado.
No había visto Cecilia morir a nadie, así que, al convencerse por el tacto de que la abuela no alentaba precisamente cuando la creía más viva, el horror más bien que el pesar le arrancó un grito terrible y le privó del sentido. Acudieron seña Clara y Nemesia, y la encontraron en la cama abrazada con el cadáver, del cual les costó trabajo separarla. Justo era su inmenso dolor. Desde aquel momento le faltaron de una vez su protectora, su compañera, su tierna amiga, su pariente, su madre adorada; y para mayor desesperación, quedole siempre después el remordimiento de que en la confusión había olvidado poner en la mano de la moribunda la vela del alma, preparada con tanta anticipación para ese mismo caso.
Mientras duró la enfermedad de la Josefa Alarcón, fue entregando el médico a Cecilia, siempre sin decirla palabra de quien procedían, diversas cantidades de dinero, las mismas que ella recibía con una mano y con la otra pasaba a las de José Dolores Pimienta, creado de hecho su mayordomo y cajero. Corrió él, en efecto por ese breve tiempo (brevísimo para quien ansiaba se repitieran las ocasiones de acercarse a Cecilia y de prestarle cada día nuevos servicios), con todos los gastos que ocasionó la enferma; y muerta, ajustó con el conocido muñidor[186] Barroso los preparativos para el entierro. Siendo muy estrecha la casita de la calle del Aguacate para recibir a las visitas que vendrían a dar el pésame a Cecilia, y para celebrar el velorio, dispuso Pimienta se trasladara el cadáver a la sala de la casa en que él y su hermana vivían, en la calle de la Bomba, donde estuvo de cuerpo presente desde las diez de la noche hasta las tres de la tarde del siguiente día. No se erigió catafalco: vestida de muerta con el hábito mercedario, color de pajuela, que ceñía la correa negra usual de la Orden de la Merced, y metida en su caja forrada de paño negro, se depositó en unas andas comunes, entre grandes cirios de cera y candelabros plateados.
El maestro Uribe, con sus oficiales y amigos y los numerosos de Pimienta, velaron toda la noche, y a la hora del entierro condujeron las andas a hombro, relevándose de cuatro en cuatro hasta el cementerio, situado en el pequeño arrabal de San Lázaro, al extremo de la calzada de este nombre.
El único incidente que en cierto modo marró la solemnidad del acto, fue el que en breves palabras vamos a referir. Distaba la casa mortuoria del cementerio sobre media legua, y la vía más corta no conducía por las calles de la población, sino por veredas tortuosas, sombreadas del lujoso arbolado de las quintas y jardines, que entonces ocupaban el área toda del hoy extenso barrio titulado del Monserrate.
Allí donde se alza la moderna iglesia que le da nombre, se unió de repente a la fúnebre comitiva, procurando confundirse con ella, un negro desconocido y de mala catadura, que parecía cansado de mucho correr. Tras éste se apareció a poco otro a caballo en traje militar, de chaqueta de paño, con dos charreteras de oro y sable de caballería. Era joven y de ademán bizarro. Sin andarse en chiquitas, se precipitó sobre el fugitivo, y, apuntándole con el arma al pecho, gritó:
—Date, Malanga, o te mato.
—¡Tondá! ¡Tondá! —exclamaron los de la comitiva que le conocían de vista o de trato.
Cogido, pues, Malanga entre la punta del sable y las andas en que iba la difunta, no tuvo más remedio que entregarse a merced del captor; el cual, sin desmontarse, le amarró codo con codo, le echó por delante, y saludando a la militar con el arma al aire, dijo a los del duelo:
—Señores, espero me dispensen el mal rato. Tenía orden de Su Excelencia el Capitán General, de coger a este pícaro, vivo o muerto, y la he cumplido. Que siga el entierro. Salud, señores.
La primera parada de la fúnebre procesión se hizo a la reja grande que mira al azulado mar Atlántico de la casa de la Beneficencia, a fin de que los niños hospicianos de ambos sexos cantasen un responso por el alma del difunto, mediante el pago de una moneda de oro, en calidad de limosna.
La segunda parada se efectuó delante de la reja del cementerio, debajo del gracioso arco de entrada, para que el capellán hiciese la aspersión del ataúd con agua bendita, antes de consignarle al sepulcro. Cuando se ejecutaba este acto final y siempre triste, los acompañantes, en actitud reverente, permanecieron de pie y descubiertos, formando grupo en torno de la huesa.
José Dolores Pimienta, Uribe y algunos otros arrojaron un puñado de tierra sobre el ataúd de la que fue en vida Josefa Alarcón y Alconado, no menos distinguida por su belleza que por sus desgracias, su ardiente amor de madre y prácticas religiosas de sus últimos años; y el primero, que hacía de cabeza del duelo, al darles las gracias a sus amigos y despedirlos, no pudo evitar que se le humedecieran los ojos, acaso porque se le vino a la mente en aquel instante el cuadro de su idolatrada Cecilia, transida del dolor y desmayada en brazos de Nemesia.