Capítulo 3

 

Sophie se había dado cuenta de que el incendio era un tema espinoso. No sabía demasiado sobre el incidente, pero sí que ya habían pasado unos veinte años desde entonces. Según los periódicos, Nicolo había arriesgado su vida para salvar a un miembro del personal del hotel de entre las llamas y había sufrido importantes quemaduras al hacerlo.

No tenía ni idea de por qué le había molestado tanto que le recordara que la prensa lo había visto entonces como un héroe. Era un hombre muy complicado.

No lo había visto desde que se fuera a su despacho y ya habían pasado cuarenta y cinco minutos desde entonces. Las truchas habían tardado mucho en hacerse, era un horno muy antiguo.

Ese retraso le había dado la oportunidad de ir a la habitación de invitados, deshacer su equipaje y darse una rápida ducha. Pero estaba deseando poder cenar cuanto antes. Se dio cuenta de que solo había comido un par de manzanas ese día, durante su viaje desde Londres.

–Tú ya has cenado –le dijo a Dorcha cuando se le acercó el gran perro–. Eres precioso y muy dulce, no como el cascarrabias de tu amo.

–Vaya, me duele que tengas esa opinión de mí.

Levantó la vista y se encontró con Nicolo. No pudo evitar sonrojarse.

–Eso lo dudo. Me da la impresión de que no te importa nada lo que la gente opine de ti –le dijo ella.

Nicolo se encogió de hombros y el gesto hizo que se fijara en ellos y en lo ancha que era su espalda. Tenía el cabello húmedo, como si él también acabara de ducharse. Se había puesto unos pantalones negros y una camisa blanca de manga larga que no conseguía ocultar del todo las quemaduras de su mano.

Pero las cicatrices que tenía ese hombre no disminuían en absoluto su ardiente sensualidad. Tenía un aspecto oscuro y peligroso, como una especie de héroe romántico del siglo xix. Le recordó a Heathcliff, el protagonista de Cumbres borrascosas, todo un arquetipo sexual para mujeres de varias generaciones. Tuvo que apartar rápidamente la mirada y respirar profundamente para tratar de calmar su acelerado corazón.

Lo rodeaba cierto aire misterioso y esa media sonrisa cínica que tenía en sus labios le desagradaba y atraía a partes iguales. Creía que muchas mujeres se habrían sentido atraídas por esa actitud arrogante y despreocupada que tenía, pensando que ellas podrían llegar a cambiar y domar a ese hombre, pero tenía la sensación de que ninguna lo llegaría a conseguir.

Se puso a sacar las truchas del horno y escurrió después en el fregadero el agua de las patatas que había cocido.

–No sabía si sueles comer en la cocina o en el comedor y, como no estabas aquí para que te lo pudiera preguntar, decidí poner la mesa en el comedor –le dijo ella mientras tomaba las fuentes con la comida–. ¿Puedes traer tú la ensalada, por favor?

–¿Siempre eres así de mandona? –le preguntó Nicolo mientras la seguía.

–Yo prefiero describirme como una mujer organizada y eficiente –repuso ella–. Por eso se me da tan bien mi trabajo. Y creo que no te vendría nada mal ser un poco como yo. La casa está hecha un desastre por dentro y por fuera está aún peor. No puedes esperar que una señora de la limpieza pueda mantener en orden una casa de este tamaño, sobre todo si solo viene unas pocas horas cada semana. ¿Por qué no contratas a más personal para cuidar de la casa? Estoy segura de que te lo puedes permitir. Christos me dijo…

Se quedó callada cuando vio que Nicolo fruncía el ceño.

Se sentó frente a ella en la mesa y se recostó en el respaldo de la silla, estudiándola con los ojos entrecerrados.

–¿Qué te dijo Christos?

–Que has conseguido hacer toda una fortuna en la bolsa. Obviamente, no voy a decirte cómo deberías gastar tu dinero…

–Pero tengo la sensación de que vas a decírmelo de todos modos.

No pudo evitar sonrojarse.

–Me parece una verdadera lástima dejar que esta gran casa se deteriore. Fue aquí donde creciste, ¿no? Seguro que esta casa te trae buenos recuerdos.

–No demasiados.

Lo miró sorprendida.

–¿En serio? Suponía que habría sido maravilloso poder vivir en una casa tan grande con tus hermanos y con una finca tan enorme para explorar y jugar… Os imaginaba a todos corriendo como salvajes por el campo, merendando en el césped, regresando a casa con tus padres después de un largo día.

–Tienes mucha imaginación –repuso Nicolo con frialdad–. Mi infancia no fue tan idílica como crees y mis padres no estuvieron tan presentes en mi vida como piensas. Él pasaba gran parte del tiempo en Londres, dirigiendo el hotel. Y mi madre… Mi madre no estaba en condiciones…

Nicolo había llegado a la conclusión de que la depresión era como cualquier otra enfermedad, pero de pequeño no había entendido lo que le pasaba a su madre, por qué lloraba tanto, por qué se encerraba en su habitación y se negaba a ver a sus hijos.

Podía recordar perfectamente la sensación de estar frente a la puerta cerrada del dormitorio de su madre, pidiéndole que le dejara entrar.

–Quiero verte, mamá. Quiero abrazarte. Así dejarás de llorar, ya verás –le solía decir él.

–Vete, Nicolo. Déjame en paz.

Le había dolido mucho entonces sentirse rechazado por su propia madre. Había pensado que había hecho algo malo, aunque no sabía el qué, y que por eso le había dejado de querer. Recordaba haber pasado horas sentado en el suelo, frente a la puerta de ese dormitorio, porque quería estar cerca de ella y no sabía cómo hacerlo.

–Entonces, ¿quién se encargaba de vosotros? –le preguntó Sophie devolviéndolo de repente al presente.

–Teníamos niñeras. Hubo muchas. Nos portábamos tan mal mis hermanos y yo que ninguna se quiso quedar mucho tiempo –admitió él.

La trucha al horno le había quedado deliciosa y, durante unos minutos, Sophie se concentró en comer, pero tenía curiosidad por saber más de él.

–¿Qué pasó después de que te quemaras en el incendio? –le preguntó con algo de timidez.

Esperaba que no le molestara la pregunta. Le había quedado muy claro que había sido un momento muy traumático para Nicolo.

–¿Te cuidó tu madre mientras te recuperabas de tus quemaduras?

–Cuando ocurrió, ya no estaba en casa –replicó él sin poder ocultar su dolor–. Mi madre nos abandonó. Se fue de casa cuando yo tenía doce años. No sé si llegó a enterarse de lo que pasó. Si lo hizo, no le preocupó lo suficiente como para ir a ver cómo estaba. Y eso que pasé muchos meses en la unidad de quemados de un hospital.

–¡No me lo puedo creer! –repuso Sophie horrorizada.

Christos le había contado que Liliana Chatsfield abandonó a su marido y a sus hijos y que nadie había vuelto a saber de ella desde entonces.

Le costaba creer que esa mujer hubiera sabido de las quemaduras de Nicolo y no hubiera corrido para estar con él.

Las circunstancias eran distintas, pero ella también entendía hasta cierto punto lo duro que era sentirse abandonado por uno de sus progenitores. Aunque ella había mantenido el contacto con su padre después de que se fuera de casa.

Su cáncer ya había estado en remisión cuando James Ashdown les anunció a su madre y a ella que se iba para comenzar una nueva vida con su amante. Aun así, le había destrozado la decisión de su padre y podía imaginarse la sensación de abandono que habría sentido el pequeño Nicolo, sufriendo en la cama de un hospital y necesitando más que nunca a su madre.

–La echarías mucho de menos –le dijo–. Sobre todo cuando estabas en el hospital.

Pero su rostro no expresaba nada. Le dio la sensación de que no le gustaba hablar de su pasado.

–No podría haber hecho nada para ayudarme –repuso secamente–. Le debo mi recuperación a los médicos y al personal de enfermería que me cuidó. No necesitaba tener allí a mi madre pendiente de mí.

Le costaba creerlo. Ella sí había necesitado el apoyo de su madre durante su enfermedad y, de alguna manera, el cáncer las había unido más. Antes de la enfermedad, su madre había estado muy ocupada con su trabajo y Sophie había pasado más tiempo con su padre. Pero, cuando le diagnosticaron el cáncer, su madre había dejado de trabajar para estar con ella en el hospital.

Se había llegado a preguntar si su padre se habría sentido algo apartado por el estrecho vínculo que se había desarrollado entre madre e hija. Pensaba que quizás por eso había llegado a tener una aventura con otra mujer, relación que había terminado por romper a la familia y que también había roto su corazón.

Pero no quería pensar en esas cosas. Se fijó de nuevo en Nicolo. Le había hablado con desdén de su madre, pero empezaba a ver lo bien que se le daba ocultar sus emociones. Estaba segura de que le había dolido mucho que su madre lo dejara y no fuera a verlo tras el incendio.

–¿Cómo empezó el fuego en el hotel? –le preguntó con curiosidad.

–No lo sé –le dijo gruñendo–. ¿Por qué estás tan interesada? Fue hace mucho tiempo y es mejor dejar el pasado donde está. Ya empieza a cansarme que no dejes de meter las narices donde no te importa.

Suspiró frustrada. Había vuelto a levantar una pared de hielo a su alrededor. Lamentó haberle preguntado por el incendio cuando ya le había parecido que era un tema doloroso para él. Su intención había sido tratar de comprenderlo mejor y solo había conseguido darse con una pared de ladrillos.

–No entiendo por qué te niegas a colaborar para conseguir recuperar el prestigio de la cadena Chatsfield. Lo único que desea Giatrakos es que vuelva a ser lo que era –murmuró ella–. La marca solía ser sinónimo de elegancia y buen gusto, pero eso ya no es así. Ahora, cada vez que el nombre Chatsfield aparece en la prensa es porque alguno de tus hermanos ha vuelto a hacer algo escandaloso.

Vio que Nicolo fruncía el ceño, pero decidió ignorarlo.

–No es de extrañar que tu padre quiera cambiar la percepción que tiene el público del nombre Chatsfield. Gene solo está tratando de hacer lo mejor para la empresa familiar. A lo mejor no entiendes las razones que le han llevado a tomar alguna de sus decisiones, pero creo que ha actuado siempre como lo ha hecho porque ama a sus hijos y quiere ayudaros. Por eso ha nombrado a Christos director general de la cadena. Piensa que él puede mejorar de verdad el prestigio de la cadena –le explicó ella–. Pero, para lograrlo, Christos necesita el apoyo de los accionistas. ¿No podrías, al menos por respeto a tu padre, asistir a la junta de accionistas?

–Mi padre es el culpable de muchos de los problemas que tiene hoy en día la empresa –le espetó Nicolo–. Fue su comportamiento el primero en empañar el apellido Chatsfield y él fue el que hizo que mi madre…

Pero no terminó la frase.

–¿Qué ibas a decir de tu madre? –le preguntó ella rompiendo el tenso silencio que había caído–. No sé a qué te refieres, no lo entiendo.

–Es que no tienes por qué entenderlo –repuso Nicolo poniéndose de pie–. No es asunto tuyo.

–Pero estarás algo preocupado, ¿no? Si te niegas a cooperar con Christos, tu padre va a desheredarte y retener el dinero que recibes del fondo fiduciario de la familia.

–Poco me importa ese maldito dinero –le aseguró Nicolo poniendo las manos sobre la mesa y mirándola a los ojos–. Giatrakos tenía razón en una cosa. He hecho una fortuna en la bolsa. No necesito limosnas de mi padre y no me importa lo que le suceda a la cadena Chatsfield.

–Pero sí te importa lo que le pueda pasar a tus hermanos, sobre todo a Lucilla –adivinó Sophie–. Dices que no estás interesado en la empresa, pero a Lucilla sí le preocupa mucho. Si no quieres hacerlo por tu padre, hazlo al menos por tu hermana, ve a la junta de accionistas.

–Me parece que la mejor manera de ayudar a mi hermana es negándome a hacer lo que Christos quiere que haga –le dijo Nicolo con dureza.

La miraba con tanta intensidad que se sintió completamente atrapada por la fuerza de su poderosa personalidad.

–Has perdido tu único argumento para convencerme. Mañana por la mañana puedes volver a Londres y decirle a tu jefe que mi respuesta no ha cambiado. No voy a estar en esa reunión.

Se apartó bruscamente de la mesa y Sophie soltó el aire que había estado conteniendo en sus pulmones. Era como si hubiera quedado libre de repente del hechizo magnético que Nicolo le había tendido. Era la primera sorprendida al ver cómo reaccionaba cuando estaba con él.

Mientras Nicolo se había inclinado sobre la mesa para mirarla, ella había estado más pendiente de su deliciosa boca e incluso había estado fantaseando, preguntándose cómo sería besarlo. Algo le decía que no debía de ser un amante tranquilo y considerado, todo lo contrario. Estaba segura de que sus besos serían apasionados y salvajes.

Sacudió la cabeza, irritada consigo misma. Mientras observaba cómo salía del comedor dando grandes zancadas, se recordó que no estaba interesada en Nicolo. Ella estaba acostumbrada a salir con hombres liberales, de mente abierta y cómodos con la igualdad de géneros. No había estado nunca con alguien como Nicolo, un salvaje capaz de cargarla al hombro como si fuera un saco de patatas para echarla de esa casa.

Recogió los platos y los llevó a la cocina. Volvió a pensar en él mientras llenaba el lavavajillas y no pudo evitar suspirar. Parecía completamente ajeno al concepto de hombre moderno, no tenía nada que ver con los hombres sofisticados con los que solía salir y le molestaba darse cuenta de que había conseguido fascinarla, aunque no sabía por qué.

Ni siquiera estaba interesada en tener nada con nadie. Ya no estaba enamorada de Richard, pero no iba a poder olvidar nunca la razón por la que él había dado por terminada su relación. Era algo que seguía doliéndole. Su incapacidad para darle a Richard los hijos que quería había hecho que se sintiera incompleta y defectuosa. Se había sentido tan abandonada como cuando su padre las dejó a su madre y a ella para irse con su amante.

Sabía que la atracción que empezaba a sentir por Nicolo era meramente sexual y no tenía ninguna intención de dejarse llevar por esos sentimientos.

Creía que esos hombres con aspecto de peligrosos bandoleros estaban muy bien para las novelas románticas, pero no en su vida.

 

 

Sophie no sabía por qué se había despertado. Por un momento, se sintió desorientada. No estaba acostumbrada a la intensa oscuridad de su habitación. En el campo todo era distinto, no le llegaban las luces de los coches ni de las farolas. Miró su reloj y vio que eran las tres de la mañana. Oyó de repente un fuerte trueno y pensó que quizás hubiera sido la tormenta lo que la había despertado.

Se acomodó de nuevo en la cama, pero estaba completamente despierta y era muy consciente de todos los ruidos extraños que había en esa gran casa. Podía oír desde allí el tictac del reloj que había en el rellano de la escalera y un crujido muy sospechoso en el armario. Esperaba que no fuera un ratón. El corazón le dio un vuelco cuando notó otro ruido.

Había alguien en su habitación.

Podía oír a alguien respirando. Era un sonido que se iba acercando a su cama.

Aterrada, extendió una mano y buscó a tientas la lámpara de la mesilla de noche. Sus dedos entraron en contacto con algo peludo y apenas pudo controlar un grito al sentir el aliento caliente en su cara. Muy nerviosa, encontró por fin el interruptor de la lámpara y la encendió.

–¡Dios mío! ¡Dorcha! –exclamó cuando vio al perro.

Sintió una inmensa sensación de alivio.

–Me has dado un susto de muerte. Pensé que…

Había pensado en todo tipo de estupideces aunque sabía que solo los niños soñaban con fantasmas y monstruos acechándolos en la oscuridad.

–Vuelve a tu cesta –le ordenó al perro–. Voy a ver si puedo volver a dormirme.

Pero, cuando iba a apagar la lámpara, oyó un grito seguido de un gemido que le heló la sangre. Sonaba como si alguien, o algo, estuviera sufriendo. Oyó otro gemido más y se dio cuenta de que no se lo había imaginado. Aparte de Dorcha, solo estaban Nicolo y ella en esa casa. Se hizo el silencio y contuvo el aliento. Pero volvió a oírlo. Esa vez, fue un grito de agonía. No pudo soportarlo. Se levantó de un salto y no perdió el tiempo poniéndose su bata. Salió al pasillo y se detuvo un segundo.

No sabía dónde estaba la habitación de Nicolo, pero se dio cuenta de que los gemidos le llegaban desde el otro extremo del pasillo. Fue hasta esa habitación y vaciló un momento antes de entrar, pero oyó otro grito desesperado y se le ocurrió que quizás hubiera entrado un ladrón en la casa y estuviera atacando a Nicolo.

Tragó saliva, tomó un pesado jarrón de metal de un mueble del pasillo y abrió la puerta.

La luna iluminaba ese lado de la casa y entraba algo de luz a través de las cortinas. Pudo distinguir una oscura figura en la cama, pero no había nadie más en la habitación. Nicolo soltó entonces un grito desgarrador, era como si le saliera directamente del alma. No quería ni pensar en qué lugar infernal estaría atrapada la mente de ese hombre en esos momentos. No pudo controlarse, se acercó a él.

–Nicolo… –le dijo en voz baja.

–¡Fuera! –gritó con fuerza–. ¡Por el amor de Dios, fuera de aquí!

–Está bien, me voy. Lo siento –repuso ella volviendo deprisa hacia la puerta.

Se sentía muy avergonzada. Se había equivocado. Al parecer, Nicolo no había estado durmiendo ni los gritos eran fruto de terribles pesadillas. No tenía ni idea de por qué habría estado gritando y gimiendo como lo había hecho, pero no pensaba volver para preguntárselo.

Salió de nuevo al pasillo, pero sus gritos la siguieron.

–¡Sal! ¡Si no salimos de aquí, vamos a morir! –gritó entonces.

Se quedó helada al oírlo. Tal y como había pensado, Nicolo estaba dormido y atrapado en una pesadilla. No le atraía la idea de volver a su habitación, pero sus gritos desgarradores le hicieron cambiar de opinión.

Entró en su dormitorio y se acercó directamente a la cama. Vio entonces que estaba tendido de espaldas y con un brazo echado sobre la cara. A la luz de la luna, pudo distinguir su pelo largo y oscuro sobre la almohada.

–Nicolo, despierta.

Él gimió de nuevo.

Necesitaba despertarlo y decidió intentarlo sacudiendo suavemente su hombro.

–Nicolo…

Gritó sorprendida cuando Nicolo agarró de repente su muñeca y tiró de ella. Perdió el equilibrio y cayó encima de él.

–¿Qué pasa? –preguntó confundido.

–Nicolo, soy yo, Sophie… –le dijo sin aliento.

–¿Sophie?

–So… Sophie Ashdown, ¿sabes quién? Estabas soñando y…

Se quedaron unos segundos en silencio.

–Hace mucho tiempo que no tengo ese tipo de sueños, Sophie… –le dijo Nicolo con voz seductora–. Esto no es un sueño. Me pareces muy real, Sophie.

Se quedó sin aliento cuando Nicolo apretó con más fuerza su muñeca y colocó la mano que tenía libre en la parte baja de su espalda, presionándola contra él.

Podía sentir su musculoso cuerpo, solo los separaban la sábana y la fina tela de su camisón. Se le aceleró el pulso cuando sintió algo más contra su estómago. Nicolo ya no estaba sumergido en una terrible pesadilla. Estaba despierto, alerta y muy excitado.

Recordó entonces que era bastante común que los hombres se despertaran con una erección, no quería decir que Nicolo estuviera respondiendo de esa manera ante ella, no podía olvidar que no había nada sexual en esa situación. Por desgracia, ella no tenía esa excusa.

–Por favor, suéltame –le pidió Sophie mientras trataba de ignorar el latido de deseo que podía notar entre sus piernas.

También sus pezones parecían haberse despertado de repente. Esperaba que Nicolo no pudiera notarlo.

La pálida luz de la luna destacaba algunos rasgos de su rostro y su media sonrisa cínica. Estaba tan cerca que podía oler la loción que había usado tras afeitarse. Era una fragancia atrevida e intensamente masculina.

Nicolo era el hombre más sexy que había conocido y no dejaba de sorprenderle cómo reaccionaba su cuerpo cuando estaba a su lado.

–Tenías una pesadilla –insistió ella para tratar de explicarse–. Estaba tratando de despertarte. ¿Qué otra razón iba a tener para venir a tu habitación a estas horas de la noche?

Alargó la mano hacia la mesita y tuvo la suerte de dar con el interruptor de la lámpara de la mesita. Nicolo parpadeó para adaptar sus ojos a la luz y levantó las cejas con sorpresa cuando vio el jarrón de metal que ella aún sujetaba.

–¿Pensabas hacer un arreglo floral o ibas a golpearme con eso?

Sophie se sonrojó, no entendía cómo se le podía haber olvidado que aún estaba sosteniendo el pesado jarrón.

–Pensé que a lo mejor te estaba atacando un ladrón… –murmuró.

–¿Y viniste a defenderme? Has conseguido conmoverme.

La burla en su tono de voz fue la gota que colmó el vaso de su paciencia. Usando toda su fuerza, consiguió apartarse de él.

Nicolo se sentó en la cama y la sábana que cubría su cuerpo se deslizó. Dejó de sonreírle con cinismo cuando notó que Sophie contenía el aliento. Siguió su mirada y vio que estaba mirando su torso, cubierto de las cicatrices rojas que habían dejado las quemaduras. Se extendían desde la cadera hasta el cuello.

La miró con los ojos entrecerrados cuando vio que Sophie daba un paso atrás.

–Lamento que mi apariencia te dé asco –le dijo con dureza–. A lo mejor así te lo pensarás dos veces la próxima vez que decidas colarte en la habitación de un extraño sin ser invitada.

Sophie tragó saliva, tratando desesperadamente de ocultar la sorpresa que se había llevado al ver las terribles cicatrices que cubrían el lado izquierdo de su torso y su brazo.

–No me he colado, te oí gritar y me preocupé. Por eso trataba de despertarte.

–Y descubriste entonces a un monstruo. Espero que lo que acabas de ver no te produzca pesadillas.

–No eres ningún monstruo –le dijo Sophie con voz temblorosa–. Ni me dan asco tus cicatrices. Me ha sorprendido porque no tenía ni idea de que hubieras sufrido unas quemaduras tan graves. Debiste de sufrir una terrible agonía tras el incendio.

Nicolo rechazó instintivamente la compasión que vio en sus ojos castaños. No le gustaba que lo miraran con lástima. Durante los veinte años que habían pasado desde el incendio, habían sido muchas las mujeres que lo habían visto desnudo. Se había acostumbrado a presenciar el horror en sus ojos cuando veían sus cicatrices y trataba de convencerse de que no le importaba nada que también a Sophie le desagradara verlas.

–No necesito que te preocupes por mí –le dijo de mala manera–. Te sugiero que salgas de mi habitación antes de que, viendo el camisón que llevas, se me olvide que soy un caballero.

Sabía que se estaba burlando de ella, pero sus palabras le hicieron recordar que solo llevaba puesto un camisón de satén. No era una prenda especialmente indiscreta, pero el brillo en los ojos de Nicolo le hizo sentir como si hubiera entrado en su habitación con un corpiño de cuero y un tanga. Sonrojada, cruzó los brazos sobre sus pechos y dio otro paso atrás.

–Si fueras un caballero no me habrías echado de la casa como si fuera un saco de patatas –le dijo mientras iba hacia la puerta.

Pero, al recordar sus gritos y gemidos desesperados, se volvió hacia él.

–¿Necesitas algo que te ayude a dormir?

Nicolo se echó a reír y fue un sonido tan sexy que Sophie no pudo evitar estremecerse.

–¿Qué tiene en mente, señorita Ashdown? –le preguntó con picardía.

–Una maza para darte con ella en la cabeza –contestó enfadada.

Salió de la habitación antes de que perdiera por completo la paciencia y lo golpeara en la cabeza con el jarrón de metal que aún tenía en la mano.

Después de que ella se fuera, Nicolo apagó la lámpara de la mesita y se quedó con los ojos abiertos en medio de la oscuridad, tratando de olvidar la pesadilla. Ya no tenía tantas como al principio. Durante los meses y años posteriores al incendio, había tenido que sufrirlas casi todas las noches.

Sophie había estado en lo cierto al suponer que sus quemaduras le habían producido un dolor insoportable. Era imposible explicar el intenso sufrimiento de los primeros meses. Sus extensas quemaduras de tercer grado lo habían mantenido postrado en una cama de hospital durante semanas, había tenido que lidiar con infecciones, con heridas supurantes y con la agonía desgarradora que suponían los cambios de vendajes.

Había estado en el hospital durante meses y habían tenido que hacerle varios injertos de piel. Incluso después de que le dieran el alta, había tenido que seguir usando vendas de compresión y tomar altas dosis de antibióticos para prevenir infecciones en las quemaduras, como le había sucedido a su amigo Michael.

Nicolo cerró los ojos y se imaginó la cara sonriente del que había sido su compañero en la unidad de quemados. Michael Morris, a pesar de haber sufrido quemaduras en el ochenta por ciento de su cuerpo, nunca había perdido la sonrisa ni el buen humor. Ese chico había sido su inspiración. Pero Michael desarrolló una grave infección y una posterior septicemia acabó con su vida. Con solo trece años de edad, la muerte de su amigo lo sumió en una profunda tristeza. Recordaba perfectamente haber llorado como un bebé cuando una de las enfermeras le dijo que Michael había muerto.

Maldiciendo entre dientes, se sentó en la cama, encendió la lámpara de nuevo y tomó un libro que tenía en la mesita. Creía que Sophie Ashdown tenía la culpa de todo. Las preguntas que le había hecho sobre el incendio habían conseguido abrir la puerta de sus recuerdos, una parte de su mente que generalmente trataba de mantener cerrada a cal y canto.

Al menos esa noche no se había puesto el perfume de los hoteles Chatsfield. Había tirado de ella estando aún medio dormido y algo desorientado, pero le había llegado entonces la fresca fragancia de su piel, un perfume con notas cítricas que aún podía oler en su habitación, como un recordatorio de ese cuerpo perfecto y curvilíneo que su camisón no había conseguido ocultar. Se imaginó deslizando las manos sobre el satén color melocotón que había llevado puesto, explorando sus tentadoras curvas con tanta facilidad como si hubiera estado desnuda.

Frunció el ceño, no le gustaba nada la dirección por la que iban sus pensamientos. Abrió el libro que tenía en una sus manos y trató de concentrarse en esa historia de intriga política.