CAPITULO XII

NO esperaba encontrarlos, pero al llegar a su casa vio el abrigo de su madre colgado en el perchero.

El quería a su madre. Pese a todo, la quería entrañablemente, y corrió por el ancho vestíbulo hacia el saloncito.

—Diego—exclamó la dama—. Querido Diego. Nos han comunicado de la oficina que estabas aquí—ya lo abrazaba—. Y por eso hemos venido. Marcharemos mañana de nuevo, pero yo no podía marchar sin verte esta noche.

—Hola, mamá—la besaba en ambas mejillas—. Yo también tenía muchos deseos de verte.

—¿Y a tu padre?—preguntó éste burlón.

Se volvió en redondo.

Don Celso Mendoza era un hombre alto y fuerte, de deportivo aspecto. No exento de elegancia, pese a haber sido un vulgar vendedor de frutas.

—Papá...

—Esta noche no podremos comer contigo—dijo la madre con la mayor naturalidad—, pero supongo que tú tampoco comerás en casa.

Pensaba comer.

Pensaba estar con ellos. Pensaba hablar de mil cosas. Agarrar las manos de su madre y apretarlas. Sí, sí, apretarlas muy fuerte.

—Tenemos un compromiso—dijo el padre riendo—. Ya sabes que siempre estamos llenos de ellos. Siéntate, siéntate. Cuéntanos cosas. ¿Qué tal aquello? ¿Va todo bien?

—Perfectamente. Logré adiestrar a un representante y darle una comisión aceptable. Monté una oficina mejor, hice un gasto regular y conseguí mi objetivo.

—Eres un buen hombre de negocios—ponderó el padre—. Ya tengo noticias de todas tus artimañas para lograr el fin propuesto. Bravo, Diego. Serás un gran financiero.

El no quería hablar de negocios. Quería aprovechar los momentos, hablar de ellos, de sí mismo, de sus hermanos... Pero por lo visto, aquello no cambiaba nunca. Todo el mundo andaba dispersado.

¿Por qué tendría él que ser distinto?

¿Por qué tendría que amar tanto el hogar, si casi siempre careció de él? Mucho lujo, muchos criados, muy buena mesa, todo el dinero que quería, los coches que deseaba, una avioneta si le apetecía, pero... ¿Y la comprensión del hogar? ¿Y la ternura? ¿Es que él era un sentimental?

—Sólo tenemos tiempo de darnos un baño, Celso —dijo la madre—. ¿No sales, hijo?—añadió, mirando cariñosamente a Diego.

—No... quisiera. Vengo... con deseos de hogar, de familia.

El padre le palmeó la espalda.

—La vida toda es una familia, hijo. Tú siempre tan sentimental. ¿Por qué diablos dejaste a Carlota? Era una buena chica. Has quedado muy mal.

—Es verdad, Diego. Aún no te hablamos de eso. La pobre Carlota, que siempre estaba metida en casa... Esas cosas no se hacen, hijo mío. ¿Sabes lo que se dice de ti por ahí?

Sonrió tan solo.

¿Decirles a sus padres que él mismo la vio con otro en la mayor intimidad? Carlota lo sabía, ¿por qué se hacía la mártir? ¿Por qué no se callaba de una maldita vez? ¿No sabía que se exponía a que él dijera por qué la dejó plantada? Sólo lo sabía Julián. Julián, porque tenía la oficina allí mismo y los veía entrar y salir de aquel apartamento.

Encendió un cigarrillo.

—No sabes cuánto sentimos tu reacción—apuntó el padre, sin que él respondiera—. Fue muy mezquina tu postura. No deseamos mujeres ricas para vosotros. Unicamente buenas mujeres. Mujeres que os sepan hacer felices, mujeres que os den hijos y que os comprendan. Dinero tenemos bastante nosotros.

¿Por qué no se callaban?

El deseaba que se fuesen de una vez, si es que se iban a ir. Prefería la soledad que aquel sermón absurdo de su padre.

—Oh, Celso—exclamó la esposa—. Tenemos que cambiarnos—se iba ya hacia la puerta—. Adiós, querido. Vete a comer por ahí con los amigos. Te veremos mañana.

—Mañana, no, Paloma—saltó el marido—. Si después de la cena nos vamos a Torremolinos.

—Oh, es verdad. Enetonces hasta nuestro regreso, querido mío. Y si puedes, no dejes de volver con Carlota. La pobre llora tanto... Te quiere tanto...

Que se fuesen de una vez.

El ya tenía olvidada a Carlota, y de repente..., todo aquello haciéndosela recordar, obligándole a pensar que todas las mujeres eran iguales.

*    *    *

—Diga...

—Tía Doli, soy Diego.

—Pero, muchacho..., ¿sabes la hora que es?

—Claro. Tengo el reloj delante. Las doce en punto de la noche.

—¿Te ocurre algo?

—No, no. Quisiera hablar... con Juni. Ya sé que es mucho atrevimiento por mi parte, pero...

—Aguarda. Tenemos dos teléfonos con una palanquita. Juni está todavía en el despacho trabajando Tiene una traducción muy difícil. Una traducciór clásica. Espera. Te pasaré la comunicación.

Al rato se oyó el chasquido del auricular y la voz reposada, tranquila, tal vez algo cansada de Juni:

—Diga.

—Soy yo.

Un silencio.

Después, alarmada:

—¿Diego?

—Sí.

—¿Qué te pasa?

—Nada. Estoy solo. Mis padres estaban aquí cuando llegué. Imagínate la alegría que recibí. Después de seis meses... Bueno, dirás que soy un tonto de remate. Pero esto que siento no lo puedo remediar. Quiero a mi familia y me vuelvo loco por estar a su lado. Pues nada. Ellos se fueron a comer por ahí y después se largan de nuevo a Torremolinos. Total, que estoy solo otra vez, cuando yo creí que podría comer con ellos y charlar un rato.

—Y me buscas a mí para desahogo.

—¿Te molesta?

—No, tonto. ¡Qué va a molestarme!

—Tonto.

—¿Qué pasa?

—Me has llamado tonto y me gusta que me lo llames.

¿No se comportaba como un enamorado?

Sí. Por eso ella sentía aún más ternura. Una ternura hondísima por aquel hombre de treinta años que pedía a la vida la parte más bella.

Y si la pedía..., ¿por qué dejó a Carlota si ella lo amaba, y según decían, él la amaba a ella?

Diego nunca podría ser un caprichoso y, sin embargo..., por su reacción ante la novia, había que considerarlo supercaprichoso.

—Juni..., te has quedado callada.

—Pensaba.

—¿En qué?

—Qué sé yo. Hay tantas cosas en qué pensar...

—¿Como cuáles?

—Un montón de ellas.

—En mí no piensas nunca, ¿verdad?

—Diego..., no seas criatura.

—Fíjate si seré tonto, que a veces me apetece ser, en efecto, una criatura, y sentir tus ojos en los míos y tus brazos rodeando mi cuello y mi cuerpo, y oír tu voz como cuando hablas a tus sobrinos.

—Pienso que eres demasiado sensible para ser hombre. Hoy estás afectado por lo de tus padres. Pero tienes que darte cuenta de una cosa. Ellos se aman y les gusta estar juntos y consideran que tú ya tienes edad para arreglarte solo.

—Y la tengo. Pero también tengo ternura para ellos y quisiera que lo comprendieran.

—Diego..., no seas exigente, Ya te dije la solución una vez—se aventuró, sabiendo que no debía hacerlo—. Busca una mujer verdadera. No todas van a ser como Carlota.

Nada más decirlo se mordió los labios.

Oyó algo raro al otro lado y después... nada.

—Diego—gritó—. Diego.

Silencio.

—Diego..., he sido una estúpida.

El mismo silencio.

Después sonó ese ruido característico de la comunicación cortada.

Soltó el auricular y ocultó la cabeza entre las manos.

¿Estuvo tonta para decir aquel nombre?

¿Cómo se le ocurrió?

Sintió la sensación de un enorme vacío.

«Mañana vendrá a casa y me dirá... me dirá... me reprochará. Me...»

Pero Diego no fue a su casa ni aquella tarde ni en muchas más.

Tía Doli preguntó uno de aquellos días:

—¿No ves a Diego Mendoza? No ha vuelto por aquí.

—Ya no le doy clase, tía Doli—replicó con frialdad.

Tía Doli quedóse muda.

Ella tuvo deseos de apretarse en sus brazos y decirle... decirle... No podía decirle nada. Darle otra preocupación más..., no era posible.