Capítulo XIII

La alegría del corazón conserva la edad

florida, la tristeza seca los huesos.

PARÁBOLAS DE SALOMÓN.

En la época de que venimos hablando, eran rara avis los dentistas de profesión en La Habana. Siguiendo aquel refrán castellano que enseña: al que le duele la muela que se la saque, el oficio o arte dental lo ejercían, por la mayor parte, en las poblaciones, los barberos; en los campos los cirujanos, quiénes armados con el potente gatillo de acero, no dejaban diente ni muela con vida.

Había también sacamuelas intrusos o aficionados. Entre éstos, uno de nombre Fiayo se había hecho célebre por la destreza y habilidad con que ponía las raíces al aire y sin dolores de esos apéndices de la masticación. Su fama y popularidad, sin embargo, provenían del hecho, primero, de no emplear instrumento quirúrgico de ninguna clase; segundo, de no llevar dinero por sus mágicas operaciones dentarias.

La hija mayor de los señores Gamboa, Antonia, hacía tiempo venía padeciendo de una neurosis de carácter agudo a la cara, cuyo asiento en la mandíbula superior daba lugar a presumir tenía por causa la carie de un molar. Los médicos consultados, después de probar la aplicación de apósitos, sanguijuelas, enjuagues y cabezales, sin fruto aparente, decidieron se hiciera la extracción. Pero la idea no más de que para llevarse a efecto había de emplearse el temible gatillo, ocasionaba sudores y desmayos en la dolorida joven.

Por aquellos días llegó a La Habana, desde el campo, el mágico dentista Fiayo, y, como de costumbre se hospedó[137] en casa del Doctor Montes de Oca. No bien llegó a oídos de doña Rosa la noticia, cuando dispuso la engancharan el quitrín, y sola, con la hija doliente, se dirigió a la calle de la Merced. Llena estaba la sala de pacientes, unos en solicitud de los consejos o remedios del médico, otros de los servicios del famoso sacamuelas. Este ocupaba el segundo cuarto, cuya puerta y ventana daban al patio, y era por eso el más claro y a propósito para las operaciones de la boca. Allí tenía una silla común de madera, en que hacía sentar al paciente con la cara para el este, y en un dos por tres ponía al aire las raíces de la muela o el diente que le indicaba el interesado. Sucedía a veces que encontraba mayor resistencia de la que podía vencer con la fuerza del pulgar y del índice de la mano derecha; en cuyo caso, disimuladamente metía ésta en la faltriquera del chaleco, cual si pretendiera enjugársela, se armaba de una llavecita de hierro, convertía el paletón en gatillo, el tronco en palanca, y el éxito era instantáneo y seguro.

La entrada de doña Rosa Sandoval de Gamboa con su hermosa hija Antonia no causó poca sorpresa en las personas presentes en la sala, principalmente en Montes de Oca, que si bien era el médico de palacio y gozaba de extensa y merecida fama, no estaba acostumbrado a que le consultasen en su propia casa, señoras tan distinguidas y en la apariencia ricas. Tamaña condescendencia y amabilidad no podían menos de obligar a un médico de las condiciones y calidades del que tratamos ahora; así fue que, abandonando desde luego a sus pacientes, salió a recibir y atender a las recién llegadas. No conocía él sino de nombre y de vista a doña Rosa, a pesar de la estrecha y antigua amistad que le ligaba con su marido. Pero a tiempo de acercársele y hacérsela presente, le pasó por la mente que tal vez la inesperada venida de aquella respetable señora tenía que ver algo con la enferma del hospital de Paula, de la cual hablaba precisamente con la anciana seña Josefa, en los momentos en que entró en la sala. Y una vez metido este extraño pensamiento en su cabeza, ya no hubo forma de sacarle de ahí.

—La señora esposa de mi caro amigo el señor don Cándido Gamboa y Ruiz, si no estoy equivocado, dijo Montes de Oca.

—Servidora de Vd., —contestó secamente doña Rosa.

—Yo lo soy de Vd. muy atento. ¿Y ésta es su señorita hija de Vd.?

—Sí, señor.

—Bien se conoce. Hermosa niña. Dios se la guarde. Tengan la bondad de pasar adelante y sentarse.

—No hay necesidad, —dijo doña Rosa—. Vd. es persona muy ocupada, y luego venía solamente…

—Lo adivino, lo sé, mejor dicho, y perdone que la interrumpa, —dijo Montes de Oca con desusada oficiosidad—. Me complace el ver que Vd., también se interesa por la salud de la enferma en el hospital de Paula. Tanta bondad y nobleza de alma son mucho de celebrarse. Lo veo, lo comprendo perfectamente, desea Vd., conocer cuanto antes cuál es mi diagnóstico acerca del estado de la pobre muchacha. Es de celebrarse.

No teniendo noticias de semejante enferma, la madre y la hija se miraron azoradas, azoramiento que el médico no sólo no entendió, sino que lo interpretó por uno de aquellos sentimientos de admiración mezclados de gratitud que sienten las personas bien criadas cuando les adivinan sus pensamientos y se anticipan a sus caros deseos. Halagada de este modo su vanidad, continuó diciendo, cada vez más satisfecho de su penetración:

—Diré a Vd., señora mía, con gran sentimiento, lo mismo que acabo de decirle a la anciana madre de la enferma, con quien me ha visto Vd., hablando hace poco. No es nada favorable mi diagnóstico. Con Vd. aun puedo ser más franco que con la madre. Ahí no hay ya fuerzas, sujeto, como decimos; quedan sólo alma en boca y huesos en costal, según se dice de los bozales recién llegados de Guinea. Su mal trae origen de una meningitis aguda, superveniente de un susto, que bajo el influjo de una fiebre puerperal, la privó del juicio y produjo un desorden general del sistema nervioso, cuyo estado ha pasado a crónico, para el que hasta ahora no se conoce remedio en la ciencia médica. En el día los síntomas más marcados son los de una consunción lenta, ya en el último período, cuyo término puede ser más o menos cercano, pero cierto y fatal que, o mucho me engaño, o no podría alargar una hora, un minuto el mismo Galeno[138] si para ello solamente volviese al mundo. Esta clase de enfermos acaban como las velas así que se evapora el sebo de que están hechas. Se apagará su vida el día y a la hora menos pensada. Lo peor de todo, misea[139] Rosa, es que ya es demasiado tarde para sacarla del hospital. Corremos riesgo de que se nos quede muerta entre las manos, que se apague la vela en cuanto le dé el aire libre del campo. Siento mucho no poder llenar los deseos del señor don Cándido…

En este punto hizo Rosa un movimiento de sorpresa que llamó la atención aun del embebecido médico, obligándole a dejar trunca la frase. No era para menos la especie. Mujer más joven, menos precavida que ella, habría hecho una exclamación demostrando mayor desazón y cólera. De tal naturaleza fue, sin embargo, la impresión que le causaron las últimas palabras de Montes de Oca, que cambió de color, poniéndosele rojo en el primer instante el rostro, y luego pálido, y desapareció, por supuesto, la plácida expresión con que había estado escuchando el ininteligible diagnóstico. Aunque de origen bien diverso, la misma sensación de extrañeza experimentó Antonia. No comprendía ésta, es cierto, por su juventud y ninguna experiencia, toda la malicia que podía encerrar el hecho de que su padre desease sacar del hospital de Paula a una muchacha enferma y desconocida para toda la familia, con el objeto de que se curase en alguna otra parte. Pero no se hallaba doña Rosa en el mismo caso. Lo que era oscuro e insignificante para la hija, era un mar de luz para la madre, la verificación de continuas sospechas, el aguijón de celos antiguos y siempre vivos. ¿Quién podía ser aquella moza, ni qué clase de relaciones tenía o había tenido con ella su esposo, que estaba empeñado en sacarla del hospital de Paula por medio del médico Montes de Oca? Debía de ser una mulata, pues que su madre era casi negra. Se hallaba gravemente enferma, el médico la había desahuciado, estaría hecho un esqueleto, fea, asquerosa, moriría ciertamente en breve; pero había sido su rival, había gozado a la par con ella del amor y de las caricias de Gamboa.

¿Por qué disposición del cielo averiguaba en la hora postrera un secreto tras el cual venía corriendo hacía más de una década? Ya era poco menos que inútil la venganza. La muerte se interpondría en breve entre la esposa y la manceba. ¡Qué desesperación! ¡Qué tumulto de pasiones! ¡Qué atar y desatar de cabos sueltos, ocultos mas no olvidados en los rincones del pensamiento! Quería hablar, gritar, desahogar de alguna manera su corazón oprimido. ¡Cuánto alivio no la habrían proporcionado las lágrimas! Cristiana y discreta como era doña Rosa, sin duda hubiera dado en aquel instante la mitad de su vida por retrotraer los sucesos al año 13 ó 14, en que, joven todavía, llena de fuerza y de encantos personales, con menos cordura y calma, la hubiera sido fácil, plausible, hacer valer sus derechos de esposa, de madre y de señora.

Mientras revolvía todas estas cuestiones en la cabeza, obra que no le costó muchos minutos, sino segundos de tiempo, y sentía que la sangre se asomaba toda a sus mejillas, pasole por la mente lo de la niña en la Casa Cuna y su lactancia por María de Regla, la esclava ahora de enfermera en el ingenio La Tinaja; y dedujo, por necesaria consecuencia, que esa historia se relacionaba estrechamente con la mujer enferma en el hospital de Paula. ¿Buscaba, pues, Gamboa salvarle la vida a la madre de su hija bastarda? ¿Quién sería ésta? ¿Vivía aún? ¿La reconocía como tal el padre? Fuerza era averiguarlo. Tal vez Montes de Oca estaba enterado. Haciendo un esfuerzo supremo, logró dominar la agitación ya a punto de embargarle los sentidos; y decidió apurar hasta las heces la copa de la curiosidad y de los celos. Así, tomando de nuevo el hilo de la conversación con Montes de Oca, que mostraba deseos de manifestar cuanto sabía, dijo:

—Yo también siento en el alma que no se pueda hacer nada de provecho con la pobre…

—Rosario Alarcón, —sugirió el médico—, viendo que doña Rosa titubeaba.

—Rosario Alarcón, —repitió ésta—. Lo más presente que yo tenía. Mi memoria es flaca en esto de recordar nombres. Se lo dije a Gamboa que ya era demasiado tarde y no dudo que el desengaño le causará un verdadero pesar. Luego la hija, así que lo sepa…

—En cuanto a eso, —repuso prontamente Montes de Oca—, pierda Vd. cuidado, misea Rosa. La abuela ha tenido la habilidad de ocultarle a la hija hasta la existencia de la madre enferma.

—¡Es posible! —exclamó doña Rosa—. Parece increíble…

—Nada más fácil, —continuó el médico—. Esto es, repito lo que me ha contado la anciana que acaba de salir de aquí y que yo no hallo absurdo. Supongo que Vd. no ignora que cuando pusieron en Paula a la Rosario Alarcón, la hija era una chiquilla, sin uso de razón para echar de menos a una madre a quien después no ha visto.

—Con que la hija, una mujer hecha y derecha…

—Y muy linda, sin desdoro de los presentes, —dijo Montes de Oca—, cortando otra vez la palabra a su interlocutora para interpretar a su manera un pensamiento no más que indicado.

—Quiere decir, —dijo doña Rosa—, que Vd. conoce a la mozuela. Estaría aquí con la abuela.

—No, señora, no la he visto nunca. Hablo por boca de ganso, repito lo que me ha contado la abuela. Mejor dicho, no la veo desde el primero o segundo mes de nacida, cuando la Real Casa Cuna o de Maternidad estaba situada en la calle de San Luis Gonzaga, cerca de la esquina de la del Campanario Viejo.

—Luego tal es la niña para cuya crianza se tomó en alquiler a mi esclava María de Regla.

—Puede ser, yo no sé de eso jota.

—¿Cómo que no, si por orden de Vd. se me pagaron las dos onzas mensuales del alquiler mientras duró la lactancia de la susodicha niña?

—¿Por orden mía? Perdone Vd. misea Rosa. No tengo idea de semejante inquilinato, y, por supuesto, de la tal mensualidad. ¿No estará Vd. equivocada?

—Vaya, señor Doctor, —repuso doña Rosa—. ¿Es olvido o pura modestia de Vd.?

—Ni lo uno ni lo otro, mi señora. Positivamente no tengo noticias de lo que Vd. dice.

—Así será, —dijo al fin doña Rosa advirtiendo que el médico se ponía en guardia—. Comprendo lo que pasa por Vd.: no quiere que se hable más de este asunto. No añadiré palabra. Eso no obsta para que yo le manifieste mi complacencia por el uso que hizo Vd. de los servicios de mi esclava, cuando se le ofreció sacar de apuros a un amigo. Permítame le agregue, ya que se presenta la ocasión, que me negué a tomar un peso por el alquiler de la criatura, y que si al fin recibí el dinero fue porque se me dijo que de otro modo Vd. no la aceptaba.

Guardó silencio Montes de Oca. Únicamente inclinó respetuoso la cabeza como hombre que, cogido en un fallo, y sin salida plausible ni medios de defensa, se resigna y aguarda la sentencia. Pero lo poco que negó fue precisamente aquello de que debía estar más convencida doña Rosa, es a saber, del inquilinato de la nodriza y del salario que por ello la abonaron mes a mes, durante cierto tiempo. En lo que sí se equivocaba lastimosamente era en dar por hecho que Montes de Oca había sido el contratante y pagado el dinero del supuesto alquiler. Sobre este particular importante había sufrido dicha señora un engaño: ¡su marido no le había dicho la verdad!

Ahora bien: a la vista de la persistente negativa del médico, ¿salió doña Rosa de su error? Difícil es la comprobación en tales casos, y por lo mismo nos limitamos a decir que, aclarados ciertos particulares oscuros sobre la mujer enferma y las relaciones que con ella y con la hija tenía su marido, lo demás se caía de su peso, se infería sin esfuerzo, y no era digno de una señora el informar a una persona extraña de secretos de familia que quizás realmente ignoraba. Desistió, pues, del ataque y concluyó pidiendo al médico que la perdonase las molestias que le había ocasionado, sirviéndose decirla si Fiayo se hallaba dispuesto a examinarle la boca a su hija Antonia. Por sentado que lo estaba, y se ejecutó la operación con toda felicidad. Después, don Tomás Montes de Oca tuvo la cortesía de acompañar a las dos señoras hasta el estribo del carruaje y de ayudarlas a montar en él. Y una vez sentada y emprendida la marcha en vuelta de la casa, doña Rosa se cubrió la cara con las manos y dio a llorar y sollozar sin medida ni consuelo; todo esto con extrañeza grande de la hija, quien, ocupada de su propio dolor físico, no había echado de ver la transformación del semblante de su madre así que se alejó de la presencia del médico.

Conviene advertir aquí que a consecuencia de un disgusto con su padre por la salida a la calle tan de madrugada, según hemos referido ya, Leonardo hacía tres o cuatro días que no paraba en su casa, sino en la de una tía materna. Esto contribuyó a aumentar el pesar de doña Rosa. No sólo se negó a sentarse a la mesa, lista para el almuerzo, sino a darle explicación alguna a don Cándido sobre los motivos de su sentimiento. En medio del llanto y de los suspiros, pronunció varias veces el nombre del hijo favorito, razón por qué las hijas, suponiendo que la ausencia de éste era la causa original de sus lamentos, despacharon a Aponte en su busca con el carruaje. Vino el joven, y al punto doña Rosa, rodeándole con sus brazos, le cubrió la frente de besos y de lágrimas. Dábale entre tanto los epítetos más cariñosos y le decía:

—Hijo del alma, ¿dónde estabas? ¿Por qué huías de las caricias de tu madre? Mi amor, mi consuelo, no te apartes de mi lado. ¿No sabes que tu triste madre no tiene otro apoyo que el tuyo? Tú no mientes, tú dices siempre verdad, tú eres el único en esta casa que conoce lo que vale una madre y esposa leal. Mi vida, mi corazón, mi fiel amigo, mi todo ya en el mundo, ¿qué, ni quién tendrá bastante poder ahora para arrancarte de mis brazos? Sólo la muerte.

Al fin esta señora, casada, madre de familia, halagada por los dones de la fortuna y de la naturaleza, al llegar a su casa se encontró rodeada de varias personas que le eran muy queridas, que la respetaban y que se apresuraron a enjugar sus lágrimas, a ofrecerle consuelos y distracciones. Al fin, aquella angustia suya, dado que legítima, nacía de un mero desengaño en su vida conyugal, que por la época en que le recibió, bien se conocía que el ángel de su guarda se le había apartado de los ojos hasta la hora en que su conocimiento la fuese menos doloroso. Hasta allí un golpe de celos era lo único que venía a turbar la serenidad de sus días, por otra parte siempre plácidos e iguales.

Pero ¿qué había de común entre el pesar, el desengaño ni los celos de doña Rosa Sandoval de Gamboa, y el pesar, el desengaño y la desolación de la pobre seña Josefa, más desamparada y sola que antes desde el punto que se separó del médico Montes de Oca y volvió a cruzar el umbral de su casita en la calle del Aguacate? Con razón pudo entonces exclamar con el salmista:

—Venid, cielos y tierras, aves que pobláis el aire, peces que llenáis las aguas, brutos que holláis los campos, y decidme: ¿Hay dolor comparable con el dolor mío?

Nadie le preguntó por qué lloraba y se mostraba tan afligida. Cecilia, a quien encontró allí de vuelta, estaba harto disgustada para pensar en los disgustos ajenos. Nemesia también guardó un profundo silencio, diciendo sólo al despedirse de las dos: —Hasta después. Aun la imagen de la Virgen en el nicho, frente a su butaca, parecía que no debía ofrecerla esta vez consuelo. Transida por el dolor de la espada que le atravesaba el pecho, dirigía hacia otra parte sus amorosos ojos.

Y tal fue, después de todo, la indicación oportuna que recibiera seña Josefa en medio de su pavorosa soledad. La madre del Salvador del mundo, en los momentos de perderle enclavado en una cruz, claramente le enseñaba con su resignada, sublime actitud, que hay dolores tan grandes para los cuales no se encuentra consuelo aquí abajo, sino allá arriba, ¡en el cielo!