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Por el vestíbulo del hotel deambulaba un abeto. Se paseó, dejando atrás el carro de los equipajes, hasta la columna, se inclinó, osciló un metro a la derecha, luego a la izquierda, y así se quedó tieso, formando una barrera entre el ascensor y la recepción. Los huéspedes, meneando la cabeza, tenían que dar un rodeo; todo el mundo iba con prisas excepto yo. Estaba sentado en un sillón, mirando el reloj. Alioscha iba a venir a recogerme. Calculé: allá en Munich, Kitty, mi colaboradora encargada de la recepción, abriría la peluquería, saludaría a los clientes, los acompañaría a sus asientos, a los simpáticos los mimaría con deferencia, ¿y a los que lo eran menos? A ésos también, naturalmente. Pero que aquella mañana las cosas fueran diferentes allí, en Munich; que un hombre espiara desde fuera el salón y Kitty, al ver su pálida cara a través del cristal, se asustara, era algo que no podía imaginar en aquellos momentos. Me sentía libre y sin preocupaciones, tenía el estómago lleno de huevos revueltos con hierbas y de gambas, y por delante un día en el que todo era posible. Estaba de vacaciones.
Un empleado del hotel dirigió al árbol hasta hacerlo salir del atolladero y lo encaminó hacia su lugar. Levantaron el abeto, que quedó derecho, con las ramas extendidas hacia arriba, desmañadas y sin adornos. Faltaban tan sólo dos semanas para el primer domingo de Adviento. En cuanto regresara a casa tenía que ocuparme de la decoración navideña. Antes de las fiestas hay siempre un jaleo de mil demonios en la peluquería. Muchos clientes, que van a lo seguro, reservan hora para diciembre ya al final del verano. No quise pensarlo. Las agujas del abeto difundían su aroma y despertaban el deseo de pastas con anises, bollos con nueces y tortitas rellenas de mermelada.
—Perdone —me dijo una mujer en ruso—. ¿Es usted Vladimir Hausmann? Estamos citados.
—No —contesté con mi acento alemán. Estudio ruso desde hace año y medio, desde que mi aventura con Alioscha se convirtió en una relación, pero mis progresos son escasos. Aunque conozco el alfabeto en letra de imprenta y manuscrito, la pronunciación, con todos sus sonidos silbantes, sigue siendo mi punto débil. Agregué—: Me llamo Tomas Prinz.
La mujer murmuró una disculpa. Me gustó su gorro, piel sintética teñida, una peluca rosa, a mechas, bajo la cual no asomaba un solo pelo. Quise practicar la presentación y pregunté, como en mi libro de texto, lección primera:
—Y usted, ¿cómo se llama?
Ella miró en torno suyo. ¿No me había entendido? Tengo que vigilar dónde pongo los acentos, me advierte mi profesora allá en Munich.
Observé cómo la mujer de la gorrita rosa discutía con el portero. El empleado del hotel, junto con dos hombres vestidos con mono, tiraban de un cable con bombillitas; frente a mí, un hombre hablaba con la mano en la oreja, quizá escondía un teléfono. Su voz tenía un sonido melódico, como en mi casete de ruso, pero se comía los finales de las declinaciones, que tanto me cuesta aprender de memoria. Apenas entendía nada. Tenía un aspecto peculiar. Llevaba el pelo liso y sin raya, peinado hacia la frente y cortado recto por encima de las cejas. Las patillas, que podrían dar contorno a la redonda cara, acababan ya más arriba de los lóbulos de las orejas. El hombre miraba hacia la puerta giratoria. En el occipucio era igual: todo del mismo largo, acentuando su cogote plano en vez de compensar la falta de volumen con un corte escalonado. La manera rusa de cortar el pelo es una catástrofe. En nuestro país, los hombres se dan a las mayores extravagancias con la cera y el gel, eliminan el vello en todas las partes del cuerpo, mientras que aquí creen que con una nuca bien afeitada ya está todo hecho. Yo llevaba ya tres días a temperaturas bajo cero en la capital rusa, observando a las personas y pendiente de no perder de vista el Kremlin, con sus altos muros rojos, como punto de referencia. Las moscovitas de la calle Tvérskaia parecían modelos, pero ¿qué pasaba con los hombres? ¿Era ésta la «nueva generación» de la que Alioscha no paraba de hablar? Me puse a imaginar qué tal funcionaría allí una filial de mi peluquería, con mi filosofía del corte perfecto. Pero ¿un establecimiento con personal ruso carente de disciplina? Una idea descabellada, diría Bea, mi peluquera de tintes.
Por fin apareció Alioscha por la puerta giratoria, vestido con una chaqueta demasiado fina, las manos bien metidas en los bolsillos, de los que colgaba una cinta roja para las llaves, un regalo de propaganda que se había traído de la calle Kaufinger en su visita a Munich el verano anterior. La cinta con cabezas de caballo finamente entretejidas que le había traído enseguida de la calle Maximilian para reemplazarla tal vez se había perdido. Aunque en realidad aquel fino artículo de lujo no le había gustado nunca, creo yo. Mientras Alioscha saludaba a la del gorrito rosa, el hombre de la columna guardó el teléfono y se acercó a ambos; llevaba la americana arrugada como un acordeón y pliegues en las corvas, que le acortaban los pantalones. Alioscha sonrió aliviado, le tendió la mano e inclinó la parte superior del cuerpo, como si él también llevase traje y corbata. Con aire benévolo, como si fuese una princesa en la corte de los zares, la mujer alargó la mano para que se la besaran. ¿Era un encuentro casual? Alioscha me hizo una seña. ¿Yo? Me indicó que me uniera al corro.
—¿Me permiten que les presente? —dijo Alioscha—. Mi amigo Tomas Prinz, de Munich; está aquí de visita. Tomas, Katharina Nikólskaia. Y Vladimir Hausmann, un cliente nuestro.
—Es un placer —dijo la Nikólskaia—. He oído hablar mucho de usted.
—El placer es mío —le contesté. Y a Hausmann—: ¡Encantado! —y les estreché la mano. Era, pues, la jefa de Alioscha, la dueña de una de las galerías de arte más importantes de Moscú. Alioscha ya había trabajado para ella cuando era estudiante. Y él era quizá el nuevo coleccionista, del que me había dicho Alioscha que su mayor preocupación era que no sabía qué hacer con el dinero—. I like your hat [me gusta su sombrero] —dije a Katharina Nikólskaia.
Ella sonrió, bajó los párpados sombreados de oscuro durante un segundo y miró el árbol de Navidad, que estaba a mis espaldas. El «apéndice» de Alioscha no le interesaba.
—No seas tan susceptible —me dijo Alioscha cuando salimos al aire libre por la puerta giratoria—. Era un asunto de negocios. Tenía que presentar a Katharina y a Hausmann, eso es todo —me levantó el cuello de piel—. Ahora estoy libre. Hoy podemos hacer lo que queramos. Y ya sé qué vamos a hacer.
Tenía razón. Yo no era el protagonista, estaba de vacaciones, sentía curiosidad por la vida de Alioscha y por el alma rusa, que tal vez ocultara abismos como las de Raskólnikov y los Karámazov, los personajes de los voluminosos libros de Dostoievski que reposaban en mi mesilla de noche. La llovizna se convirtió en nieve, los copos se mecían a nuestro alrededor y acababan posándose en la bufanda anudada de Alioscha. Contemplé por centésima vez las multicolores cúpulas en forma de cebolla de la catedral de San Basilio, la joya de la Plaza Roja. Había leído que el zar Iván el Terrible mandó dejar ciego al constructor de esta iglesia para que nunca pudiera volver a crear algo tan bello. A mí, la iglesia, con sus cubiertas de formas caprichosas y sus excéntricos colores, me parecía más chillona que bella, y la historia rusa bastante brutal.
Alioscha esperó con paciencia. Pregunté:
—¿Cómo se gana el dinero exactamente ese ruso?
—Comercia con pescado congelado.
—¿Y es entendido en arte?
—Invierte su dinero en arte. En arte moderno. Eso es bastante inusual en un coleccionista ruso. El que compra cuadros invierte por lo general en maestros antiguos, Goya por ejemplo. O en los clásicos modernos, Monet, Picasso, Chagall, Dalí. Compran lo que conocen y han visto alguna vez en un museo.
—¡Pero si no hay quien pueda pagar un Dalí!
Alioscha se encogió de hombros.
—Los artistas actuales no tienen ninguna oportunidad, tanto más cuando son desconocidos. Por eso es tan difícil el negocio. Hausmann es una excepción. Quiere pintores que sólo estén empezando. Eso es astuto. El futuro está en el arte moderno.
—Parece un negocio muy duro.
—Es tremendamente duro, Tomas.
Alioscha sonrió.
—¿Es Hausmann uno de esos rusos ricos?
—Ya lo creo que es rico. Pero no quiere tener nada que ver con esos ricos vulgares. Quiere ser culto. Creo que por eso esconde a su amiga. Sólo la he visto una vez, pero lleva demasiado de todo: demasiada pintura de ojos, demasiado oro, demasiadas pieles. Él no se deja ver con ella porque ante nosotros se siente cohibido en su compañía.
Paseábamos despacio siguiendo el Moskvá, el río gris negruzco de Moscú, por un pequeño parque. Bajo los árboles, los cortos rastrojos de hierba asomaban a través de una delgada capa blanca. El viento trabajaba como un barrendero y llevaba de un lado a otro la nieve por delante de nuestros pies. Una escoba, pensé, una escoba para la nieve. Me ajusté más el cuello y pregunté:
—¿Adónde vamos, entonces?
—A la Galería Trétiakov.
—¿Nos vamos a consagrar al arte?
Ésa era, pues, la sorpresa.
Junto a un monumento, un busto, deletreé la ennegrecida inscripción en cirílico: Ilia Riepin.
—¡Ahora, ven! —exclamó Alioscha.
Cruzamos patinando el puente arqueado que cruza el Moskvá y nos apretamos el uno contra el otro. Alioscha tenía las manos completamente rojas y traté de calentárselas con el aliento. Yo no conocía aquel barrio. Calles estrechas, sin tráfico, casi de proporciones muniquesas en aquella ciudad de diez millones de habitantes. No dejo de comparar el enorme y anónimo Moscú de Alioscha con mi pequeño Munich, donde uno se conoce y el mundo todavía está ordenado. Eso pensaba al menos.
—Mira —dijo Alioscha. Detrás de unos muros de hormigón se elevaban hacia el cielo invernal cinco torres de cristal a medio terminar—. El nuevo y ostentoso Moscú, construido por arquitectos holandeses. Eso es de la época de Putin. Antes aparcaban aquí nuestros monumentos de la época soviética, que nadie quiere volver a ver más: Lenin, Stalin, Dzerzinski y como se llamen todos ésos. La mayoría llevaban ese manto ondeante y tenían el brazo estirado, en ademán heroico, más o menos así. Estaban por toda la ciudad, en todas las plazas. Dichoso tú, que no los has visto nunca.
En la placa leí: «Vanguardia rusa». Como si aquí se tratara de arte.
—De los geranios como los que tenéis en Munich, al lado del Ayuntamiento, en la Marienplatz, te puedes olvidar. No los encuentras ni siquiera en verano —explicó Alioscha.
Sonó mi teléfono móvil. Sólo lo llevo cuando voy de viaje, para que me puedan localizar en caso de necesidad. Era Bea:
—¿Te molesto?
—Vamos al museo.
—Ya sabes que no te llamaríamos de no ser urgente, pero tengo que contarte algo. Hace un momento ha estado aquí, en el salón, un hombre que a todos nos ha parecido bastante extraño.
—¿Por qué?
—No tenía aspecto de vagabundo, pero iba bastante astroso. Enseguida vimos que lo que quería no era cortarse el pelo. Pero ¿sabes con quién quería hablar? Precisamente contigo. Le preguntamos de qué se trataba, pero no quiso hablar con claridad —Bea estaba totalmente sin aliento—. Se quedó aquí plantado, lo miró todo y no dejó que lo despacháramos sin más. Nos dio la impresión de que te conocía. ¿Y sabes lo que ha dicho? Que es muy importante para ti hablar con él. Y pronto.
—¡Bea, para! No entiendo nada. ¿Quién puede ser? No conozco a nadie así. ¿Cómo era?
—Pues eso, astroso.
—Eso no me dice nada en absoluto. Por favor, llámame si se presenta por allí otra vez. Y no hagas cábalas.
—Está bien.
Guardé el teléfono.
—¿Ocurre algo en el salón?
—Un tipo raro quería hablar conmigo, y ahora están todos excitados.
Al final de la calle había una muralla de autocares. Salió uno, abriendo una brecha, pero el más cercano avanzó y rellenó el hueco. A la mujer que tenía un paraguas rojo levantado en el aire no le importaba que no la protegiera de los copos, que danzaban cada vez más alocadamente. Un grupo de anoraks trotó tras ella y, pasando una cancela de hierro, entró en un patio donde otros grupos formaban una masa compacta en torno a su centro, el guía turístico. Muchos sujetaban bolsas de plástico o periódicos encima de la cabeza. Pregunté a Alioscha.
—Pero ¿adónde van todos?
—Al museo, a la Galería Trétiakov.
—¿Ahora tenemos que ponernos a la cola?
El viento zumbaba con fuerza y Alioscha no me oyó. Se encaminó hacia la puerta, detrás de la cual había un vigilante apoyado, con la gorra echada hacia atrás, sostenida por la tela tiesa de su uniforme. Tenía el brazo indolentemente posado sobre la ametralladora y dejaba que la gente pasara ante él como si fueran las imágenes de una película que ya hubiese visto mil veces. Alioscha bajó corriendo la escalera hacia el sótano, siempre pegado a la pared, por el estrecho hueco que dejaba la masa, que descendía parloteando. Yo corrí tras él. Las visitas a los museos pueden ser un castigo. Demasiada gente, pasillos subterráneos, latosas compras de postales. Pero yo tenía a Alioscha, que me arrastra a los museos, me cuenta cosas sobre los cuadros y en ocasiones logra que me entusiasme por el arte y deje de pensar en mi peluquería, donde probablemente estarían todos en aquel momento devanándose los sesos a cuenta del misterioso desconocido y preguntándose si no les estaría yo ocultando algo.
¿No conocería yo a aquel extraño?
Alioscha se dirigió a una ventanilla sin hacer caso de la cola, se encorvó y preguntó:
—Lenka, ¿tienes dos entradas para mí?
Conocía el terreno. Alguien empujó dos trocitos de papel por la puertecita.
Alioscha me señaló con el dedo:
—Éste es Tomas.
—Hola —dije. No pude distinguir ninguna cara detrás del cristal y pregunté—: ¿Cuánto es?
Mi cartera estaba llena de papel; hay que clasificar los billetes rusos por tamaños para no hacerse un lío.
—La visita es gratuita.
Alioscha rió y yo me quedé allí plantado con los billetes en la mano y mi reparo, como un extranjero rico que no quería visitar gratis aquel museo.
—Yo no soy un gorrón.
—Entonces —propuso Alioscha—, cuando salgamos, dale el dinero de nuestras entradas a un mendigo, ¿okey? El precio para los turistas equivale aproximadamente a un mes de pensión.
Cruzamos las salas de los iconos. Los rostros que nos contemplaban desde los marcos dorados sonreían y sin embargo resultaban adustos. Después, aves de corral y peces muertos con frutas, estaño y cristal tallados, sobre seda; ya sé, los maestros holandeses. Pasamos a la sala siguiente.
—¡Espera, Alioscha!
Me detuve ante un cuadro. Unos hombres harapientos y sudorosos remolcaban con gran esfuerzo una embarcación corriente arriba, eran tipos rusos.
—Los sirgadores del Volga. Personas esclavizadas —Alioscha hablaba en voz baja—. En la cara de cualquiera de ellos puedes leer su historia, su destino, su suplicio, aunque sólo sea un personaje secundario. ¿Y ves cuánta fuerza hay en ellos? Riepin lo muestra sin idealizarlo ni diluirlo en un ideal de belleza cualquiera. Fue algo completamente nuevo en la pintura rusa.
—¿El realismo ruso? —también yo susurraba.
—Pintó este cuadro cuando era estudiante, por lo tanto en torno a 1870. La protesta social no existía entonces. Riepin afirmaba simplemente que él representaba la vida cotidiana.
Ante la obra siguiente, una mujer contaba a su grupo una dramática historia con palabras quedas y conmovedoras. La gente la escuchó en silencio y siguió adelante sin decir nada. Nosotros avanzamos.
Aquel cuadro era más pequeño que el de los sirgadores del Volga. Me acerqué un poco más. Un viejo sostiene en sus brazos a un hombre moribundo y, puro espanto en su rostro, estrecha contra su pecho la cabeza inerte, en la que sangra una herida. ¿El asesino arrepentido y su indefensa víctima?
—Iván el Terrible con su hijo agonizante, al que ha matado él mismo —dijo Alioscha.
—¿El mismo Iván que mandó dejar ciego al constructor de la catedral de San Basilio?
Alioscha asintió.
—Una historia real. ¿Sabías que Iván, en ruso, no se llama «el Terrible» sino «el Amenazador»? Mira cómo ha colocado Riepin las luces. Y cómo el rojo y el rosa se destacan de las tinieblas.
Iván el Terrible no aparecía aquí terrible, sino mortalmente espantado de sí mismo. Un asesino que se arrepiente y no puede deshacer su crimen. Pensé en el asesinato de aquella clienta mía, que me había tenido en suspense el verano anterior. ¿Por qué mata una persona a otra? ¿Hasta dónde tiene que llegar el agravio, el furor que no se puede dominar? Y luego, el horror por lo que se ha hecho. Todo esto lo había captado aquel cuadro. Aquel Riepin me gustaba.
Al lado había otro cuadro suyo, también una historia. Me aproximé. Algo en él me atrapó. Una acogedora habitación. Entra un hombre, parece extenuado con sus profundas ojeras. Probablemente regresa de la guerra. Una anciana vestida de negro se acerca a él, atónita, como si estuviera viendo una aparición. Tal vez sea su madre, que había dado por muerto a su hijo, o su esposa. Una sirvienta, en la puerta abierta, es mudo testigo de este encuentro. Un momento dramático. A la derecha, junto al marco, hay una pareja de hermanos sentados a la mesa. El muchacho alarga el cuello, contempla con curiosidad al recién llegado, no quiere perderse nada y seguro que pronto acosará al desconocido con sus preguntas. La chiquilla, por el contrario, se acurruca escéptica y reservada, casi temerosa. Sin duda el hombre lleva ausente muchos años, los niños ya no lo reconocen. En cierto modo, los hermanos me resultaban familiares. No sabía de qué. ¿Había visto el cuadro alguna vez? Me parecía que no. Miré la cartela y descifré: Neozhidanno. Había aprendido una vez aquella palabra y traté de recordar lo que significaba. Observé que una vigilante del museo en zapatillas se acercaba a mí, como si el cuadro hubiera dejado de llamarle la atención hacía mucho. ¡Inesperado! Claro, el cuadro se titulaba Inesperado. De improviso aparece en la puerta alguien que nadie sabía en absoluto que existiera, o de quien incluso se pensaba que había muerto, y en un instante todo cambia, la vida entera.
La voz de Alioscha:
—Pero Tomas, ¿dónde estás?