26
Mi voz había bajado una octava cuando a la mañana siguiente me encontré en la calle Ett, central de homicidios, despacho 308. Annette Glaser me esperaba. Me senté en la silla baja. Notaba los miembros tan pesados como si hubiera llevado a cuestas hasta su casa a Bea y a Kim al amanecer. La tarde anterior habíamos llorado la muerte de Kai con vino y cerveza; me había fumado casi entero mi primer cigarrillo desde que me separé de Matteo.
Annette Glaser no me hizo ninguna pregunta; simplemente yo empecé a hablar. Alexandra. Que recibía dinero de Fabrice Duras y tenía una aventura con el director de publicidad, Clemens Sander. Hablé de la competencia entre las redactoras de Vamp. Y dije que todas aquellas informaciones serían sin duda confirmadas sin problemas por las señoras. Muchas cosas no parecían nuevas para Annette Glaser. Pero cuando me referí a mi cita con Kai, aguzó el oído:
—Entonces, ¿sabía algo que precisamente para usted, el peluquero, hubiera sido de especial interés? ¿Eso dijo?
—Sí, eso exactamente. Sabía algo sobre el asesinato de su madre. Pero ¿qué podría ser? He estado devanándome los sesos. Pero no he llegado a ninguna conclusión.
—Bueno —dijo Annette Glaser; alrededor de sus ojos se formaron aquellas arruguitas—, usted tampoco es criminalista. Pero reflexione. ¿Qué más sabe? También las menudencias son importantes.
—Pero ¿fue un suicidio? —pregunté.
—Creo que no. Kai no ha dejado ninguna carta de despedida, ninguna explicación, ninguna confesión. Nada.
—Entonces, ¿le empujó alguien?
—Hasta ahora no hay pruebas. El piso estaba vacío. No obstante, la casa tiene una salida por la parte de atrás.
—¿Puedo preguntarle otra cosa? ¿Ha pensado usted alguna vez que Kai pudiera haber sido el asesino de su madre?
—El chico no tenía ninguna coartada. Eso es cierto. Pero no es el único. Usted, por ejemplo, señor Prinz, tampoco la tiene —la comisaria se puso las gafas y leyó los documentos que tenía delante—. Kai Kaspari se dirigía a casa de su amiga. Claudia Koch afirmó que se fue a su casa al salir de la oficina. Clemens Sander lo mismo. Duras estaba metido en un atasco. Y Eva Schwarz estaba ya en casa, pero sola. Y ayer por la mañana, cuando Kai murió, la cosa no era muy diferente al parecer. Unos hacían jogging, otros estaban de compras, de camino a la oficina o ya allí, pero nadie había reparado en ellos —Annette Glaser se echó hacia atrás.
No era un trabajo fácil el suyo, pensé.
—¿Ha averiguado entretanto algo acerca del arma homicida? —le pregunté.
—Al principio pensamos en un frasco de perfume, por su forma de embudo. Entre esos frascos hay algunos que serían del todo adecuados. Pero no hemos podido encontrar ningún residuo que sirva para probarlo.
Annette Glaser se retiró de la cara uno de sus mechones teñidos. Me imaginé que, para la policía, el cabello no es un ornamento sino una prueba material, una sustancia que conduce hasta el criminal a través del código genético. Entre un peluquero y la policía había un abismo. ¿Dónde estaba el joven ayudante?
—En fin —prosiguió la comisaria—, le agradezco su información, señor Prinz.
Me puse en pie. La planta que estaba debajo de la lámpara tenía un aspecto notablemente mejor que la vez anterior.
—¿Cómo se llega a ser comisario de homicidios? —le pregunté mientras nos estrechábamos la mano.
—¿Que cómo se llega? A mí me gusta contribuir a aclarar la injusticia.
—Parece un trabajo de Sísifo.
—Pero usted, en su trabajo, también empieza siempre desde el principio.
Me reí.
—En eso tiene razón.
En el salón nadie me esperaba todavía. Ante el mostrador había una mujer aguardando, perdida, como si no estuviéramos en la peluquería de Tomas Prinz, sino en una oficina y los empleados encargados de cortar el pelo no se hallasen allí. ¿Por qué no había nadie en la recepción? Kerstin levantaba un mechón en el aire y charlaba con la imagen de la clienta en el espejo, concentrada en la conversación y ajena a todo lo demás. ¡Sin embargo, es tan sencillo! Una breve sonrisa le indica al cliente: enseguida estoy con usted. Me había ocupado demasiado poco del negocio en las semanas anteriores. Ya era hora de que Kitty, mi jefa de recepción, regresara de sus vacaciones. Ella sabe cómo van las citas y domina perfectamente la relación con los clientes. ¿Dónde se había metido Bea?
Ofrecí un asiento a la señora y le saqué el Münchner Morgen. Mientras hablábamos del tiempo —ella se quejaba de problemas para dormir—, leí los titulares: Claus-Peter informaba en letras grandes sobre un «conductor temerario en la A9». Fui por café y al pasar al lado de Benni le pregunté:
—¿Has visto hoy a Bea?
—Ha debido de irse ya.
Estaba lavando, pero el té se hallaba ya en el sitio del cliente. Se habría enfriado para cuando el hombre estuviera sentado ante el espejo. ¿Por qué nadie se cuidaba de poner algo de su parte? En la estantería, junto a los productos capilares y los trofeos, había espacios vacíos, y el cristal estaba polvoriento. Abrí la puerta que daba a la cocina. Dennis, mi estilista jefe, apagó sobresaltado el móvil.
—Primero son los clientes —le increpé. Había una revista abierta por la página del horóscopo. La cogí y la arrojé a un rincón.
Abajo, en el despacho, la temperatura era al menos cinco grados más baja. Tenía que ocuparme de la exhibición de peinados y el viaje a Londres estaba próximo. Julia, mi coreógrafa, estaba esperando ideas. Necesitaba espacio en la mesa; junté la guía telefónica, el correo y otros cachivaches. En la caja de cartón de los comprobantes para Hacienda había una nota de mi contable: «Por favor, firmar los gastos de viaje», había escrito Fritz con su esmerada letra.
Me tomé el café, me comí unas rosquillas de mantequilla y me puse a dibujar. La exhibición. Todas las modelos tenían que parecer elfos, gráciles y de finos miembros. El cabello plateado, una iluminación como de luz de luna. Quería también elfos masculinos: ¿trolls? ¿Con el pelo rojo tomate? Tracé líneas alrededor de las migas de las rosquillas, me olvidé por un momento de los muertos y de los vivos. Alguien estaba mirando por encima de mi hombro. No había oído entrar a Bea.
—¿Dónde te habías metido? —le pregunté sin levantar los ojos. Los elfos eran… maniquíes. Faltaba algo. Lo místico. Estrujé el papel—. Vais y venís según os cuadra.
—Puedo explicarlo —dijo Bea—. Tenía que hacer una cosa. Era algo más que un simple presentimiento. Lee.
El horóscopo de Bea. Decía: «Virgo: debería hacérselo ver a su jefe y acometer por fin el proyecto. Mercurio le otorga a usted inteligencia e intuición… Marte, la resistencia necesaria…».
—Bea, ¿qué significa esto?
—He estado en la calle George. Quería ver por mí misma lo que había pasado.
En un momento u otro la astrología de Bea tenía que traer problemas. Moví la cabeza y pregunté:
—¿Y qué has sacado en claro? ¿Has hablado con Claudia?
—No directamente —Bea se apoyó en la mesa—. Primero estuve delante de la puerta de los Kaspari. Pero allí está todo sellado. Luego subí a casa de Claudia. Pensaba hablar con ella. Llamé, pero me abrió un desconocido, Claudia no estaba. Al instante supe quién era: Holger. Le dije que soy la peluquera que hace los tintes, que a Kai le gustaba venir a nuestro establecimiento, en la calle Hans Sachs, y otras cosas que se dicen cuando hemos perdido a un ser querido. Al principio, Holger se mostró muy reservado, pero luego empezó a hablar. Cuando se produjo el horrible suceso, estaba en Berlín. La policía le llamó al trabajo; vino inmediatamente a Munich, tuvo que ir enseguida a la policía y al depósito y ahora vive en casa de Claudia; no se le permite entrar en su piso. Ese hombre está acabado, te lo digo yo. Pero puede que Claudia esté peor. La llevaron al hospital con un colapso nervioso, pero pronto volverá a casa. ¿Has estado en su piso? Es muy acogedor, muchos cojines, todo muy cuidado. Por todas partes hay ramilletes de flores secas, en las estanterías, en los aparadores, hasta en el cuarto de baño. Y un montón de fotos familiares. Se nota que le gusta estar en casa, justo lo contrario que Alexandra, tan caótica. Además, observé algo curioso en el dormitorio.
—¿En el dormitorio?
—Bueno, Holger tuvo que atender el teléfono, y para distraerme mientras esperaba… De todos modos la puerta estaba abierta. ¿Tiene Claudia un amigo estable? Había allí una revista para padres. ¿Está embarazada?
—Claudia lee esas revistas por motivos profesionales. Tiene que saber lo que hace la competencia. Caramba, Bea, ¡pues sí que has descubierto mucho!
—En todo caso, más que tú —Bea se encaminó hacia la puerta—. Pero ¿has leído mi horóscopo hasta el final?
La última frase decía así: «Y piense usted en esto: tiene unos cuantos puntos a su favor con su jefe».
—Bea —exclamé—, ¡los clientes esperan!
Seguí dibujando, con resultados cada vez menos satisfactorios. Me hacía falta saber más acerca de los elfos. Quizá Christopher, mi cuñado, pudiera investigar en internet o Régula buscarme imágenes en la biblioteca. Miré el reloj. En Moscú eran casi las seis, él estaría aún en la galería. Cogí el auricular, titubeé. ¿Era el momento adecuado? Alioscha no tenía ni la menor idea y la muerte de Kai no era una cosa que yo quisiera comunicarle de esa manera. No en ese momento. Subí a la peluquería.
Hasta la tarde estuve cortando, dejando que la charla de los clientes sobre sus experiencias vacacionales zumbara sin hacerle caso, como si fuera la melodía de La nave de los sueños. Hablaban de aventuras tan descomunales como las cucarachas del jacuzzi del hotel, tan importantes como el bollo en la chapa del coche de alquiler. Las vacaciones en familia… «¡cien por cien algodón!», decía Alexandra al respecto. Por su parte, nunca quiso ir de vacaciones con su marido y su hijo. Seguro que Claudia era completamente distinta. Probablemente soñaba con algo así. Sólo una vez lo hizo Alexandra, por Kai. El chico tenía que acostumbrarse a andar con la nueva prótesis, la primera con espiga metálica, pie de fibra de carbono y pernos mecánicos, sin el eje de material sintético porque le inflamaba constantemente la bolsa sinovial de la rodilla. Kai quería correr como todos los demás, sin levantar las caderas como un impedido. Necesitaba practicar y solamente tenía un deseo: era preciso que todo fuera normal y pequeño y se abarcara con la vista, como la casa familiar que alquilaron en Dinamarca. Tres habitaciones, terraza al sur, supermercado en la esquina. Alexandra compró estropajos, los hombres debían traer carbón para la parrilla y lavar el coche. Alexandra lo encontró divertido. Durante dos semanas fueron una familia como todas las de alrededor. Se tumbaban en la arena uno al lado de otro, dejaban que el sol les tostara la piel y les decolorara el pelo y miraban al cielo.
Pensé en el cadáver de Alexandra, el cabello teñido de platino encima del cojín, en el cuerpo sin vida de Kai debajo de la sábana, y dije mecánicamente a mi cliente:
—Sí, tiene usted razón. Tenemos que hacer algo con el cuero cabelludo.