Viena, 19 de marzo de 1917

Sin darme cuenta, he iniciado este cuaderno el día que conocí a Gustav Klimt. Quizá fue el comienzo de mi vida, ese instante que cambió mi mundo de creación. Pero quiero escribir con un cierto orden. Hans, Ernst, Gustav… fueron llegando a mí como menudos copos de nieve que me envolvieron con frío, ternura y belleza. La nieve me enloquece. Yo también abrí los ojos por primera vez un día que anunciaba nieve.

Nací cerca del lago Constanza, en Bregenz, el 9 de noviembre de 1895. Cuando vine al mundo soplaba el föhn. Mi madre estaba asustada porque ese viento llena de miedo a los habitantes de los valles cercanos. Dicen que trae malos presagios, locura y demencia. A mí, sin embargo, el viento me encanta. Me da la sensación de que limpia las ventanas del cuerpo y refresca el alma. Pero mi madre vivió angustiada por ese extraño poder del cielo que le envolvía de nubes el cerebro. Con mi nacimiento puso fin a su maternidad. Aunque era una mujer fuerte no quiso más hijos, y mi padre, médico sabio, aceptó su deseo porque la amaba demasiado, no porque estuviera de acuerdo en terminar así la continuidad de la vida. Con suma delicadeza, para que mi madre no se enterase, invitaba de vez en cuando a su amigo Sigmund Freud a casa. Él, experto en problemas del espíritu, le hacía contar los sueños que, según mi madre, la atormentaban. En los sueños hablaba de mí, de la música y del destino. Yo, una niña, no me dejaba impresionar, quizá porque mi padre —práctico y con los pies en la tierra— me aseguraba que los sueños eran un mundo diferente a la realidad, con otra lectura distinta. Su serenidad llenó mi infancia de seguridad. Pero mi madre, influenciada por esas pesadillas nocturnas, me cuidaba excesivamente, como si temiera que ese viento que rodeó mi nacimiento pudiera teñir de un sino maligno mi vida.

Mi padre me enseñó a perder el miedo al peligro. Creo que fui una de las pocas chiquillas que se atrevían a zambullirse en el agua fría del lago Constanza; a él le parecía saludable el contacto del agua. Me enseñó a nadar y a evadirme así del mundo de una forma que nunca he sabido explicar bien. Nadar es uno de los placeres que añoro en Viena. Nadar era como volar en el aire, como transformarse en una mariposa que se desliza en el agua, ingrávida, vacilante y etérea. La sensación de flotar ha llenado mi vida de decisiones certeras. Hay que elevarse sobre cuanto nos rodea para poder superar la horizontalidad. Flotando sientes que tu cuerpo deja de ser tuyo para pertenecer al agua. Muchas noches, sueño que nado en el aire, y al despertar tengo el cuerpo ligero y pleno de pureza y belleza. Noto que subo por el aire con lentas brazadas, que me sobra la ropa y me visto de nubes transparentes. Paso de una nube a otra, descanso tumbada en la suavidad del algodón y espero la llegada de la noche para sentir la luz de las estrellas junto a mí. La luna me guiña los ojos y juntas gozamos del espectáculo de la noche en el cielo. Bajo a mi cuarto y, al deslizarme entre las sábanas de la cama, me rodea el rastro de las estrellas y la difusa luz lunar. Nadar, volar, soñar… La vida no puede terminarse con un grito de dolor. Tiene que esperarme detrás ese cielo donde nadar, esa agua para flotar y la luna mimosa para acariciarme la piel.

Tuve una infancia feliz. Mis padres me iniciaron de manera natural en el mundo de la música —otra forma de nadar— y mi primer regalo de niña, antes que las muñecas, fue un piano. Unas navidades apareció —nunca he sabido cómo lo hicieron llegar sin ruido—, en medio del salón, lleno de lazos rojos, junto al abeto. Pero la alegría infantil se rompió cuando dije que quería continuar estudiando en el Conservatorio de la Musikverein, donde había estudiado Mahler. Mi deseo deshizo el entorno dulce que había llenado de armonía la vida familiar. Primero me calmaron con un profesor particular de más categoría, pero fue felizmente este profesor quien aconsejó a mis padres que me llevaran a Viena. Sí, tenía dotes especiales para la música. Para mis padres, especialmente mi madre, Viena estaba lejos. Freud los animó a que me dejaran marchar.

—Mi hija Anne —les tranquilizó— es casi de su edad. Juntas buscarán una pensión para Leonora.

Así fue como un otoño ventoso llegué a Viena. Sólo estuve tres meses en compañía de una familia que admitía estudiantes. Al cabo de este tiempo, mis padres me compraron la casa en la que soñaba vivir. Mi padre, que amaba el confort como yo, no puso pegas a mi elección y, eterno protector, me envió a Gerda, el ama que me había criado, y Sonja, una sirvienta de mi madre que tenía mi edad. Sonja era como mi hermana, un alma transparente y sencilla. Con Sonja y Gerda mi vida tuvo una relativa coherencia y la libertad que siempre quise. Yo tenía 14 años.

Mis padres venían mucho a Viena. Papá se cercioró de que me dejaba en un ambiente ordenado al quedarme bajo la protección de Hermann Harmond, un amigo médico, solterón y culto, que vivía en Viena con su sobrino Hans, que como yo estudiaba música en el Conservatorio y también tenía a sus padres lejos, en Linz. Con cierto sentimiento de culpabilidad permitió que me matriculara para el curso académico en Viena, decisión que nunca aprobó mi madre. Venían a verme más de lo que hubiera querido, papá a congresos y mamá porque me echaba de menos. Su cercanía me permitió tener lo necesario para vivir plenamente la música y rodearme de objetos exquisitos. Mamá no hubiera soportado verme en un lugar feo o una casa mediocre. Así ellos tuvieron su segundo hogar en Viena y me permitieron la intimidad necesaria y querida para desarrollar mis estudios.

Cuando llegué a Viena era una niña de pelo rojo que sólo pensaba en la música. No me importaba lo que pasaba en las calles y los cafés. Gerda hizo que mi aspecto fuera lo más ordenado posible. Intentó al principio trenzarme el pelo, pero ante mis gritos y mi impaciencia dejó que fuera a su aire. A veces lo recogía con una cinta, pero yo me la quitaba al llegar a la calle.

En el Conservatorio era la más joven. Creo que Hans tendría unos tres años más que yo. Al principio, no se notaba la diferencia de edad: Hans era un chiquillo, pero, después de un verano de vacaciones, cambió. Sus músculos se adivinaban debajo de la chaqueta. Me había superado en estatura y se convirtió en el más guapo de la clase. Tenía el pelo castaño claro y ojos grises con motitas de miel como gotas caídas por descuido de un panal. Su cuerpo alto y fuerte me recordaba una escultura griega. Sin embargo, me era imposible pensar en él más que como un hermano cariñoso y alegre con el que me entendía a la perfección. Crecimos a la vez con la complicidad de tener gustos comunes, pero sobre todo nos unía el amor por la música. En la universidad, elegimos las mismas asignaturas: historia del arte griego, el Renacimiento en el arte y la filosofía de Schopenhauer. Muchas veces estudiábamos juntos en su casa. Su tío Hermann era igual de alegre, nos contaba historias del emperador y la corte. Solía llevarnos a conciertos y en primavera a merendar tarta de chocolate en al jardín del Sacher en la Philharmonikerstrasse, pero nosotros preferíamos el jaleo del Café Museum en la Friedrichstrasse, cerca de su casa y al lado del edificio dorado de la Sezession. El edificio donde estaba el Museum lo había levantado Adolf Loos siguiendo sus severas doctrinas del vacío. Muchos de nuestros amigos le llamaban el Café del Nihilismo. Las paredes parecían el refectorio de un convento.

—¿Vamos al Café de la Nada? —le decíamos riendo a tío Hermann.

Y allí le hacíamos hablar hasta que se cansaba. Aunque los repitiera mil veces, nos sabían a nuevos los recuerdos de Mahler. Al margen de su discutible modo de ser, Mahler me enloquecía y a Hans también. Nuestra preferencia no era compartida por gran número de amigos que consideraban a Mahler un loco componiendo. Sólo le respetaban como director de orquesta, pues nadie dudaba de que había sido el mejor director de la Ópera de Viena.

A los dos nos gustaba saber que el tío Hermann había sido amigo de Mahler, de Strauss y de Brahms. Además había sido testigo de excepción del enamoramiento entre Gustav Mahler y Alma, una historia de amor que ya de niña me intrigaba. Nos contó con minuciosidad aquella noche. Fue una velada exquisita de las muchas que se celebraban en Viena. Hacía frío, era el 7 de noviembre de 1901. El anatomista Emil Zuckerkandl —amigo de tío Hermann— y su esposa Bertha, periodista, habían reunido a unos invitados interesantes: los Clémenceau, Max Burkhard, Gustav Klimt, Gustav Mahler… Alma, hija del pintor Jacob Emil Schindler, asistió no muy convencida. No le gustaba estar con gente mayor. Además le turbaba encontrar en la cena a su antiguo amor (Klimt estuvo muy enamorado de Alma) y a Mahler, un hombre al que respetaba y temía. Le admiraba como director de orquesta, pero los comentarios que había oído, respecto a su vida personal, no le agradaban. Alma no era precisamente una mujer puritana, pero estaba segura de que la velada iba a ser un desastre. Sin embargo, aceptó y allí comenzó el romance. Decía tío Hermann que la joven hablaba alto y coqueteaba con el resto de los comensales. Gustav Mahler escuchaba, desde el otro lado de la mesa, retazos de conversación. Se distraía, sus ojos buscaban los de Alma, pero ella se dejaba cortejar por los demás invitados. Al final de la noche Alma estaba enfadada consigo misma. Se notaba que Mahler la había impresionado. Luego la historia fue una mezcla de la reencarnación de Ofelia en Alma y El sueño de una noche de verano. Mahler le escribió un poema y se lo envió sin nombre, como un amante furtivo, a su casa. La destinataria supo al momento quién decía, con infantil candor, aquellos versos:

¡Sucedió de la noche a la mañana!

Jamás hubiera pensado

que el contrapunto y el estudio de la forma

volviera a pasar en mi corazón.

Y se enamoró de aquel hombre que podía ser su padre.

Gustav Mahler le invitó a la representación de Orfeo y después pasearon por las calles de Viena. Nevaba, pero el frío no impidió que el músico le declarara su amor. Fue a través de una carta donde la súplica enamorada rompía todo lo previsible en una misiva romántica:

El papel del compositor, el mundo del trabajo, me corresponde a mí —le decía en aquella larga epístola enviada desde Dresde, donde estaba dirigiendo su Segunda Sinfonía—; tu papel, en cambio, es el de compañera amante y pareja comprensiva. ¿Te satisfacen así las cosas? Sé que te pido mucho, muchísimo; sin embargo, puedo y debo hacerlo porque sé lo que tengo que dar y daré a cambio… Debes entregarte a mí sin condiciones, debes perfilar tu vida futura totalmente de acuerdo con mis necesidades hasta el menor detalle, y no debes desear nada a cambio de mi amor

Aquella carta, que misteriosamente tío Hermann pudo leer, a mí me parecía increíble. La entrega que le pedía Mahler a Alma era casi una firma de esclavitud eterna. A pesar de la admiración que su música me producía, me parecía imposible que hubiera salido de una cabeza que valorase tan poco el talento de una mujer. Pero Mahler, hasta el último instante previo a su boda con Alma, fue sincero e implacable.

—No es fácil casarse con un hombre como yo —insistía el músico—. Soy libre y debo seguir siéndolo.

Y Alma se olvidó de sí misma, de su talento para componer, y se casó el 9 de marzo de 1902.

Ahora, cuando pienso en la dependencia de Alma Mahler respecto a su esposo, sus palabras me hacen daño: «Yo vivía su vida. No tenía nada mío. Él nunca observaba esta entrega de mi existencia».

¿Por qué siempre la mujer en función del hombre?

Aún sin saber todavía bien por qué, ya por entonces este final no me gustó. El sino de las mujeres parece estar marcado por esa eterna sumisión enamorada carente de fuerza. Antes Alma era compositora, tenía la misma libertad de la que presumía Mahler. Nunca he entendido esta fidelidad en el amor, y menos entonces que ignoraba los sentimientos amorosos. Estaba demasiado llena de música para desear otra dependencia.