20
A veces hay que poner la camisa junto al pantalón y ver qué cosas conjuntan mejor para la ocasión: ¿negro con blanco, o blanco con azul, o azul con negro? Hay tantas posibilidades de hacer algo mal y echarlo todo a perder. Yo quería hacerlo todo bien. Cuatro horas aún. Estaba nervioso.
Lo mejor sería que la invitara al Ederer. Andar un poco, comer algo: allí es más fácil hablar. Ciertamente, estaríamos expuestos a la vista y al oído de la gente. ¿Por qué no? No había ningún motivo para esconder a Maria o para avergonzarse de ella. ¿Y si, después de la primera o de la tercera frase, me tira a la cara el chablis, se levanta, mete la servilleta en el consomé y se marcha? En su habitación del hotel daría todo igual y la huida tampoco sería tan fácil. Pero el estar delante de la gente ¿no significaba también seguridad para mí?
Me comí la rosquilla con mantequilla a paso de tortuga. Con todo, resultó demasiado pesada para mi nervioso estómago. Tres horas aún. Kim se inclinó sobre mí y me preguntó:
—¿Tienes que ir otra vez hoy al dentista?
De las dos horas reservadas para el mediodía podría hacerse cargo Dennis. ¿Y de la del principio de la tarde? Yo necesitaba tiempo para actuar. Las cosas podían agravarse y yo no quería renunciar a la caza del criminal por el cabello de Vera Zernack. La idea me hizo estremecer. Dos horas y pico aún.
—¿Qué te pasa? —preguntó Kitty, quitándome de la mano la goma de borrar—. ¿Tienes que ver a Hánschen por los impuestos? ¿O es que das una entrevista?
Si no fuera por los clientes, cortar el pelo sería una cosa sencilla. No se podría hacer absolutamente nada mal. Si cojo el extremo equivocado, aireo entradas o dejo el pelo demasiado largo, me pongo otra vez, corto, acomodo. Pero ¿y si no encontraba el tono adecuado con Maria? ¿Y si mi conjetura fuera recibida como una imputación, mi inseguridad como una amenaza?… ¡Tanta charla! ¿Qué es eso? ¿Tom y Jerry peleándose otra vez? Miré el reloj. Menos de una hora ya.
—¿Tienes una cita hoy? —preguntó Susi, con la capa puesta.
Un vistazo al espejo. Afeitado hasta en el hoyuelo. Las sienes, que a pesar de todos los cuidados no mejoraban. Quería ser puntual.
—¿Y adónde vas? —inquirió Dennis—. ¿A clase de baile?
Hubiera podido decirle que iba a ver a una prostituta, pero supongo que no me habría creído.
No pregunté al portero. Ella me había dado el número de la habitación.
Trescientos dos, cuatro, seis. Aquí tenía que ser. Llamé. De pronto todo era muy fácil. En realidad conocía aquella puerta desde hacía mucho.
Ni un ruido. Luego, un ligero clic. Alguien dio vuelta a la llave.
—Pase —dijo Maria.
No nos estrechamos la mano ni nos sonreímos, y el traje, naturalmente, era cerrado hasta el cuello, como para una reunión de negocios. Nada perverso. Casi me sentí decepcionado. ¿Qué me había imaginado, entonces?
—¿Está usted bien? —preguntó.
—No es usted la primera que me lo pregunta hoy.
—Pero no es la primera vez que está a solas con una mujer en la habitación de un hotel, ¿no?
—No, claro que no —dije. ¡Mira que tener que contestar a semejante pregunta!
Me senté en un sillón y crucé las piernas. Tenía que reinar una atmósfera de despreocupación. Y así era, según me pareció. Decidí no dejarme provocar.
—¿Vive usted aquí? —pregunté; miré a mi alrededor, pero no había nada que descubrir. Ni siquiera una maleta. ¿Alquilaría la habitación por horas? Con sus tarifas y siendo huésped habitual, tal vez le harían un precio total por día. Claro que el Bayerischer Hof no era un hotel por horas. Pero los detalles no me interesaban. Había ido allí por otras cosas.
—Tomas, su tiempo corre. ¿Qué hacemos?
—Conversar.
—¿Sobre qué?
Yo me esperaba aquella pregunta y me había preparado algo.
—Por ejemplo, sobre cuándo nació usted —dije.
—Esa pregunta me parece poco amable, por no decir impertinente.
—¿No puede ser un poco más… cooperativa, servicial?
—Poco a poco me va pareciendo muy divertida nuestra cita.
—Usted nació el 21 de abril de 1972, ¿no es cierto? —dije.
—Realmente me conoce usted a fondo.
—Entonces es cierto.
Mi medio hermana estaba allí sentada conmigo, previo pago, en una habitación de un hotel de Munich. ¿No tendría que darle un abrazo por lo menos?
—¿Qué es cierto? —preguntó Maria—. ¿Que un tal Friedrich Jakob Prinz mantuvo relaciones sexuales con una tal Elisabeth Zimmermann a principios de los setenta? Un azar, un accidente, nada más. ¿Y qué?
—Maria, eres mi hermana.
—Entonces ¿podemos ahora llamarnos de tú?
—Claro.
Maria se cruzó de brazos como si muchas cosas fueran imaginables pero aquélla no.
—¿Desde cuándo lo sabe? —preguntó—. ¿Se fue Gregor de la lengua?
—Lo he deducido yo mismo. Y por mi cuñado. En realidad por mi sobrinito.
Me miró asombrada.
—¿Y usted? —pregunté a mi vez—. ¿Desde cuándo lo sabe?
—¿Así pues, hemos llegado a la cuestión?
Se puso de pie y dio unos pasos, pero no huyó.
Yo me limité a esperar.
Volvió a sentarse.
—Está bien. Si le interesa: la verdad es que siempre lo supe. Nuestra madre no hizo un secreto de ello. Para ella, su padre era un santo, pero no un secreto. Si embargo, para mí aquello nunca significó nada. Le dije a mi madre: «Si ese hombre es tan fabuloso, ¿por qué permite que tengas los dedos hechos polvo y que vivamos en este agujero? ¡Podría hacerte la vida más fácil y ni siquiera lo notaría en su cuenta corriente!». Y que yo tenía razón lo demuestran todos los artículos sobre él que recogió en ese libro que encontramos después de su muerte. Pero mientras vivió, esa verdad cayó en el vacío con ella.
☻—Entonces, ¿Jakob sabía que mi padre lo era también de usted, y no de él?
—Vaya tema. ¿Sabe? Jakob era el favorito de mi madre, y yo el patito feo, la hijastra no deseada. Sí, así era, no necesita contradecirme. No sé qué explicación psicológica tiene lo que le pasaba a mi madre, he leído demasiado poco para eso. Tal vez la imagen que mi madre tenía de su príncipe azul podía encontrarla mejor en su hijo que en su hija. A mí, claro está, ni siquiera pudo llamarme Jakob. Cuando me miraba, recordaba que el príncipe azul no era ningún príncipe azul, que la había dejado plantada y nunca más había vuelto a ella. Pero quizá estoy fantaseando. Quizá Jakob era simplemente el hijo más querido, no tan malo y rebelde como yo.
—Y Jakob, ¿qué creía?
—¿A qué se refiere? Él, naturalmente, partía del supuesto de que Friedrich Jakob Prinz era su padre. Y eso a mí me era indiferente. Yo no quería dar lugar a ninguna discusión por eso. Quería a mi hermano. Sabe Dios quién era su verdadero padre. Y tal vez a Jakob se le hubiera venido el mundo encima.
—¿Cuándo lo supo, pues?
—Al morir nuestra madre.
—¿Le reveló la verdad en el testamento?
—¿Testamento? Estamos hablando de los Zimmermann. No había nada más que ese libro. Y, como le he dicho, no estoy segura de que nuestra madre no hubiera acabado por reconocer que Friedrich Prinz era el padre de su díscola hija y no el de Jakob. Yo ya no volví a tener contacto con ella. Pero lo de hacer comprender a Jakob la «verdad», como ella decía…, eso me lo dejó a mí.
—¿Cómo reaccionó él?
—Había hecho toda clase de pesquisas: la dirección de Zurich y que ustedes dos, usted y su hermana, estaban en Munich, a la vuelta de la esquina. Es curioso que a mí no se me hubiera ocurrido nunca que usted pudiera tener algo que ver con aquella familia suiza. Para mí, usted era simplemente el peluquero de las revistas. Pero imagínese, Jakob a mi lado junto a la tumba, diciéndome: «Bueno, pues mañana voy a visitar a mi familia». Intenté disuadirlo. Pero después…
—Después, ¿qué?
—Ya no había quien lo parara. Yo no quería que él supiera de usted, de su hermana y mucho menos de su madre. Por mero cálculo matemático, era del todo imposible que creyera pertenecer a su familia. Así que se lo dije.
—Es probable que estuviera totalmente dispuesto. Llevaba toda la vida imaginándose que era un Prinz.
—¿Usted cree? Eso pensé yo también. Y nos equivocamos. No solamente no era un Prinz, sino que además era un Zimmermann.
—¿Qué significa eso?
—Jakob, cuando le interesaba, era un pragmático. Decía que fuéramos los dos a echar un vistazo a la pandilla.
—La pandilla. Bien dicho.
—A mí no me lo pareció. Eso era lo último que yo deseaba. No quería tener nada que ver jamás con Prinzes ni princesas. Y ahora tampoco. No quiero estar aquí con usted, contándole cosas que nunca he contado a nadie. ¿Para qué? ¿Qué saco yo de ello? ¿Es que estoy aquí para divertirle? De verdad que hay veces que podría vomitar. Vale, está bien. Usted tampoco puede hacer nada. No es más que el peluquero. ¿Dónde me había quedado? Ya sé. Le dije: si tú quieres ir, adelante, ese salón está abierto a todo el mundo. A mí no me interesa. Haz lo que quieras. Pero sin mí. Pensé que con eso se terminaría para mí el asunto.
—Ése fue, pues, el momento en que Jakob vino a verme al salón y me colocó la fecha de nacimiento y la historia de usted como suyas. Y yo busqué algún parecido en su cara. ¡Y hasta lo encontré!
—Todo es posible. Yo no supe nada de eso. Sólo caí en la cuenta cuando usted se presentó a mí en la galería. ¿Se acuerda? Cuando me dijo que era Tomas Prinz vi claro que ciertamente Jakob iba en serio con su plan.
—Cuando la vi supe que usted, de una u otra manera…
—¿Que yo… qué? ¿Que podía ser su hermana? ¿Oyó usted la voz de la sangre? Déjese de bobadas. Usted pensó que yo era la ex amiga de Jakob.
—Y que usted era algo especial.
—Estoy acostumbrada a eso. Es frecuente que lo piensen los hombres. Dicho por usted suena bien, gracias. Pero estábamos en la galería, con Jakob y con el juego que se traía con usted. Era una marranada, pero quizá me gustó por eso. Sí, confieso que no me pareció mal. Si él pretendía sacar provecho del asunto valiéndose de mi fecha de nacimiento, que lo hiciera. Por mí no había inconveniente.
—¿Por qué tuvo Jakob aquel arrebato de cólera en la galería? Lo recuerdo perfectamente. Creí que le iba a sacudir el polvo.
—Jakob tenía varias caras completamente distintas. Yo conocía a fondo a mi hermano. ¿Me voy a dedicar ahora a explicarle también cómo era? Espero que lleve usted suficiente dinero en efectivo. Dígame, ¿estaba Jakob ya en aquel momento con esa Lea?
—¿Con Bea? Eso empezó justo entonces, según creo.
—En mi opinión, Jakob tenía tres caras. Estaba el Jakob increíblemente encantador, amable, discreto, casi necesitado de protección. Era así cuando quería conseguir algo, cuando necesitaba algo. Por decirlo de mala manera: cuando quería sacar botín. Luego estaba el Jakob frío, arrogante y presuntuoso. Era así cuando tenía seguro su botín. Y el tercer Jakob… ése era el que golpeaba brutalmente a su alrededor, de furia y de miedo de que le pudieran arrebatar el botín que había conquistado y que no quería devolver a ningún precio. Calculo que usted sólo conoció al primer Jakob, al amable.
—El tercer Jakob, el brutal, lo vi con usted en la galería.
—Ése era el segundo, el arrogante, no el brutal.
Maria se miró las manos. Los dos rememorábamos el incidente de la galería. Jakob con un mandil, escanciando formalmente el vino; manteniendo aquella singular conversación con Giselind en la cocinita del café; emborrachándose y estallando repentinamente al ver a Maria en medio de la multitud. ¿No debería pedir algo para beber? Pero no quería interrupciones. Deseaba preguntarlo todo.
—¿Qué había entre Giselind von Bresinski y Jakob? ¿Tenían una relación?
—Una relación de dependencia.
—¿Nada más?
—Eso es lo que anda repitiendo la gente. También a la comisaria le interesa vivamente, pero yo no sé nada de eso.
—Era sólo una idea —dije—. Pero ¿por qué sufrió Jakob ese ataque de furia cuando la vio a usted en la galería? Usted es su medio hermana y no quería arrebatarle nada.
—Él ya presentía algo entonces.
—¿Qué presentía?
—Tomas, por mi seguridad: sólo porque me pague no va a llevarse esa información y a pregonarla por ahí fuera a los cuatro vientos. Esto sólo nos concierne a nosotros dos y a nadie más. Nada de chismorreos de peluquería, por favor. Nada de periodistas, nada de policía.
Hice un gesto de asentimiento. No sabía cómo iba a terminar aquello. Sólo quería averiguar la verdad.
—Presentía que yo andaba buscando algo. Y luego fui a verlo —dijo Maria—. A aquella casa donde estaba trabajando.
—¿El día en que fue asesinado?
—Llamé abajo. Al fin y al cabo, era Navidad. Quería recoger mi regalo. ¿Por qué no?
—Entonces, usted conocía el acuerdo con Moscú. ¿Quién le habló de él?
—Eso no viene al caso. Da lo mismo. No tiene usted que saberlo todo… Bueno, ahora ya no importa: lo supe por Gregor. Él me lo contó. Viene a veces. Nos vemos de tarde en tarde, cuando tiene dinero. Eso quiere decir que ahora ya no.
—Comprendo —por eso era Gregor presa del pánico cuando se hablaba de Maria. Ser cliente de Maria le resultaba penoso—. ¿Lo sabía Jakob?
—Sorprendentemente, Jakob no tenía ni idea de esas cosas. Lo único que en realidad quería era pintar sus bonitos cuadros y por las tardes comerse sus patatas fritas en casa de Irene. Por eso a lo sumo puedo imaginar, por lo que atañe a esa galerista, que se hubiera aprovechado de un cierto chisporroteo. ¿O al final fue al revés? Me extrañó cuando, más tarde, me enteré de la historia con esa Lea.
—Se llama Bea.
—De todos modos, me sacaba de mis casillas la inconsciencia de Jakob, que era también ignorancia sobre mí. No sabía nada de mí, ni tampoco quería saber nada.
—Por favor, por orden.
—No hay orden. Escuche, se me han terminado los recursos. No tengo reservas. Estoy desfigurada, como usted mismo ha visto. La enfermedad me ha invadido y no puedo cambiar de oficio de la noche a la mañana. No es por mi gusto.
—Maria, ahora ya no tiene que preocuparse por eso. La ayudaremos. No se ponga ahora a mirar así a la ventana. Es usted arrogante y orgullosa. ¿Por qué no podemos ayudarla? Tiene derecho a ello. O si no tómelo como un crédito por mi parte. ¿Sabe usted que me recuerda a mi madre y, más aún, a mi hermana? ¡Esos eternos principios!
—¿Es que usted no los tiene?
—Los principios también se pueden quebrantar.
—¿Cuándo? ¿Cuando ya no son de utilidad? ¿Cuando son un estorbo y no le encajan a uno en los planes? ¿Hemos llegado, por ejemplo, a los principios de la familia Prinz?
—Los principios se pueden quebrantar, por ejemplo, cuando la situación lo exige. O cuando se le han terminado a uno los recursos y ya no puede más. Y en ningún caso hay que hacer siempre un drama de ellos.
—Me asombro y aprendo de usted. Pero imagínese: precisamente estaba a punto de contarle cómo he quebrantado uno de mis principios. ¿Sigo hablando?
—Por favor.
—Pedí dinero a Jakob. Le pedí mi parte en el botín, si quiere describirlo así. ¿Puede usted imaginar su reacción?
—¿La del Jakob número dos o la del Jakob número tres?
—Una mezcla de ambos. No fue divertido. Por eso se me escapó lo que en modo alguno debía saber. Lo que nunca debió averiguar.
—¿Quiere decir que desconocía a qué se dedicaba usted?
—Cuando el mejor amigo de uno pertenece al círculo de clientes, el asunto en su totalidad ya no es tan abstracto, sino que se vuelve un poco más vivido. Yo no quería herirle ni torturarle. Me di cuenta de que había llegado el momento de que se enterara de todo. De mi cochina situación, y con toda claridad. Pensé que le tendría miedo en ese momento. Pero no fue así. Era necesario para que comprendiera en qué condenada situación me encuentro.
—¿Hubo un altercado?
—Bonita palabra. Estoy segura de que se nos oyó en toda la casa.
—Yo también lo estoy. Pero continúe.
—No hay nada más que contar. Él quería darme el dinero. En cuanto lo recibiera me lo entregaría.
—¿Así, de repente, sin más?
—Así, de repente, sin más. ¿Y sabe usted qué fue lo más extraño? En el instante en que Jakob dijo que me ayudaría, ya no me importó en absoluto. Ahora sabía que podía fiarme de él. Era la promesa lo que contaba. El momento de la verdad. Si quiere decirlo así, fue una manera muy hermosa de despedirme de Jakob.
—¿Despedirse?
—Aunque aún no sabía que íbamos a despedirnos para siempre. Mierda.
—¿Una despedida sin condiciones?
—¿Cómo? No, no hubo condiciones. Excepto una pequeña.
—¿Cuál?
—¿Qué importancia tiene ya? Que no diera más citas a Gregor. Por nada en el mundo. Y yo cumplí esa promesa. De ahí también todo aquel enredo con los números de teléfono.
Qué historia. Me sentía como si hubiera hecho el doble de kilómetros en la cinta de correr. Muchas calorías quemadas y… ¿quién era ahora el asesino? Pero ¿habría podido imaginar sólo por un segundo que Maria hubiera sido capaz de cometer aquel crimen brutal? ¡Ya sólo la fuerza que se requiere…! Era imposible, incluso en el apogeo del altercado. ¿Y qué asesino habría sido tan cortés como para dejarme su número de teléfono en casa, en el papel de cartas? Ahora conocía muchos secretos, un drama entre hermanos con un final hasta entonces verdaderamente feliz. Pero ¿cómo llegó a convertirse en una tragedia?
—Créame o no —dijo Maria—. Pero más no le puedo contar. Ahora sabe más que la policía. Lléveselo todo y haga lo que quiera con ello. Pero me gustaría poner fin a esta reunión.
Me puse de pie. ¿Qué debía hacer?
—Ahora tengo su teléfono —dije.
—Ya me pensaré si lo cambio. No, era una broma. ¿Está seguro de que no olvida algo?
—¿Cómo? Claro, por supuesto. ¿Tendría inconveniente en darme su número de cuenta…?
Maria levantó los ojos hacia mí desde su sillón, como si quisiera grabar cada una de mis palabras, cada uno de mis gestos, para poder evocarlo todo después, como entretenimiento.
Dejé los billetes verdes en la mesa. ¿Debía abrir un poco el fajo en abanico para que viera que el importe era correcto? ¡Dios santo, qué penoso resultaba aquello! La compadecí. Enrojecí de vergüenza.
Maria puso la mano sobre el dinero y lo arrastró hacia sí, como un croupier el rastrillo en la mesa de juego.
—Gracias —dijo.
El taxista daba vueltas conmigo. No me apetecía ir a casa ni al salón, ni estar entre gente. Había conocido a mi medio hermana. Me agradaba. Le regalaría el dibujo de Riepin, un estudio sobre hermanos. Por lo menos. Y le costearía un tratamiento, le buscaría un oficio; quería hacer por ella cuanto pudiera.
Recorrimos el semicírculo del Ángel de la Paz.
¿A la policía? ¿A contarles todo lo que me había confiado Maria? Por si la comisaria tenía que sacar sus conclusiones de ello.
¿Y yo? Visitaría a Bea en la cárcel y le daría esperanzas. Cenaría con Régula esa tarde y haría que me contara todo lo de François, el admirador de mi madre. Llamaría a Alioscha y esperaría el regreso de Stephan.
En el Käfer ya habían quitado los adornos. Ahora sí que se había acabado la Navidad.
Todavía quedaba una posibilidad. No me sentía bien con el asunto. Sin embargo, después de todo lo que Maria me había contado, era preciso intentarlo, tenía que atreverme. No podía ser un gallina.
—Me lo he pensado mejor —dije—. Vamos a Nordschwabing.
El taxista gruñó y dio un volantazo.
—A la calle Domagk, por favor.