CAPITULO I

NO pensé que te hiciera tanto daño.

—¿Por... eso no lo has dicho antes?

—Tu ironía...

—¿Debo dar gritos de contento?

—Diego, escucha...

No.

Diego no estaba para escuchar a nadie.

Ni siquiera para ver a nadie.

Diego no era, en aquel instante, el Diego que Julián Ledesma conocía.

Estaba pálido. Tenía un brillo intensísimo en los ojos azules y aquella boca que siempre sonreía sardónicamente, parecía cortada en dos rayas paralelas. Dos pálidas rayas sin curvatura.

Giró sobre sí y fue a situarse junto al ventanal.

Julián atravesó el saloncito y se situó tras él. Le puso una mano en el hombro.

—Yo creo que no debieras tomarlo así.

Diego dio la vuelta en redondo.

—La quería—gritó—. Hasta la fecha y desde que nací, fue lo único que tomé en serio. Carlota lo sabía.

—Bueno, bueno, al fin y al cabo, ella no era de tu misma posición social y económica.

Diego soltó la carcajada.

Parecía que algo se desgarraba dentro.

—¿Qué tiene de particular mi posición social y económica? Hace sólo veinte años, mi padre era vendedor de fruta. Un vendedor vulgar y corriente que discutía un gramo de peso a un cliente de barrio. ¿Lo has olvidado ya? Aprovechando momentos difíciles para los demás, mi padre vendió unas tierras y compró una frutería, después otra, más tarde exportó al extranjero... ¿Cómo empezó? Recuerdo que, cuando yo tenía diez años, llevaba en un cesto la fruta al cliente—emitió una risita hiriente—. Mi hermana Isabel acababa de nacer—aquí sólo una carcajada—. Ya le regalaron una cadena de oro cuando nació. Cuando llegó al mundo Inés, le regalaron además una pulserita. ¿Qué te parece? Mi padre ya hacía dispendios. Jamás comí fruta sana. A nuestra pobre mesa de usureros, llegaban las frutas picadas que no se vendían.

—¿Quieres callarte, Diego?

—¿Y por qué? Aludes a mi posición social y económica. Yo me preocupo si éramos más felices cuando vendíamos la fruta picada, o después que la exportábamos al por mayor. ¿Quién soy yo en realidad? ¿Quién eran los Mendoza hace veinte años? Carlota, en cambio, se educó en un buen colegio desde que tuvo edad para acudir a la escuela. Su padre era médico de prestigio. Su abuelo un general.

—Pero ahora no tienen dinero.

—Es lo que me causa mofa—apuntó Diego con ironía, una ironía hiriente que parecía mofarse de su propio dolor—. Yo era un don nadie hace veinte años. Hoy soy el hijo de un famoso millonario exportador. ¿Crees que la gente se olvidó de aquella procedencia? No, pero como hay mucho dinero por medio...—aspiró hondo—. Yo tenía fe en Carlota. Te aseguro que fue lo único que llenó un poco el vacío de mi vida. Recuerdo cuando nos sentábamos en torno a la pobre mesa de aquel piso humilde. Mamá era feliz. Nos contaba cosas. Nosotros se las contábamos a ella. Recuerdo también cuando Javier, mi hermano, decidió estudiar el bachillerato. Yo le seguí. Papá no puso muy buena cara. Salíamos del Instituto y nos íbamos a la frutería. Repartíamos entre los dos todos los encargos. Al regresar a casa contábamos las propinas y a veces éramos tan quijotes, que le comprábamos a mamá un ramo de flores. Papá se ponía por las nubes. ¡Gastar el dinero en tales cosas! Mamá sólo sonreía. Después todo cambió. El hogar humilde se fue, poco a poco, convirtiendo en un piso regio. Papá, de una furgoneta pasó a un «Cuatro-cuatro». Después a un «Seat», más tarde a un «Renault». Hoy tiene tres «Dodges». Javier tiene un deportivo. Yo un «Simca», porque me gusta más. Y mis hermanas dos coches descapotables americanos que dejan bizcos a los que se sientan en Serrano.

—¡Diego!

—Pero ¿sabes lo que te digo? Ahora hay en mi casa tres o cuatro muchachas de servicio, y casi nunca encuentras a mis padres en el hogar. Mis hermanas se pasan el día corriendo de un lado a otro. Javier casi siempre está en Torremolinos, y yo... yo...—pasó los dedos por la frente—. Yo creía en Carlota. Y pensaba formar con ella ese hogar tranquilo y sencillo que siempre eché de menos, desde que mi padre empezó a enriquecer.

—¿Adónde vas?

—He venido a pedirte perdón. Cuando me dijiste el otro día que Carlota me engañaba con otro, te rompí la cara. Hoy lo he comprobado. Vine, pues, a pedirte perdón, y ahora me voy.

—Aguarda.

—¿Para qué?

—Escucha, Diego. Estás hecho polvo. ¿Por qué no haces un viaje y descansas?

—¿Descansar de qué? Yo era un hombre bueno, Julián. Tú eres mi mejor amigo. Mi único amigo, por eso me dolió lo que me dijiste el otro día. Ahora ya sé que es verdad. No creo que Carlota ignore que lo sé. Voy a empezar de nuevo.

—¿De qué manera? Me das miedo.

—No sé de qué manera. No merece la pena pensarlo. Lo que sí puedo asegurarte es que jamás creeré en una mujer.

—Escúchame...

Movió la cabeza denegando.

—Me largo. Por lo pronto pienso ir a la finca de la Sierra a descansar. ¿Descansar de qué?—se alzó de hombros—. De nada, pero me voy. No temas, que nadie en casa preguntará por mí. Mis padres tienen demasiado dinero para preocuparse por sus hijos. Antes nos miraban todas las notas. Después empezaron a olvidarse. Hoy que ya terminamos la carrera, Javier y yo seguimos metidos en el negocio, pero hacemos lo que nos da la gana.

—Nunca pensé que renegaras de tu fortuna.

—Nunca lo hice hasta este instante—ironizó, encaminándose hacia la puerta.

*    *    *

—¿Quién anda ahí?

—Pasa, Diego.

Este empujó la puerta y se deslizó dentro de la alcoba de su hermana.

—Hace más de dos semanas que no te vemos —dijo Inés, sin dejar de pulirse las uñas—. ¿Sabes que esta noche dan una fiesta en casa de los Rúa?

Diego se desplomó en una butaca y extendió los pies por encima de una mesa.

—Dicen que será una fiesta estupenda.

Se lo imaginaba.

—¿Buscas a los papás? Se han ido ayer noche a la Costa Azul. No vendrán hasta la semana próxima. Papá estaba algo enfadado. Dice que no apareciste por la oficina desde hace quince días.

—¡Bah!

—¿Dónde estuviste?

—Por ahí.

—¿Dónde es ahí?

—¡Yo qué sé!

Entró Isabel en aquel instante. Vestía un modelo de tarde muy bonito, se cubría con un abrigo de piel.

—Uf, qué frío hace. ¿Qué haces, Inés? Hombre, si está aquí Diego. ¿Qué es de tu vida, chico?

Se inclinó hacia adelante y le hizo una carantoña en la nariz. Después se despojó del abrigo.

—¿Vas a alguna fiesta?—preguntó, mirando el vestido de noche extendido en la cama—. Yo salgo con Raúl.

—Si estamos envitadas en casa de los Rúa.

—¡Qué aburrimiento! Leonor Rúa se pondrá a tocar el piano y todos los invitados tendrán que aplaudir. No hay nada más cursi que una fiesta en casa de los Rúa. En modo alguno. Yo me iré con Raúl esta noche.

—¿Qué dices tú, Diego?

—¿Yo? Salgo ahora mismo y no volveré hasta mañana—se puso en pie y se desperezó como un mal educado—. Tengo un buen plan esta noche.

—Eh, eh. No te marches. ¿Qué dicen por ahí? ¿Te dejaste con Carlota?

—¡Bah!

—¿Es verdad o no?

—Lo será cuando lo dicen.

—Nunca estuviste muy enamorado de ella—rió Inés—. Tú enamorado... Ji, lo dudo mucho.

Las miró con expresión indefinible.

Lo estaba. Lo estuvo perdidamente. Ya no. El no era hombre que soportara una mujer en la cual no se puede depositar la confianza.

Claro que, explicarles aquello a sus dos hermanas, sería empresa inútil.

—La encontré en Serrano con Samuel Lafuente —dijo Inés—. Le pregunté por ti... Me dijo que te habías puesto tonto.

—¡Tontísimo!

—¿Es verdad que ya no sois novios?

—Es verdad, Isabel.

—¡Oh, tan mona como es Carlota!

—Que os divirtáis esta noche.

—Aguarda, hombre, no te vayas aún.

Las dejó allí.

Le cargaban sus hermanas.

Las evocó cuando Inés tenía dos años. El tenía unos doce en aquella época. Y empezaba el bachiller. Isabel nació entonces. Su madre empezaba a dejar olvidado el mostrador de la frutería para irse a ia peluquería. Y su padre ya fumaba puros habanos...

Todo empezó entonces. Todo se torció y estropeó.

Apretó los puños y atravesó toda la enorme casa.

Miró a un lado y a otro. Cuando sólo tenían un pisito, todos eran muy felices. Sus padres no se iban cada dos por tres a la Costa Azul o a Torremolinos o a París. Javier se pasaba todo el día con la cabeza metida sobre los libros. Sus dos hermanas jugaban en la cuna. La madre las dormía, les daba besos...

El era un estudiante y después, al regresar del Instituto, junto con su hermano, repartía los encargos por las casas grandes de la Castellana, conduciendo su carrito con remolque.