Karl Bernhard vino al mundo en 1914 en la ciudad alemana de Leipzig. Sus padres no lo prepararon para la historia demasiado turbia que iba a nacer en la raíz misma de su raza. Muchas veces quiso renegar de su altura, sus ojos terriblemente azules y el pelo, tan rubio que a veces parecía blanco. Heredó los genes de sus abuelos, bisabuelos y tatarabuelos. Todos eran igual de rubios y con la misma tez clara. La familia adoraba a Hitler y por él hubiese sido capaz de quitarse la vida.
Cuando en el otoño de 1933 le pidieron a Karl que fuese a Viena, le temblaba el cuerpo de felicidad. Ir al país donde Hitler había nacido le parecía el colmo de la dicha. En Leipzig, Karl había comenzado a estudiar genética y, para la misión que le encomendaban, fue enviado a la Universidad de Viena. Allí proseguiría su carrera y actuaría de espía para las SS. Bernhard era un nazi convencido, pertenecía a la organización en cuerpo y alma. Sus jefes le explicaron que su trabajo iba a consistir en introducirse entre los universitarios austríacos y detectar entre ellos quiénes eran «elementos indeseables», comunistas, judíos… Bernhard había crecido odiando esta raza inferior que perjudicaba la belleza de sus rasgos arios. Estaban en todas partes, como gusanos. Se incrustaban en las organizaciones mercantiles, culturales y políticas. Tenían que hacer algo para detener aquella avalancha que amenazaba con engullir a todos.
Karl, mientras seguía sus estudios de genética en la universidad, entró en contacto con la música, la pintura y los libros. Bernhard descubrió con sorpresa que no podía luchar contra el arte. Le resultaba imposible que la gente que había sido capaz de escribir y plasmar imágenes tan sumamente magistrales fuesen esos judíos que él tanto odiaba. Allí, en Viena, le conquistó, contra su voluntad, la música de Mahler, y fue comprendiendo a aquel hombre atormentado que había escrito de sí mismo: «Soy un hombre tres veces apátrida. Como nativo de Bohemia, en Austria; como austríaco, en Alemania; como judío, en el mundo entero. Un intruso en todas partes y que en ninguna es deseado». Karl quiso entender por qué este músico genial tuvo que convertirse al catolicismo, una religión que sin duda no sentía, para poder dirigir la Ópera de Viena, donde no se admitía a un agnóstico y menos a un judío.
Escuchando la Octava Sinfonía empezó a dudar de sus propias convicciones. Luego fue entrando en la música de Arnold Schönberg, leyó fragmentos de sus conferencias. Y casi llegó a odiar a Wagner. Se había alimentado desde niño de un antisemitismo que quizá ni el propio músico alemán sintió. Schönberg decía que los jóvenes artistas judeo-austríacos habían crecido en la época en que la obra de Richard Wagner emprendía su marcha triunfal, siguiendo a su éxito y poesía una impregnación ideológica. Nadie era un auténtico wagneriano si no creía en esta ideología, en el concepto de la redención por el amor. No se era un wagneriano si no se era partidario de su ensayo antisemita: El judaísmo en la mística. Karl llegó a pensar que Wagner, que no estaba muy seguro de su propia sangre aria, instaba a los judíos —qué espantoso le pareció después de su primera aceptación— a que salieran del gueto y se convirtieran en auténticos alemanes, para así obtener la promesa de igualdad de derechos en la cultura intelectual y la promesa de ser aceptados como verdaderos súbditos.
Karl Bernhard sintió pena de Schönberg, un compositor excepcional, al que vio en numerosas ocasiones, un artista que igualmente pintaba y componía música y siempre estuvo rodeado del escándalo por su condición judía. Entre 1924 y 1933 dirigió en Berlín la Akademie der Künste, hasta que el gobierno nazi, al que él, Karl, representaba, le expulsó de su tierra. No podía estar loco Schönberg cuando, en el exilio de París, volvió a convertirse al judaísmo que había abandonado. Arnold Schönberg, director del departamento musical de la Universidad de California, no podía pertenecer a una raza maldita, o esa raza no era maldita. Una vez le oyó decir, con dolor, que había estado demasiado ocupado en el desarrollo de sus composiciones y que agradecía a Dios no haberse interesado por temas políticos, pero reconocía con pena —siendo judío, era lógico que se avergonzara— que se había convertido en un wagneriano: había escuchado más de doscientas obras suyas.
Pobre Schönberg, pensó Karl, y pobre de él mismo, cuando leyó aterrorizado El nuevo Parsifal de Franz Schreker. Tenía que llegar —decía— un nuevo Parsifal, un hombre libre, valiente, ignorante y despiadado, inmune contra todas las torpezas de la idea de la felicidad. Un hombre que siguiendo su impulso interior, pensando sólo en sí mismo, libraría a todos. «Este mundo —pensaba Schreker— espera al gran egoísta.» A Karl Bernhard, la figura mítica de Parsifal le emocionaba profundamente, pero empezó a sentir rechazo cuando percibió un paralelismo extraño entre este Parsifal de Schreker y Hitler.
Durante los años que Karl estuvo en Viena le llegaron ráfagas de la intransigencia que estaba viviendo en su patria la música de compositores con algún origen judío: Mendelssohn, Meyerbeer, Offenbach, Eisler, Weill, Schreker, Wellesz, Halévy… Incluso estaba prohibido interpretar Carmen de Bizet y La flauta mágica de Mozart, la primera por su tema gitano —etnia perseguida por el Tercer Reich—, y la segunda por su simbología masónica.
Renegó de las consignas que había recibido y —sin revelar a sus superiores su decisión—, dedicó su vida a ayudar a todos los que vivían dentro del gueto judío de Viena. Hasta finales del siglo XIX, los judíos fueron tolerados por los Habsburgo, incluso se permitió su sinagoga. José II, en su Edicto de Tolerancia de 1781, dispuso que todas las religiones tuvieran libertad de culto, a condición de no anunciarse. Parte de los grandes edificios del Ring se habían construido con capital judío, pero ahora Hitler, un austríaco, era quien reanudaba la persecución.
Bernhard aprendió a conocer dónde falsificaban salvoconductos para huir, halló los caminos de salida más fáciles, llevó comida y ropa a pisos escondidos, entregó dinero a familias que debían dejar todo en Viena para escapar, arriesgando mil veces su vida. Nadie podía sospechar que Karl Bernhard, un nazi convencido, era quien ayudaba a huir de Viena a cientos de judíos.
La mayoría de los judíos que Karl ayudó era gente anónima, burgueses que huían con lo puesto. Su nombre, como el de un ángel de la guarda, corría de boca en boca dentro del barrio judío de Viena. Un grupo de estudiantes formó un frente común con él y fundaron una especie de comité de ayuda a los judíos. Así, un día de octubre de 1937, entró en su vida Elisabetta. Tenía dieciocho años y acababa de empezar a estudiar en la universidad Historia de la Edad Media. Le conquistó su sensibilidad. Era una mujer plácida, bella y cálida, enamorada de la época artúrica. Con los ojos entornados le hablaba a Karl de la reina Ginebra, Lancelot y el Santo Grial. Soñaba con visitar Cornualles y las tierras donde los caballeros de la Mesa Redonda crearon sus códigos de honor. Elisabetta también parecía haber salido de una leyenda. Sus pies apenas rozaban el suelo. Era una criatura tan soñadora que Karl se preguntaba cómo había sido capaz de vivir con tanta serenidad los rigores de una Viena que entraba de puntillas en una historia carente de poesía.
Elisabetta vivió desde niña en un ambiente de arte, y aunque entonces Viena estaba inmersa en una estética de colores fríos —«el arte de la distancia»—, de un realismo artístico que personalizaron Rudolf Wacker, Franz Sedlacek y Ernst Nepo, ella prefería el modernismo de principios de siglo de Gustav Klimt, Egon Schiele y Oskar Kokoschka. No quería ver otro arte, ni oír la música que compusieron los seguidores de ese mundo gris. Elisabetta le hablaba a Karl de los dorados de Klimt, sus caballeros medievales con la cara de Mahler, la música extraña de Schönberg y los preludios de Chopin. Cuando conoció a Bernhard tuvo que frotarse los ojos para sentir que no soñaba. Aquel alemán era igual que su caballero Lancelot. Se enamoró al momento.
Pero para Karl Bernhard aquella chiquilla, bella como un hada, fue un nuevo problema en su doble vida clandestina. Le emocionaba su ternura, su total ingenuidad y la limpieza transparente de sus ojos verdes. No podía involucrarla en su peligroso mundo, ni podía arriesgarse a que conociese su condición de oficial de las SS y, por otra parte, el riesgo que corría para sacar de Viena a los judíos. Se limitaba a acompañarla hasta la puerta de su casa, pero, paseando por las calles de Viena, mientras apretaba suavemente su mano menuda, supo que ella era la mujer de su vida. Pero Karl ya no era un niño y la fuerza de sus convicciones le impedía comenzar un romance. Sus labios rozaron mil veces las mejillas de su amada pero, temerosos, se retiraban para no complicar más aquel deseo que empezaba a quitarle la paz.
Un día de noviembre de 1938, al llegar a casa, Karl encontró una carta con el matasellos del Führer. Abrió el sobre y unas escuetas líneas le informaron de que sus superiores le ordenaban volver provisionalmente a Alemania. No le dieron más explicaciones. Cuando se lo dijo a Elisabetta, ella rompió a llorar desconsoladamente. Karl la calmó. Era simplemente una visita rutinaria. Todo iría bien y volvería pronto. Se besaron con la pasión que Karl había dominado con tanta fuerza y le prometió cartas interminables, aunque Bernhard sabía que era casi imposible volver junto a ella. En sus cuatro años en Viena había pasado demasiadas cosas para ver su futuro amoroso con optimismo.
Intentaba olvidar los motivos que le habían llevado a Viena. Cuando Adolf Hitler fue nombrado canciller de Alemania el 30 de enero de 1933 todo cambió en su patria. En marzo se habilitó el primer campo de concentración en Dachau. El 15 de septiembre de 1934 se promulgaron las leyes de Nüremberg contra los judíos. El 16 de julio de 1937 se creó el campo de concentración de Buchenwald. En octubre de 1938, un mes antes de que llegase la carta de sus superiores, comenzó la arificación de los bienes judíos de Alemania. Las noticias volaban y Karl supo que el 28 de octubre habían sido deportados de Alemania a Zbonczyn 17.000 judíos polacos.
Karl Bernhard, a pesar suyo, estaba informado de lo que ocurría fuera de Viena. Él, para sus compatriotas alemanes, era un nazi, y además, desde 1925, miembro del equipo de información de las SS. Y eso le convertía en un hombre valioso por su sumisión incondicional al Führer.
Bernhard regresó a Leipzig. Allí vistió por primera vez su uniforme de oficial nazi. Sentía que le raspaba el cuerpo. Aquel distintivo, que años antes le había hecho tan feliz, ahora le arañaba el alma. En Leipzig le asignaron la supervisión y deportación de la población judía. En la Noche de los cristales rotos, en noviembre de 1939, cuando los judíos fueron apaleados, arrastrados y asesinados en sus propias casas, Karl ya tenía organizado un pequeño grupo experto en falsificación de salvoconductos.
Durante su estancia en Leipzig salvó la vida de muchos judíos alemanes hasta que a los trece meses, en 1940, Karl Bernhard, por sus conocimientos de genética, fue enviado al campo de concentración de Auschwitz para que aprendiera los métodos que allí estaba aplicando el médico Joseph Mengele. Cuando llegó le llamó la atención el cartel de la puerta, Arbeit macht frei (el trabajo libera). Al atravesar el umbral se le olvidó al momento la frase: en aquel antiguo cuartel había una fábrica de matar. El campo había sido organizado por Rudolf Hess, bajo la orden del jefe de las SS, Heinrich Himmler. A Karl le dijeron que se había construido porque no había espacio en las cárceles para tantos «asquerosos judíos y gitanos.» En las dependencias de los oficiales, la pulcritud era total. Los uniformes estaban perfectamente limpios y su jefe directo, Joseph Mengele, era un hombre encantador, educado y perfumado con agua de lavanda fresca. La primera vez que lo vio, repartía bombones a los niños judíos. Era un eminente médico y Karl pensó que podía ser una gran oportunidad verle trabajar. Pero pronto comprendió su equivocación. Mengele solía montar un grupo de aquellos niños en su descapotable y se los llevaba riendo de excursión. El coche siempre volvía vacío: los niños se habían quedado en la cámara de gas. Karl tuvo que vivir con estoicismo los más crueles experimentos que la imaginación podría inventar. A Mengele le fascinaban especialmente los gemelos, y con Karl de asistente —Bernhard era el encargado del registro médico del campo de concentración—, reunía decenas de gemelos para atravesarlos con bisturíes. Quería que los hermanos murieran en el mismo momento y por el mismo motivo, para estudiar los órganos, que después mandaba con la inscripción «Urgente, material de guerra» al Instituto de Biología Genética de Berlín. Los llantos le enfurecían y con la mayor naturalidad tiraba al fuego a un niño judío que lloraba demasiado. Karl tuvo que ver impasible sus «magníficos» experimentos de reanimación en personas congeladas. Se les hacía descender la temperatura corporal de las víctimas hasta el límite del paro cardíaco y después se probaba a calentarlos con mantas o con mujeres desnudas. Les daban a los prisioneros agua de mar hasta que morían de sed. Era el método de Mengele para conocer la resistencia del cuerpo humano en caso de naufragio. A las madres de los recién nacidos les amortajaban los pechos y les prohibían dar de mamar a los bebés para saber cuánto tiempo podían vivir los recién nacidos sin alimentarse.
El ser testigo impotente de tanta atrocidad afectó a la salud de Karl Bernhard. Sus superiores decidieron enviarle nuevamente a Leipzig. Le encomendaron la tarea de clasificar los resultados de los experimentos presenciados en Auschwitz. Con frialdad alemana y mentalidad profesional, fue relatando las mutaciones que experimentaban los prisioneros después de ser sometidos a radiaciones, amputaciones, extirpaciones de ovarios y testículos, carencia de oxígeno, sed… La mano le temblaba según iban quedando registrados en el papel aquellos horrores que se intentaban disfrazar como investigaciones científicas. Por la noche se despertaba empapado de sudor escuchando los chillidos de muchachos, casi niños, que eran castrados y veían en una bandeja sus propios testículos. Lo peor era que estas pesadillas no eran sueños, sino la realidad que había vivido en el campo de concentración.
En la madrugada de un duermevela empezó a escribir la otra historia de Auschwitz, la historia real que allí ocurría cada día. Con pulso sereno comenzó el epígrafe de la primera línea:
REGISTRO DE NOMBRES, SUCESOS Y OPERACIONES
Campo de Concentración de Auschwitz
diciembre de 1940 - agosto de 1942.
«Cuando llegué a Auschwitz tenía 26 años y…»
Al dar el reloj las nueve de la mañana, Karl había escrito ya más de treinta folios de lo que luego sería uno de los documentos más importantes sobre las atrocidades de los campos de concentración y sus verdugos. Minuciosamente —la memoria de Karl guardaba con precisión cada detalle vivido—, fue describiendo aquel lugar de exterminio y tortura. Paralelamente a este diario secreto, entregaba periódicamente a sus superiores el registro médico de las «operaciones» que se realizaban en los barracones.
El tiempo pasaba rápidamente. El gobierno del Führer se mostró muy satisfecho del registro médico enviado por Karl Bernhard. En vista de que su salud había mejorado, en 1944 fue enviado de nuevo a Austria. Era considerado un buen agente de las SS y su destino fue Mauthausen, el mayor campo de concentración de Austria. Mauthausen estaba en un precioso pueblo en el valle del Danubio, cerca de unas colinas de granito. Pero la belleza no era precisamente la nota distintiva de aquel lugar.
Karl no podía dormir pensando en cómo ayudar a tanta gente inocente. Cada amanecer era un suplicio ver las interminables filas de judíos desnudos destinados a la cámara de gas. Los Sonderkommandos (grupos de presos obligados a trabajar en el crematorio como ayudantes) les decían que iban a las duchas, y la antecámara ciertamente parecía una sala de baños. Primero entraban las mujeres y los niños, luego los hombres. Los que estaban cerca de los orificios por donde se introducía el gas, morían en el acto. Los demás gritaban, jadeaban, y a los veinte minutos habían muerto. Después se iniciaba un ritual macabro: a las mujeres se les cortaba el pelo, para utilizarlo en la industria, se extraían los dientes de oro para fundir en lingotes…
Karl fue organizando, con la ayuda de dos Sonderkommandos, pequeñas huidas por las noches. Eran tan arriesgadas que mientras duraban sentía un sudor que le inundaba el cuerpo. Fingió enamorarse de una joven que había sido compañera de universidad de Elisabetta, para que le permitieran vivir en su departamento y poder evitarle parte del sufrimiento del resto de las mujeres.
Elisabetta… Karl no había conseguido olvidar aquella cara, aquellos labios suaves y aquel cuerpo que parecía tallado con la transparencia del cristal. En una de sus salidas fue a Viena. No le costó encontrar su casa. Con el corazón a punto de estallar, llamó a la puerta. Elisabetta se llevó la mano a la boca para ahogar un grito y se abalanzó a sus brazos. El calor del cuerpo de su amada le encendió de pasión. El amor era un sentimiento que había quedado dormido entre tanto horror. Se abrazaron hasta sentir que los músculos les dolían de deseo y amor. Elisabetta fue arrastrando suavemente a su Lancelot hasta la habitación. Karl la miraba extasiado, había dejado de ser una niña. Estaba muy hermosa, su pelo castaño había crecido y caía por los hombros en rizos con tonalidades rojizas. Temía rozarla y que desapareciera como un sueño. Fue Elisabetta quien comenzó a soltar los botones de la chaqueta de Karl, mientras las lágrimas corrían despreocupadas por su rostro. Bernhard besó suavemente aquellos ojos, aquellos labios que tantas veces había recordado. La exploración de sus cuerpos fue larga, como un delicioso ritual sagrado para demorar el placer. Elisabetta inventó mil caricias para su amado, mientras Karl derramaba en su cuerpo todo el calor y la ternura almacenada en tantos años de desesperación. El cuerpo de Elisabetta se abrió por primera vez a Karl como si siempre hubiese esperado ese día.
Separarse fue un suplicio para los dos amantes, pero Karl, que en ningún momento le dijo a Elisabetta que era oficial nazi y estaba en Mauthausen, le prometió visitarle tanto como le permitieran sus ocupaciones. Y cumplió su promesa. Ya no podía vivir sin Elisabetta.
Cada vez que regresaba al campo de concentración después de haber estado junto a Elisabetta, Karl Bernhard se sentía enfermo. Miraba sus manos y se consideraba indigno de acariciar con ellas el cuerpo puro de la mujer que amaba, mientras esas mismas manos tenían que permanecer inermes ante las atrocidades que ocurrían dentro de aquellos barracones de tortura. No sabía qué disculpa poner para evitar asistir a las atroces carnicerías que él debía registrar como «experimentos genéticos».
Karl fue adelgazando como los prisioneros. No conseguía comer. Los continuos experimentos que le obligaban a presenciar le paralizaban el alma. Además, cada día se sentía más vigilado: el espanto que le producía la vida en Mauthausen no pasó inadvertido para sus superiores. Las visitas a Elisabetta eran cada vez más frecuentes. En una de ellas le pidió que guardara el documento secreto que había escrito sobre Auschwitz y las páginas sobre Mauthausen. Lo envolvió en un papel de estraza y lo obligó a esconderlo, en el lugar más oculto de la casa, sin abrirlo. Elisabetta nunca supo qué había en aquel paquete que parecía el volumen de un libro.
Mientras, corriendo cada vez mayor peligro, Karl continuaba sacando mujeres del campo de exterminio. Con la ayuda de la amiga de Elisabetta, quien desconocía la relación de los enamorados, conseguía pequeñas listas de las mujeres que estaban en mejores condiciones para poder escapar. Karl, ante sus superiores, alegaba que eran buenos ejemplares para experimentos, y que al doctor Mengele le interesaría investigar con ellas. Con un grupo de ayuda del exterior, conseguía ponerse de acuerdo para asaltar los coches de mujeres —nunca más de cinco—, y liberarlas. El riesgo era grande, pero así consiguió salvar tres coches destinados a Auschwitz. Ninguno llegó a su destino y las mujeres pudieron escapar.
Pero dos oficiales empezaron a seguir a Karl. Les resultaban sospechosos sus continuos viajes a Viena y sus movimientos dentro del campo. Karl se sentía cada vez más vigilado, y para no poner en peligro la vida de Elisabetta decidió dejar de verla. Fue un suplicio espantoso prescindir de ella durante más de siete meses, pero ya era demasiado tarde. Karl Bernhard fue descubierto. Durante el juicio —si aquello podía llamarse juicio— en el propio campo, se le acusó de traidor a la causa y fue condenado a la cámara de gas. Tuvo el privilegio de ser introducido él solo en la inmensa sala. A fin de cuentas, era un oficial nazi.
A pesar de las precauciones y los esfuerzos de Karl, la Gestapo encontró el rastro de Elisabetta. La joven, al saber que Karl había muerto, sufrió un paro cardíaco y murió en los brazos de los propios agentes que acudían a llevársela prisionera.
El bebé fruto del amor de Elisabetta y Karl Bernhard, y que su padre nunca conoció, se salvó de la muerte. La pequeña Genéviève estaba en casa de su abuelo, Hans Harmond. Fue un 24 de abril de 1945. Días después, el ejército americano, a las órdenes del general Patton, liberaba el campo de Mauthausen.