Capítulo III

¡Dulce Cuba!, en tu seno se miran

en el grado más alto y profundo,

las bellezas del físico mundo,

los horrores del mundo moral.

JOSÉ MARÍA HEREDIA

Llaman Vuelta Abajo o Vuelta Bajo en la isla de Cuba, a aquella región que cae a la parte poniente del meridiano de La Habana, y que, principiando en las cercanías de Guanajay, termina en el cabo de San Antonio. Se ha hecho famosa por el excelente tabaco que se produce en las fértiles vegas de sus numerosos ríos, principalmente sobre la vertiente meridional de la cordillera de los Organos. Para darla semejante dictado parece que hay una razón de mucho peso, a saber: la baja nivelación del suelo de ese territorio, comparada con la alta del ya descrito.

Empieza el descenso a pocas millas al oeste de Guanajay, advirtiéndose desde luego un cambio brusco en el aspecto del país. El color del suelo, sus elementos componentes, la vegetación, el clima y el género de cultivo en general son del todo diferentes. Así es que el rápido declive constituye una rampa para el que va y un cerro para el que viene de la Vuelta Abajo.

Al borde de esta precipitosa rampa se desplega ante los ojos del viajero un cuadro inmenso, magnífico, que no hay lienzo que le contenga, ni ojos humanos que le abarquen en toda su grandeza. Figuraos una aparente planicie, limitada al oeste por las brumas del lejano horizonte, al norte por las colinas peladas que corren a lo largo de la costa, y al sur por las ásperas y alterosas sierras que forman parte de la extensa cordillera de montañas de la Vuelta Abajo. Y hemos dicho aparente llanura, porque de hecho es una serie sucesiva de valles transversales, estrechos y hondos, formados por otros tantos riachuelos, arroyos y torrentes que descienden de las laderas septentrionales de los montes y, después de un curso torcido y manso, se pierden en las grandes e insalubres cuencas paludosas del Mariel y de Cabañas.

A la vista del grandioso cuadro, Isabel, que era artista por sentimiento y que amaba todo lo bueno y bello en la naturaleza, mandó parar los caballos a los bordes de la rampa y echó pie a tierra, sin aguardar a que se aceptara la proposición por sus compañeros. Serían las ocho de la mañana. Ensanchábase allí el camino, describiendo una zeda[153] para disminuir en lo posible lo precipitoso de la bajada. Por esta razón, aunque ambas laderas se hallaban cubiertas largo trecho de un arbolado crecido y hojoso, ni sus copas sobresalían mucho del nivel de la planicie que ocupaban los viajeros, ni obstruían, que digamos, la vista panorámica de más allá. Asombrosa era la vegetación. A pesar de lo avanzado de la estación invernal, parece que había vestido sus mejores galas y que orgullosa sonreía a los primeros rayos del almo sol. Do quiera que no había hollado la planta del hombre ni el casco de la bestia, allí brotaba, por decirlo así, a raudales el modesto césped o rastrera grama, el dulce romerillo, el gracioso arbusto, el serpentino bejuco y el membrudo árbol. Hasta de las ramas verdes y gajos secos, cual cabelleras de seres invisibles, pendían las parásitas de todas clases y formas, que viven de la humedad de que está constantemente saturada la atmósfera de los trópicos. El suelo y la floresta, en una palabra, cuajados de flores, ya en ramilletes, ya en festones de variada apariencia y diversidad de matices, formaban un conjunto tan gallardo como pintoresco, aun para aquellas personas acostumbradas a la vista de los campos feracísimos de Cuba.

Para mayor novedad y encanto, se ofrecía allí la vida bajo sus formas más bizarras: bullía materialmente el bosque vecino con todos los insectos y pájaros casi que cría la prolífica tierra cubana. Todos a una zumbaban, silbaban o trinaban entre el sombrío ramaje o la espesa yerba, y hacían concierto tal y tan armonioso como no podrán jamás hacerlo los hombres con la voz ni los instrumentos músicos. Dichosos ellos que de puro pequeños e inermes no excitaban la codicia del cazador, ni temían ser interrumpidos en sus inocentes correrías y revoloteos mientras recogiendo la miel en el cáliz de las flores, o saltando de rama en rama, hacían temblar las hojas, desprendían el rocío cuajado en ellas y las gotas, al dar en la hojarasca seca del suelo, remendaban una lluvia en que no tenían parte las nubes.

No hay paridad ninguna en la fisonomía del país visto por ambos lados de las montañas. Por el del sur, la llanura con sus cafetales, dehesas y plantaciones de tabaco, continúa casi hasta el extremo de la isla y es lo más ameno y risueño que puede imaginarse. Al contrario por el lado del Norte, en el mismo paralelo se ofrece tan hondo, áspero y lúgubre a las miradas del viajero que cree pisar otra tierra y otro clima. Ni porque está ahora cultivado en su mayor parte hasta más allá de Bahía Honda, se desvanece esa mala impresión. Quizás porque sus labranzas son ingenios azucareros, porque el clima es sin duda más húmedo y cálido, porque el suelo es negro y barroso, porque la atmósfera es más pesada, porque el hombre y la bestia se hallan ahí más oprimidos y maltratados que en otras partes de la Isla, a su aspecto sólo la admiración se trueca luego en disgusto y la alegría en lástima.

Tal, poco más o menos, sintió Isabel en presencia de aquel pedazo de la famosa Vuelta Abajo. Sus puertas, que eran de hecho las alturas en que se hallaban detenidos los viajeros, no podían ser más espléndidas; podían calificarse de doradas. Pero ¿qué pasaba por allá abajo? ¿Sería aquélla la morada siquiera de la paz? ¿Habría dicha para el blanco, reposo y contentamiento alguna vez en su vida para el negro, en un país insalubre y donde el trabajo recio e incesante se imponía como un castigo y no como un deber del hombre en sociedad? ¿A qué aspiraba ni qué podía esperar tanto ser afanoso cuando pasado el día y venida la noche se entregaba al sueño que Dios, en su santa merced, concede a la más miserable de sus criaturas? ¿Ganaba alguno, entre tanto trabajador, el pan libre y honradamente para sostener una familia virtuosa y cristiana? Aquellas fincas colosales que representaban la mayor riqueza en el país, ¿eran los signos del contento y de los puros placeres de sus dueños? ¿Habría dicha, tranquilidad de espíritu para quienes a sabiendas cristalizaban el jugo de la caña-miel con la sangre de millares de esclavos?

Y la ocurrió naturalmente que si se casaba con Gamboa, tarde que temprano tendría que residir por más o menos tiempo en el ingenio de La Tinaja, a donde ahora se dirigían en son de paseo. Naturalmente también, se agolparon a su mente, como en procesión fantástica, los rasgos principales de su breve existencia. Recordó su estada en el convento de las monjas Ursulinas de La Habana, donde en medio del silencio y de la paz se nutrió su corazón de los principios más sanos de virtud y caridad cristiana. Como en contraste recordó la muerte de su piadosa madre; la orfandad en que quedó sumida; su desolación y hondo pesar; los días serenos e iguales que después había venido pasando en el cafetal La Luz, bello jardín, remedo del que perdieron nuestros primeros padres, acariciada por sus más allegados e idolatrada por sus esclavos como no lo fue reina alguna sobre la tierra. Recordó, en fin, la situación aflictiva en que dejó a su padre, achacoso y ya entrado en años, el cual no aprobaba del todo aquel viaje, tal vez porque podía ser el preludio de separación más grave y prolongada.

Brevísimos fueron el silencio y recogimiento de la joven; pero tan intensa, tan viva su emoción, que no pudo evitar se le llenaran de lágrimas los ojos. Leonardo se hallaba a su lado, teniendo por la brida el brioso caballo, y ya por divertirla de sus tristes ideas, ya por echarla de cicerone[154], comenzó a describir los puntos culminantes del magnífico panorama que tenían a la vista. Había pasado él varias veces por aquellos lugares; conocía a palmos el terreno que pisaba y quería dar muestras a las amigas de su buena memoria. El primer ingenio a nuestros pies, dijo, es el de Zayas. Los árboles de esta parte de la loma nos impiden ver las fábricas, pero aquéllos son sus últimos cañaverales. Debe de estar moliendo, porque hasta acá llega el olor del melado. Muele todavía con trapiche y mulas. Tenemos que pasar por el mismo batey. Después, en el centro de este gran valle, un poco hacia nuestra derecha, por junto al tronco de aquella ceiba, pueden verse las tejas coloradas de la casa de calderas del viejísimo ingenio de Escobar o del Mariel. Según me cuenta mamá, fue el primero que se fomentó en esta parte de la Vuelta Abajo. También debe de estar moliendo pues veo salir humo de entre la arboleda del batey. Luego, ¿no ven Vds., una nube blanca que atraviesa el valle en toda su latitud a la altura de los árboles describiendo una porción de vueltas y revueltas? Un poeta diría que era un cendal de gasa. A mí me parece la piel de una culebra soltada en la huida del monstruo de las montañas al mar. Pues no es otra cosa, si bien reparan Vds., que los vapores que van marcando el curso torcido del río Hondo, notable por lo estrecho de su cause y por las grandes avenidas que hace en tiempo de lluvias. Ahora estará bajo y habrá puentes para pasarlo sin necesidad de mojarnos los pies. Del otro lado, por aquí derecho, en vuelta del noroeste, ¿divisan Vds., un bosque muy verde y tupido del cual asoman unas torres que parecen redondas? Ese es el ingenio Valvanera, de don Claudio Martínez de Pinillos, recién creado Conde de Villanueva. A la izquierda, al pie del monte de Rubín o Rubí, se ven los cañaverales del ingenio La Begoña, y a la derecha, aún no discernible, La Tinaja, cerca de una legua del pueblo de Quiebra Hacha.

Muy pendiente era la bajada por aquel lado al vastísimo valle de los ingenios de azúcar, y aunque trazada en zig zag, todavía trabajaban mucho los caballos para mantener el carruaje en el conveniente nivel. Acortaba el calesero las riendas del de varas, temeroso de un resbalón; y se abatía de nalgas y se deslizaba que no marchaba de firme. Con esto crujían las sopandas[155] de cuero, sobre las cuales se mecía la caja del quitrín a guisa de zaranda, y el sudor empezaba a brotar del tronco de las orejas y de los ijares de las fatigadas bestias.

—Poco a poco, Leocadio, —dijo Isabel en llegando a lo más agrio de la cuesta—. No había visto yo camino más pendiente.

Cabalgaba Leonardo al estribo derecho del carruaje, y dijo en son de broma:

—¿Es Isabel la que habla? La creía yo más guapa que eso.

—Si se figura Vd. que tengo miedo, —repuso ella prontamente—, se engaña de medio a medio. No temo ni pizca por mí, temo por los caballos. Mire Vd., el de barras: la carga es mucha y la bajada precipitosa; se ha bañado en sudor, y estoy esperando verle caer y rodar. Sí, mejor será apearnos. Para Leocadio.

—No, no se apee, niña, —dijo el calesero con instancia, arriesgando un choque con sus amas—. Como su merced se apee en este paraje, tendrá que apearse en todas las lomas. Pajarito es mu resabioso y sabe más que las bibijaguas. Déjeme su merced darle cuarta y verá cómo no se hace más el chiquito.

—Eso es lo que tú quisieras, que te dejase maltratar al pobre caballo. ¿No sabes que no está acostumbrado a las lomas? De ningún modo consentiré que le pegues. Para, te digo.

—La niña tiene perdíos los animales y la gente, —murmura Leocadio recogiendo las riendas para parar—. Cuando estaba viva la señora estos caballos volaban como pájaros. A ella sí que le gustaba jarrear de duro.

En este punto intervino Leonardo, oponiéndose al propósito anunciado por su amiga, no ya sólo porque de hacerlo así el tronco adquiriría el vicio de que hablaba el calesero, sino porque de resultas de la sombra del arbolado de la derecha aun no había enjugado el sol la humedad del suelo barroso del camino. Cedió ella con visible repugnancia, y como para no tomar parte directa en el martirio, según dijo, de los caballos, entregó los cordones del de la pluma a su hermana Rosa y cerró los ojos mientras duró la bajada.

No deseaba ésta cosa mejor. Joven y viva de carácter, amaba el peligro y se perecía por manejar, fueran las que fuesen las fatigas que experimentasen las caballerías en trasportarla por aquellos derrocaderos, como al niño en su cuna de viento.

Molía Zayas en efecto. Las pilas de caña miel recién segada cerraban casi los costados exentos de la casa de ingenio, pues sólo dejaban un pasaje bastante amplio, eso sí, por el lado del batey, o camino que traían los viajeros. Notábase allí gran vocerío y movimiento, lo mismo dentro que fuera. Dentro, las mulas del trapiche pasaban y repasaban por delante del espacio abierto en su precipitado giro, azotadas despiadadamente por los mozos negros que corrían a par de ellas con ese único propósito. Por entre aquel estrépito infernal se oía distintamente el crujir de los haces de caña que otros esclavos desnudos de medio cuerpo arriba metían de una vez y sin descanso en las masas cilíndricas de hierro. Al otro lado del trapiche, aunque eran mayores si cabe la batahola y la algarabía, por decirlo así, de los ruidos confusos, no se veía cosa alguna; impedíalo completamente el denso humo revuelto con el vapor que se desprendía de las hirvientes calderas, donde se cocía el dulcísimo jugo de la caña y llenaba con sus inmensas olorosas columnas todo el interior del gran laboratorio.

Afuera, una doble fila de carretas, o se acercaban cargadas a dicha casa, o se alejaban de vacío en dirección del campo o del corte de caña, como se dice; todas tiradas por un par de bueyes no menos flacos que tardos en sus movimientos. Pie a pie de cada yunta marchaba el conductor o carretero esclavo, armado de ahijada larga y pincho agudo de hierro; y a todo lo largo de la doble fila de carretas, ya en una dirección, ya en otra opuesta, cabalgaba en su mula marchadora el bovero blanco, armado también, mas no de vara, sino del indispensable cuero, con el que de cuando en cuando cruzaba las espaldas de aquel negro que creía remiso en el uso de la férrea ahijada.

La hechura de las carretas era lo más zurdo y primitivo que puede imaginarse; el engrase de los ejes por darse, con lo que las cargadas chirriaban sin cesar; al paso que las de vacío, con sus desmesuradas ruedas y holgura de manga, sobre no guardar jamás la perpendicular, fuera cual fuese la nivelación del piso, hacían un retintín desagradable, chocando de continuo las sueltas bilortas[156] contra los sotrozos[157] de hierros fijos, y saliéndose de su sitio las tablas de la cama. Por largo trecho en una y otra dirección, el batey y las guardarrayas desaparecían bajo las hojas pajizas y aun los trozos útiles de caña dejados caer por incuria, por exceso de carga o por defecto material de los vehículos empleados en su trasporte. A este lamentable desperdicio contribuían como los que más los conductores. No bien se alejaba el boyero de un punto dado, se aprovechaba el conductor inmediato para sacar de la carga el trozo de caña que mejor le parecía, en cuyo acto arrastraba otros varios que se caían en el camino y allí quedaban para ser hollados y molidos por las carretas que venían detrás. No se cuidaba de eso, antes se llevaba a la boca por un extremo el trozo de caña y le chupaba afanoso, sin dejar de animar a los bueyes con voces descompasadas y repetidos pinchazos hasta sacarles sangre: puede ser en desquite por la que el boyero hacía saltar de sus espaldas con la pita, o llámese punta, del terrible látigo.

Tales escenas u otras muy parecidas a éstas se repitieron a la vista de los viajeros, a su paso por los ingenios de Jabaco, Tibotibo, El Mariel o antiguo de Escobar, Ríohondo y Valvanera.

Entre las dos plantaciones últimamente mencionadas, sólo avistaron una pequeña sitiería, a la margen derecha del camino, quiere decir, de un grupo de cabañas pajizas donde algunas familias pobres cultivaban un corto paño de tierra y criaban animales domésticos. No podía dársele siquiera el nombre de aldea, dado que allí, ni en muchas millas a la redonda, había escuela ni iglesia. Los ingenios de fabricar azúcar no consentían, por lo general, en su inmediata vecindad, esos símbolos del progreso y de la civilización.

Para librarse de aquellos amargos pensamientos procuraba separar los ojos del suelo negro, duro y sin lustre, cual hierro dulce, del camino, y los pasaba por cima de las flores o güines color violado claro, de las cañas en sazón, hasta tropezar en la zona azulosa donde se unía el horizonte con las cumbres oscurísimas de las distantes montañas.

Pero por más de un motivo poderoso no la era dable a Isabel aquella concentración que demandaba el espíritu en su agonía. Bruscas cuanto frecuentes eran las ondulaciones del terreno; el camino, aunque ancho, necesariamente torcido; las cañadas estrechas y hondas; la mayor parte de las cuales había que pasarlas por puentes hechos sin arte ni solidez, con maderos rollizos, o con tablas sacadas de los troncos de las palmas. Tenía que ser la marcha, en consecuencia, lenta y cautelosa, y luego no sabía Rosa regir el caballo de fuera; razón por qué más bien que de ayuda servía de estorbo al de varas, ya atravesándosele delante, ya no tirando a la par, o tirando en dirección opuesta a la del movimiento del carruaje. Quejose más de una vez el calesero de estos tropiezos, hasta que Isabel, para acallarle y evitar un contratiempo serio, reasumió los cordones del caballo de la pluma.

Si Rosa supiera, no habría podido manejar mejor en aquella alegre mañana de viaje. A la izquierda del quitrín, donde lo permitía la amplitud del camino, iba Diego Meneses, tan galán a caballo como decidor y amable a pie y entonces inspirado y elocuente, dispuesto más que otras veces a ver las escenas que recorrían sólo por su lado poético y brillante. A cada paso hallaba motivo para empeñar la atención de su entusiasta amiga, ya indicándole los festones de aguinaldos blancos o campanillas pendientes de todos los arbustos a orillas de los cañaverales, ya los güines de las cañas, que comparaba con las garzotas[158] de innumerables guerreros en marcial arreo, mecidos blandamente por la gentil brisa de la mañana; ora los grupos de tomeguines que con rumor sordo, cual de viento rastrero y en gran tropel, seguían por algún trecho la dirección de los viajeros, rozando con las yerbas y luego desapareciendo por entre los troncos de las cañas; o el vivaracho sabanero de tardo vuelo, que salía con estrépito del espeso matorral y se posaba con mucha dificultad en la primer hoja de caña con que tropezaba en su desatentada fuga; o la esquiva garza blanca que se abría paso por entre las ramas del roble ribereño, y con el largo cuello replegado a la espalda y los pies colgando seguía en su huida el curso del arroyo; o la bandada de alborotosas cotorras que cubrían los naranjos silvestres y sólo se veían cuando se aferraban a la dorada fruta para extraerle la simiente; o el gavilán, en fin, águila de Cuba, que daba gritos y gritos penetrantes mientras se cernía por encima de las palmas más alterosas, entre la tierra y el cielo.

Finalmente, pasadas las diez de la mañana, atravesaron los viajeros los cañaverales del ingenio Valvanera, a la vista de sus grandes fábricas. Dos millas adelante se acercaron al pueblo de Quiebra Hacha. Aquí se dividía en dos el camino que traían, uno que torcía al oeste y era el carretero de la Vuelta Abajo, y el otro, el de La Angosta, que servía de entrada a los ingenios de azúcar, ya establecidos en esa región de la costa. Este tomaron nuestros viajeros. A su paso por el pueblo varias personas reconocieron y saludaron con amistoso respeto a Leonardo Gamboa.

Presentábase adelante el país tan áspero, desigual y montuoso como el anterior recorrido, aunque el arbolado era más frondoso y lozano, casi primitivo, y el suelo surcado de arroyos bulliciosos y de limpias aguas que corrían a perderse al fondo de la bahía del Mariel, o en el mar abierto al Norte. Tras media hora de camino debajo del bosque, donde no penetraban los rayos del sol, se avistaron los cañaverales de un ingenio en el repecho de una colina, acotados por una cerca rústica hecha de gajos, que mantenían en posición horizontal rajas de leña o estacas con horquilla hincadas en tierra y atados juntos de trecho en trecho, para mayor seguridad, con un bejuco que, cuando verde, es bastante flexible y elástico, conocido en la Vuelta Abajo con el nombre vulgar de colorado, Bauchinis heterophyllas.

Luego que, siguiendo por breve espacio, paralelo a dicha ruda cerca, en cuyo tiempo ganaron los viajeros la altura de la colina, se les ofrecieron en toda su extensión y grandeza los campos de caña y allá, en el centro del cuadro, el variado grupo de sus fábricas, coronando otra colina de mayor planicie y más ancha base. Aquél era el ingenio de La Tinaja, y Leonardo Gamboa, que servía de guía, se las mostró a sus amigos con cierto sentimiento de orgullo. Para ello había motivo sobrado, no ya sólo por el valor en dinero que representaba la finca, y por las consideraciones sociales que se les guardaban a sus dueños, mas también por el cuadro bello y pintoresco del conjunto, contemplado a buena distancia; encubridora eficaz de los lunares y manchas inherentes a casi todas las obras, así humanas como divinas.

El camino por donde se habían internado los viajeros hasta allí era el denominado de la Playa, porque servía para el acarreo de los azúcares al pueblo del Mariel, desde el cual se embarcaban y conducían en goletas al mercado de La Habana. Cruzaba la colina por su cúspide y había establecida en ella una talanquera no menos rústica que la cerca, pues se reducía a unas varas en bruto, metidas por sus cabezas en los orificios de dos largueros paralelos. Arrimada a la cerca, y en su encuentro con la talanquera, se alzaba una cabaña o bohío de los de vara en tierra o de dos aguas, tan gacho que la techumbre se componía de hojas enteras de la palma tendidas en los costados o vertientes, con las puntas descansando en el suelo.

Adelantose Leonardo para ver por qué no se hallaba en su puesto el negro guardiero y abría la talanquera. Con tal objeto, plantó su caballo ante la única entrada del bohío, e inclinando el cuerpo, trató de registrar el interior. Inútil trabajo: la puerta o boca era muy estrecha y baja, y más allá de dos pies del umbral no podían penetrar ojos humanos, no tanto por la viva claridad del día afuera, cuanto por la densa nube de humo de leña que ardía dentro y no tenía otro medio de escape que ése.

—No veo nada y dudo que haya alma viviente en el bohío, —dijo Gamboa hablando con las señoras en el quitrín, parado en medio del camino—. ¡Maldito negro!

—Tal vez duerme, —dijo Isabel.

—Si no es el sueño de la muerte, —repuso Gamboa—, juro que no le salva nadie de un bocabajo.

—¿De qué se trata? —preguntó Meneses—. ¿De abrir la talanquera? Yo abriré y no perderé el casamiento por eso.

—No harás tal, —replicó Leonardo colérico—. No lo consiento.

—Bien, —sugirió Isabel con su voz argentina y dulce—. Abrirá el calesero; los caballos están harto cansados para echar a correr. Leocadio, apéate.

—No, no, Isabel, —replicó Leonardo, cada vez más colérico—. Tampoco puedo consentir en eso, no debo consentirlo. Si el guardiero está vivo abrirá la talanquera, que para eso y para más le han puesto ahí.

Sacó el reloj y añadió enseguida:

—Ya han dado las doce, hora en que sueltan la negrada para que coma. Si hubiéramos llegado aquí un poco antes, habríamos oído la campana del ingenio. Apostaría a que el taita guardiero se ha metido en el cañaveral para verse con alguna de sus carabelas. ¡Por Dios vivo que la paga! Nada, no está en parte alguna. ¡Caimán! ¡Caimán!, —gritó a todo torrente.

Los montes del rededor fueron los únicos que le devolvieron el eco de sus voces con temblor continuado, hondo y siniestro; y luego empezó a ladrar un perrillo dogo dentro del bohío. Ahí está el guardiero, pensó el joven, y se hace el dormido para no tomarse el trabajo de abrir la talanquera. Lo haré salir a patadas, agregó alto, dando un puñetazo en el pomo de la silla. Echó pie a tierra sin más demora y se metió en el bohío, teniendo siempre el caballo de la brida.

Muy mal sonaron estas palabras y aquellos juramentos en los oídos de la modesta Isabel, aun cuando para no avergonzar a su amigo ni irritarle más contra el pobre esclavo, se guardó de representarle lo absurdo y aun el riesgo de su final propósito, si a posta éste se escondía por tener oculto algún compañero en el bohío o por otra causa cualquiera. Afortunadamente, nada de eso ocurría. En aquel mismo instante las señoras del carruaje, Meneses y el calesero a caballo oyeron un ruido de ramas en el bosque vecino, agitadas por una persona o animal que se abría paso con alguna dificultad, y después apareció en la orilla un negro anciano mal vestido, con un gorro de lana en la cabeza, un palo largo y nudoso en la mano, que le servía de apoyo, tal vez para no besar la tierra con la frente, pues tenía el cuerpo hecho un arco por la edad, por los trabajos o por la costumbre inveterada de vivir en casas de techo bajo. Echó de ver a los viajeros apenas salió del bosque, porque se detuvo un momento indeciso del partido que debía tomar, y en soltando entre las altas yerbas algo que brillaba a los rayos del sol y parecía botella u otra vasija por el estilo, después continuó andando derecho al carruaje por la parte opuesta al bohío.

Esta circunstancia casual le salvó del primer choque de la ira de su amo, el cual, no bien salió del bohío, le reconoció desde lejos y se lanzó sobre él a carrera tendida. Pero mientras montó a caballo y salvó la distancia que le separaba de su intentada víctima, dio tiempo para que éste se pusiera inconscientemente al amparo de las señoras. Lo probable es que el infeliz esclavo no tuviese noticias de que aquellas personas eran esperadas en el ingenio, ni que entre ellas viniese guiándolas su joven amo. A derechas no le conocía tampoco. Pero al notar que se le venía encima a todo correr, y que gritaba:

—¡Ah, perro! ¡Ahora lo verás!, —pudo desconocerle ni dejar de caer de rodillas a los pies del caballo, quien, conteniéndose y todo, le echó a rodar con el solo bote del pecho.

El susto de las señoras fue grande. Rosa hizo una exclamación de horror; doña Juana repitió: —¡Jesús! ¡Jesús!, e Isabel medio que se incorporó en el asiento, sacó el brazo fuera del carruaje y dijo más indignada que asustada: —¡No le mate, Leonardo!

—Agradecer debe que están Vds. delante, —dijo Leonardo—; de otro modo me parece que le mataba. Tan indignado me siento contra él.

—¡Ah, mi suamito!, —exclamó el viejo incorporándose trabajosamente hasta ponerse otra vez de rodillas, como humildísimo pecador en presencia de su airado juez.

—¿Dónde te habías metido, perro brujo? —le preguntó el joven, y sin aguardar por la respuesta continuó preguntando o diciendo—: ¿Qué hacías en el monte? ¿Por qué no estabas en tu bohío? ¿A que habías ido a cambalachar[159] por aguardiente con el tabernero del pueblo la raspadura que robas en el ingenio? Sí, sí. Lo juraría.

¡No, mi suamito, no siñó, sumercé! ¡Caimán no roba rapaúra! ¡Caimán no bebe aguaurdiente!

—¡Cállate, perro viejo! Anda, corre a abrir la talanquera. ¿No corres todavía? ¿No sabes correr? Ya haré que el Mayoral te avive un poco con el cuero. ¡Anda! ¡Vuela!… y trató de pegarle (sin alcanzarle por fortuna) un puntapié en la cabeza desde el caballo.

Parecía ser el guardiero hombre de más de sesenta años de edad. Tenía al menos encanecida la cabeza, y aun la escasa barba, que le cubría el labio superior, señal segura de vejez en las gentes de su raza. A unos brazos desproporcionadamente largos y huesosos, unía dedos crispados, cual si padeciese lepra; ojos chicos de expresión hosca y triste, nunca más triste que, cuando después de abierta la talanquera, echó una mirada a las señoras del quitrín y pareció rogarles le protegieran de la cólera de su amo.

Pasado el primer momento de irritación y de ceguedad, comprendió éste que había mostrado demasiado apasionamiento y bastante grosería delante de señoras que, además de hallarse bajo su protección, iban a disfrutar de su hospitalidad en el ingenio. El caballo había sido más generoso que él puesto que, pudiéndolo, no atropelló al esclavo cuando le halló postrado en su camino. Tuvo vergüenza Gamboa de su conducta, pero muy soberbio para reconocer su falta y enmendarla con la franqueza que demandaba el caso, se limitó a referir los rasgos principales de la vida del guardiero, por supuesto, calumniándole de paso.

—No se figuren Vds., —dijo—, que el taita Caimán es lo que parece, un viejo inerme y manso o esclavo leal y humilde. Han de saber Vds. que el sobrenombre que lleva no se lo han puesto a humo de paja; es lo más astuto, maligno, con ribetes de taimado que existe; ni tan ignorante que no practique ciertas artes, que le dan importante consideración entre los suyos. Pasa por brujo y por hacerse invisible cuando le conviene o se halla en peligro. Construye ídolos y encantos que tienen propiedades mágicas en ciertos casos. Nadie diría que ve, oye ni entiende, y sin embargo, tanto de día como de noche nada ni nadie se le escapa; y sabe, como el caimán, hacerse el dormido para asegurar mejor la presa. La juventud la ha pasado en el monte huido, y en sus repetidas fugas ha visitado todos los palenques del Cuzco y hecho amistad con los negros cimarrones más famosos de la Vuelta Abajo. Ahora está muy viejo para tales trotes, y, en consideración a haber sido uno de los fundadores del ingenio de La Tinaja, el único que sobrevive de los que tumbaron aquí los primeros palos, mamá hizo que lo pusieran de guardiero, y le conserva en ese puesto contra la opinión de los empleados que conocen su historia y sus malas mañas. Cuando quiere o le conviene no le gana a vigilante ni el perro más fino. Puede decirse que es libre: cría gallinas, engorda todos los años uno o dos cochinos que vende, y entierra el dinero en alguna parte, y posee una yegua, en la cual puede dar vueltas de noche a los linderos de la finca. Pero como digo, es muy taimado y maligno y apostaría cualquier cosa a que no se hallaba lejos del bohío y de su puesto sin algún objeto doloso y reprobado a la mira. Por el cañaveral se ve con sus compañeros del ingenio; por el monte sólo con los cimarrones o con los taberneros del pueblo para cambiar azúcar por tabaco, aguardiente u otra cosa por el estilo.

—Así debe de ser, Leonardo, —comenzó diciendo Rosa—, pues me pareció que traía una…

La tía y la hermana, más avisadas que ella, no la dejaron terminar la frase; y nadie más habló en el resto del camino.

Entre la una y las dos de la tarde, bajo un sol de fuego cuyos rayos los reflejaban las hojas de la caña cual si fueran bruñidas espadas, se desmontaron los viajeros en la gran casa de vivienda de La Tinaja.