CAPITULO III
NO me gusta—dijo—. No me gusta nada, tía Doli.
—Pues si no te gusta, no lo hagas.
—He dado palabra. Insistieron tanto...
—¿Te has informado?
—¿De quiénes son? Son esos exportadores de frutas que hace sólo veinte años repartían el encargo por las casas. Serán unos nuevos ricos insoportables.
—Tienes bastante trabajo, Juni. ¿Por qué te tomas más responsabilidades sobre la espalda?
Juni miró en torno.
Era una chica alta y delgada, de distinguido porte. Tenía clase. Mucha clase. Su bello rostro de tez más bien morena, los ojos grisáceos, muy claros, el cabello negro, corto, sencillo, sin rebuscamientos.
En aquel instante vestía un modelo camisero de gusto muy femenino. Calzaba zapatos semialtos y se hallaba hundida en un sillón, con una pierna cabalgando sobre la otra. Fumaba un cigarrillo. Su aspecto en general resultaba sumamente atractivo. No tendría más allá de veintitrés años y su expresión grave, seria, le daba más edad.
—Debiste decirle a la señora Fanjul...
—No podía defraudar a Berta, tía Doli. Ella conoce a los Mendoza. Parece ser que la une una gran amistad con la señora Mendoza.
—¿Berta amiga de una frutera?
—Bueno—rió Juni divertida—. De eso hace mucho tiempo ya, ¿sabes? Creo que Marisa es medio novia de Javier Mendoza.
—¿El chico que vendrá hoy a dar clase?
—El hermano.
—Ah.
—Es un favor. Pero un favor que cobro a precio de oro. No me dedico a dar clases, bien lo sabes. Sería muy molesto y tendría que dejar las traducciones, cosa que no me conviene. Pero los niños cuestan, tía Doli. De vez en cuando, una clase así conviene.
—No tienes por qué fatigarte tanto.
—Tengo un deber que cumplir.
—Porque tú lo has adquirido.
—¿No lo harías tú en mi lugar?
Hablaban en inglés.
Un inglés puro y correcto.
—Sí—admitió la tía con voz grave—. Creo que sí. Santiago bien mereció un sacrificio por nuestra parte. ¡Pobre Santi! Morirse así... ¡Y la pobre Laura!
—Calla, tía Doli. Me parece que los niños llegan ahí.
En efecto, se oyeron voces y pasos.
Casi en seguida apareció Santi con sus doce años, y detrás Laura, con sus escasos diez años.
—Tía Juni, tía Doli.
—Queridos—susurró Juni apretándolos contra sí—. Queridos. Venís helados.
—La calefacción se estropeó hoy en el colegio. Hubo un barullo. Todos tiritábamos. Dicen que para mañana ya estará arreglada.
—Huy—exclamó tía Doli alarmada—. Si venís mojados.
—El autobús nos dejó en la parada—explicó Santi—. Llovía tanto, que vinimos corriendo.
—Quita en seguida esos zapatos, y tú, Laura. ¡Oh, Dios mío! ¿Los has visto, Juni? Vienen helados y mojadísimos.
Juni apretaba a Laura contra sí como intentando darle calor. Laura se abrazaba a su tía besándola con ternura al mismo tiempo.
—Mañana os llevo al cine—decidió Juni—. Es sábado y yo no trabajo. ¿Qué os parece?
Los dos se abrazaron a ella.
Tía Doli los miraba con expresión bondadosa.
—Eres tan buena, Juni. Tan buena....
—Te queremos tanto...
—Zalameros—susurró—. Idos con tía Doli. Yo tengo una clase dentro de diez minutos. Antes, quizá.
—¿Clase,? ¿Desde cuándo das tú clase?
—No seáis preguntones. Dentro de una hora estaré lista y os tomaré las lecciones. Las de mañana, se entiende. Ya sabes, Santi, si no tienes ni idea, me voy a enfadar mucho.
Sonó el timbre en aquel instante.
—Es el señor Mendoza—dijo tía Doli—. Seguro, porque yo no espero a nadie.
Miró a sus sobrinos.
—Pasad a la alcoba y desvestiros. Ahora mismo voy a daros un baño—miró a su sobrina—. ¿Lo paso al cuarto de estudio?
—Sí, sí. Iré en seguida.
Se fue la tia y Juni empujó a sus dos sobrinos.
—Tenéis que bañaros. Es tarde y hay que comer. Os dais el baño en unos segundos y luego a comer.
—¿No podemos ver la televisión?
—Hoy no. Tiene dos rombos la película. Mañana sí que la veremos los cuatro.
Tía Doli apareció de nuevo.
—Es él—dijo con voz misteriosa—. ¿No es un crío, sabes? Tiene por lo menos treinta años.
—Ya lo sabía.
—Ah.
Los niños salieron corriendo en dirección a sus habitaciones.
Tía Doli miró a Juni.
—Tiene una expresión especial, Juni. No me gusta.
—Bah.
—Eres muy serena. Yo no lo estaría tanto. Es hombre maduro.
—¿A los treinta años?
—Para ti todo es fácil.
—Esto, más. Yo domino el inglés como mi propio idioma—dijo riendo—. El lo desconoce.
Y cruzó el umbral con paso elástico, muy serena.
* * *
Diego Mendoza se quedó de pie mirándola un tanto perplejo.
¿Era aquella su profesora?
¡Menuda chica!
Para un plan..., ni más ni menos.
—Buenas tardes—saludó Juni—. Supongo que será usted Diego Mendoza.
—En efecto, señorita...
—Juni Alberti — cortó ella—. ¿Quiere sentarse? —señalaba un sofá comodísimo al fondo del estudio.
Se trataba de una pieza de regular dimensión. Las paredes llenas de estantes y éstos llenos de libros. No se veía ni un pequeño trozo de pared. Una mesa al fondo, un tresillo, una lámpara de pie y varios cojines tirados por el suelo sobre la moqueta dorada.
Diego pensó que se estaba bien allí. Hacía frío en la calle. En aquella estancia decorada con sumo gusto, sin rebuscamiento, sin detalles caros, pero personalísimos, la ambientación era cálida y acogedora.
Y aquella chica joven... ¿Joven? Jovencísima, que lo miraba impávida, como una auténtica profesional de la enseñanza, resultaba de un decorativo extraordinario.
—Siéntese, por favor—volvió a decir.
Diego obedeció.
La chica tenía una voz hermosa. Un poco pastosa tal vez, pero cálida, sugestiva, invitadora.
—Empezaremos por el principio, ¿verdad? O ya tiene usted conocimientos de inglés...
—De eso hace mucho tiempo—dijo Diego serenamente—. Tal vez no recuerde nada.
—Veamos—empezó a preguntarle su nombre en inglés, su fecha de nacimiento y su nacionalidad.
—No entiendo nada.
—Entonces empezaremos por el principio.
Durante más de media hora se dedicó a la enseñanza.
Se dio cuenta en seguida de que Diego Mendoza era inteligente, de que la miraba demasiado y de que tenía un gesto desdeñoso, como si todo le causara asco.
Pero eso a ella no le importaba.
Le debía muchos favores a Berta Fanjul. Cuando se puso enferma su cuñada, se trasladó a aquel piso y cuidó de ella. Cuando falleció la llamó de inmediato a Londres, si bien antes de llamarla ya se hizo cargo de los niños huérfanos.
Ella y tía Doli dejaron Londres rápidamente. Estaba recién muerto su padre y el dolor que ambas llevaban sobre sí ya no pudo aumentar ante los dos huérfanos, porque era demasiado intenso.
Berta la orientó. La ayudó en todo lo que pudo.
—Por hoy basta—dijo, deteniendo sus pensamientos y sus palabras en inglés—. Mañana a la misma hora.
Diego no dijo ni una palabra.
Con su gesto desdeñoso, su aire de saberlo todo o de estar en guardia, agarró el sombrero y se dirigió a la puerta.
—Hasta mañana—dijo únicamente al salir.
Nada más cerrarse la puerta apareció tía Doli.
—¿Qué tal?
—Bien. Es inteligente. En seis meses estará en condiciones de trasladarse a Londres. No creo que se pierda en la gran urbe.
—Los niños ya están comiendo. ¿Te preparo la cena?
—Bueno.
—Pareces preocupada.
—Me gusta conocer a la gente.
—Y...
—A Diego Mendoza no será fácil conocerle bien. Es escueto y reconcentrado. Tiene esa mirada azul que parece herir la sensibilidad de los demás—se alzó de hombros—. En fin, esperemos que estos seis meses pasen pronto—hizo una rápida transición, añadiendo—: Dame la cena. Después trabajaré en el despacho hasta las dos.
—¿No trabajas demasiado?
—Es mi deber.
—No tienes en cuenta más que tu deber. ¿Es que no vas a tener nunca deberes para ti misma? No sales. O si lo haces, es para personarte en la editorial. Sales de vez en cuando con los niños al cine y de ahí no pasas.
—No me agrada la vida social.
—Berta podría presentarte. Tantos años fuera de España, que ahora te parece una patria prestada.
Sonrió con ternura.
—Te advierto que la considero muy mía—dijo riendo y palmeando el hombro de su tía—. Lo que pasa es que aún me siento desorientada.
—No tienes vida sentimental, y por nada del mundo quisiera que te ocurriera lo que a mí, que, cuando me di cuenta, me había pasado el sol por la puerta.
—No tengo ninguna intención de casarme—dijo, pasando hacia el comedor delante de ella—. Creo que nunca viviré tan tranquila como vivo hoy.
—Te gustaba un hombre, Juni.
—¿Quién se acuerda de eso? Te aseguro que no se me pasa por la mente. James no es hombre que se case, y yo no soy mujer que lo soporte. Todo eso pasó a la historia.
—Tía Juni, tía Juni...
—Ya estoy aquí para comer con vosotros.
Y se sentó en medio de las dos con una deliciosa sonrisa de complacencia.
—Esto es lo que me agrada—dijo mirando a su tía—. Esto, sí. Aquí sí que me siento feliz.