Viena, 31 de marzo de 1917

Nada de lo que describo ha desaparecido: mi casa sigue habitada por mí, Hans continúa a mi lado, tío Hermann huele amorosamente a tabaco de pipa… Pero la pluma me lleva a escribir en pasado como si, en ese ejercicio, que yo misma me he impuesto, Leonora no fuera yo sino una mujer que vivió en mí antes que yo y que ahora, por razones inexplicables, intento reconstruir.

Reconozco que en muchos sucesos de mi vida me he quedado con las ramas en la mano, sin profundizar especialmente. Me produce una extraña sensación escribir de mí misma con sinceridad desnuda. Puedo parecer una mujer sin sentimientos, dura y carente de ternura. La verdad es que no sé analizarme con frialdad, pero siempre he creído en el destino y que nada ocurre por casualidad.

Antes de Gustav Klimt conocí a Ernst Hollein.

Cuando Ernst salía de la universidad y Hans del conservatorio se encontraban en el café Meierei, que de abril a septiembre tenía una terraza muy agradable. Allí leían los periódicos, y con un trozo de bizcocho alargaban hasta el anochecer un interminable café con numerosos vasos de agua. Hans me habló de él y de lo mucho que disfrutaba escuchando las nuevas teorías sobre los sueños, las apasionantes clases de Freud, que había revolucionado la universidad. Al menos a Ernst le había cambiado. Al principio sólo quería ser médico, pero, según pasaban los meses, su deseo fue convertirse en «curandero del alma». Un término extraño que reunía su mundo espiritual, racional a la vez y vocacional.

Hans y Ernst se conocieron después de un concierto del reconocido pianista Joseph Hollein, el padre de Ernst. Aquella noche interpretaba a Brahms, y Hans era un loco enamorado de Brahms. Entró a felicitar a Joseph Hollein y Ernst estaba con él. Inmediatamente les unió el amor a la música, si bien Ernst, hombre humilde en términos musicales, nunca alardeó de sabiduría en la materia, aunque sabía reconocer una buena composición. Así disfrutaron de numerosos conciertos y así conocieron la vida de los salones vieneses, la vida bohemia y cultural de nuestra ciudad. Las mujeres rondaban a los artistas y a los dos les gustaba la posibilidad de respirar el aire femenino con fondo de sonata. Y hay que reconocer que como galanes tenían bastante éxito.

Por aquellos días se seguía hablando de Alma Mahler, aquella mujer única y bella que había renunciado a su música por la de su marido. «Yo vivía su música —había llegado a decir—. No tenía nada mío. Él nunca observaba esta entrega de mi existencia.»

Ernst aprobaba esta decisión, pero Hans disentía. Por este motivo le habló de mí. Le dijo que yo era la mejor alumna de la clase.

—Y, desgraciadamente, mujer. Leonora será como Mahler, pero no puede tener cerca un esposo como Gustav Mahler; castraría su arte. Le arrebataría la inspiración para dejarla exclusivamente como mujer. Leonora es única, nadie podrá poseerla nunca. Tiene que vivir sola en sí misma para poder crecer.

—Te admiro, Hans. Yo soy más vulgar, quiero una mujer para mí solo. Una mujer sencilla que me quiera. En eso debo de parecerme a Mahler.

—Pero ¿y si esa mujer puede ser sublime?

—No lo sé.

—Quiero ser profesor de música y si tuviera una alumna como Leonora nunca la dejaría casarse más que con la música.

—Qué disparate. De todos modos esa Leonora debe de ser feísima para que pienses así.

Hans disfrutó contándome esta conversación que me halagaba tanto, y que mi querido Hans terminó con una sentencia espectacular:

—Es la mujer más bella de Viena —respondió al sorprendido Ernst.

Me gustó que Hans pensara que yo era bonita.

Ernst Hollein quería ser médico. Con muy pocos años empezó a estudiar en la Facultad de Medicina de la Universidad de Viena. Su abuelo, médico, se alegró de esta elección. Secretamente temía que se inclinara por la música. Su padre era pianista, y, aunque desarrolló un buen oído, Ernst carecía de las facultades necesarias para poder destacar en este campo del arte, pero a lo largo de su vida siempre buscó un camino ajeno a la vulgaridad. En lo que trabajase tenía que ser el mejor.

No tenía mucho tiempo para divertirse. Pese a que Viena era una ciudad llena de posibilidades, se encerraba en los libros por verdadero placer; sin embargo, estar con gente le gustaba. Los estudios de Freud le fueron alimentando un deseo, no muy dibujado al principio, que poco a poco le llevó al psicoanálisis. En cambio, su círculo de amigos estaba casi exclusivamente centrado en la música.

Había oído a Hans hablar tanto de Hollein que deseaba ardientemente conocerle. El día que nos vimos por primera vez fue también el día en que, sin que yo lo supiera, entró en mi vida Gustav Klimt. Ahora me pregunto cómo no intuí su presencia. Era una tarde de octubre de 1914, yo estaba con Harmond y sólo pensaba en que me presentara a Ernst. Se lo dije al oído a mi amigo y después me senté al piano. Interpreté a Bach. Estaba excitada y creo que a todos los asistentes les contagié mi emoción. Al fondo Gustav Klimt me observaba. Me lo dijo un año después, cuando ya me había convertido en su amante. ¿Amante? ¿Amor? ¿Qué eran aquellas palabras? Aquella noche estaba todavía muy lejos de conocer su significado, pero mientras yo recorría las teclas con los dedos, Klimt abrió un interrogante y Ernst se enamoró de mí. Ajena a lo que me preparaba el destino, también presentí algo extraño, como si el aire se parara para respirar las notas que llenaban el salón. Sentí un jadeo interior ajeno a mi frialdad cotidiana. Me hundí en la fascinación de Bach y me olvidé del mundo.

Cuando dejé el piano se acercaron un montón de jóvenes para aplaudirme. Sonreía complacida y resignada. Como siempre, quería más, y ese algo más no estaba entre las paredes de aquel frívolo salón de Carl Moll.

—Es distinta, ¿verdad? —le oí decir a Hans.

Ernst asintió sin hablar, mientras mi amigo le arrastraba de la mano hasta el grupo que me rodeaba.

—Querida, te presento al futuro doctor Ernst Hollein. Su padre es el gran pianista Hollein.

Le sonreí y apreté su mano.

—Admiro mucho a Hollein —dije—. ¿A usted le gusta la música?

—Por supuesto, aunque me temo que no me parezco a mi padre. Toco el piano justo medianamente bien, pero disfruto mucho oyendo una interpretación tan magnífica como la suya.

Asentí con placer, y sin dejarle continuar con los elogios le pregunté por sus estudios:

—¿Qué especialidad elegirá cuando se licencie?

—Aún no lo sé, pero creo que algo relacionado con la psicología. Soy un discípulo de Freud. Sus clases me parecen las más interesantes, aunque no todos opinan igual.

—Mi padre también es médico y además amigo de Freud. ¿Le gustaría conocerlo cuando venga a Viena?

—Me encantaría.

Y cumplí la promesa de presentarle a mi padre en su siguiente visita a Viena. Congeniaron desde el primer momento. Gerda y Sonja prepararon una deliciosa cena, mientras mi madre revisaba los últimos detalles de la mesa. Todo estaba precioso, pero yo permanecía ajena al lujo que me rodeaba. Hablaba con mi padre y con Ernst sin preocuparme de la marcha de los sabrosos platos que se adivinaban por el olfato. Freud vino con su hija Anna, que estudiaba con Hollein. Los dos se unieron a nuestro círculo. Ernst no dejaba de mirarme. Más tarde me dijo que le obsesionaba la largura de mi cuello y el desorden de mi pelo, que caía hacia todos lados. Yo también me quedé fascinada. Me costaba apartar mis ojos de su cara, de sus ojos azul oscuro y el pelo rubio ceniza pulcramente peinado hacia un lado. Se movía con seguridad y en sus hombros se intuía el poder que tendría, cuando terminara su carrera, para modelar los sentimientos humanos. Esas extrañas enfermedades del espíritu que él pensaba curar.

Freud me pidió que tocase el piano.

—Aún recuerdo —me dijo mi querido doctor— una tarde en Bregenz en que te escuché por primera vez tocando Traumerei, opus 15, de Schumann. Creo que en sueños lo escucho muchas veces.

—Dr. Freud —pregunté ajena al cumplido—, ¿los sueños tienen música de fondo?

—Aún no lo sé. Pero el subconsciente ejecuta lo que nosotros queremos de día y no nos atrevemos a decir.

—Yo quiero ser compositora. Lo digo de día y de noche, pero…

—Serás la mejor de Viena.

—A veces tengo miedo y sueño que…

Todos se acercaron más a mí, les miré sorprendida. Quizá porque imaginé que estaba hablando sola con el profesor Freud. Me levanté.

—¿Decía que quería que tocase…? ¿Le apetece Mozart?

Y me senté mientras todos se levantaban siguiendo mi rastro. Nadie habló mientras yo tocaba el piano. Mi madre apareció en la puerta, con su mirada me perdonaba la poca ayuda que aportaba para la cena. Durante toda la noche, mis ojos buscaron a Ernst y le encontré mirándome, cuando alguien propuso un brindis. A través de la copa de champán sus ojos brillaron para mí y sus labios húmedos me dedicaron una sonrisa.

La cercanía de Ernst Hollein me daba seguridad y, a causa de esa extraña calma, comencé mi primera relación amorosa. Una relación que no conseguía llenarme plenamente. No se parecía al amor que en alguna noche sin sueño había imaginado. Pero, con la precipitación propia de mi modo de ser, me prometí a Ernst.

Con Ernst me comporté como no soy: prudente, pacífica y convencional, la típica vienesa sensible y frívola. Nos presentamos mutuamente a nuestras familias respectivas y, casi sin darnos cuenta, nos vimos inmersos en un noviazgo tradicional. Mis padres respiraron tranquilos al intuir un final de los que llamaban felices. Les gustaba Ernst y en él veían la estabilidad y la sensatez necesarias para quitarme de la cabeza tanta música y proyectos poco convenientes para una mujer. Pero esa perspectiva no me emocionaba.

En las vacaciones de verano de 1915, fui a Leipzig para ver a mi amiga Maryla. Su padre, médico como el mío, había muerto hacía sólo un mes, el 16 de mayo. Se sentía profundamente sola. Intuía la tristeza de mi amiga porque, como yo, amaba mucho a su padre. Maryla era polaca y siempre la consideré mi segundo yo. No éramos iguales, pero había algo íntimo y especial que nos unía. Quizá el modo de entender la vida, desde un punto de vista no convencionalmente femenino. Nunca he buscado la compañía de mujeres; con la mayoría de ellas siento que no tengo nada en común. Maryla, franca y más realista que yo, ha sido mi sincera confidente desde niña. Nos escribimos con regularidad. Siempre me ha gustado escribir cartas y nuestra amistad se mantiene a través de la correspondencia.

Hacía mucho calor en Leipzig, pero Maryla no parecía notarlo. Estaba absorta, demasiado dolorida para reparar en los ardientes rayos de sol. Hablamos mucho, más bien la escuché durante largas horas. Necesitaba desahogarse y también confiarme el nuevo cambio que vivía su corazón. Justo poco antes de comenzar la guerra se había enamorado de un joven alemán, Richard, que ahora estaba en el frente. Me pareció una mujer distinta a la que conocía. Su frustración anterior —lo que ella llamaba «incapacidad de amar» se había desvanecido. Hablaba con calor y ternura de su enamorado. A la vez estaba temerosa, tenía miedo de que aquella ilusión, tan nueva en ella, se terminara. Sentí melancolía y hasta cierta envidia viéndola hablar con tanto amor. Aquellos sentimientos de mi amiga no tenían nada que ver con mi noviazgo con Ernst. Maryla entendió mi insatisfacción.

—Es guapo, atractivo, inteligente, pero…

—Tú, Leonora, buscas la locura. Buscas el amor de las novelas, pero en la vida real las cosas son diferentes.

—Quizá tengas razón, pero creo que hace falta una pizca de demencia para ser feliz. Ernst me respeta demasiado. He sido yo la primera en besarle. Parece que teme romperme, pero no soy una porcelana de Sèvres. Soy de carne y hueso… Y hay otra cosa: algo en mi interior se resiste a comprometerme, a atarme.

—Entonces ¿por qué sigues con él? Está claro que Ernst piensa en casarse contigo…

—Me asusta, Maryla —respondí a mi amiga—. Tengo miedo de que la música quede a un lado y no pueda seguir con mi vocación. De hecho, a veces soy más feliz componiendo una sinfonía que paseando una tarde por el Prater con Ernst. Sin embargo, es raro, cuando vamos a un concierto él se transforma, pierde el sentido como yo, vuela con las notas. Creo que por eso lo quiero. Y también surge el deseo. ¿Has hecho el amor alguna vez?

—No, aunque, si ahora Richard volviera, no sé lo que haría. Lo echo tanto de menos… Pero me asusta equivocarme. Quiero un hombre como mi padre, Leonora.

Vi como Maryla luchaba con las lágrimas y le apreté la mano. A los ojos de mi amiga su padre era el hombre ideal y su historia de amor era uno de sus temas favoritos. Con un nudo en la garganta me habló nuevamente de su sensibilidad, de su exilio en Siberia, de cuando era estudiante y, por primera vez, después de su muerte, me contó la oposición familiar, por parte materna, a aquel romance que tanto envidiaba Maryla.

—El día de la petición de boda se organizó una cena de gala en casa de mi madre. Papá siempre vestía blusa negra y gorro ruso de estudiante. La familia de mamá exigió que el novio llevase un traje civilizado para esa noche, un traje de etiqueta con sus detalles. «¿Te interesa mucho el traje de etiqueta?», le preguntó mi padre a mamá. Ella contestó afirmativamente y, feliz, contó a su familia el éxito de la gestión. Y empezaron los preparativos para el festejo. El reloj dio las nueve, las diez, las once… El novio no llegaba. «Ya ves qué salvaje —le decían a mi madre—, no puedes ser feliz con él.» Mamá lloraba cuando sonó la campanilla de la puerta a las doce de la noche. El portero subió una enorme caja llena de lazos a nombre de mamá. Dentro, en un papel de seda blanco y perfumado, había un traje de etiqueta, una camisa blanca finísima, una corbata negra con un alfiler de oro y una hermosa perla, calcetines de seda, zapatos de charol, pañuelo de seda blanca y clavel blanco para la solapa. Al lado de la flor, una tarjeta para mamá decía: «Ya que te importa más el traje que el hombre, y valen esas tonterías más que yo, te mando todo, pero este hombre no irá».

—¡Qué bonito, Maryla!

—Puedes imaginarte la escena. Se amaron tanto que su amor era proverbial entre la familia y los amigos. Hasta que papá enfermó gravemente, traía todos los domingos un ramo de violetas a mamá. Leonora, el amor debe ser perfecto si es así.

Nos despedimos, pero mis dudas continuaron. Sentía que no era capaz de entregarme, pero también deseaba amar a Ernst. En todo caso, casarme era una posibilidad que me desvelaba.