Faltaban sólo dos horas para el estreno mundial de la Novena Sinfonía de Leonora Mildenburg. Era el 9 de noviembre de 1975. El cielo encapotado y el viento frío anunciaban que pronto nevaría. Era un buen presagio. Viena tenía que vestirse de blanco para recibir la música de Leonora. Werner Hollein estaba nervioso. Miró por la ventana y pensó que llevaría una bufanda. Quería ir paseando hasta la Wiener Musikverein. Hans se acercó.
—Quiero acompañarte —le dijo poniéndole la mano sobre el hombro.
Werner, después de unas protestas débiles, aceptó agradecido. Los dos hombres caminaron lentamente, silenciosos, cogidos del brazo. Los primeros copos de nieve llenaron de motitas sus abrigos azules. En la Karlsplatz se adivinaba, por el movimiento de la gente, que pronto se celebraría un acto importante. Un gran cartel con el retrato de Leonora pintada por Klimt anunciaba la Novena Sinfonía. Hans sonrió complacido y entraron en el camerino de Werner.
—¿Sabes, Werner? —dijo Hans, rompiendo el silencio—, hoy siento que mi vida empezó con Leonora y que misteriosamente vuelve a ella. Es como si, después de tantos años de ausencia, volviera a mis principios. Tengo la sensación de que estoy soñando. Cuando he visto su cara en la puerta de la sala, he sentido como un escalofrío de extraña felicidad.
—Leonora nos ha atrapado a todos en su misterio.
Hans sonrió con ternura, se desabrochó el abrigo y de un bolsillo del interior sacó un paquete.
—Es para Genéviève y para ti. No lo abráis hasta después del concierto.
Le besó en la mejilla como a un niño y se dispuso a salir. A Werner se le cayó un mechón de pelo en la frente y los ojos de Hans recorrieron con dulzura una estancia que conocía de memoria. Una rosa al lado del espejo, sin duda un detalle de Genéviève, en una percha la camisa blanca, la pajarita, el frac negro… y, como una reliquia, estaba sobre la mesa una reproducción pequeña de El beso de Gustav Klimt. Leonora estaba entre los brazos de su amante eterno y Hans cerró los ojos como ella para dejarle a Werner en la soledad de sí mismo. Era su Leonora. Su amor. El único amor de su vida; y, con un estremecimiento de placer, pensó que él, Hans Harmond, había sido ese amante eterno de aquella mujer misteriosa, el padre de su hija.
Werner colocó el paquete sobre el tocador, se sentó en una silla que había frente al espejo y se sujetó la cabeza con las manos. ¡Cuántos años habían pasado para que llegara aquel momento! Incluso tenía algunas hebras blancas en el pelo. Pero todo había merecido la pena. Los años difíciles de Bucarest, las tres inolvidables temporadas de Boston, luego dos años como director titular de la Orquesta Sinfónica de Moscú, nuevamente Boston —como segundo director de Steinberg— y actualmente dirigía la Orquesta de la Gewandhaus en Leipzig, como director titular.
Desde que Hans les habló en aquellas navidades de las Nueve Sinfonías, su objetivo fue llegar a estrenarlas, como Leonora hubiese soñado y donde a ella le hubiese gustado que su música sonara por primera vez: en su ciudad, Viena, y dentro de una de las salas de conciertos más bellas del mundo, la Musikverein. La influencia de Hans Harmond había hecho posible el milagro. Y ahora estaba allí, en el mismo camerino en que hacía años había conocido a Genéviève. Entonces sus manos temblaban por la emoción de poder dirigir allí, por primera vez, con la Orquesta de Bucarest. El marco era el mismo, pero Werner había crecido. Su nombre estaba entre los directores que había que tener en cuenta. El trabajo había sido intenso, pero sabía que parte del éxito se lo debía a su mujer, Genéviève. Sin su apoyo y su amor nunca hubiera podido conseguir su estabilidad y serenidad actuales. Sus frecuentes viajes, sus numerosas separaciones —por las giras y el propio trabajo de Genéviève, convertida en una brillante periodista—, los continuos cambios de domicilio… A pesar de todo, habían mantenido siempre ardiente el calor de hogar y sus sentimientos cada vez más identificados. La felicidad fue completa con el nacimiento, hacía cuatro años, de su hijo Hans. Un precioso niño rubio con ojos verdes. El éxito —lo sabía Werner— no era sólo arte y constancia, también hacía falta paz interior.
Para preparar el estreno de la Novena Sinfonía de Leonora llevaba ocho meses residiendo en la ciudad, ocho meses de largos ensayos con la Orquesta Filarmónica de Viena. Habían ensayado tanto… Pero, como siempre antes de ponerse ante la orquesta, Werner temía los contratiempos, que los problemas rítmicos que habían tenido en un movimiento se repitieran. Sus dudas se multiplicaban hasta el último segundo. ¿Lograría extraer de los músicos lo mejor para que se lo diesen todo? La música —pensaba— es tocar con intención. La cuestión no era tocar bien o tocar mal; el misterio residía en cómo se lograba transmitir la energía.
La realidad —pensaba Werner— no tenía nada que ver con los sueños primeros como director de orquesta. Ahora sabía que debía sacar a la luz los sonidos invisibles que estaban escritos en las partituras más allá de las notas.
—¿Qué es un andante? —parecía escuchar entre sus primeras preguntas de niño.
—Se supone que andar —le respondía su profesor, Hans Harmond—, y no es lo mismo el andar de una persona de setenta años que el de una de veinte. Ni camina igual alguien que ha tomado cuatro tazas de café.
La interpretación había de tener en cuenta aquello que no podía cifrarse en el pentagrama. Hasta el siglo XVII eran los músicos quienes dirigían sus composiciones. La mayoría de las partituras que se conservan no tienen anotaciones. Mozart, Bach, dirigían sus propias obras.
—Es el legado que nosotros hemos recibido —le explicaba Harmond—. ¿Cómo te imaginas que podríamos llegar a saber lo que quiso expresar Bach en ese momento? Hay que descubrirlo. El propio Bach, cuando dirigía una cantata, diría: «aquí piano, aquí andante, aquí…».
Cuando Hans y Werner veían las partituras de Leonora, les impresionaba la profusión de anotaciones. Leonora parecía temer que el director que tomara en sus manos la obra no supiera entenderla suficientemente. Werner, al leerla por primera vez, sintió como si Leonora le hubiera dictado al oído cada nota, cada cambio, cada movimiento.
En aquel momento, Werner deseó con toda su alma lograr interpretar la música de Leonora como la había sentido ella en lo más profundo de su ser. Quería aportar, como director, toda la fuerza de su instinto. También sabía —ocurría siempre— que la obra no era un ente estable y rígido que iba a sonar ayer como anteayer. Una obra es un organismo vivo cuyo pulso cambia, y el ambiente influye. Al final siempre serían las mismas notas, pero su cuerpo tomaría formas diferentes. Las formas que el director consiguiera hacer llegar a cada maestro.
Pronto se levantaría el telón. Un director era el alma. Quien tenía la obligación de saber más que los demás músicos. Werner tenía que ser capaz de sacar de los ochenta componentes de la orquesta la unidad de la perfección. Debía transmitir su fuerza a los maestros que miraban sus manos, sus ojos, su intención. Y ése era el instante, la única evidencia que los directores tenían, como decía el clarinetista Jack Bryman, de que la telepatía existe. Todos tenían que leer en su mente el espíritu de Leonora que tan íntimamente conocía.
Genéviève, muy hermosa en un traje negro, estaba sentada a la derecha de su abuelo Hans. A su izquierda, el pequeño Hans miraba absorto el entorno dorado. Genéviève observó al anciano y al niño sentados a su lado. Ellos dos y Werner eran los tres hombres de su vida. Mágicamente, la música de Leonora les había unido. Y también había fortalecido su felicidad conyugal. Recordó con extrañeza aquel tiempo en que había llegado a sentir celos de la mujer mítica que había embrujado a todos los hombres que la rodeaban: Hans, Ernst y su propio esposo, Werner. El parecido con Leonora siempre le había desasosegado, pero ahora se había reconciliado definitivamente con ella. Su música —tantas veces leída con Werner en los últimos años— la había cambiado. Sentía a Leonora muy cerca. Era su abuela… ¡Dios mío, qué difícil pronunciar ese apelativo, para una mujer tan bella que parecía haber trascendido las fronteras del tiempo y el espacio! Hasta cierto punto, sentía como propio el estreno que pronto iba a celebrarse.
Hans pensó en la dama de blanco… la leyenda que siempre acompañó a los Habsburgo y que Leonora recordaba al final de su cuaderno. Aquel misterioso fantasma, contaban en Viena, que aparecía cuando un miembro de la familia real iba a morir. Hans, sentado entre el público, intuía su presencia; lo rodeaba y jugaba con él, intentando confundirle. No, no tenía miedo a la muerte. Con el tiempo se había convertido en una dulce compañera que vivía a su lado plácidamente. A veces, la confundía con la voz de Leonora, como si ella le llamara, y —por momentos— caía en la tentación de rendirse y dejarse llevar. No tenía ganas de esperar mucho más. Amar era morir un poco cada minuto y ya habían pasado demasiados años. Pero aquella noche de estreno no era la hora de irse. Los fantasmas —también eran celosos—, le tenían envidia. Querían sentarse a su lado y, aunque su cuerpo ya estaba dando un paso en el vacío, Harmond seguía allí para vivir el instante glorioso de vida y muerte que dentro de unos minutos iba a presenciar.
A su lado, Ernst Hollein se movía en la butaca nervioso. Miraba a Hans por encima de las gafas.
—¿Dejé a Leonora o Leonora me dejó a mí? —dijo murmurando consigo mismo—. Siempre fui demasiado pragmático. Educado en el psicoanálisis he aprendido a analizarme tanto que me parece que debo tamizar en la cabeza cada sentimiento de mi alma. Pero ¿verdad, Hans, que Leonora no entraba en los esquemas convencionales? Nada encajaba. Yo no podía aceptar aquella personalidad desbordada y libre que rompía mis normas cartesianas y ordenadas. ¿Tú pudiste? Leonora no era capaz de asumir mi vida ni yo la suya. Éramos demasiado fuertes o acaso demasiado egoístas. Nuestros yoes, incompatibles para estar juntos. Pero la amé, y aún hoy, cuando me siento en el salón y la miro, me atrapa en sus ojos y me derrumbo, vacío y profundamente solo. ¿Por qué ha vuelto después de tantos años?
No hubo respuesta. Los rumores del teatro se fueron apagando y se encendió el escenario. Los maestros se pusieron de pie para recibir al director. Werner Hollein abrió los brazos señalando a toda la orquesta y sus labios sonrieron a su familia.
En un silencio expectante empezaron los primeros acordes de la Novena Sinfonía de Leonora Mildenburg.
Los aplausos le hicieron a Werner Hollein salir numerosas veces al escenario para saludar. El público en pie gritaba bravos, mientras a Genéviève se le escapaban algunas lágrimas por las mejillas.
Cuando llegaron al camerino, estaba lleno de rosas rojas para Werner y Genéviève.
Werner besó a su esposa, mientras entraban Ernst, Hans y, de su mano, el pequeño Hans, su ahijado. Les seguían críticos de música, amigos y distintos invitados del mundo musical. El éxito era apoteósico.
La familia Hollein y Harmond, con sumo cariño, fue atendiendo a todos hasta que finalmente se fueron a cenar los cinco juntos, por añoranza, a Los tres húsares. Esa noche querían estar solos. Querían recordar el origen de aquel día. Evocar la cena de Navidad en que Hans les descubrió la música de Leonora; y después, el éxito y los aplausos de la noche ocuparon el resto de la velada.
—Has estado magnífico —dijo Genéviève a su marido.
—El mérito no es mío, sino de tu querida abuela, Leonora. Propongo un brindis por ella. Su nombre ya ha entrado en la gloria.
Al terminar la cena, pasada ya la medianoche, Werner, en la intimidad de su habitación, le anunció a Genéviève que Hans le había dado un paquete para los dos. Se sentaron sobre la colcha de la cama y abrieron el envoltorio. Dentro encontraron un cuaderno y una carta. Werner la abrió y la leyó en alto.
Queridos hijos:
Éste es mi regalo en un día en que difícilmente mi corazón soportará tanta emoción. Quiero que tengáis el cuaderno que Leonora me entregó junto con las Sinfonías. No os lo enseñé entonces porque me pareció demasiado íntimo, pero ahora creo que vosotros tenéis derecho a saber quién fue la mujer que escribió la música que hoy ha escuchado Viena.
Genéviève, tú eres mi continuidad. En ti veo ahora la juventud y la belleza de Leonora, y en los dos el amor que nosotros sentimos hace ya tantos años. Vosotros sois lo mejor que tengo.
Werner, tú has sido mi obra perfecta. Esta noche has ocupado el podio donde Gustav Mahler dirigió sus obras y has dirigido a la Filarmónica de Viena. En mis sueños más atrevidos nunca llegué a imaginar tanta plenitud: a tu lado Genéviève y el pequeño Hans, y en tus manos la obra de Leonora. Sé que ella nos mira, esté donde esté, con su sonrisa irónica que se asomaba a sus labios, maravillada ante este puzle que parece una novela y no tiene ni una línea de mentira. La verdad de la vida es la ficción más fantástica que podemos imaginar los humanos; sólo necesitamos tener abiertos los oídos y los ojos.
Cuando termines de dirigir la Novena Sinfonía, podéis leer juntos la vida de Leonora, que no sabemos dónde empieza ni dónde acaba. Leonora estaba en todos nosotros sin saberlo. Ya pertenece a la eternidad de la leyenda.
Hans