CAPITULO XIV

NO contestó en seguida.

Mudamente, Diego alargó la pitillera abierta. Juni tomó un cigarrillo, lo llevó a los labios y Diego le ofreció lumbre. El camarero llegó en aquel momento y les sirvió. Se fue de nuevo.

—No has... contestado.

—¿Para qué?

—¿Cómo para qué?

—Eso digo yo—hurtándole la mirada—. No merece la pena perder el tiempo. Tú eres un hombre desorientado. Yo soy una muchacha tranquila. Por nada del mundo quisiera que me transmitieras tu desorientación.

—Ni eso quieres compartir conmigo...—dijo sin negar.

—¿Tu desorientación?

¿Había burla en la pregunta?

No.

Diego sólo leyó en ella un temor o una inquietud.

—Juni—exclamó de pronto a media voz—. Me gustaría verte a solas, no entre tanta gente. Tenemos tiempo de dar un paseo. Sí, en mi auto. Toma el martini. Después daremos una vuelta hasta la una y media. Hora y media es suficiente para hablar. Te diré algo.

¿Iba a hablarle de Carlota?

¿Y por qué, si precisamente, debido a ella, a lo que ella le dijo, se abstuvo de ir por su casa?

¿Tanto dolía aquello todavía?

¿Y qué pasó?

¿Por qué tenía que doler?

—Dime, Juni. ¿Estás de acuerdo?

—¿En salir en tu auto?

—Sí.

—Está bien. Pero piensa primero si en verdad tienes deseos de hablar. ¿Merece la pena, te pregunto de nuevo?

—Creo que nunca lo necesité como hoy.

Sin responder, Juni tomó el vermut.

Al rato, silenciosamente, ambos cruzaban la calle de Serrano agarrados del brazo. Subieron al auto en el mismo silencio, y Diego dijo cuando empuñó el volante y ella estuvo acomodada a su lado:

—Iremos por la carretera de La Coruña, ¿quieres?

—Bueno.

—Hay algo importante que quiero decirte. No es a modo de justificación. Es que nunca necesité tanto compartir con otra persona, eso que tú llamas desorientación. Y te voy a hacer una pregunta sencilla, que admite una respuesta similar: ¿Quieres ser mi novia?

Juni apretó las dos manos una contra otra, que tenía apoyadas en el regazo.

Miraba al frente y no se atrevía a mirarle a él.

Un silencio.

Diego tenía el ceño fruncido. La expresión cerrada. La miraba a ella de forma inquisitiva.

—Juni..., no has dicho nada.

—¿Por qué?

—¿Por qué... qué?

—¿Por qué deseas que sea tu novia? Sólo por haberte mencionado a Carlota... estuviste una semana alejado de mi casa. ¿No crees que eso es elocuente?

—¡Carlota!

—Sí—dijo ella con fuerza—. Carlota. ¿No la has querido? Por ahí dicen...

—Cállate.

—¿Lo ves?

La miró cegador, incluso olvidando un poco la dirección. Fue ella la que dijo:

—Cuidado.

—Oh, sí—y después, con súbita irritación—. ¿Ver, qué? ¿Qué tengo que ver? ¿Que te mando callar? Claro que sí, pero no porque Carlota me interese. Sino porque me ofende hablar de eso. Me conoces lo suficiente. Creo que nadie me conoció como tú, porque a nadie le abrí el corazón. Sí, no me mires con incredulidad. ¿Acaso eres que Carlota o cualquier otra mujer sabe que deseo fervientemente tener un hogar propio donde no ande todo manga por hombro? Yo te aseguro que los criados de mi casa pronto montarán un negocio con el dinero que se llevan de la mía. Allí no hay gobierno. Hay mucho dinero, y se olvidaron pronto de cómo y cuánto les costó ganarlo. Yo nunca seré así. Yo tendré una mujer siempre en el hogar y yo estaré al pie del cañón vigilándolo todo. La educación de mis hijos, la ternura de mi mujer. Los principios de un hogar, para que todo marche debidamente. ¿Saben eso mis amigos? No. Me consideran un frívolo. Un viva la vida, un comodón. Un indiferente a los encantos naturales de un hogar, una mujer propia, unos hijos que salen de las entrañas de la mujer que amas. Yo no soy como los demás me consideran y eso sólo lo sabes tú. Siendo así, yo sólo te voy a hacer una pregunta y espero que sea la primera y la última vez que se mencione a... Carlota. ¿Me consideras a mí capaz de dejar plantada a una mujer sin motivos? Sin motivos aplastantes, Juni.

Ella consideró la pregunta antes de responder.

Después volvió poco a poco la cabeza.

—¿No puedo conocer esas... causas?

—¿En verdad, después de lo que acabo de decir, deseas conocerlas?

—No—rotunda—. No, es verdad. No hablemos más de eso.

—Gracias.

Y, súbitamente, por debajo del volante, deslizó una mano y la puso sobre las dos unidas de Juni.

—¿Qué dices a mi proposición? No te pido que nos casemos en seguida. Sería... herirte a ti y desconocerme a mí mismo. Unas relaciones formales entre ambos. Ni mi familia tiene por qué conocerlas. Te pido ayuda para esta desorientación mía. Ya ves, soy sincero. Cuando te conocí, no creía en la sinceridad de las mujeres. A tu lado empecé a creer de nuevo. Pero, me pregunto: ¿y si de nuevo estoy equivocado? No me das tu opción a una prueba.

—No cuentas conmigo, Diego. ¿Te has olvidado o es una omisión consciente?

—No te entiendo.

—Parece que no cuentas con mis sentimientos.

Diego frenó el auto, estacionándolo en la cuneta.

Se volvió hacia ella.

—Dime, Juni. ¿Por qué? ¿Es que tus sentimientos... están ahí, despiertos, vivos, existen?

—No pensarás que estoy tan deseosa de tener un novio, que me avengo a tus planes sólo con el fin de pescar marido.

—Nunca se me ocurriría.

—Pues entonces tienes que pensar que existen sentimientos.

—¿Existen?

—Sí—sincera, con lentitud la respuesta—. Sí, Diego. Pero no quisiera que esto que estoy diciendo, sirviera para amarrarte a ti a un compromiso que sólo tendrá la duración de un mes o dos.

—¿Y por qué no para toda la vida?

—Di, sé sincero. ¿Estás tú preparado para eso? ¿No seguirás pensando que yo soy como ella?

—Eso es lo que me desquicia. Que sólo pensar que lo fueras, me vuelve loco.

—No lo soy. No hay una mujer semejante a otra. Nunca la hay. Pero puedo ser parecida y hacer las mismas cosas o casi iguales que esa mujer que te quitó la fe en las demás y casi en ti mismo.

—Ella me engañó—dijo fuerte—. Yo la vi. La vi por mí mismo. Me censuran porque la dejé sin explicaciones. ¿Acaso se necesitaban? Ella sabe que la vi. ¿No es bastante explicación?

—Pon el auto en marcha, Diego—dijo bajo—. Te comprendo.

—Y no quieres pasar por esa prueba.

—Quiero.

Le agarró las manos.

—¿Quieres? ¿Por qué?

Lo miró a los ojos.

Así, largamente.

Fue como una revelación para Diego.

—Es que tú... tú... tú...

—No pienso negarlo—dijo Juni con lentitud—. No sería Humano que lo hiciese. Me pides ayuda. Sería inhumano negártela. E igualmente inhumano acceder, si no hubiera una razón más fuerte que la duda. Yo te quiero. No ahora. Hace tiempo. Casi desde que te conocí y empecé a pensar que algo raro había en el pasado de tu vida, que te hacía odioso a las demás mujeres. Después cambiaste. Se diría que a todo trance buscabas un desquite, una compensación a tu desengaño o tu pena. Después supe, de modo muy tonto, que habías dejado a tu novia. Ni por un momento pasó por mi mente que la dejases por capricho. Eras demasiado hombre, demasiado sensato, pese a moverte en un mundo falso y lleno de vanidades.

—Y me quisiste así...

—Igual piensas que te estoy mintiendo...

Apretó las mandíbulas.

Apretó aquellas manos que tenía entre las suyas y de súbito las llevó a la boca. Las besó largamente sin dejar de mirarla.

—Te creo. Necesito creerte para seguir viviendo, Juni. Esa es la verdad. Para los efectos, yo sigo siendo aquel muchacho afectuoso y sentimental que al regreso del Instituto repartía fruta por las casas de los clientes de su padre. Sí—sonrió con tibieza—. Me gusta ser aquel chico y regresar a casa y ver allí a mamá. A papá leyendo la Prensa. A mis hermanos estudiando. A Inés en su cuna sencilla. A Isabel yendo a gatas de un lado a otro. Sigo siendo aquel muchacho.

Inesperadamente, Juni rescató una mano y la levantó. La dejó caer en la mejilla masculina.

—Diego, yo... yo...

El no la dejó terminar.

La tomó en sus brazos.

La envolvió en ellos. Buscaba sus labios, pero Juni puso la palma de la mano entre sus bocas.

—Ahora, no—susurró—. Después, Diego. Cuando... estemos más seguros el uno del otro.

—Pero... yo quiero besarte, necesito besarte... Es... como si de esos besos dependiera mi vida...

Con cuidado le retiró la mano. Y así, despacio, como si temiera hacerle daño, abrió los labios y buscó la boca que no se le negaba.

La besó largamente.

Juni sintió la sensación de que todo daba vueltas y vueltas. De que la sangre se calentaba bajo la piel, de que algo le hormigueaba por todo el cuerpo.

No fue aquel leve beso de despedida de cuando se fue a Londres. Era algo distinto. Algo fuerte, cálido, enorme, que la bañaba toda.

—Diego... basta.

—Así pudiera—dijo él roncamente—. Así pudierá.

—Diego..., te ruego...

¿Rogar?

¿Podía ella rogar, si se quedaba quieta en los brazos de Diego, bajo sus besos...?

Alzó la mano.

Se enredó en las cabellos de Diego. El dejó de besarla y la miró así. Así, a los ojos, largamente, hasta que ella, muy pálida, abatió los párpados.

—Nunca tuve una novia como tú, Juni. Nunca.

—Calla, calla.

—Es que... parece que se me parte el alma cuando te toco. Yo no sabía que tocándote... sintiera esto. Pudiera sentir esto. Y lo siento. Como si de súbito el mundo fuera mío, la vida, todos los seres de la tierra. Y me siento fuerte y alegre, y me parece...

—Calla, loco.

—Hasta tu voz me suena a amor en los oídos. Y el prado me parece más verde. Y el sol más claro. Y la vida más plácida...

—Vamos, Diego. Tía Doli estará asustada.

—Tía Doli—dijo él quedamente, jugando con su boca—. Tía Doli, la madrecita buena que siempre está allí. Esa mujer que deseamos sentir todos cerca de nosotros. Tía Doli... Sí, sí, vamos a casa, vamos a decírselo...

Pero no la soltaba.

La acariciaba con ternura. Sus caricias leves y a la vez apasionadas. Sus caricias que se hacían audaces, que lastimaban a veces y causaban un hondo e indescriptible placer.

—No—susurró ella asustada—. Así... no, Diego. No... no... está bien.

Diego reía.

Una risa feliz. Una risa ahogada. Una risa emotiva que sabía a lágrimas.