Hans no sabía cuándo se quedó dormido. Ya había perdido el control del tiempo. Vagamente recordó haber tomado café negro, un emparedado, unas galletas saladas… y, en el duermevela, volvió a su pensamiento Elisabetta.

Harmond se sumió en el pasado con melancolía. Cerró los ojos y recordó el amor de Leonora por la nieve. Aquella noche que fue madre, Viena se vistió con la primera nieve de invierno. Sólo Sonja escuchó los sollozos de dolor cuando el doctor anunció que el bebé venía de nalgas. En un tormento de sangre y gritos nació una niña y se fue Leonora. Aún le dolía a Hans la soledad final de su amada. Él no estuvo junto a ella. Cuando llegó, estaba pálida y tan hermosa que le resultaba imposible pensar que había muerto. La abrazó y lloró con desconsuelo. Toda su vida se había ido con ella: su infancia, su inconsciencia de adolescente, su fuerza de hombre y el ardor de amante enamorado. Hans se había quedado solo.

El después del día siguiente fue como una pesadilla que ahora, a pesar de los años, Hans temía evocar. Un entierro y un funeral son tan lúgubres que es imposible ver belleza, pero la catedral de San Esteban se iluminó como nunca para recibir el cuerpo de Leonora. Todo el Conservatorio de Viena estuvo dentro del templo, sus compañeros de clase, sus enamorados secretos y también Ernst Hollein. Estaba serio y se le notaba apesadumbrado. Viena despidió a Leonora con categoría de reina. Harmond, con profunda tristeza, interpretó la Marcha fúnebre en Si bemol de Chopin. Gustav Klimt tenía los ojos rojos. También había llorado. Apenas hablaron al salir; ni siquiera preguntó por la niña. Leonora se había ido, eso era lo realmente decisivo, y con ella un mundo de inspiración.

La niña se llamó Elisabetta. Cuando Klimt la conoció, le dijo a Hans que quería pintarla pronto, y Harmond se la llevó una mañana de enero de 1918. Gustav la envolvió con los mismos colores que meses antes había utilizado para su madre. Fue la última vez que la vio. Murió pocos meses después. Tenía cincuenta y seis años.

Hans, con el apoyo de su familia, se hizo cargo de Elisabetta. Sus padres, jóvenes aún, recibieron con cariño a la niña, y en su caserón de Linz entraron Sonja y la vieja Gerda, que quería criar a la pequeña como lo hizo con su madre. Para Hans y el tío Hermann la vida cambió, ya que ahora pasaban largas temporadas en Linz. El viejo solterón fue para Elisabetta un mimoso abuelo consorte.

Elisabetta era una niña tranquila. Se entretenía con cualquier cosa y, como a su madre, le gustaba la nieve. Los primeros copos que pintaban de blanco las calles le iluminaban los ojos con un brillo de excitación. Tiraba a Sonja de la mano con fuerza y se iba a «pisar frío», como ella decía. A Hans le llenaba de ternura mirarla y recordar a Leonora. Intentaba buscar sus gestos, su indolencia, su desgarro y pasión, pero Elisabetta era serena, tenía el pelo castaño y los ojos verdes. Era preciosa pero no recordaba a su madre. Su serenidad nada tenía que ver con la precipitación de su antecesora. Sólo la encontraba en la mirada distante y ajena a este mundo que Leonora poseía.

Una noche —aún no tenía un año—, mientras miraban las llamas de la chimenea, Hans sintió que se paraba su respiración. Elisabetta se metió un dedo en la boca y se lo mordió despacio. El gesto lo repitió y de pronto él empezó a mirar a aquella niña de forma distinta. Buscó sus ojos melancólicos y tristes, su nariz recta, las manos menudas y bien formadas, las cejas altas y… los lunares. Leonora no tenía ninguno, pero Hans muchos. Leonora, cuando le acariciaba, decía que los lunares eran signos de belleza y que aquellas misteriosas manchas de hermosura habían llenado el cuerpo de Hans. Elisabetta tenía un lunar en la comisura de los labios, otro en el pómulo derecho y… Hans se encontró dentro de los ojos de la niña, en sus estrellitas amarillas del iris estaba él, en el pelo oscuro y liso, en la nariz… Vio el parecido de su padre en la frente, la placidez de la madre y su eterna timidez. Elisabetta era su hija y Hans, tan entregado a recuerdos incompletos, no se había dado cuenta. Él era el padre de la hija de Leonora. Sonja, en el quicio de la puerta, sonrió mientras, ajena a su descubrimiento, decía muy bajo:

—Cada vez se parece más a usted.

A Hans le sorprendió la confesión. Nunca pensó que Sonja hubiera descubierto algo que él, en su ingenuidad, ignoraba. Pero su sorpresa no terminó aquí. Los padres de Hans siempre se sintieron abuelos, porque lo eran y en Elisabetta habían encontrado los rasgos de familia que Hans no supo ver. Respetaron lo que ellos creyeron su secreto.

Cuando Hans se despertó y miró el reloj, ya eran más de las diez de la mañana. Se levantó más relajado y tomó un zumo de naranja. Mientras el café se preparaba, ordenó las cinco Sinfonías que le faltaban por leer y se dispuso a sumergirse nuevamente en el mundo sonoro de Leonora.

La Sexta Sinfonía carecía de título, pero poseía un brío espectacular. Se adivinaba un momento tormentoso, quizá triste, donde se dejaba prácticamente todo el espacio a los violines y violonchelos, con un sonido lejano de las flautas. Era como el desencanto del amor, al principio la alegría de encontrarlo, pero adivinando al fondo la presencia sonora y desazonada de una alucinación. A Hans casi le recordó la música dolorida y temerosa de Shostakovich.

Cuando pensaba en Karl Bernhard, Hans también oía a Shostakovich. Se estremeció al recordar el diario secreto de Karl. Lo encontró en el armario de la habitación de su hija, pocos días después de su muerte. Su lectura le hizo comprender que nunca conocemos a los que tenemos cerca. Ni su propia hija supo hasta el final la doble vida del hombre que amaba. Aquel día Hans lloró, lloró tanto como cuando se fueron Leonora y Elisabetta. Eran lágrimas de impotencia. Ya no podía querer, como Hans hubiera deseado, a aquel hombre valiente que murió por defender a la raza que había perseguido. Mientras su hija veía en el joven rubio a un Lancelot medieval, Hans Harmond conoció al verdadero Karl. Un héroe sin armadura dorada, pero con un alma de estremecedora belleza. Los ojos le abrasaban según iba pasando las páginas de aquel escalofriante relato.

Un año después, el documento escrito bajo riesgo extremo por Karl Bernhard sobre lo que ocurría en Auschwitz y Mauthausen, fue una prueba decisiva, en Nüremberg, para condenar a los oficiales que habían dirigido los campos de concentración.

En la Séptima Sinfonía, Harmond vio su nombre. Empezaba con un vals lento que recordaba las primeras notas de una obra de Johann Strauss envueltas en una nube de violines. Hans volvió a aquel día de nieve, a la chimenea de su casa, las llamas del fuego, la locura del amor… El vals se iba transformando en un allegro para luego desembocar en un cantabile, más lírico, en Mi mayor con protagonismo de violas, clarinetes y trompas. El vals primero se repetía como una evocación bucólica. Un adagio muy bello recordaba vagamente al Tema de Alma de la Sexta de Mahler, pero bruscamente se separaba de sus tiempos lentos para volver a las vueltas apasionadas de un vals romántico y casi frenético. Entraba el arpa, una cascada de violines con un diálogo brillante de la flauta y el clarinete. «Ya he escrito música para ti», recordó Hans, como si la frase volviera hecha aire de la lejanía. Se emocionó. Esta Séptima Sinfonía le pareció tan bella que se sintió indigno de la amorosa dedicatoria.

En la Octava Sinfonía estaba Mahler, la influencia que había ejercido en Leonora, la fuerza instrumental, su técnica melódica de composición… Hans conocía tanto la vida y la obra de Mahler que, si no hubiera sabido que estaba escrita por Leonora, hubiese pensado que era una sinfonía perdida del gran compositor. Allí estaban las mismas preocupaciones de ambos sobre la muerte, el destino y la vida al desaparecer una persona amada, ante la expectativa, nunca adivinada, del más allá. Escrita en Re menor, evocaba lejanamente una marcha fúnebre. A Hans le recordó en particular una parte de la Primera Sinfonía de Mahler, esa marcha de 68 compases. Mahler veía la noche como refugio: el protagonista, contaba el compositor, se sienta a la sombra de un tilo y en el sueño encontrará la muerte, una trágica imagen del tránsito hacia la muerte como liberación. La Sinfonía expresaba una infinita paz.

Antes de la partitura de la Novena Sinfonía, Leonora había escrito unas líneas que Hans leyó con una sonrisa melancólica:

«… Nuestro profesor de historia de la música, Guido Alter, decía que el Réquiem del francés Gabriel Fauré tenía un gran paralelismo con La muerte de Ofelia, de John Everett Millais, por el tratamiento de la muerte. A mí siempre me ha asustado este cuadro, me da frío, miedo y una sensación de final sobrecogedora. No quiero que esta Novena Sinfonía pueda recordar en nada un final doloroso.

»No sabría darle título a esta sinfonía porque la siento como una especie de melodía poética a la vida. Después de terminarla, me he encontrado tan dentro de ella que la Sinfonía era yo. La alegría, sin duda teñida de melancolía, que me ha hecho llegar hasta aquí.»

Hans fue leyendo la obra y vio la primera parte (Allegro), que entraba con un primer movimiento construido sobre tres temas, dando más importancia al primero con profusión de trompas, donde se exponía el tema central lírico, en Mi bemol, con la presencia inmediatamente después de las cuerdas. El arpa, muy suave, se desplazaba para que el corno inglés ocupara el tema central.

Hans no podía sino ver en aquellos sonidos el viento que llegó cuando nació Leonora: silba suave con la flauta y las trompas. Los violonchelos, la voz del hombre, la llevaban de la mano a la infancia feliz con el sonido del piano que la despertó a la vida. Seguía un Andante en contrapunto con el tema central.

Hans, en la segunda parte, a pesar del deseo de Leonora, tuvo una visión de La dama del lago cruzando como una ráfaga, para ocupar todo este movimiento. Los instrumentos de viento llenaban el inicio. Los oboes y los clarinetes mantenían un precioso diálogo solitario para ir suavemente con un fortísimo de violines hasta llegar, como si fuera a lo lejos, el sonido de las trompas, muy lento, recordando al primer movimiento.

Con las notas, Hans veía a Leonora tocando el piano. «Todos la miraban», suenan las violas coquetas. (Allegro) Sonido brillante. Quizá, pensó Harmond, cuando Leonora conoce a Klimt. Estrellas, colores suaves y notas fuertes rojas. La vida en el estudio, voluptuosidad sonora. En el Adagio, Hans leyó su nombre sin letras. Era la presencia del amor. Un vals de violonchelos. El final, un Allegro con brío, le impresionó. Se sentía la fuerza de la esperanza. Volver a nacer. El primer movimiento de la primera parte se repetía con insistente fuerza: era la continuidad de la vida.

Leyendo esta Novena Sinfonía, Hans Harmond se dio cuenta de que Leonora había hecho un resumen final de todas sus Sinfonías. Sin duda esta Novena era la mejor. Comprendió sin dificultad la sensación de final perfecto que tuvo que embargar a su amada cuando vio la última nota escrita en el pentagrama.