CAPITULO V
ANTE aquel chiquillo, no supo por qué, se le pasó el mal humor.
—Pase, por favor.
—Me llamo Diego. ¿Y tú?—preguntó, mientras colgaba el gabán en el perchero.
—Yo Santi. Mi tía no está, ¿sabe usted? Ha tenido que salir. Me dijo que si llegaba usted, le dijese que regresaría en seguida. Pase usted aquí, por favor.
—¿Estás solo en casa?
—Con mi hermana. Estamos estudiando en el saloncito. Tía Doli ha salido también a la tienda. Subirá en seguida.
Así era él cuando aún no tenía mucho dinero.
También su madre salía a la tienda y el padre regresaba cansadísimo. Su madre le ponía las zapatillas junto al sofá del cuarto de estar y le daba la Prensa del día. Era invierno también, y ellos dos, Javier y él, estudiaban como locos y ayudaban a su padre. Estudiaban en el cuarto contiguo a la sala de estar y mientras hacían la tarea que llevarían al día siguiente al Instituto, escuchaban la conversación de sus padres.
Papá hablaba de las ganancias del día. La madre de lo cara que estaba la plaza. Luego papá preguntaba: «¿No hay un poco de café por ahí, Paloma?» Su madre decía cariñosamente: «Claro, Celso. Ahora mismo te lo traigo.»
Sí, eran felices entonces.
Y tenían un piso mucho más inferior que el de la profesora.
—¿Quiere sentarse con nosotros?—preguntó Santi, interrumpiendo así sus pensamientos.
—Bueno. ¿No... se enfadará la tía?
—¿Tía Doli?
—La... otra. Tía Juni...
—Oh, no. Tía Juni nunca se enfada. Siempre sonríe—dijo la niña, feliz—. La queremos más...
—Estaréis solos mucho tiempo.
—Nunca—exclamó Santi—. Jamás. Hoy tía Juni tuvo que ir a no sé qué a la parroquia. Siempre la llaman a ella cuando hay una carta que traducir. Va con nosotros al cine y los domingos va con nosotros a misa, y mientras la tía Doli hace la comida, los tres damos un paseo por el Retiro. Tía Juni juega conmigo y con Laura y luego nos lleva a tomar un refresco.
—¿Y por la tarde?
—Vamos al cine y damos un paseo cogidos del brazo. A Laura y a mí nos gusta mucho llevarla en medio. Los chicos mayores dicen cosas y tía Juni se ríe luego con nosotros.
—Cuando tiene el novio aquí, saldrá con él.
—Si no tiene novio—saltó Laura—. Tía Juni prefiere salir con nosotros a tener novio.
—Ah.
Se oyó el llavín en la cerradura y los pasos de una persona.
—Es tía Doli—dijo el niño—. Voy a ayudarle. Siempre viene más cargada...
Salió corriendo.
Al rato entró cargado con una cesta.
Detrás tía Doli, con aquel empaque suyo de gran señora, haciendo las compras del día siguiente, como si jugara a ser una muchacha de servicio.
Diego se puso en pie rápidamente.
—Señora...
—Ah, está usted ahí, señor Mendoza. Cuánto lo va a sentir Juni. Ha tenido que salir...
—No se preocupe.
—¿Hace mucho que espera?
—No, no.
—Un poco—saltó la niña—, pero como estábamos hablando...
Tía Doli sonrió.
Tenía una sonrisa suave tía Doli.
Como su madre, antes de poseer una fortuna. También sonreía así. Suave, suave y comprensiva.
Después, no.
Después, todo fueron viajes a la Costa Azul, a Italia, a la Costa del Sol...
Nunca estaban en casa.
Cuando llegaba a cenar, las pocas veces que iba, Inés salía e Isabel se preparaba para ir a comer con unos amigos. De Javier ni rastro, y él tenía que comer servido por una muchacha.
—¿Te llevo la cesta a la cocina, tía Doli?—preguntó el niño.
—No, criaturita. Pesa mucho para ti—luego miró de nuevo a Mendoza—. Tome asiento. Por favor..., no se quede de pie.
Sintió una necesidad imperiosa de serle útil. De sentirse de nuevo el niño de doce años que ayudaba a sus padres.
—Yo llevaré la cesta a la cocina.
—Oh, no, no se asustó tía Doli—. Le aseguro que... no me perdonaré abusar de usted.
Diego hizo caso omiso de la exclamación y cargó con la cesta. Al regresar de la cocina, se encontró en el pasillo con Juni, que entraba.
Ambos se quedaron suspensos, uno frente a otro.
Ella como asombrada.
El, como pillado en falta.
* * *
Vestía una gabardina blanca atada estrechamente a la cintura, lo cual la hacía más esbelta. Calzaba botas negras y el cabello oscuro suelto, corto, cayendo un poco hacia la mejilla.
Se quitaba los guantes mientras lo miraba. Diego sonrió. Una sonrisa vacía, inexpresiva.
—Buenas tardes—saludó inmediatamente.
—Buenas—dijo Juni, y después, con frío acento—: Pase al cuarto de estudio. Siento haberme retrasado.
Allí mismo, sin esperar a que él entrase en el estudio, se quitó la gabardina y la colgó en el perchero.
Quedó enfundada en una falda ajustada, un suéter de cuello subido y las botas, las cuales, al tener la falda más bien corta, hacían más esbelta su delicada figura.
—Pase, le dije.
—Ah..., sí.
Y pasó.
—Yo iré en seguida. Discúlpeme un momento.
Su acento era cálido y suave, lo que produjo en Diego una sensación de desconcierto. La oyó correr pasillo abajo, hablar precipitadamente con su tía y los niños, y al rato sintió de nuevo sus pasos lentos y tranquilos.
En seguida apareció en la puerta. Cerró ésta y fue a sentarse ante la chimenea, en un cómodo sofá, donde se hundió. De repente miró a lo alto.
Diego seguía de pie.
Erguido, mirándola de forma rara.
—¿No se sienta?—preguntó sin alterarse.
—Sí, por supuesto.
Y cayó en un sillón frente a ella.
—Ha hecho lo que le mandé ayer.
—No.
—Pero...
—No me mande estudiar en casa. En realidad estoy poco en casa...—añadió riendo, de forma un poco cínica—. No me gusta la casa en absoluto. Si he de aprender esto de carrerilla, como usted dice, deme media hora más de clase y en paz.
—Tengo estipulada una hora para usted y no puedo darle más.
—Aprovechemos, pues, esa hora.
Juni lo miró un segundo con cierto desconcierto.
No entendía bien a aquel hombre.
Tan pronto se ponía malhumorado y decía impertinencias, como parecía una malva.
Se alzó de hombros.
Dejó de mirarle cuando Diego pensaba que tenía unos ojos preciosos.
—La conversación que sostengamos—dijo Juni de súbito—desde el momento que entra por esa puerta, sea de la índole que sea la conversación mencionada, se hará en inglés. ¿Entendido? Es posible que usted no sepa escribirlo, pero de lo que no me cabe la menor duda es de que lo entiende casi perfectamente. No obstante—añadió también en inglés—, usted ha venido aquí para aprender a leer y escribir en el idioma de Shakespeare. Veamos. ¿Tiene papel y pluma? ¿No?—se puso en pie y atravesó toda la habitación para ir hacia una mesa, cuyo cajón abrió de par en par, extrayendo de él lo que precisaba. Regresó al rincón junto a la chimenea—. Aquí tiene. ¿Quiere hacer el favor de escribir? Es un lema de Shakespeare. «La lealtad tiene un corazón tranquilo».
—¿Es así...?
—¿Así, cómo?
—¿Tiene la lealtad un corazón tranquilo?
—Señor Mendoza, no analicemos el contenido en sí. No se trata de eso. Analicemos...
—«Filosofía, dulce leche de adversidad».
—Señor Mendoza...
—¿No lo ha dicho también Shakespeare?
Hubo de sonreír.
—Escriba y olvidemos que ha leído usted a Shakespeare, señor Mendoza.
—Tal vez desconozca Madrid—dijo por toda respuesta.
—No le entiendo.
—Si ha vivido casi siempre en Londres, se encontrará en esta capital desorientada, sin amigos... ¿Quiere que haga de cicerone para usted?
No le entendió hasta aquel instante.
Hubo de sonreír.
—Es usted muy amable—respondió en inglés—, pero le aseguro que Madrid para mí es tan familiar como Londres, si bien no tengo interés alguno en tener amigos.
—¿No cree en la amistad?
—¿Y por qué no voy a creer?
—No lo sé, señorita Alberti, le pregunto.
—Creo en la amistad, la ternura, en el cariño y en el amor. No tengo motivo alguno para no creer.
—¿Qué le parece si hoy cenáramos juntos?
—Me parece que se equivoca usted.
—¿Porque la invito?
—Porque insiste. Me parece que ayer aclaramos esa cuestión.
—No voy a hacerle el amor.
—Es que no se lo permitiría.
—¿Lo ve usted?
—Señor Mendoza, yo estoy hablando en inglés, pero usted no escribe lo que le dicté, y no está usted aprendiendo nada. Le diré que no pienso perder el tiempo.
—Está bien—refunfuñó—. Empecemos otra vez.
Escribió muy mal aquello que ella le dictó. Juni se lo corrigió y le hizo copiarlo de nuevo.
—No me explico por qué sabiendo usted los verbos, se olvida de ellos al escribir.
—Para eso estoy aquí.
—Ciertamente. Empecemos otra vez...