No quiero hacer historia, pero mi amiga Leonora, cuando éramos niñas, me pedía que escribiera todo lo que veía. Es como si tuviera un compromiso. Y, aunque resulte aburrido, fui recogiendo cada detalle del tiempo que viví ya lejos de ella. A veces me preguntaba: ¿para qué? No lo sé, aunque intentaré cumplir la deuda, como un obsequio a su recuerdo. Y siguiendo el orden de los principios, debo comenzar por mi nacimiento.
El termómetro marcaba 27º bajo cero, había una tormenta de nieve y el rugido del viento chocaba contra los cristales. En la casa una estufa grande, rusa, daba calor a un enorme salón con recia biblioteca y cómodas butacas. Había muchas flores a pesar del crudo invierno de Polonia. No me cuesta imaginar el entorno cálido donde vine al mundo.
—Mamá está enferma —le dijeron a mi hermano.
No entendía por qué tenía que estar enferma cuando llegaba la cigüeña. La sirvienta y el ama se afanaban en la cocina poniendo pucheros de agua a hervir. La pani bocian, señora cigüeña, como llamábamos a la comadrona, intentaba calmar a la que iba a ser mi madre. Una campanilla delante de casa anunció la presencia del doctor en un trineo. Entró deprisa, seguido por la abuela; y, con precipitación, nací tres semanas antes de lo previsto, un 22 de enero de 1897, en Varsovia.
Mis padres se reían cuando decía que recuerdo el día que aprendí a andar. Llevaba un vestido rojo con motitas blancas y… Evidentemente, no puede ser; quizá las evocaciones se graben tanto en nuestro corazón que, al final, acabamos creyendo que, lo que nos contaron, es parte de nuestra memoria. Lo que sí viene con facilidad de mi mundo infantil son las navidades con un abeto grande cubierto de collares y bolas de cristal, chucherías y regalos envueltos en papel de oro y plata, y sobre todo velitas blancas y rojas. Muchas velas diminutas. En aquellos días mamá nos llevaba a mi hermano Alexander y a mí al Stary Jarmark —viejo mercado de la Zelaznabrama Puerta de Hierro— en cuyos puestos nos compraba chocolates y caramelos turcos que se llamaban Makagigs, panes de especias con forma de muñecos, corazones y estrellas, cubiertos con azúcar granulada de todos los colores. La nieve era tan alta que formaba un muro a ambos lados de la calle. Era muy difícil andar a pie. Los trineos esperaban en las calles, hermosos con un caballo adornado con collares de campanillas, aunque las troicas —que se usaban para los viajes largos— con tres caballos, eran más vistosas. El cochero vestía elegante con una gran pelliza, detrás íbamos los pasajeros envueltos en una manta. Me gustaría volver a sentir el calor de la manta de piel, nuestros abrigos también forrados de piel, como los gorros y los manguitos… Parecía que el frío no podía pasar por ningún resquicio hasta nuestro cuerpo, pero entraba y nos mordía en las mejillas y en los ojos hasta hacernos llorar. Qué delicia llegar a casa y sentir el ruido de la samowai, la vieja máquina rusa de hacer té. Pronto tomaríamos té caliente y buñuelos.
Mi padre era médico y consideraba que anualmente necesitábamos limpiarnos los pulmones — él los tenía dañados— y la mente; por eso nos llevaba los veranos al campo, lejos de Varsovia. Su amigo Frank Mildenburg, médico como él, compartía las mismas opiniones, y con su familia se reunía con nosotros en los bosques austro-polacos. Al igual que mi madre, era polaco, pero vivía en Bregenz y —según decía— estas visitas a su tierra le ayudaban a no perder las raíces. Tenía una hija, Leonora. Ella fue mi amiga. Nos conocimos cuando yo tenía seis años. Parecía un ángel celestial. Éramos tan distintas que, aún hoy, después de tantos años, me pregunto cómo fuimos inseparables. Yo quería correr y saltar por los prados y ella prefería quedarse quieta mirando el horizonte. Todo en Leonora me sorprendía, hasta su forma de dormir. Oí a mi madre contarlo en la mesa.
—Creo que Leonora duerme en el suelo, al lado de la cama.
—Querrá ser monja —dijo mi hermano Alexander, riendo.
—No digas tonterías. Debe de coger hierbas y hojas y se tumba encima. Su madre, temiendo que se enfríe, le ha preparado un montón de heno y lo ha cubierto con una sábana.
Esa misma tarde quise saber más de esa extraña y espartana costumbre. Leonora se echó a reír y, sin preocuparle que hubiésemos descubierto su secreto, me dijo que así sentía la naturaleza en su piel.
—Es un olor que tengo que conservar para cuando regrese a casa. El heno me parece el aire del campo.
Leonora hablaba así, yo no la entendía pero me gustaba escucharla. Una de sus distracciones era estar apoyada en un árbol y guardar silencio para oír el canto de los pájaros.
—Escucha, Maryla. El ruiseñor hace escalas musicales, parece imposible que una garganta tan pequeñita pueda alcanzar esa sonoridad. Quisiera poder guardar en mi memoria el trino del ruiseñor y del mirlo, el runruneo del búho por la noche, y hasta el monótono y repetitivo cucú. El bosque es un rumor de música, un solfeo sin compases.
Yo me quedaba callada porque me costaba compartir lo que decía y, además, nunca me preocupó, ni entonces ni después, el solfeo. Pero a Leonora no parecía haberle importado aquel preámbulo espantoso del aburrido solfeo. Al atardecer, cansadas de jugar, venía a casa. Se quedaba con mi padre junto al piano siguiendo lo que a mí se me antojaban interminables estudios de Chopin y Liszt. Luego papá la animaba a ocupar su lugar en el taburete, y debo reconocer que daba gusto escucharla. Su pelo rojizo parecía un manojo de coral recostado sobre las teclas. Sus manos —aún pequeñas— alcanzaban las octavas como por milagro. ¡Qué distinta a mí! Mi madre se empeñó en que aprendiera a tocar el piano, pero era imposible. Mi oído era malísimo. En Polonia, como en Austria, se empezaba muy temprano con los estudios de piano. Tenía una profesora que se llamaba como yo, Maryla. Era simpática y joven, con grandes trenzas negras, pero yo no quería estudiar. Aunque me gustaba mucho la música —escucharla, no interpretarla—, me aburrían las clases. Mamá hizo lo que pudo para que progresara. Me ponía chocolate, fruta y caramelos sobre el piano. En vano: después de seis meses, la profesora dejó de venir a casa.
Estos veranos entran en las épocas más felices de mi infancia. Vivíamos las dos familias tan unidas que parecíamos una. Nuestros padres hablaban largo de medicina, libros y, sobre todo, de la situación política, que cada vez se estaba complicando más. Mientras nosotros jugábamos empezó la revolución contra el gobierno zarista. Mi padre decía que teníamos malos vecinos, Polonia siempre ha malvivido entre Alemania y Rusia, dos piedras de molino que la aplastaban y destruían. Los polacos éramos una minoría frente al Imperio ruso; sin embargo, mi pueblo luchaba por la libertad y la religión.
En 1905 se consiguió algo parecido a una autonomía. El júbilo en Varsovia era indescriptible. La gente se abrazaba en la calle, incluso confraternizaban con la policía rusa, y corría la voz de que los prisioneros políticos serían liberados. Mi padre era de origen ruso y había vivido en su propia piel la represión zarista. De estudiante estuvo cuatro años desterrado en Siberia por luchar contra la tiranía. Nunca llegó a curarse de las secuelas que le quedaron de Siberia. Tenía los pulmones destrozados. Le resultaba, pues, imposible disfrutar del regocijo. Pero mi madre y mi hermano fueron a la Plaza del Teatro, donde se ubicaba la cárcel. Esperaron la salida de los presos. De repente, un grupo de jóvenes asustados gritó a todos para que huyeran.
—Atrás —chillaban—, los cosacos asesinan a los nuestros.
Mamá y mi hermano —no sabían cómo— consiguieron escapar. En casa nos contaron cómo los cosacos del Don, con sus pantalones bombachos negros con anchas rayas rojas y blusas también negras, cerraron la salida de la plaza. Se desencadenó el infierno. Con el cuchillo en la mano derecha y la espada en la izquierda, montados a caballo, degollaron a dos mil personas. Eran hombres, mujeres y niños que raramente se habían ocupado de política. Al día siguiente, el gobierno ruso proclamó que la autonomía concedida había sido retirada por culpa del pueblo polaco: no se había demostrado digno de tal merced por parte del zar. La revolución seguía y se multiplicaban las pequeñas huelgas que eran sofocadas brutalmente.
Leonora y yo nos escribíamos durante el año. Las cartas de mi amiga eran cortas y, aunque éramos muy niñas, apasionadas. Me hablaba de lo que sentía dentro del agua cuando nadaba en primavera en el lago, de que había escrito un estudio de piano con el sonido del bosque, o de lo bonita que era la nieve. Yo le contestaba con numerosas páginas donde le contaba desde la situación política hasta la familiar, desde la tos cada vez más fea de mi padre hasta el color del último vestido que se había comprado mi madre. Y de nuevo volvía el verano y nos reuníamos. A la madre de Leonora, quizá un poco parecida a su hija, le gustaba dar largos paseos por el bosque, pero mamá era más de ciudad. Conducía su propia tartana y, a veces, nos llevaba de compras. Una tarde del verano de 1905 estábamos juntas en el centro de Lwów con mi madre cuando, al entrar en una bocacalle, vimos salir de un taller a un grupo de obreros que llevaba una bandera con el rótulo «Libertad para la religión». De repente, aparecieron unos cosacos a caballo y sus tristemente famosos cuchillos. Mamá se paró y nos agarró fuertemente de la mano. Sabía por experiencia que a los que huyen los siguen y los atacan por la espalda. Un brazo salió de un portal y nos metió a las tres dentro.
—¿Queréis que os maten? —dijo un señor asustado.
Antes de entrar, vi cómo un cosaco daba un golpe en la cabeza a un obrero, que se desplomó cubierto de sangre.
Ese día tomé conciencia de que era diferente porque era judía. Ser judía. ¿Por qué ese dato era tan importante? Cuando pasó el susto de la tarde, se lo pregunté a Leonora. Ella tampoco sabía explicármelo. En casa no se practicaba muy severamente la ley judaica, debido al espíritu liberal de mi padre. Él creía en un Dios misericordioso que no necesitaba grandes rituales para amarle. Pienso que cuidó la celebración de las grandes fiestas judías por respeto a mi madre y mi abuela.
Recuerdo con emoción la Pascua, la noche del Éxodo, para mí mágica porque era la pequeña y quien tenía que formular durante las noches del Saider diez preguntas en hebreo.
—Mani shatanu jalaile jasé —shebhol jaleilauns onu aujlin… que significa «¿por qué esta noche no es como las demás noches…?».
Los hombres tenían la cabeza cubierta con un casquete y las mujeres llevaban velos y sus vestidos más bonitos. En la mesa las hierbas amargas, el agua salada de las lágrimas de Israel, y la masa de nueces, miel y raíces recordando los ladrillos de Israel. El vino lo fabricaba mi madre con pasas especiales y a mí me impresionaba cuando papá metía el dedo meñique en el vaso cada vez que mencionaba una de las plagas de Egipto, Dayayni, una especie de maldición contra el faraón. Como todas las niñas, miraba sin respirar el umbral de la entrada cuando la abuela, la más anciana de la familia, abría la puerta por si llegaban el profeta Elías y el Mesías prometido. Pero la abuela volvía a sentarse triste en su sitio sin que llegara ningún visitante.
Pero aquel día de llanto y sangre, acompañada de Leonora, busqué en la biblioteca de mi padre algún libro que nos aclarara un misterio de raza que, con nuestros pocos años, no comprendíamos. En las baldas de la estantería encontramos unos gruesos tomos encuadernados en terciopelo violeta. Abrimos uno y nos llamaron la atención las letras. Eran muy raras, no se parecían a las demás. Fuimos a pedir ayuda a mi madre, mi fuente de sabiduría, y ella nos explicó que aquel libro estaba escrito en hebreo.
—Estos grandes libros —nos dijo— son la Biblia.
Y mamá nos contó la historia sagrada, la historia del pueblo judío, como un cuento. Leonora estaba extasiada y pedía saber más y más de nosotros y nuestra raza. Así fue como mamá nos explicó cómo mis antepasados huyeron después de la destrucción de Jerusalén.
Con los pocos datos que tuve, ya de mayor, investigué la historia del apellido de papá, Hepner. Quinientos años atrás se había establecido en Heppesheim, en Suabia, Alemania del Sur. Dicen que Tito —el vencedor de Jerusalén—, hizo acuñar una moneda. En el anverso estaba su propio perfil, y en el reverso una mujer llorando, que representaba a Jerusalén. Alrededor las letras H.E.P., que en latín significan Hierosolina est perdita (Jerusalén está perdida), los cristianos de la Edad Media, burlándose de los judíos, gritaban detrás de ellos: «¡Hep, hep!». Puede que sea éste el origen del apellido. Los Hepner emigraron a la Rusia Blanca y los abuelos de mi padre se establecieron en Varsovia. Allí adquirió mi padre la ciudadanía polaca.
El origen de mi madre era más antiguo. Puede encontrarse en el principio de los últimos días del pueblo de Israel. Mamá pertenecía a la tribu de Leví. Todos sus antepasados eran rabinos, menos su padre, que era ingeniero. Mamá se apellidaba Zyms, que procedía del hebreo cymes, «bueno», «perfecto». Los rabinos Zyms eran famosos y uno de ellos, hace tres siglos, tenía fama de obrar milagros. La gente tocaba la orla de su vestido diciendo cymes, cymes, y así nació el apellido polaco Zyms.
Mientras mamá hablaba, Leonora parecía perdida en otro mundo. Como si estuviera viviendo en su propia piel lo que escuchaba. A mí me gustaría ser más imaginativa y creer en aquellos milagros, pero siempre he sido excesivamente realista. En cambio Leonora volaba.
—Un día —nos dijo— escribiré en música lo que me estáis contando.
El incidente obrero y las matanzas discriminadas de gente inocente revolucionaron nuestro hogar. La situación se estaba complicando y mi familia pensó en la posibilidad de marcharnos a Alemania. Empecé a aprender el alemán.
En 1907 estalló la guerra ruso-japonesa. El escenario se encontraba muy lejos, en Siberia, Port Arthur… pero aun así la vida en Varsovia se vio afectada. Un pariente nuestro, médico, fue movilizado, y lo mandaron al Este. Nos enteramos de que los rusos estaban perdiendo la guerra; el ejército no tenía alimentos, ni botas, ni armas. Los soldados hacían las marchas con suelas de cartón.
En los hospitales faltaban medicamentos. La corrupción de siempre reinaba ahora en la administración y en los ministerios imperiales rusos. Los funcionarios se quedaban con el dinero destinado al ejército. Los polacos no deseaban una victoria rusa, porque, con ella o sin ella, no cambiaría nada la situación de Polonia.
Una tarde los cosacos penetraron violentamente en el patio de nuestra casa ordenando a gritos que se retirara todo el mundo de las ventanas. Nos apuntaron con sus armas. Registraron una a una todas las casas de la vecindad. Un estudiante que estaba detenido se les había escapado, y creían que se escondía en una vivienda de nuestra calle. Cuando se retiraron supimos por qué no lo habían encontrado. Mi padre lo había ocultado entre los trajes de su propio armario. Hasta en este detalle quiso librarnos a todos de culpa. Si alguien lo descubría, él sólo afirmaría conocer la presencia del estudiante.
Mi padre… era mi héroe y, más tarde, en la adolescencia, se convirtió en un ideal. Creo que pasé más de la mitad de mi vida buscando un hombre como él. Me gustaban su cara angulosa, sus ojos negros y su cuerpo fuerte. Era noble, idealista e inteligente. Entre la comunidad judía le llamaban «el apóstol», siempre estaba dispuesto a ayudar. Su profesión de médico la practicaba como una especie de religión. Si el enfermo que atendía carecía de los medios necesarios para pagar sus honorarios, una docena de huevos le parecía el mejor regalo. Pienso que, si mamá no hubiera sido un poco más fría, habríamos tenido la casa llena de enfermos. La habría convertido en un improvisado hospital para pobres.
Mi alemán, gracias a una profesora polaca que venía a casa a enseñarnos a todos, iba progresando. Inconsciente, como la mayoría de los niños, no me daba cuenta de que mamá, a veces, tenía los ojos rojos. Lloraba en secreto. Estaba haciendo preparativos para un largo viaje, pero esta vez no íbamos al campo, ni a Cracovia o al balneario de Iwonicz en las Tatras, unas montañas austropolacas.
Nos marchábamos a Alemania para siempre. Era el año 1908: yo tenía once años. Aún siento el desgarro de la despedida de mi tierra. Mis bosques de abedules y abetos, donde cogía con Leonora fresas salvajes, frambuesas y flores azules para que ella —tan romántica— se las colocara en su larga cabellera roja. Dejar los helechos que buscábamos en la noche de San Juan para encontrar la felicidad, las luciérnagas que nos poníamos como diademas en el pelo, los campos de trigo y amapolas… Después he visto campos bellos, pero a mis ojos sólo han sido casi como los de allí…
Emigramos a Leipzig, en Sajonia. Mi hermano y yo éramos buenos estudiantes, pero, a pesar de nuestras calificaciones y que todos nos querían, nos costaba sentirnos bien en Alemania. Era un sentimiento irracional, atávico en nosotros. Tampoco mamá se integraba; alternaba con varias familias, pero se sentía exiliada. Había dejado en Varsovia a su familia. El rechazo de mi abuela era manifiesto. Sabiendo alemán, no lo habló casi nunca; prefería señalar con el dedo lo que necesitaba en las tiendas.
Pero cuando cerrábamos las puertas de casa, volvíamos a estar en Polonia, hablábamos en polaco, y así, después de treinta y seis años sin haber vuelto a Varsovia, hablo y escribo polaco perfectamente.
A papá, cada vez más enfermo, le costaba respirar. Como era médico, sabía que sus pulmones estaban encharcados y que su vida se escapaba sin que nosotros nos diésemos cuenta.
En Leipzig, como en todo el mundo donde hay comunidades judías, todos los niños judíos teníamos la obligación de asistir a un jéder, escuela judía. Allí aprendíamos hebreo y leíamos los libros sagrados. Y la vida transcurría dentro de una tranquilidad expectante. Los años pasaban lentos.
Mi hermano se casó el 15 de mayo de 1913. Leonora vino a la boda con sus padres. Me trajeron un vestido precioso. Era de gasa color miel, pintado a mano con ramos de flores y un cinturón bordado de oro. Cuando me lo puse, mi amiga me dijo: «Pareces la Primavera de Botticelli». Pero ella sí que estaba hermosa. Su piel blanca y el pelo rojo la hacían distinta. Vivía en Viena y estudiaba música en el Conservatorio. Con grandes dificultades, luchando contra los deseos de su familia, había conseguido lo que quería.
Aún no había casi huella del antisemitismo en Alemania. Yo estudiaba filosofía en la universidad y, cuando tenía 17 años, descubrí que la primavera era una estación de colores —como decía Leonora—, con flores y pájaros. El verano de aquel año 1914 también me pareció más cálido que ninguno; yo vivía nadando en las nubes de algodón que tantas veces me había descrito mi soñadora amiga. Me enamoré de Richard, un músico alemán que iba al Conservatorio. Richard era protestante, altísimo y muy rubio, con ojos azules. Tenía rasgos arios, yo también los tenía, pero ¿a quién se le ocurría entonces pensar en ario o no ario? En aquel mes de junio disfruté con todo. Recuerdo especialmente una exposición sobre el libro. Leipzig, la ciudad del libro, estaba preciosa. Pero lo que me hacía más feliz eran mis largos paseos con Richard. Hasta que el 28 de ese junio de 1914, en Sarajevo, un estudiante serbio asesinó a Francisco Fernando de Habsburgo, el heredero del trono, y a su mujer la princesa Sophia.
El 1 de agosto papá vino a casa pálido.
—Habrá guerra —dijo, preocupado.
Se cerraron los pabellones de la exposición con sus libros dentro. Primero el ruso, después el austríaco, el francés, el inglés… En lugar de las banderas que se abrazaban al viento quedaron los mástiles desnudos.
Richard tuvo que marchar a la guerra. Papá estaba cada vez peor y nosotros muy asustados por nuestra precaria situación. Según nuestros pasaportes éramos rusos, porque nuestra tierra polaca estaba bajo el imperio del zar, que llevaba también el título de rey de Polonia. A casi todos los extranjeros los expulsaron de Leipzig. La enfermedad de papá nos salvó. Lo único que teníamos que hacer era presentarnos en su nombre todos los días en la comisaría de nuestro distrito y dar parte de su presencia.
La noche del 16 de mayo de 1915 papá murió: sus últimas palabras fueron en francés: «C'est le commencement du fin (“Es el principio del fin”)». Tenía cuarenta y siete años; yo había cumplido dieciocho.
Con grandes dificultades —era muy complicado viajar— la familia de Leonora quiso acompañarnos aquel verano, el primero que pasábamos sin papá. Me ayudó mucho la cercanía de mi amiga. Hablamos de Richard y ella me contó su relación con un estudiante de medicina, Ernst. No parecía muy convencida ni enamorada. Leonora necesitaba otro tipo de hombre. Fue la última vez que la vi. Murió el 9 de noviembre de 1917 en Viena. No tuve lágrimas para llorar. Me sumí en un silencio total. Mi vida se había partido por la mitad. La soledad, desde entonces, fue mi compañera. Veía con frialdad lo que ocurría a mi alrededor. Me volví terriblemente introvertida.
La guerra se alargaba. Nos obligaron a entregar los cacharros de cobre. No había cuero, ni vendas para los heridos; se usaba papel. Mamá aprendió a hacer zapatos que confeccionaba con las cortinas del salón y con suelas de cartón. El pan era negro y nuestro futuro también. Todo se volvió contra los alemanes y nosotros vivíamos entre ellos.
Pero con la desaparición de Leonora no terminaron mis tristezas. Richard murió al año siguiente, unos días antes del armisticio de noviembre de 1918. Me sentí morir con él. Creo que le amaba. Había sido mi primera experiencia sentimental y no conseguía ordenar mis sentimientos confusos. Si el amor era así, prefería no sufrir más. Me quedó una amargura que aumentó la seriedad de mi carácter. Decidí que nunca más me volvería a enamorar.
La corta revolución de 1918 pasó, pero la situación política seguía inestable. El extremismo bolchevique y el malestar producido por el Tratado de Versalles llevaron a los más nacionalistas a la rebeldía contra la República de Weimar. Afortunadamente, el Kapp-Putsch, un golpe de Estado fascista en 1920 de un comandante llamado Kapp, no tuvo éxito.
Estaba cansada y quería escapar de la violencia callejera, de las tensiones políticas de Leipzig y de la tristeza. Necesitaba calma y me fui unos días a Kipsdorf, en las montañas de Sajonia.
En aquella corta escapada di largos paseos para intentar aclarar mi mente y mi corazón. Una tarde, en medio de un bosque de abetos, me sorprendió una tormenta. Conseguí alcanzar una colina donde había una capilla. Entré completamente mojada y me senté en un banco. A lo lejos se veía una luz amarilla. El aire era más denso que fuera. Al son del monótono tamborileo de la lluvia contra los cristales me quedé como hipnotizada. De pronto, aparecieron, en la penumbra, unos hombres con trajes oscuros, mujeres envueltas en vestidos negros con pañuelos como en Varsovia, con el rosario en la mano. Parecía una procesión que, ajena a mí, iba llenando el recinto sagrado. El altar estaba presidido por un Cristo ensangrentado. Pensé en Leonora. Ella creía en ese Jesús doliente, creía a su estilo, ella decía que el sufrimiento también podía ser bello. Instintivamente empecé a hablar con ella. Rezar debe de ser hablar con Dios y con todos los que le acompañan en el más allá, y Leonora estaba con Él. Sentí frío. Intentaba abrir los ojos pero no podía, también me resultaba imposible levantarme. Me forcé a despegar los párpados y, como en una nebulosa, vi a mi lado un cuaderno que parecía de música. Como una sonámbula lo abrí y sólo vi la primera letra de algo que quizá se iba a empezar. Sentí como si me rozaran la mejilla, como si un dedo me tocara suavemente. Cuando leí la letra que empezaba una sinfonía, una historia o Dios sabe qué, me quedé sin respiración. Era una «L», grande y roja como el pelo y la inicial de Leonora. Me corrió un escalofrío por la espalda. Leonora me estaba hablando, desde otro mundo. ¿Qué quería decirme? Me arrodillé apretando el cuaderno en mi regazo y salí precipitadamente de la capilla. El aire era suave, el bosque olía a tierra mojada y las hojas brillaban con las gotas del agua, pero yo no tenía en las manos ningún cuaderno. Cuando llegué al hotelito donde me alojaba permanecí muchas horas silenciosa, evocando una y otra vez aquella visión. ¿Cómo interpretarla?
Al volver a Leipzig me volqué en los estudios. La República de Weimar sobrevivió a los ataques de los extremismos y llegaron años de cierta estabilidad. En la universidad corrían nuevos aires, libertades que no conocíamos. Yo dediqué todo mi tiempo al estudio de la filosofía. Dios me importaba poco. La arrogancia alemana se me había contagiado un poco, era joven y nosotros los jóvenes nos creíamos capaces de cambiar el mundo. Éramos semidioses, dueños absolutos de nosotros mismos. En aquella época, sin embargo, mi vida sentimental era un vacío. Extrañamente, me refugié en la música: influenciada por el sueño de la presencia de Leonora, empecé a interesarme por el mundo de mi querida amiga. Fui a conciertos y descubrí la ópera. A la primera que asistí fue Rienzi de Wagner. Tuve mala suerte: mi palco estaba encima de la percusión (tan importante en Rienzi). Creo que desde entonces temo —aunque me enloquece— la música de Wagner. Poseía algo demoníaco, inexplicable. A la vez, con mi trabajo me sentía cada vez más colmada, y en 1927, yo tenía ya treinta años, me concedieron una plaza de docente de Ética. Así fue como empecé a dedicarme a la enseñanza. Una difícil enseñanza del pensamiento humano. Y así fue como conocí también al segundo amor de mi vida.
Pienso que me fijé en Hugo Stresemann, un profesor de filosofía alemán, porque secretamente su imagen me recordaba a mi padre. No era joven, ni tampoco parecía alemán. Moreno, con pelo rizado y ojos oscuros, había pasado los cuarenta años; pienso que tendría la misma edad que mi padre al morir. Me atraía su personalidad y su sabiduría.
Me ayudó a preparar mi oposición a cátedra, colaboramos en distintas ponencias y, con su apoyo, publiqué mis primeros artículos sobre filosofía en una revista académica. Cuando mi enamoramiento empezaba a encenderse con el despertar de mis primeros deseos sexuales, tantos años aletargados, iniciamos una relación amorosa que desde el principio, y aún hoy, después de tantos años, me llenó de remordimiento. Amaba a Stresemann, pero también sabía que estaba casado, que tenía dos hijos y no pensaba divorciarse.
Me encontraba en una difícil encrucijada, pero en ningún momento pensé en dejar a Hugo. Era incapaz de abandonar a aquel hombre y terminar nuestra relación sentimental. Pero los sucesos históricos decidieron por mí.
Poco a poco, el partido nacionalsocialista se adueñó de Alemania. El Gobierno de Weimar no quiso o no se atrevió a enfrentarse al alarmante crecimiento nazi. La fuerza bruta se abrió camino en todas partes. El partido obtuvo su primera gran victoria electoral en 1930 y, aunque todavía no se vivía el antisemitismo abiertamente, el peligro estaba latente. Hugo Stresemann —hombre de clara visión— , ante la amenaza y el avance del nazismo, tuvo miedo. Me confesó que su mujer era judía —yo nunca había mencionado que pertenecía a la misma raza—, y temía por sus hijos. Con inmenso dolor —creo que fue real— decidió emigrar con su familia a Estados Unidos.
Nuevamente el amor me dejaba sola y exhausta emocionalmente. Había perdido para siempre las fuerzas para amar.
La mujer de mi hermano, Denise, era hija del cónsul general de Francia y desde que se casaron vivían en París. A menudo me habían hablado de la posibilidad de dejar Leipzig e instalarme en Francia. Mi madre estaba preocupada por mí, no me lo decía pero lo notaba en sus ojos y en sus continuas insinuaciones sobre mi soltería. Había cumplido treinta y cinco años y hablar de bodas a mi edad me parecía un despropósito, pero ya nada me ataba a Alemania. En la universidad la libertad de expresión se estaba complicando y mis clases de filosofía eran revisadas como si fueran conspiraciones políticas. No me sentía a gusto, y cuando mi madre me animó a ir a París, sin volver la cabeza atrás, me marché. Era el otoño de 1932.
En París, gracias a mi hermano Alexander, trabajé en la embajada austríaca como intérprete de alemán. Es curioso, pero en los momentos más trágicos de mi vida, los idiomas me han salvado. Siempre tuve una gran facilidad para aprender otras lenguas. También escribía pequeñas colaboraciones en periódicos, hasta que definitivamente me dediqué al periodismo. En París me sentía bien.
Mientras tanto en Alemania empeoraba la situación política. Mi abuela murió en Leipzig. Tuvo suerte de no ver la crueldad antisemita que ya empezaba a manifestarse públicamente. A sus ochenta y nueve años aún iba a la sinagoga y ayunaba el día de Yom Kippur, el día del perdón.
En 1933 los nazis tomaron oficialmente el poder. Mi hermano aconsejó a los amigos que se pusieran a salvo, si era posible, con sus fortunas. Él mismo se fue con su esposa a Holanda y después a Londres. Yo me ocupé de mamá y volví a buscarla en 1934 para llevármela a vivir conmigo a París. Juntas emprendimos los preparativos para un viaje que nunca haríamos. El 2 de diciembre de ese mismo año, un tumor cerebral puso fin a su vida.
Después del entierro volví a París. La casa de Leipzig, la herencia que nos quedó de mamá, la dejé al cuidado del único tío que me quedaba, el hermano mayor de mi madre. Antes de partir quemé todos los diplomas, todos los documentos de mis estudios, dos libros que me había regalado Hugo y las cartas de Richard. No quise llevarme nada de Alemania. Para mí, Alemania era un asunto liquidado.
En París reanudé con más energía que nunca mi trabajo en la embajada austríaca. Intentaba así huir del dolor y la soledad de mi existencia. También trabajaba conmigo un judío alemán que había huido de Francfort. Eisenberg y su esposa procuraban restituirme la familia que había perdido. Ellos también habían sufrido mucho. Habían perdido su fortuna y a una hija que saltó por la ventana mientras la Gestapo forzaba la puerta de la casa. Me invitaban los fines de semana a su casa y a la celebración de las fiestas judías, pero notaba que me faltaba fervor. Yo no era como mi abuela o mi madre. Me parecía más a mi padre en el modo de entender la religión. Ser judío no tenía por qué implicar un complejo ritual arcaico que yo consideraba incoherente con mi vida. Me parecía que los judíos nos habíamos parado en la mitad del camino, envolvíamos en gestos y ceremonias algo más profundo. El sentido de raza es lo que debíamos fortalecer, ese estigma, divino o humano, que nos unía con eternidad desde el principio de los siglos. A pesar de mi agnosticismo, me hice más espiritual.
En París tenía tiempo para mí. En aquellos días ver exposiciones, pasear y oír música era lo único que conseguía alejarme de la angustia de vivir. A veces —cada vez menos, por la lejanía—, pensaba en Varsovia. La guerra, el ser judía y el desgarro familiar me habían dejado el corazón seco. Pero no soy mujer de tristezas. No soporto las lágrimas, porque he visto muchas.
El tiempo que me dejaban libre la embajada y mi trabajo como periodista, lo dediqué a retomar, con más entusiasmo que nunca, mi afición por la música, y así llegué a conocer mejor el mundo del arte. Me llamó la atención la gran afinidad que había entre la pintura y la música. Algunos de los grandes compositores de música veían sus obras en colores y los pintores sus cuadros en notas.
En aquel tiempo recordé intensamente las cartas de Leonora Mildenburg, su extraña simbiosis con el pintor Gustav Klimt, su compenetración con su amigo Hans Harmond, la unidad conceptual que les llevaba a admirar y entender, sin necesidad de palabras, a Gustav Mahler. Juntos conseguían una especie de armonía disonante. Schönberg, al que estudié y admiré de modo especial, decía que la disonancia actual de la pintura y la música no era otra cosa que la consonancia del mañana. De un modo increíble comencé a descifrar perfectamente aquel idioma nuevo para mí. Como ellos decían, la luz y los colores y, sobre todo, la música, al igual que la máquina de viento, no discurre por caminos rectilíneos.
Fue importante mi reencuentro con Wagner, porque también fue como descubrir que todo está unido en la vida a los colores del cielo, al rumor del viento o a la brillantez de los edificios que los genios pueden transmitir en cuadros y sinfonías.
Estos años en París fueron labrando, refundiendo mi vida.
El tiempo… ¿realmente me asustaba el paso del tiempo? Ya había cumplido treinta y nueve años, mi vida no se había cerrado con ningún punto final. Creo que era feliz, aunque nunca esperaba nada especial. Mis estudios privados sobre música y pintura, mis proyectos periodísticos y la eterna calma que respiraba paseando a la orilla del Sena, me satisfacían por completo. Recordaba a Leonora. Ella no hubiera soportado aquella rutina melancólica en la que me abandonaba plácidamente. Para ella la vida necesitaba más emociones, quizá porque la música que se escondía dentro de ella no le permitía el sosiego. Yo vivía sin sobresaltos. Apenas me ocurría nada digno de destacarse.
Un día entré en una galería amplia cerca de los Campos Elíseos. Para mí las galerías de arte son pequeños santuarios donde se guardan soplos de inspiración. La luz se filtraba de frente por enormes ventanales del techo. Era una tarde brillante y cálida de primavera. Llevaba un vestido de batista con flores pequeñas y una carpeta en la mano. El instante lo recuerdo con precisión fotográfica. La carpeta me resbaló de las manos y creo que hasta la respiración se me cortó. Instintivamente me llevé la mano a la boca para tapar una exclamación de sorpresa.
—¡Dios mío, es Leonora Mildenburg!
Allí estaba con su pelo rojo revuelto, su cuerpo exuberante, las flores alrededor con brillos dorados, las manos… Estaba bellísima y me miraba. Instintivamente sonreí.
Detrás de mí noté la respiración de alguien. Como yo, no se movía. En aquel momento hubiese querido estar sola, que nadie me robara la intimidad de mi encuentro con Leonora. Sentí —yo, tan poco romántica—, que los ojos se me humedecían. Con desgana, me volví. Un hombre atractivo y maduro, sonrió con melancolía; parecía tan sorprendido como yo.
—Es muy hermosa, ¿verdad?
—Mucho. Era mi amiga.
—Era mi novia —me respondió con naturalidad—. La perdí hace muchos años. Mi nombre es Ernst Hollein.
Salimos de la galería en silencio. Los dos queríamos llevarnos a Leonora a casa. Esta posibilidad para mí era impensable. Mi situación económica no me permitía semejantes lujos. Tomamos un café en una terraza. Ernst tenía consulta en París y estaba entregado por entero al psicoanálisis. Hablamos largamente de Leonora. Ernst me confesó con pena su desconocimiento del mundo de Leonora Mildenburg.
—No supe entenderla y la perdí. Cuando me enteré de que era modelo de Klimt creí enloquecer. No me entraba en la cabeza que una mujer decente pudiera posar desnuda. No podía entender eso y muchas cosas más de Leonora. Pienso que inconscientemente tenía celos de ella, de su forma de entender la vida, su despreocupación, su locura ante la música. Era capaz de cualquier cosa ante un piano. Yo no comprendía estas reacciones en la cabeza de una mujer.
—Ella quería ser libre y sentirse amada.
—Yo la deseaba atada y enamorada.
—Demasiado para una mujer como Leonora.
Nos quedamos en silencio y me acompañó a casa. Sentí pena cuando le vi marchar, pero estaba tan acostumbrada a ver marchar a los que quería…
Al día siguiente, mientras preparaba algo para comer, oí el timbre de la puerta. Cuando abrí encontré un recadero sonriente con un paquete grandísimo, cuyo contenido adiviné sin aliento antes de abrirlo.
—¿Señorita Maryla Hepner? Vengo a entregarle este paquete de parte del señor Ernst Hollein.
No daba crédito a mis ojos. Sabía el precio de aquel cuadro, y sabía que, por muy bien que marchase su consulta, Hollein no podía estar en condiciones de comprarlo.
Cuando Leonora salió del papel de embalar, sonrió. Sus ojos irónicos parecían reírse de mí y querer atraparme dentro del foco que sostenía en la mano derecha. «Maryla, éste es un hombre como tu padre.» Juraría que escuché estas palabras, juraría que Leonora me estaba hablando, que era ella misma quien se había metido dentro de aquel cuadro para gastarme una broma. Leonora era capaz de todo.
Ernst llegó al atardecer. Yo no tenía palabras.
—Me han permitido pagarlo a plazos. Así ni me entero. La consulta no va tan mal y tengo mis ahorros…
Me eché en sus brazos como una niña y empecé a sollozar. Ernst me acarició el pelo y me besó en los ojos húmedos.
—Es cierto que las lágrimas son saladas.
Me apreté más a él y fui yo quien buscó su boca y desde aquel día sé que las lágrimas a veces pueden ser dulces. Nos sentamos en un sofá destartalado que tenía en la sala y hablamos tanto de Leonora, Klimt y Hans Harmond que quedamos exhaustos. Nos dormimos abrazados y, aunque no hicimos el amor, esa noche de París fue nuestra primera noche de amor.
Nos casamos una luminosa mañana de septiembre. Era el año 1937. Yo había cumplido cuarenta años y Ernst tenía cincuenta y tres. Bendije a Dios por haberme mantenido soltera —así se escribe a veces la historia— gracias a la guerra y a mi condición de judía.
Cuando empezaba a saborear la normalidad cotidiana de mi reciente felicidad conyugal, al año de casarnos, llegó la noticia de la muerte de mi tío. Tenía que ir a Leipzig para recuperar lo poco que me quedaba. Mi marido se opuso tajantemente, pero yo insistí. Mi matrimonio con Ernst Hollein me convertía en ciudadana austríaca. Mi nuevo apellido me amparaba de los nazis. Ernst insistía en el peligro de aquel precipitado viaje a Alemania, pero, ante mis ruegos, aceptó.
Llegué a Leipzig en marzo de 1938. Apenas conocía la ciudad en la que había vivido. Mientras me dirigía a mi antigua casa, miraba hacia todos los lados intentando encontrar algún vestigio del pasado. Todo era extraño. Al subir la escalera de mi vivienda mi sorpresa fue en aumento: la llave no entraba en la cerradura y, sin embargo, oía ruido de voces dentro. Llamé a la puerta y me recibió una mujer desconocida que afirmaba ser la dueña de mi casa. Intenté aclararle su error y esgrimí mis derechos sobre la propiedad del inmueble. La situación se hizo insostenible. Salí enfadada, dispuesta a acudir a la autoridad con ánimo de recuperar lo que era mío.
Me pregunto cómo pude ser tan ingenua. La familia que ocupaba mi casa avisó a las SS. Cuando llegué a lo que podía considerarse una comisaría de policía, me esperaban para detenerme. Nadie me explicó mis derechos, ni preguntó los motivos que me habían llevado a Leipzig. Aquella noche, en vez de descansar en mi cuarto de juventud, dormí en una celda fría y sucia, con dos mujeres más.
Al día siguiente tres oficiales nazis me hicieron un detallado interrogatorio. Pese a ser, por matrimonio, austríaca, mi condición de judía estaba en el aire. Me sentí desamparada y sin nadie a quien poder acudir. A través de las lágrimas que llenaban mis ojos, vi la cara de uno de los oficiales, que parecía darme calma con la mirada. Después de interminables días de angustia e incertidumbre, aquel oficial —Karl Bernhard se llamaba—, utilizando su poder, y por medios que desconozco, me facilitó un salvoconducto y todos los papeles necesarios para salir de Leipzig. Fue una noche aterradora. Hacía frío, y yo —tan poco dada a efusiones cariñosas— apreté las manos fuertemente a aquel joven y se las besé. Nunca entendí por qué me salvó, nunca supe cómo un oficial nazi fue capaz de ayudar a cruzar la frontera a una mujer judía. Lo he recordado muchas veces y en mi corazón siempre hay una deuda contraída con Karl Bernhard, un joven al que nunca volví a ver.
Así perdí la magnífica biblioteca de mi padre, los jarrones chinos de mi madre y… salvé mi vida. Al regresar a París me sentí la mujer más dichosa del mundo. Me abracé a mi marido porque, además de volver a su lado, traía una sorpresa, Dios, en quien siempre creí, me hizo adorarle más cuando sentí vida en mi cuerpo. Mi vientre había permanecido virgen esperando la llegada de Ernst Hollein. Él me hizo madre. Con el nacimiento de nuestro hijo Werner, en noviembre de 1938, supe que la maternidad es no morir nunca.
La guerra empezó a asolar Europa. En Varsovia agonizaba el gueto. Los únicos judíos que se enfrentaron a los alemanes lucharon y murieron como héroes sepultados bajo los escombros del gueto, izando no sólo la bandera de la estrella de David, sino también la roja y blanca con el águila de Polonia. Yo estaba aterrorizada, cada ruido me sobresaltaba, no tenía paz. Mi marido, temiendo por mi seguridad y la de nuestro hijo Werner, decidió abandonar el viejo continente. En 1940, con la ayuda de unos compañeros psicoanalistas, nos fuimos a vivir a Nueva York.
A Hans Harmond se le llenaron los ojos de lágrimas cuando leyó el nombre de Karl Bernhard. Maryla nunca conoció al heroico Karl, sólo supo que la salvó un oficial nazi. Su nombre se contaba hoy entre el puñado de valientes que fue capaz de enfrentarse a la demencia colectiva que dominaba Europa. Karl Bernhard había escrito con letras de sangre una historia de horrores. Su nombre merecía entrar en la historia con letras de oro.
Por unos minutos intentó poner la mente en blanco, no quería recordar, como un niño que aparta al despertar un mal sueño. Cerró el manuscrito de Maryla y se sentó en el piano para volver a tocar una parte de la obra de Leonora. Pero no conseguía concentrarse.
Karl Bernhard… el valiente y querido Karl Bernhard.