Viena, 7 de mayo de 1917

Mi otra vida, mi verdadera vida transcurre en mi cuarto. Aquí es donde yo, ajena al exterior, transformo en sonidos mis sentimientos. Me embriago con relaciones sonoras, agrupamientos rítmicos, mezcolanzas tímbricas, racimos de acordes, arabescos melódicos. Cuando cierro la puerta de mi habitación empieza mi mundo de creación. Me encuentro a mí misma y busco encajar dentro del pentagrama unas notas que suenan distintas a las que conozco. Estoy haciendo una música diferente que cada día se va alejando más de la tradicional. A veces, me asusto porque sé que lo nuevo nunca ha tenido un camino fácil.

Temo que rechacen mis composiciones. Creo que no sería capaz de sufrir la incomprensión, especialmente de las personas que tengo cerca. No me siento preparada para una crítica dura. No me consuela recordar lo difícil que fue para Mozart o Beethoven esta ciudad de Viena, que desaprobó parte de su magistral obra.

¿Cómo recibirán aquí mi música, siendo, además, mujer? Parece que lo único que importa de mí es mi belleza y, sin embargo, sé que soy más que un cuerpo atractivo. Pero esta ciudad es frívola y no muy amante de innovaciones. Las damas ocupan el lugar que la sociedad ha decidido para ellas y difícilmente admitirían un concierto compuesto por una mujer. Viena es conservadora, ama la belleza pero dentro de unos cánones preestablecidos. Hasta una sinfonía ha de reunir los movimientos clásicos, sin salirse del rigor tradicional. Pero creo que los sonidos se pueden llenar de sentimientos y variaciones diferentes que los hacen más bellos.

Recuerdo con precisión aquella noche que llegué con Hans a hurtadillas a casa, evitando el oído fino y siempre despierto de Sonja. Subimos la escalera descalzos y, cuando entramos en mi cuarto, me dejé caer sobre una butaca ahogando la risa con un manguito de piel que llevaba para no enfriarme las manos. El peligro había pasado y nadie nos oyó llegar.

Mi aparente vida alocada deja de existir en mi casa. Siempre he tenido flores sobre el piano y un orden minucioso en mis obras. Hans me miraba intentando encontrar a la otra Leonora, pero ésa quedaba fuera. Aquella noche me sentía especialmente vulnerable, tierna y hasta mimosa. Necesitaba la comprensión de un amigo. Me acerqué con ternura y me apoyé en su hombro. Sentía que era la única persona en el mundo que me podría entender y dar su calor y su cariño.

—Hans, por favor nunca me abandones —le dije muy bajo, como un preámbulo de lo que le iba a mostrar.

Mi súplica le dejó desconcertado.

—No sé qué me ocurre, Hans. Pero a veces me siento tan sola…

—Leonora, nunca te dejaré.

—Tengo que enseñarte algo. No se lo he mostrado a nadie.

Aunque me gustaba hablar de música, no me gustaba hablar de mi música, ni siquiera con Hans. Pero aquella noche necesitaba desahogar mi inquietud.

Me solté de sus brazos y le fui revelando mi obra. Tenía poemas sinfónicos, sinfonías, conciertos, canciones y ¡hasta dos óperas! Era parte de mi primera producción, sin seleccionar aún, donde se incluían mis composiciones adolescentes. Hans no encontraba las palabras que pudieran contener lo que sentía.

—¿Cómo, siendo tan joven, has podido escribir una obra tan extensa?

—Sabes que hace años que compongo, pero últimamente es como si los dedos no me alcanzaran a escribir tanta música como oigo en mi interior. Además sé que es diferente. Me asusta que no se entienda, pero más me preocupa que se quede en silencio, sin que nadie la escuche.

—No siempre estará en silencio. Te prometo que toda Viena conocerá a la otra Leonora.

Sentí una gran paz. Nunca había estado tan a gusto con Hans. Nadie —ni siquiera mis propios padres— conoció lo que había dentro de mi habitación. Mis tormentosas noches en vela, mis apasionadas escalas por innumerables pentagramas llenos de tachones, explicaciones y correcciones a pie de página… Todo se lo había descubierto, como una ofrenda de intimidad, a Hans.

Le miré con infinito afecto. Su corazón —como el mío— latía fuertemente. Me atrajo hacia su pecho y noté el ritmo de su respiración. Sus ojos grises me envolvieron con ternura y juntos nos quedamos dormidos.

A la mañana siguiente, cuando Hans se marchó de casa, me gustó que en mi cuarto quedara el rastro de su cuerpo. El calor de sus sentidos encendidos. Recordé sus ojos, su hermoso rostro y el cálido abrazo que me acogió. Fue una mezcla sensual de abandono y entrega de la Leonora total que aquel día conoció sólo y exclusivamente él. Hans parecía deslizarse en silencio dentro de mi mundo.