15

—Es exasperante —dije—. Pero por lo menos no se trata de un asesinato.

Allí estábamos todos otra vez. Era jueves, 29 de diciembre. Kitty no paraba de mover la cabeza con consternación. ¿Primero el asesinato, y ahora el robo de los cuadros? Alguien había birlado unos cuadros que hasta entonces nadie había querido ni regalados. Régula buscaba dónde estaba la equivocación. ¿Y Bea? Apartada y con los brazos cruzados, contemplaba a Gregor, que estaba sentado junto a mí delante de mi gran mesa de comedor, y yo tuve la duda de si había entendido siquiera mis palabras. Mi mejor amiga me daba cada vez más quebraderos de cabeza. Los últimos días del año no había ido a trabajar aduciendo enfermedad, y, con mi consentimiento, se había tomado «un tiempo fuera» para «digerir» los acontecimientos, como ella decía. Sin embargo, no había dicho a la policía que el día del crimen había ido a visitar a Jakob y que probablemente había estado muy cerca del asesino. Yo la había increpado: «¡Bea, has mentido!». A pesar de que era un testimonio importante. Bea se había defendido diciendo que no había «mentido» sino solamente «callado». Tenía miedo. Y, para colmo, su horóscopo era tan lúgubre hasta fin de año que tenía que encontrar un agujero para arrastrarse dentro. Nunca había visto así a Bea. Esperaba que ese agujero no se convirtiera para ella en una trampa. ¿Se trataba aún de pesadumbre o era ya una depresión? Yo había decidido darle tiempo hasta fin de año; después, algo tenía que pasar.

—Sí que lo es, Tomas —dijo Bea, y me alegré de que pidiera la palabra—. Es un asesinato. Es un segundo asesinato cometido contra Jakob.

—Tiene razón —dijo Gregor—. Alguien le quita la vida a Jakob y alguien le quita sus cuadros. Bea, tienes razón. Es un doble asesinato. Y…

—¿Sí? —pregunté.

—Nada —contestó Gregor.

Me figuré lo que sucedía en su cabeza, debajo del pelo con las chocantes puntas rubias que le había infligido Bea. Él pensaba en una prestigiosa galerista de Munich, en Giselind von Bresinski. Y aquella ocurrencia no era ninguna tontería.

—Y ahora también están implicados los rusos —dijo Bea—. Eso no puede significar nada bueno.

—¿Por qué? —inquirió Kitty—. ¿Qué tienes de pronto contra Vlad? Con esa calumnia simplificas un poco en exceso las cosas, nena.

—Lo más importante es que todos mantengamos la cabeza fría —dije, y, no del todo convencido, añadí—: La policía averiguará lo que pasó en el estudio de Jakob.

—Igual que ha averiguado lo que pasó en el piso de tu amigo Stephan —dijo Gregor, con el sarcasmo de una persona que nunca cree que la fuerza pública vaya a arreglar nada.

—No seas injusto. La policía se halla en medio de la investigación.

Régula asintió con la convicción de quien paga puntualmente sus impuestos.

—Tengo que irme ya —dijo Gregor, y su tono no dejó la menor duda en cuanto a que no tenía ganas de seguir oyendo aquella cháchara.

—Si vas a ver a la Bresinski, voy contigo —le dije.

Gregor me sonrió. Pensaba que si yo iba con él a la galería la diversión y el provecho serían con toda certeza mayores. Y yo sabía ahora con seguridad que las anchas mechas, de sólo unos milímetros de largo, habían acertado con su tipo.

—Tomas —me dijo Kitty—, ¿puedo hablar contigo un momento? No me llevará mucho.

Sus ojos me dijeron que aquella conversación era importante. Quizá tenía que ver con Vladímir.

—Bien, ahora vengo —dije.

Gregor dio unos golpecitos en la mesa.

—Ya sabes —me explicó Kitty cuando cruzamos el pasillo y entramos en la cocina— que al principio no me fiaba en absoluto de Jakob.

Recordé el mechón de pelo que había guardado en un sobre para el análisis genético. Sí, Kitty había sido en realidad la única que se había olido la verdad.

—Puede que no sirva de nada, y además no se debe hablar mal de los muertos —continuó.

Me apoyé contra la mesa en la que Jakob, unas semanas atrás, había estado pelando ajos con tanta destreza.

—¿Te acuerdas del robo en casa de Theadora?

—Claro. Hace poco hablamos de ello en el salón.

—Jakob estuvo trabajando en casa de Theadora y poco después desaparecieron todos los cuadros. Y lo mismo en casa de Vera Zernack.

—¿Qué pasó en casa de Vera Zernack?

—Jakob le revistió el baño con esos estupendos mosaicos de Italia. Vi las fotos entonces.

—No sabía nada de eso.

—Poco después les entraron también en casa, justo en otoño, cuando se van a España, a la finca.

—Eso es absurdo. Jakob no era un ladrón que se dedicara a asaltar las casas en las que hubiera trabajado. Además, Vera no tiene obras de arte de valor.

—¿Cómo lo sabes? Puede que Jakob descubriera en cualquier rincón algo que pudiera convertir en dinero. Tonto no era.

—Kitty, creo que esta vez es pura obcecación.

—Acuérdate de su chaqueta de cuero azul claro.

—Era fantástica.

—Y el precio, una locura. Pues de alguna parte tuvo que salir el dinero. ¿No te llamó la atención su reloj? Después de eso ya lo tuve todo claro.

—¿Y qué vamos a hacer ahora con esa sospecha?

—Sólo quiero que la tengas presente. Y que se lo cuentes todo a la comisaria la próxima vez que hables con ella.

—Seguro que será pronto.

—Y una cosa más, Tomas.

—¿Qué?

—Cuida de Régula. Creo que esta historia le ha afectado enormemente.

—Prometido.

Iba a irme ya, pero aún le pregunté:

—¿Y tú qué piensas de Gregor?

—Las puntas rubias son espantosas. Pero por lo demás creo que es una buena persona.

—Gracias, Kitty —le di un beso—. Hasta luego.

Alexander Quasten colocó una botella de licor sobre la mesa y preguntó:

—¿Quiere usted también?

Gregor estaba ya en el despacho, con una pierna en ángulo recto sobre la otra. La noticia se había difundido ya y servir bebidas era la reacción al susto. Quasten puso una tercera de aquellas esbeltas copas en la mesa. En vez de chaqueta de estilo tradicional llevaba un blazer, pero discreto, sin botones dorados.

—Gracias.

Sirvió a cada uno hasta un tercio de la copa y levantó la suya. Nos miramos a los ojos, pero no hubo brindis, allí no estábamos con los rusos. Pero, en realidad, ¿por qué bebíamos? ¿Por el robo de los cuadros? ¿Por el susto? ¿Y dónde estaba Giselind?

—Hay novedades, ¿eh? —dije. El licor era un buen aguardiente.

—Ya lo creo —dijo Quasten—. Giselind viene de camino.

Gregor contemplaba, como si quisiera hipnotizarla, su copa, por la que el alcohol se deslizaba formando lágrimas. Quasten seguía con las pupilas las líneas de un artículo fotocopiado que tenía ante sí sobre la mesa, en diagonal. Quizá tenía prohibido hablar mientras no estuviera allí la jefa. Apoyados contra la pared había unos cuadros embalados en plástico de burbujas. ¿Cuadros de Jakob?

En el silencio se podía oír a Quasten tomar notas en el margen de la hoja. La serena ecuanimidad, la pulcra raya del pelo, las mejillas con buen riego sanguíneo, me pusieron agresivo. No lo resistí más y repetí enfadado lo que con tanta contundencia había expresado Gregor un momento antes:

—¿Y qué dice usted del doble asesinato? ¡Primero Jakob, después los cuadros!

Sosteniendo el lápiz dos centímetros por encima del papel, Quasten me miró con fijeza, tal vez sorprendido por aquel pequeño estallido del peluquero, y, según me pareció, con arrogancia.

Con gestos concisos, Gregor me indicó: cuidado. Con una mirada y un movimiento hizo de nosotros dos unos cómplices.

Quasten siguió leyendo, garabateó, sonrió como si el texto contuviera un fino humor. Menudo petimetre.

Yo iba a levantarme para comprobar si los cuadros que estaban junto a la pared eran de Jakob. Entonces se abrió la puerta, hubo una corriente de aire frío y Giselind exclamó:

—¿Es eso cierto? ¿Han desaparecido todos los cuadros?

Los largos flecos blancos y negros de su capa repetían con ingenio el negro y plata de su tiesa permanente, el gran broche ponía, como siempre, un acento estrafalario.

—¿Han desaparecido, sin más?

Apretó sus mejillas, derecha e izquierda, contra las de Gregor y luego contra las mías, como si debiéramos consolarla. Éramos para ella unos invitados muy apreciados, cuando, lo que al parecer no se había parado a pensar, no éramos tal cosa. ¿O era su rutina como galerista? Es probable que todos los días hubiera gente allí sentada alrededor, haciendo, como decía Alioscha, «la respiración boca a boca» porque esperaban que su obra fuera expuesta un día, en alguna parte. Y todos eran tratados con condescendencia. Pobres artistas. Pobre Jakob.

Quasten aún no había servido aguardiente a Giselind estando Gregor empezó diciendo:

—¿Tenéis vosotros algo que ver con ello?

—¿Qué quieres decir con eso, querido Gregor? —en la dulzura de Giselind había una acerba seriedad.

Quasten abrió un archivador y guardó el artículo.

—Quiero decir con eso que casi te destroza el que Jakob quisiera vender sus cuadros a un coleccionista ruso a través de los moscovitas. ¡Bravo, Jakob! Os ha mandado a freír espárragos. ¿Hay algo más natural que sospechar que hayáis ido a limpiar el estudio de Jakob? O sea, no tú personalmente, por supuesto, sino algunos de tus ayudantes.

—¿Hemos hablado ya de tu próxima exposición? —inquirió la Bresinski sin prestarle atención—. No creo. Y ahora me doy cuenta de que cada vez tengo menos ganas de hacerla. ¿No te pasa a ti lo mismo, Alexander?

¿Acaso se le pagaba a Quasten por otra cosa que por inclinar afirmativamente la cabeza?

—Disculpe usted, señor Prinz, pero nuestro Gregor sólo entiende este burdo lenguaje.

—Puede que ni siquiera sepas nada de ello —dijo Gregor a Giselind. Hizo caso omiso de su amenaza; se sentía muy seguro conmigo a su lado—. Una cosa así quien la resuelve, al fin y al cabo, es tu colaborador. O hace que la resuelvan.

Quasten se puso en pie y rodeó la mesa.

—Para eso ni siquiera hace falta hablar mucho ni llegar a grandes acuerdos, ¿no es así? —preguntó Gregor con descaro.

Quasten lo miró con desprecio y exclamó:

—¡Fuera de aquí!

Una conducta imperiosa de macho alfa, la de Gregor. A pesar de todo me pregunté por un momento si, con sus tatuajes decorativos, no llevaría las de perder contra el trajeado Quasten.

—Tranquilizaos —dije—. Estamos todos con los nervios de punta. Pero no por eso tenemos que empezar a pegarnos.

—Alexander, siéntate —dijo la Bresinski.

Quasten se dio la vuelta y rodeó de nuevo la mesa hasta su sitio. Efectivamente, siempre hacía lo que ella le decía.

Giselind hizo un esfuerzo por adoptar un tono razonablemente pragmático:

—¿Quién, aparte de nosotros, ha mostrado gran interés por los cuadros en los últimos tiempos? Según parece, los rusos. ¿Estoy en lo cierto? —nos miró alternativamente a uno y a otro.

—Interesante teoría —dijo Gregor—, hay que tomarla en consideración antes de nada.

—Vladímir Hausmann no pertenece a la mafia rusa —dije yo—. Eso es ridículo. Él quería comprar los cuadros.

—No quiero ofender a nadie —dijo la Bresinski—. Sólo quiero reflexionar con calma sobre quién podría estar detrás del asunto. Pero puede que tenga usted razón, señor Prinz. La idea es demasiado desatinada. Y por lo que respecta a mi colega rusa, esa señora Nikolska…

—Nikólskaia —corregí.

—… eso es, ya hubiéramos llegado a un acuerdo sobre los cuadros de Jakob. De todos modos, de eso quería hablar yo con su Alioscha, quiero decir, con el señor Mossin.

—¿De qué hay que hablar ahora? —pregunté—. ¡Los cuadros ya no están, han volado, han desaparecido!

—Aguarde; cuando haya pasado un poco de tiempo volverán a aparecer, como si no hubiera ocurrido nada. ¿No lo crees tú, Alexander?

Quasten inclinó afirmativamente la cabeza. ¿Era eso, ahora, una confesión indirecta? Yo estaba cada vez más desorientado. No soy criminalista.

—Señor Prinz, no ponga ahora esa cara —dijo la Bresinski—. No me voy a meter con su amigo ruso ni con esa señora Nikólskaia por las obras.

—Naturalmente que no —terció Gregor. Sólo se estaba burlando—. Eso lo hubiera resuelto tu ayudante. Él ya te aconsejó dar largas a Jakob con su tan anhelada exposición individual, darle esperanzas de vez en cuando. Todo ese asqueroso juego de humillación. Pero no contabais con que en el extranjero se fueran a interesar por él. Y ahora os cagáis en los pantalones porque tenéis miedo de que se os escape de las manos una burrada de pasta. ¡Dios, qué bajeza! ¡Pero ahora sabes por lo menos, Giselind, qué consejero tan formidable tienes!

Gregor estaba lanzado, como si no quisiera más que una cosa: romper con aquel dúo de galeristas, que interiormente reprimían los bostezos; Quasten hojeaba la agenda, Giselind contemplaba los bien formados arcos de sus uñas, no porque estuviera abochornada sino porque probablemente estaba pensando si debía ir otra vez a la manicura antes de que acabara el año. Aunque Gregor había dicho muchas cosas que sin duda eran ciertas, todo aquello no servía para nada.

—¿Por qué no me fue a recoger cuando a requerimiento suyo volví de Zurich antes de lo previsto, el segundo día de las fiestas? —interrogué—. Sin embargo era muy importante para usted que hablásemos de Jakob y de su acuerdo con los rusos.

—Entretanto me surgió otro compromiso —la Bresinski miró a su ayudante—. ¿No fue lo de los Engelschall? No, fue lo de Schuster.

Quasten inclinó la cabeza afirmativamente.

—Debiera haberle llamado. Lo siento.

La mirada de Gregor decía: ¿ves lo que decía? No hay modo de sacarles nada a esos dos. Pero hice un último intento:

—¿Por qué daba usted dinero a Jakob si no pensaba de ninguna manera exponer sus obras?

—Hemos expuesto obras suyas —dijo Quasten.

—Repetidas veces lo incluí en exposiciones colectivas —aseveró la Bresinski—. Para ver cómo se las arreglaba. Pero todavía no estaba preparado. Era aún un artista en ciernes. Y por eso le daba dinero de cuando en cuando, para materiales, para que produjera. No lo hago por amor a la humanidad, es algo completamente egoísta.

Reflexioné. Puede que Jakob se hubiera comprado la chaqueta de cuero y el reloj con el dinero de los materiales. Era posible. ¿O acaso había prestado otros servicios totalmente distintos? En ese caso tendría razón Kitty con su teoría de los robos en las casas. Me di cuenta de que con aquella mujer no iba a ninguna parte. Me sentía engañado: me trataban con amabilidad y me coartaban. Pero allí había unas cuantas cosas turbias, de eso estaba seguro.

Gregor se puso de pie. Yo también.

Fuimos juntos hasta la plaza del Odeón. El esplendor había desaparecido, el tiempo de los Papá Noel y de la expectativa de grandes regalos había pasado.

—¿Tú crees —pregunté— que ella tiene algo que ver con el asesinato?

—Con esa mujer todo me parece posible.

—Ahora se te ha acabado todo con ella para siempre.

Gregor hizo un ademán de rechazo.

—Si la Bresinski quiere vender algo, lo vende, hasta mis sellos. No te preocupes por eso.

—¿Funcionan bien tus cuadros?

—Me las apaño.

—¡Vamos! Eres demasiado modesto, ¿no?

Gregor se volvió a mirarme.

—¿Te habló Jakob de mi supuesto gran éxito? ¿Sabes?, el valor de un cuadro se calcula con arreglo a un factor. Mi factor ha aumentado con los años, pero como mis grabados son pequeños, los precios son razonables. Puede que, en términos generales, venda antes que alguien que prefiera pintar en formatos grandes. También queda mejor sobre el sofá.

—Entonces, ¿piensas que con ella estás en buenas manos?

—Se lleva mis obras a las ferias de arte. De eso se trata. De otro modo no existiría en absoluto como artista y mi trabajo no sería mucho más que un pequeño y simpático hobby.

—La fase en la que estaba Jakob todavía, ¿no?

—¿Jakob? Él lo tuvo mucho más fácil. No sabía hasta qué punto. Yo me pasé meses corriendo a todas las inauguraciones, hasta que Quasten, por fin, se dirigió a mí y me pregunto, puesto que ése es su trabajo, quién era yo y qué hacía. Naturalmente, en ese momento ya se había procurado informes sobre mí y sabía que era artista. Entonces pude ensenarles mis obras y dos años después participar en una colectiva. ¿Entiendes? Así es como funciona.

—¿Y por qué no fijaste una fecha y ya está?

—¿Sin recomendación? ¿Sin catálogo? ¿Con sólo una exposición en Heringsdorf y en el círculo de amigos de las artes de qué-sé-yo-quién? No sirve de nada.

—¿Y por qué no?

—Una galería no es un salón de peluquería. No puedes entrar allí como si tal cosa y decir: háganlo. Si no tienes nada que mostrar, tienes que venderte. Sólo que a Jakob no le hizo falta.

—¿Por qué?

—Yo le presenté a Giselind. Le abrí las puertas. Fui su recomendación.

—Como antiguamente, cuando se colaba en la Academia, para dibujar desnudos. Eso me lo contó.

—Jakob era bueno. Venía de la fotografía, pero si yo no hubiera estado atento habría acabado siendo un «sonría, por favor». Puede estar contento, aprendió mucho de mí. Y yo de él. Mierda.

Gregor se metió las manos en los bolsillos del pantalón, cerró los puños y respiró hondo para recuperar el dominio de su voz.

—¿Sabes lo que decía siempre? «Quiero pintar cuadros hermosos. Cuadros que dé gusto mirar». Eso no lo diría ningún artista. Y eso era lo que me gustaba de él.

Yo no acababa de comprender a Gregor. Se mofaba de todos en la galería y los ponía en su contra, al tiempo que quería, eso estaba perfectamente claro, seguir colaborando con la galerista. En eso por lo menos era sincero. Y había sido un promotor y maestro para Jakob. Un amigo como el que me hubiera gustado tener en los comienzos de mi carrera.

—¿Siempre has tenido llave del estudio? —pregunté.

—Él tenía confianza en mí. Yo podía ir en cualquier momento y meter las narices en sus cuadros. Pero ¿qué importancia tiene eso? Entraron utilizando la fuerza. Allí nadie entró con llave.

—¿Y quién más tenía ahora una llave? ¿Irene?

—Supongo que sí. ¿Por qué?

—Nada concreto. Sólo por hacerme una idea general.

—Tú tampoco puedes dejar de darle vueltas al caso, ¿verdad? Pusiste a Irene en un buen aprieto. Dijo que había sido casi un interrogatorio. Pero a mí me parece fantástico, Tomas, en serio. Puede que realmente averigües algo.

—¿Sabe Irene que Bea tenía una relación con Jakob?

—¿Una relación? —Gregor rió—. ¿Que se fueron a la piltra juntos, te refieres a eso?

—Sea lo que fuere, a Bea le dio fuerte. Yo hace mucho que no la veía tan…

—¿Cómo?

—… tan rara. Sí, Bea quería a Jakob.

—Pero no congeniaban en absoluto. Siempre esa manía con la astrología. Eso también se lo dije a Irene.

—¿Cuándo?

—¿A qué te refieres? —preguntó a su vez Gregor.

—¿Cuándo le dijiste que Bea y Jakob no congeniaban? Es decir, ¿cuándo se enteró de que los dos, bueno… se habían ido a la piltra juntos?

Gregor no respondió.

Me detuve para mirarlo a la cara.

—¿Antes o después de la muerte de Jakob?

Las pupilas de sus ojos grises ni siquiera se movieron cuando contestó:

—Después.

Yo no me fiaba de Gregor. Tal vez quisiera proteger a Irene para que no quedara como la novia traicionada. Para que no tuviera un motivo ni apareciera como sospechosa de asesinato.

—Y ¿cuándo se enteró del gran paso decisivo de Jakob? —agregué—. ¿Tampoco fue hasta después de su muerte?

—No me dedico a cotillear a espaldas de Jakob acerca de sus aventuras y negocios. No sé qué opinas tú, pero estoy tratando de ser leal a mi mejor amigo.

—¿Sabíais que Jakob no es mi medio hermano?

Gregor me miró con asombro.

—Oye, por supuesto que no lo sabíamos. ¿Qué piensas de nosotros? Fue una enorme sorpresa para todos nosotros. ¡Y un gran shock, claro! Estábamos muy contentos por Jakob. Por primera vez en su vida tenía la sensación de que hubiera personas que le apreciaban y querían apoyarle. Eso era una experiencia nueva para él.

—¿Creía el propio Jakob que era un medio Prinz?

Gregor levantó los ojos al cielo.

—Puede que quisiera creerlo. Tenía una notable fuerza de voluntad. Se parecía a su madre.

Yo estaba desalentado. Todo aquello no conducía a nada. Ahora sólo quedaba una persona a la que pudiera preguntar si Jakob era un mentiroso y un estafador o un soñador sin remedio. Si supiera quién era Jakob en realidad, también podría llegar a estar en la pista del asesino. Estaba seguro de ello.

—¿Qué piensas hacer ahora? —preguntó Gregor.

—Quizá su ex amiga pueda decirme algo que me sea de ayuda.

—¿Su ex? ¿Qué quieres decir?

—Trabaja en el Bayerischer Hof, por decirlo así. Es una de esas putas de alto copete. Pero dime, ¿es que no lo sabías?

Gregor movió la cabeza. Iba a decir algo, pero renunció.

—Tengo que irme —dije.

—Lo de esa mujer —dijo Gregor— no me parece una buena idea.

—¿Por qué?

—Pero si la ves, dile… da igual. No le digas nada. Mejor no le digas absolutamente nada de mí.

—¿Está todo bien?

—Sí. Sólo que cambia constantemente de número de teléfono.

Le tendí la mano.

—Buena suerte. Y tenme al corriente cuando aparezca el primer cuadro de Jakob.

Tenía que sonar a una broma, pero Gregor no se rió, sino que retuvo mi mano con fuerza.

—Una cosa más, camarada. Quería preguntarte algo, totalmente sin compromiso. Quiero decir, haceros una propuesta a ti y a tu amigo Alioscha. ¿Tienes un momento?

Si me negaba ahora, nunca más liberaría mi mano de aquel torno.