2
¿Cuándo había sido la última vez que había tenido un rulo en la mano? Había prometido a Alioscha que le arreglaría el pelo a Bábushka[1] mientras tomábamos chocolate caliente en el café de la Galería Trétiakov. La nata la fui pasando en porciones a su taza para evitarme michelines en la tripa y las caderas. Alioscha se comió a cucharadas el blanco cargamento, que parecía yogur, y me contó que de pequeño solía ir al museo con Bábushka, en tranvía, y que cuando hacía buen tiempo tomaban un helado y a veces iban al cine, a la sesión infantil, «y todo por un rublo».
Qué diferente había sido mi infancia. Dejé unos billetes en la mesa.
—Vamos, Bábushka nos espera.
En medio del húmedo viento del este fuimos corriendo por la nieve fundida hasta el pabellón cuyas puertas batientes nos empujaron al interior de la estación de metro. Delante de la escalera mecánica había periódicos colgados de una cuerda, como ropa puesta a secar. Descubrí muchas revistas occidentales.
—¡Venga, vamos! —exclamó Alioscha.
En la barrera automática de acceso al metro me sentí inseguro y me quedé contemplando cómo se colaba el billete en la ranura. Enseguida se formó una aglomeración a mis espaldas. Un hombre de uniforme me gritó algo, no entendí sus palabras pero sí su gesto. Alioscha había pasado ya; vi delante, entre la multitud, su cabello oscuro y revuelto, entre el gorro de piel y el tricot de mezclilla. Los desconocidos me empujaban con sus bolsas y paquetes. A paso rápido pesqué el sitio detrás de Alioscha en la escalera mecánica, que como una máquina clasificadora ponía orden en la muchedumbre, colocaba a las personas a la derecha, las escalonaba unas detrás de otras y las transportaba tranquila y rápidamente a muchos centenares de metros de profundidad. A la izquierda quedaba la vía para los presurosos, que corrían pasando ante la hilera de lámparas. Enfrente, de camino hacia la luz del día, una pareja de enamorados se besaba, otros leían, charlaban o, con los ojos vidriosos, pasaban aquellos tres minutos y medio soñando con otro lugar, inundados por la voz que brotaba de los altavoces, que, si lo entendí correctamente, publicitaba unas vacaciones en el extranjero y vertía en mil oídos una y otra vez el mismo número de teléfono, al que nadie podía llamar desde allí. No había cobertura.
Abajo, caminamos bajo altas bóvedas, vimos ornamentos dorados y mármoles claros, puentes con barandillas decoradas, que servían de trasbordo a otras líneas. Cada estación entusiasma con su peculiar esplendor. Ya el día anterior había recorrido la estación Mayakóvskaia, con la cabeza echada hacia atrás había contemplado, como en un museo, los mosaicos circulares de las bóvedas: esbeltos cuerpos lanzándose al agua, aviones veloces como flechas en el cielo azul, pioneros sonrientes con el pañuelo ondeante al cuello: visiones casi pueriles de belleza, fuerza y progreso. Los trenes hacían su entrada con estrépito cada veinte minutos. Había mujeres sentadas en un banco bajo una araña colosal, esperando la hora de iniciar el viaje a casa. ¡Atención! ¡Se cierran las puertas! Nos lanzamos por el negro túnel de una estación a otra; una voz pregona los nombres por el altavoz, Schabolovskaia, Noviye Tscheremuschki, Tioplii Stan, gangosa y solemne, como si allí le esperara a uno algo distinto de las viviendas estándar, amontonadas unas encima de otras, en las que hijos, marido, abuelos anhelaban comida, amor y ropa limpia.
A la salida del metro, Alioscha pidió en un puesto que le pusieran pepinillos en vinagre en unas bolsas diminutas, un regalo para Bábushka. ¿Y flores no?
Lo seguí por el sendero hasta la urbanización de edificios altos. En mi primera visita, año y medio antes, había allí por todas partes receptáculos de hojalata, garajes rusos, esparcidos en todas direcciones. Ahora pasábamos ante una ordenada fila de espacios de aparcamiento, una puerta de garaje al lado de otra, como en Munich, en Hasenbergl.
Noté que mi teléfono daba golpecitos en el bolsillo del abrigo.
—¿Bea?
—Ha estado otra vez aquí, poco antes de cerrar, y ¿sabes?, ahora, de pronto, tenía un aspecto completamente distinto. Se podría decir casi atildado. Al menos, llevaba el pelo recién lavado.
—¿Y?
—¡Estaba atacado porque aún no has vuelto! Tomas, ¿estás seguro de que no lo conoces?
—¡Descríbemelo!
—Bastante alto, delgado, un poco desgarbado, pelo oscuro. ¿Te dice algo eso?
—Tipos así los veo a docenas cada día.
—Pero esas ojeras que tenía…
Reflexioné. Mi cuñado, Christopher, tiene ojeras porque el ordenador le cansa la vista. Pero en el salón conocen a Christopher. ¿Habré conocido a un individuo así en una fiesta, en Londres? ¿Acaso en el Tramps? ¿O en casa de mi madre, en Zurich?
—¿Sigues ahí? —inquirió finalmente Bea.
—¿No ha dicho esta vez lo que quiere? ¿Es algún asunto profesional?
—No nos ha parecido que tenga que ver con la peluquería.
—¿Le habéis dicho cuándo vuelvo?
—Sólo de forma aproximada. Ahora sabe que estarás en el salón a principios de semana. Tuvimos que decírselo. De otro modo no nos hubiéramos librado de él.
—Está bien.
—No cuelgues, por favor. Hay algo más. Es que tuve un sueño, justo la noche antes de que este tipo se presentara aquí. Un desconocido, no tenía buen aura. ¡Seguro que significa algo! Si te interesa saber lo que opino, una amenaza. Aunque sólo fue un sueño…
Las desvencijadas puertas del ascensor del edificio donde vive Bábushka se cerraron detrás de nosotros y los sueños de mi especialista en tintes se perdieron en el éter entre Munich y Moscú.
—¿Hay alguna novedad? —preguntó Alioscha.
—Ese tipo ha vuelto a aparecer por allí. Se diría que Bea está desconcertada.
—Pero por tu salón pasan muchos pájaros raros.
El ascensor se detuvo en el octavo piso.
—¡Bábushka! —llamó Alioscha—. Ha venido Tomas. Te va a arreglar el pelo. ¡El pelo, te lo va a arreglar! Para esta tarde.
La cortina de malla gruesa se agitaba ante la ventana con el aire de la calefacción y se tragaba la última luz del día. En el sofá reposaba una montaña oscura, la abuela de Alioscha, Nina Páulova. Soprano y tenor se peleaban en la radio. Bábushka es dura de oído. Miró a su nieto. ¿Le habría entendido?
—¿Dónde? —preguntó.
—¡En la Gran Sala! Hoy cantas. ¡Cantas con el coro!
—Y él, ¿dónde está?
—Aquí —dije yo; le estreché la mano, piel amarillenta con manchas de color marrón, blanda y caliente. Sus pupilas se clavaron en mí. Mi mano no la soltó.
—¡Tenemos que lavar la cabeza! —agregué—. ¡Lavar la cabeza!
La ayudé a ponerse de pie. Encontró las zapatillas a ciegas, pero apenas tenía fuerza en las piernas. Con lentitud, como si estuviera haciendo esquí de fondo, recorrió el conocido trecho hasta el cuarto de baño. Me costaba imaginar que aquella tarde fuera a salir del piso y a subir a un escenario a cantar. En el cuarto de baño, el borde del lavabo le sirvió de ayuda para mantenerse en pie; con la otra mano me hizo señas de que me acercara, como si quisiera revelarme un secreto. El aliento de Bábushka me cosquilleó la oreja cuando me preguntó con voz ronca:
—¿El taburete?
Buena idea. Bábushka sabe algunas palabras en alemán, probablemente de la época de la Segunda Guerra Mundial. ¿Le habría mandado el oficial alemán que le trajera un taburete y le quitara las botas?
Alioscha estuvo fregando los rulos en la cocina como si fueran patatas hasta que debajo del fieltro gris de polvo y pelos emergió la rejilla de color carne. Seguramente aquellos chismes llevaban años rodando por el cajón de la cómoda. Fui a por un cojín del sofá, lo puse sobre el taburete y arrimé éste al lavabo. Bábushka se había soltado el cabello gris, que le caía hasta los hombros. Se puso de rodillas en el taburete, la espalda encorvada la ayudó a mantener la cabeza encima del lavabo. Abrí el grifo del agua caliente, la mezclé con fría y la probé en el dorso de la mano, como hacemos en la peluquería. A veces la temperatura cambia.
—Ça va?[2]
No. ¿Cómo se dice eso en ruso?
Bábushka murmuró una triple aprobación:
—Da, da, da[3]
La manguera de la ducha casi no alcanzaba desde la bañera hasta el lavabo. La porcelana estaba atravesada oblicuamente por una resquebrajadura con muchas ramificaciones. El cuarto de baño era pura chatarra.
En el estante, detrás de la cortina, encontré entre frascos de cristal multicolores y toallas descoloridas el champú de mi línea de cuidados, que había llegado hasta aquella oscura habitación transportado por Alioscha. El líquido verde claro centellea en la palma de la mano como si fuese agua de mar cristalina, un color semejante al del topacio del colgante que mi hermana Régula había recibido de mi madre como regalo por su treinta cumpleaños. Apreté el cráneo de Bábushka con las yemas de los dedos y lo recorrí en pequeños círculos desde la nuca, detrás de las orejas, del cogote hasta el nacimiento del pelo y otra vez hacia atrás. La espuma impregnó el cabello formando diminutas burbujas y emanando un aroma a menta fresca. Bábushka suspiró contenta. En tiempos había trabajado como químico, oliendo éter, sosa y ácido butírico. Me la imaginé con bata blanca, el pelo todavía oscuro debajo de un gorro. Alioscha me había contado que investigaba con insulina, hacía experimentos con salmones y presentaba ponencias en congresos en el extranjero. Probablemente ya cantaba entonces en el coro de voces femeninas formado por veteranas de guerra.
Mientras la lavaba, protegiéndole las orejas con la mano, pensaba: no se trataba de un asunto profesional. Era algo privado. Lo siento, no puedo sacar nada en limpio de esa historia del hombre desconocido. Por cierto, ¿dónde había dejado mi teléfono?
¿Le dolerían ya los huesos a Bábushka? Sin embargo seguía firmemente arrodillada en el taburete. Decidí utilizar el acondicionador que había metido en la maleta por si acaso. El lavado con extracto de coco cierra la capa de escamas del pelo. Lo apliqué hasta las puntas, pero frugalmente y evitando el cuero cabelludo. De lo contrario sería demasiado difícil de peinar. El agua buscó su camino entre los cabellos, oscureciéndolos más de lo que realmente eran; pensé en la kasha, ese puré grisáceo de trigo sarraceno que guisa Bábushka para desayunar, porque, según se dice, es bueno contra la enfermedad y aumenta la resistencia. Abuela y nieto se cuidan el uno al otro, siempre ha sido así. Antiguamente, los padres de Alioscha viajaban a otros países formando parte del personal diplomático de las embajadas y Bábushka, en casa, vigilaba la caligrafía de los deberes escolares de su nieto y los domingos ponía cordones blancos en sus zapatos de niño. Hoy, Alioscha, aunque está fuera a menudo, siempre en busca de arte y de compradores para el arte, como ayer con aquel Hausmann, pasaría la noche, en vez de conmigo en el hotel, en el edificio prefabricado, como de costumbre. Hay que entenderlo, Bábushka tiene más de ochenta años, está casi sorda y desvalida. A pesar de todo, yo estaba desilusionado.
El aire de la calefacción había dejado la toalla acartonada, y mis intentos de secarle el pelo con ella fueron inútiles. Ayudé a Bábushka a bajar del taburete, fui con ella al salón y la senté en la silla que hay al lado de su sofá.
Mi teléfono estaba todavía en el bolsillo del abrigo, apagado. Lo encendí, sólo por si acaso.
Bábushka se había reclinado hacia atrás, relajada y con las piernas cruzadas. Ya se sabía el procedimiento. Yo enrollaba el primer mechón en el rulo hasta el nacimiento del pelo y le ponía una pinza bien pegada al cuero cabelludo. El siguiente rulo lo sujetaba al primero y de este modo iba uniendo un rulo con otro. Debido a la longitud del pelo tenía que enrollar mucho, cinco hileras.
Bábushka llamó a Alioscha. ¿Querría beber algo?
Ajusté al secador de mano el globo fláccido que utilizo como casco de secador y quité la primera pinza. De lo contrario, recalentada por el aire, quemaría el cuero cabelludo y dejaría una marca en la frente.
Alioscha abrió las puertas del armario y sacó unos papeles flojamente cosidos. ¿Contratos? No, partituras.
—¿Un vaso de agua? —pregunté a Bábushka—. ¿Quiere un vaso de agua?
Ella hizo un gesto afirmativo.
Metí el secador en el vástago y ceñí bien el capuchón a la cabeza. El secador zumbó. Bábushka pasaba el dedo por las partituras y movía los labios.
A veces, me había contado Alioscha, se acerca a la ventana y mira al cielo. Dice que conoce todas las nubes. Las ha visto a todas en alguna ocasión. El sol baja y ella continúa allí hasta que oscurece, y entonces se echa en el sofá. Alioscha le habla, le cuenta cosas y le hace preguntas, pero ella no contesta. Él come y bebe, pero ella no toca los platos. Dice Alioscha que antaño ensayaba la muerte con él. Era un juego. Los dos tenían que cerrar los ojos y concentrarse. Estaba prohibido pestañear y hablar. Juntos aguardaban y anhelaban la llegada de la muerte. ¿Y si ella hubiera muerto justo en ese momento?
El secador zumbaba y zumbaba. Una hoja de la partitura voló cayendo al suelo. Alioscha puso los pies en alto y cerró los ojos. Me pareció como si Bábushka tarareara en voz baja. Y en alguna parte, en Munich, aquel hombre con ojeras esperaba mi regreso.
Era una fiesta con trajes de domingo. Las mujeres llevaban blusas planchadas y almidonadas, los hombres trajes con mezcla de poliéster y anchas corbatas. Muchos iban con flores envueltas en celofán, claveles de tallo largo, hasta cinco, de colores que me recordaban los caramelos de la deficitaria fábrica de mi madre. Busqué la entrada en el bolsillo de mi chaqueta oscura. Alioscha estaba detrás del escenario con Bábushka. No se había puesto corbata.
La mujer de uniforme que había en la entrada me examinó; tenía los globos oculares tan rosados como si hubiese estado largo rato andando cara al viento.
—¿Extranjero? —me preguntó.
¿Qué pasaría ahora?
Rompió mi entrada y me dejó pasar.
Las mujeres estaban en calcetines; metían sus botas forradas en bolsas de plástico y se calzaban los zapatos bajos que habían traído. Por doquier había niñas dando saltos para hacer que los enormes lazos que llevaban en el pelo revolotearan arriba y abajo como mariposas. Todos se saludaban, se abrazaban, se hacían señas. Era como una reunión de antiguos alumnos. Para celebrar el día habían venido los veteranos de la Segunda Guerra Mundial con sus hijos y los hijos de sus hijos.
En el bar me tomé uno de los cócteles de color rojo rubí dispuestos allí en vasos panzudos de un metro cuadrado y me paseé por el rechinante parquet. En un banco estaban sentados unos hombres calvos a los que les salían pelos grises por las orejas y las fosas nasales.
La sala estaba llena. En la butaca contigua a la mía una mujer depositó su crujiente ramo de flores. Le expliqué mediante gestos y en mal ruso que el asiento estaba ocupado. ¿Me entendió? Se limitó a sonreír.
Hombres de frac ocuparon el foso de la orquesta con sus instrumentos. Aplaudí, algunas personas aplaudieron también. Cuando se apagó la luz de las bombillas de la araña, Alioscha se deslizó a mi lado. El traje de tweed con chaleco que llevaba lo habíamos comprado en la calle Maximilian de Munich, un día que, calados hasta los huesos por un chaparrón, nos refugiamos en una de las tiendas de ropa de caballeros con escaparates guarnecidos de latón. Fue al final del verano.
—Yo no soy un médico rural —había dicho Alioscha a su imagen en el espejo. El vendedor se había limitado a mover la cabeza, alisar la tela en la espalda con un movimiento descendente y aclarar: o éste o ninguno. Yo le había desaconsejado a Alioscha la corbata dorada, pero ahora me gustaba.
—¿Está bien? —le pregunté. Me refería a Bábushka.
Alioscha asintió.
Delante, violines, violas, oboes y violonchelos habían concluido su disparatado concierto gatuno. Alguien carraspeó en medio del silencio.
Las señoras salieron a escena en dos filas, una desde la derecha y la otra desde la izquierda. Llevaban blusa verde esmeralda y falda larga negra. A continuación, una tercera fila de señoras, de más edad aún, más frágiles, enteramente vestidas de negro. Bábushka estaba delante, era la séptima por la izquierda, casi en el centro. La había peinado en ondas simétricas, con el pelo cardado en la parte de atrás y recogido en un moño completamente clásico. Alioscha chocó conmigo al aplaudir. Se rió y sus ojos brillaron. Bábushka estaba allí en pie como un pequeño árbol inclinado que se hubiera caído de no sostenerla las mujeres que tenía a la derecha y a la izquierda. ¿Y qué bordados eran aquellos tan curiosos que llevaba en el pecho? Pregunté a Alioscha en voz baja.
—Son condecoraciones —respondió.
—¿Condecoraciones?
Alguien siseó enojado.
—Condecoraciones de la Segunda Guerra Mundial, la Gran Guerra Patria —susurró Alioscha.
Sonaron dulcemente los violines, entraron las voces del coro, quebradizas y conmovedoras. ¡Lo que habían vivido todas aquellas mujeres! El zar Nicolás II, dos guerras mundiales y Lenin. Yo había leído gruesos libros sobre la historia de Rusia, sobre el mito del padrecito Stalin y el oscuro capítulo de las purgas. El entusiasmo de Kruschev por los campos de maíz americanos. Finalmente, la perestroika, la reconstrucción, la libertad, el caos. Bábushka depende hoy de las limosnas de su hija y su yerno, los padres de Alioscha, que viven en Islandia y mandan dinero todos los meses. Bábushka no se queja.
El canto se hizo más sonoro. Me incliné hacia Alioscha.
—¿Tú sabes qué están cantando?
Me lo tradujo cuchicheando:
—«Pues sabemos lo que significa la guerra».
Me sentí miserable. ¿Qué sabía yo de la guerra, qué sabía yo de aquellas mujeres? Al empezar a aplaudir me di cuenta de que las uñas me habían dejado pequeñas marcas en la palma de la mano.