Capítulo XVI

¡Conciencia, nunca dormida,

mudo y pertinaz testigo

que no deja sin castigo

ningún crimen en la vida!

La ley calla, el mundo olvida;

mas ¿quién sacude tu yugo?

Al Sumo Hacedor le plugo

que a solas con el pecado,

fueses tú para el culpado

delator, juez y verdugo.

NÚÑEZ DE ARCE

Llega una época en la vida de cada hombre culpable de falta grave, en que el arrepentimiento es el tributo forzoso que se paga a la conciencia alarmada; pero la enmienda, como sujeta a otras leyes y dependiente de circunstancias externas, no siempre está el cumplirla en la voluntad humana. Porque tiene eso de característico la culpa, que, cual ciertas manchas, mientras más se lavan, más clara presentan la haz.

Bien quisiera don Cándido romper de una vez con el pasado, borrar de su memoria hasta la huella de ciertos hechos. Pero sin saber cómo, sin poderlo evitar, cuando más libre se creía, sentía, puede decirse así, en sus carnes el peso de los grillos que le ataban al misterioso poste de su primitiva culpa. Mucha parte tenían en esto los testigos y cómplices de ella. Recordábansela sin cesar y se la ponían delante a doquiera que tornase los ojos.

Aquí tiene el lector algunas de las razones por qué, a raíz del serio altercado con doña Rosa, don Cándido se hizo el encontradizo con Montes de Oca. No le riñó por las indiscreciones que había tenido con su esposa. ¡Qué reñirle! Al contrario, nunca le apretó con más efusión la mano. Es que le necesitaba para el arreglo de un proyecto en que venía meditando de poco tiempo a esta parte. Quería que, como médico, certificase que sin riesgo de la vida no era posible la traslación de la enferma en el hospital de Paula, a la nueva casa de locos. Esto, en primer lugar. En segundo lugar, pretendía que se prestara a servir de conducto por medio del cual seña Josefa, o en su defecto la nieta, recibiera una pensión mensual de veinte y cinco duros y medio por tiempo indefinido.

Estimulada la codicia de Montes de Oca con un espléndido regalo, no hubo dificultad en que despachara la certificación, ni en que aceptara el encargo de la mensualidad. Este era un modo, por parte de don Cándido, de hacer del ladrón fiel; fuera de que sería quizás más riesgoso probar la discreción de tercera persona en aquel asunto.

Así cortaba, creía Gamboa, toda directa relación futura con las tres cómplices de su grave culpa, sin fallar a los compromisos con ellas contraídos. Pero aún quedaba el rabo por desollar. ¿Cómo librar a Cecilia Valdés de los lazos que la tendía su hijo Leonardo? Ellos se amaban con delirio, se veían a menudo, no bastaban a separarlos los regaños a ella de la abuela, ni las amenazas a él, por medio de doña Rosa, de don Cándido. No había, pues, más remedio que embarcar al galán y echarlo del país, o que secuestrar a la dama y ponerla donde no se viese ni se comunicase con él. Lo primero no había que pensarlo siquiera: doña Rosa se opondría con todas sus fuerzas. Lo segundo, era riesgoso en alto grado y estaba rodeado de dificultades casi insuperables. Tales eran los pensamientos que más preocupaban el ánimo de don Cándido y le hacían sufrir las torturas del infierno por la época que vamos historiando.

Ahora bien: ¿convenía proceder desde luego al secuestro de la muchacha? Convenía, mas no era de urgente necesidad en aquel momento, por dos razones principales, a saber: porque vivía la abuela, aunque achacosa y decadente; y porque dentro de dos semanas marcharía la familia a pasar las Pascuas en el ingenio de La Tinaja, y se había acordado que Leonardo fuese de la partida.

Efectivamente: una semana antes despachose al Mariel la goleta Vencedora: su patrón Francisco Sierra con las vituallas, conservas y vinos que no se encontraban por amor ni por dinero en aquellas partes, y con los criados del servicio particular de la familia de Gamboa, entre ellos Tirso y Dolores. También debían ser de la partida la señorita Ilincheta con su tía doña Juana; para lo cual Leonardo y Diego Meneses les darían escolta desde Alquízar.

El motivo de la próxima reunión de las dos familias en el ingenio de La Tinaja, tenía por objeto presenciar el estreno de una máquina de vapor para auxilio de la molienda de la caña miel, en vez de la potencia de sangre con que hasta allí se venía operando el primitivo pesado trapiche.

No quiso partir Leonardo sin tener una entrevista con Cecilia. Obtúvola fácilmente, así porque ambos la deseaban como porque a la fecha parecía que seña Josefa había perdido todo dominio sobre la nieta. Pero de nada valieron ruegos, halagos, promesas de mayor ventura ni amenazas de rompimiento. Cecilia cerró los oídos a todo eso y se mantuvo firme, cual una roca, en negar su consentimiento a la partida del amante para el campo. El corazón leal la anunciaba que él corría a reunirse con su temible rival; lo que equivalía a perderle para siempre. Otro, que el atolondrado joven habría parado mientes en la actitud y firmeza de la muchacha, y le habría concedido admiración ya que no simpatía. Mas él, ligero de cascos y soberbio, principió por creer que vencería su resistencia y acabó por darse por ofendido y retirarse despechado.

Esta vez no lloró Cecilia. Con el corazón partido de dolor, en silencio vio alejarse a Leonardo. No abrió los labios para llamarle ni consintió que sus lágrimas, aun ido él, viniesen a revelar la angustia de su alma, dando así, a sus propios ojos, muestra indigna de flaqueza. Antes que rendirse al rigor de la suerte, creyó la soberbia muchacha que debía armarse de valor a fin de tomar señalada venganza de su ingrato amante. Dicho y hecho, apenas se alejó de su lado, se vistió ella a la carrera, dio un beso a la abuela, que, como solía, se hallaba hundida en el fondo de enana butaca de Campeche y salió a la calle. Mas yendo en la dirección de la casa de Nemesia, en el callejón de la Bomba, se encontró en la esquina con Cantalapiedra, a quien no veía desde la noche del 24 de Setiembre. No le valió inclinar la cabeza, ni estrechar en torno del rostro los pliegues de la manta de burato. El Comisario la reconoció al punto, y, quiera que no, la detuvo en medio de la calle diciéndola:

—Alto a la justicia. Date o te va la vida.

—Con su licencia, —replicó Cecilia seria, en ademán de seguir camino.

—Date presa, digo, o de lo contrario haré uso de la autoridad que me concede la ley. Respeta estas borlas (enseñándole las del bastón que llevaba bajo el brazo izquierdo) o le ordeno a Bonora (su esbirro, el de las grandes patillas, que se mantenía a respetable distancia) que proceda a prenderte.

—Como no he cometido ningún delito, —contestó Cecilia muy tranquila—, es inútil que me enseñe las borlas y me amenace con su teniente. Déjeme pasar, que no estoy para bromas.

—Sin ver antes esa carita fuera de la manta, no esperes que te deje dar un paso más.

—¿Tengo acaso monos pintados en la cara?

—¡Muchachita! Juégate conmigo y todavía te dan las doce sin campana.

—Yo no me juego, no estoy para juegos. Déjeme ir.

—¿A dónde vas?

—A una parte.

—¿Es cosa de cita?

—Yo no tengo citas con nadie, ni dejaría mi casa por ver al rey de los hombres.

—Quien te oye, segurito que se traga que hablas de veras.

—¿Sabe Vd., que yo haya hablado de mentira sobre estas cosas?

—Bien, veremos si eso que dices es verdad.

—¿De qué manera?

—Fácilmente, siguiéndote las aguas.

—¿Está Vd. loco, Capitán?

—No, sino muy cuerdo. Soy el Comisario del barrio y ¿qué se diría de mí si por descuido dejaba que una muchacha tan linda como tú daba un mal paso y luego andábamos de tribunales y pleitos?

—No me doy por ofendida de sus palabras, porque sé que Vd. es muy jaranero.

—Es que no jaraneo ahora. No deseo ofenderte ni en el negro de una uña; pero, repito, que ni como Comisario, ni como hombre, debo consentir que andes a estas horas por las calles sin galán que te guíe y te defienda.

—No me sucederá nada. Esté Vd. seguro. Voy aquí cerquita.

—Está bien, quiero creerte. Ve con Dios y la Virgen. ¿Mas no me dejarás verte la carita?

—¿No la está Vd. viendo?

—Así no me gusta verla. Echa hacia atrás los malditos pliegues de esa manta.

Hizo Cecilia lo que la dijeron, quizás para verse libre de aquel impertinente, descubriendo casi todo el busto con sólo dejar caer la manta sobre los hombros. En ese tiempo Cantalapiedra atizó el cigarro puro que fumaba, y produjo mayor claridad de la que reinaba en torno, puesto que no había faroles por allí, y las estrellas no alumbraban bastante.

—¡Ah! —exclamó el Comisario lleno de entusiasmo—. ¿Habrá quien no se muera de amor por ti? ¡Maldito de Dios y de los hombres el que no te adore de rodillas como a los santos del cielo!

Ante el cómico ademán y las exageradas expresiones del Comisario, no pudo menos de sonreírse Cecilia, la cual después continuó derecho a casa de Nemesia, sin cuidarse de averiguar si aquél seguía o no sus pasos. Conociendo ella bien las entradas y salidas, no tocó en ninguna puerta, sino que pasó de la calle al cuarto de su amiga, a quien sorprendió muy afanada cosiendo una pieza de sastrería, delante de una mesita de pino, a la luz dudosa de una vela de sebo de Flandes en un candelero de hoja de lata.

—¡Qué atareada que está una mujer! —dijo entrando.

—¡Hola! —exclamó Nemesia soltando la costura y yendo al encuentro de Cecilia con los brazos abiertos—. ¡Tanto bueno por acá! ¿Quién se querrá morir? Es preciso hacer una raya en el agua.

—¿Estás sola? —preguntó Cecilia antes de sentarse en el columpio de madera que le presentó la amiga.

—Solita en alma, aunque José Dolores no tardará mucho.

—No quisiera que me encontrase aquí.

—¿Por qué, china?

—Porque los hombres luego se figuran que una los busca.

—Mi hermano no es de esos, chinita. El te ama, te adora, te idolatra, se le conoce, suspira siempre por ti; pero es tan vergonzoso que no se atrevería a decirte negros ojos tienes, cuanto más a figurarse que vienes por él.

—¡Ay, Nene! —continuó Cecilia desentendiéndose de las manifestaciones de su amiga—. La otra tarde me encontró Leonardo hablando con José Dolores por la ventana de casa. En mala hora. Me ha costado una tragedia con él.

—¡No me digas! —repuso Nemesia sin poder ocultar del todo su contento—. Pero ya habrán hecho las paces. ¿No?

—¡Ojalá! —exclamó Cecilia suspirando—. Se puso bravo y se ha ido peleado conmigo. ¿Quién sabe cuando nos volveremos á ver? Tal vez… nunca más. Él es muy perro y yo poco menos.

En diciendo estas palabras, callose por breve rato. Se le había atravesado la voz en la garganta, y en sus bellos ojos aparecieron gruesas lágrimas.

—¡Cómo! —dijo Nemesia sorprendida—. ¿De veras tú lloras? ¿No te da vergüenza?

—Sí, lloro, —repuso Cecilia con visible sentimiento—. Lloro, no de dolor, lloro de rabia conmigo misma, porque conozco que he sido una tonta.

—¡Anjá! Me alegro oírte. Ya te lo había dicho yo muchas veces, no debe fiarse una de ningún hombre.

—No lo digo por eso, Nene. ¿Llamas tú fiarme de un hombre el amarlo mucho? Puede ser; y yo te digo, ¿acaso está en tu mano amar o no amar? ¿Conoces algún remedio contra el amor y los celos? Lo mejor sería, china, no tener corazón. Así no sentiríamos cariño por nadie.

—Luego, parece que tú te das por engañada.

—Tal como engañada no. ¡Dios me libre! Leonardo no me ha dejado por otra ni creo que me deje. Si lo sospechase siquiera no estaría diciéndotelo desde esta silla.

—¿Y qué más quieres, mujer? Mucho temo que ese peje no vuelva a picar en tu anzuelo.

—¿Qué sabes tú? —preguntó Cecilia asustada.

—Nada, nada, —repitió Nemesia—. Mas no puedo olvidar el dicho de seña Clara, la mujer de Uribe: cada uno con su cada uno.

—No entiendo.

—Más claro no puede ser. ¿Seña Clara no tiene más experiencia que nosotras? Desde luego. Es mayor de edad y ha visto doble mundo que tú y que yo. Pues si a menudo repite ese dicho, razón buena ha de tener. Aquí, inter nos, naiden me lo ha contado, pero yo sé que a seña Clara siempre le gustaron más los blancos que los pardos, y bien durita ya se casó con señó Uribe. Por supuesto, llevó más quemadas y desengaños que pelos tiene en la cabeza, y por eso ahora se consuela repitiendo a las muchachas como tú y como yo: cada uno con su cada uno. ¿Entiendes?

—Sí, bastante, sólo que no veo cómo me venga el refrán.

—Te viene pintiparado, chinita; te coge por derecho. ¿Tú no prefieres los blancos a los pardos, como seña Clara?

—No lo niego, mucho que sí me gustan más los blancos que los pardos. Se me caería la cara de vergüenza si me casara y tuviera un hijo saltoatrás.

—Desengáñate, mujer: bonitura, amor, cariño, constancia, nada sujeta a los blancos. Después, Leonardo no se va a casar tampoco contigo por la iglesia.

—¿Por qué no? —replicó Cecilia con vehemencia—. El me lo ha prometido y cumplirá su palabra. De otro modo yo no lo querría como lo quiero.

—¡Ay! Me da mucha pena oírte hablar así, mas no quisiera quitarte la ilusión. Sólo te digo que abras los ojos, no sea que mal haya venga muy tarde. No te fíes, no te fíes, y ten siempre presente que la hormiga por meterse a volar se quemó las alas.

—El que por su gusto muere, hasta la muerte le sabe.

—Lo comprendo, mas si una muriese de repente, sin dolor, ni trabajos, pase, sea todo por Dios. El caso es, china, que antes de morir se sufre mucho. Ven acá, ¿duele tanto cuando un hombre blanco nos deja por una mujer de color, como cuando nos deja por una blanca? ¿A que no? Eso sí que duele. Y me se figura que a ti te está pasando eso ahora. Conque no hables, ni digas de esta agua no beberé.

Disponíase Cecilia a negar la exactitud del símil cuando apareció por la puerta del patio José Dolores Pimienta, y si ella no pudo o no supo decir lo que pensaba, él se quedó mudo y estático en el quicio del cuarto. No esperaba semejante compañía, mucho menos a aquella hora de la noche. Repuesto luego de su sorpresa, la manifestó en breves y escogidas frases cuánto se alegraba de verla. Cecilia dijo que había venido solamente a darle una caradita[142] a Nemesia, y se puso en pie para marcharse.

—Tengo una buena noticia que darles, —dijo el músico—. El baile de etiqueta de la gente de color se ha convenido en darlo la víspera de la Noche buena, en la casa de Soto, esquina a Jesús María. Por supuesto, la señorita está convidada en primera línea, y se espera que vaya Nemesia y seña Clara, y Mercedita Ayala, y todas las amigas. Será un baile de ringorrango. Hará raya, yo se lo digo a la señorita.

—Lo más fácil es que yo no pueda asistir, —dijo Cecilia—. Chepilla no está buena y temo dejarla sola.

—Pues si falta la señorita, cuente que no habrá luz para alumbrar el baile.

—No sabía que Vd. era tan lisonjero, —dijo Cecilia sonriendo y moviéndose hacia la puerta.

—No debe la señorita ir sola, —dijo José Dolores.

—Nadie me comerá, pierda Vd. cuidado. No se moleste. ¡Adiós!

No obstante su negativa, el músico y su hermana acompañaron a Cecilia hasta la puerta de la casa en que vivía.