17

Siempre me había imaginado a las celadoras de la cárcel de mujeres con el pelo corto y un basto uniforme apretado en el pecho y los muslos, empujando a las personas por las puertas enrejadas, con la boca y el corazón cerrados por el reglamento. Pero la señora que me condujo, pasando la cancela de seguridad, a la sala de visitas, me pareció que era brasileña, que llevaba un uniforme hecho a la medida y que utilizaba para su hermoso cabello una de mis planchas de alisar.

Bea estaba sentada ante una mesa con decoración navideña, que daba tan poco ambiente que uno ni siquiera pensaría en quitarla de en medio. Para mí fue un alivio ver a Bea no con uniforme de reclusa sino con su ropa habitual, vaqueros y un jersey.

—Bueno, Bea —dije.

—Hola, Tom —dijo ella.

Nos abrazamos. Estaba más pálida que de costumbre. El simple hecho de que fuera maquillada me tranquilizó un poco.

Bea miró por cortesía el contenido de la bolsa en la que le llevaba una selección de bestsellers policíacos y de amor, revistas y crucigramas. Lo había comprado todo apresuradamente en el aeropuerto. Su sonrisa parecía angustiada. Se me ocurrió pensar que Bea no se dedicaría a resolver crucigramas.

—Por supuesto, no estarás aquí mucho tiempo —dije, dejando la bolsa sobre el linóleo. Estábamos uno frente a otro ni aquella mesa, como un abogado y su cliente—. Stephan me ha dicho a qué abogado debemos acudir.

Le había llamado repetidas veces la noche anterior y de nuevo por la mañana, pues, como era de esperar, ninguno de sus compañeros estaba localizable en Nochevieja y Año Nuevo. A Stephan le pedía demasiado; por el momento era incapaz, en las nieves de Colorado, de encontrar los números de móvil privados. Aquella lentitud tan pesada —Stephan la calificaba de «prudente»— me sacaba de quicio. Que el muerto de cuyo asesinato acusaban ahora a Bea hubiera estado en su casa —se me ocurrió pensar— seguía pareciéndole singularmente abstracto. ¿O era simplemente que se había endurecido?

—¿Ha venido a verte ese Lars Profitlich? —pregunté.

—¿Lars Profitlich? Aquí ha estado un tal Carsten no sé qué.

—Es verdad. Es el que llamé después.

—Uno con chaqueta de pana y suelas de goma gruesas.

—Aunque lleve botas de goma y corte de pelo a lo mújol, lo que importa es que te saque de aquí. ¿Cómo te tratan? ¿Son corteses? ¿Tienes televisor? Hubiera debido traerte algunos DVD. No he localizado a la Glaser. Cuando la agarre…

—Tomas, no hagas locuras.

—Pero ¿cómo se le ha ocurrido semejante idea?

—Una pista falsa, y se monta una historia que parece totalmente lógica y concluyente y que en realidad es un completo disparate. Así le pasaba siempre a mi hermano con las traducciones de latín.

—¡No defiendas a la Glaser! Pero con la fianza se resolverá enseguida.

—¿Tú crees? —inquirió Bea.

—Seguro.

Bea se echó a llorar. Le apreté la mano sobre la mesa. Todo era una condenada mierda. La celadora modelo no se movió; soñaba con su otra vida, al otro lado de la ventana enrejada, allá en Brasil.

—¿Sabes? —dijo Bea en voz baja a nuestras manos—, a lo mejor sería capaz de cometer un asesinato si fuera cosa de vida o muerte.

—¿Qué estás diciendo?

—Pero no podría hacer ningún daño a Jakob. ¿Sabías que en realidad no era Tauro, sino Libra?

—¿Te lo confesó?

—Estaba en su documento de identidad, que siempre llevaba en el portamonedas.

—Y miraste su foto a escondidas.

—Él pensó que Tauro congeniaba más con Virgo. ¿Qué tierno, verdad?

Bea se soltó de mi mano y se secó los ojos. Le di mi pañuelo. Por suerte llevaba uno limpio preparado.

Ella pensaba constantemente en Jakob, lo vi de nuevo con toda claridad. Daba vueltas en círculo y ya no tenía ninguna idea razonable. Amaba a aquel hombre, que era un estafador y nos había causado dificultades a todos, e interpretaba cada una de sus mentiras como una prueba de amor.

—Mira una cosa: los signos del zodíaco se pueden utilizar como se quiera. Ya se trate de Tauro, de Sagitario o de Libra, siempre se encuentra algo que se pueda aplicar a un determinado carácter —dije.

—¡Nada de eso! ¿Cuándo lo vas a entender por fin? Siempre me preguntaba por qué él, siendo un Tauro, podía tener tan dominadas sus emociones. Okey, me lo explicaba por el ascendente, pero no lo acababa de comprender, no en un Tauro.

—Me alegraré cuando empiece el nuevo año y volvamos a estar juntos en el salón, puedes creerme.

—Ay, Tom, cuánto siento haberte estropeado tu viaje a Niza.

—Oh, estuve con mamá y Régula en la ciudad vieja y en el bar del Negresco, estuve en la playa, en el mercado de flores y en mi pequeño bar rústico, es suficiente. ¿Qué más hubiera podido hacer allí?

—Doce horas en Niza, ¿o cuánto tiempo estuviste? Tienes que recuperarlo. Tienes que ir otra vez en enero. Lleva a Alioscha.

—¿Por qué a Alioscha? ¿Cuándo ha sido la última vez que nos hemos ido juntos tú y yo? Quiero decir irnos de verdad. Desde Japón ya no ha habido más. ¡Niza! Eso es mucho mejor que estar otra vez en el salón. ¿Qué te parece? Hagámoslo. ¿De acuerdo?

Bea se inclinó hacia delante y me dio un beso con sus labios de un rojo oscuro.

—Se acabó la hora de visita —dijo la brasileña, como si durante todo ese tiempo no hubiera estado aguardando más que aquella señal.

Pillé a la comisaria de lo criminal en el pasillo de la sección de homicidios, en la calle Ett, tratando de meter una botella de champán en su bolso. Después del último acto oficial del año, Annette Glaser ya se iba.

—¡Señora Glaser! —llamé.

—Vaya, no me faltaba ahora mismo más que usted.

—No puede meter en la cárcel a Bea. De verdad, ¿qué significa esto?

—Su Bea no está en la cárcel, sino en prisión preventiva. Además: ¡si alguien puede enfadarse aquí, soy yo, y con usted! ¡Habrase visto! Bueno, venga conmigo.

—¿Qué he hecho yo?

La comisaria sacó la llave de la puerta de su despacho, la abrió y pulsó un interruptor. Al cabo de unos segundos el tubo de neón del techo reaccionó, revivió y emitió un zumbido al encenderse.

Los dos escritorios, uno frente a otro, estaban limpios y recogidos y revelaban que allí no pasaría nada más durante aquel año. Pero en eso se había equivocado la señora Glaser.

—¿Cómo se le ha ocurrido, si me lo permite, esa imbecilidad de que Bea pudiera haber metido a Jakob de cabeza en la pintura? —dije.

La señora Glaser dejó cuidadosamente el bolso con la botella dentro.

—Ahora, vayamos por partes. Siéntese. ¿Té?

—En vez de buscar al asesino en mi salón, debería inspeccionar de cerca la galería.

—Puede usted creer que no detengo a nadie sin motivo. Aunque sea mil veces su peluquera estrella.

—Entonces, ¿qué es exactamente lo que hay contra ella?

—¿No se lo ha dicho? Un vecino la vio cuando abandonaba el escenario del crimen con precipitación…

—¿Que lo abandonaba con precipitación? Sencillamente, no quería darse de bruces con Irene Herrlich.

—… después de que hubiera tenido lugar una ruidosa discusión.

—¿Entre Bea y Jakob? ¿Eso también lo dice el vecino? Ahora le diré yo una cosa: Bea quería a Jakob, ¿lo entiende? Era mucho más que una aventura. ¡No sé cuánto tiempo llevaba Bea imaginando una vida en común con un hombre!

—¿Una vida en común? Muy bien. Sólo que el señor Zimmermann no tenía ninguna intención de separarse de su prometida, Irene Herrlich.

—¿Se lo ha cuchicheado él en la autopsia?

—Iba a ser padre. Irene Herrlich está embarazada.

—¿Que está qué?

Irene Herrlich, embarazada. Bea con Jakob, una aventura. Jakob, muerto.

—Tenemos un montón de pistas y testimonios. Y la señora Simm no nos dijo la verdad. Dicho sea de paso, usted tampoco. ¿O acaso no sabía que ella estuvo en el escenario del crimen?

—Sí, lo sabía.

—¿Y?

—No quise inmiscuirme.

—¿De repente?

Annette Glaser asintió furiosamente con la cabeza, como si siempre hubiera sabido que el peluquero y su especialista en tintes eran un par de bellacos.

—Pero eso no es un motivo para detenerla —dije—. Entonces puede ponerme a mí también las esposas. ¿Qué le parece?

—Siempre pensé que podríamos trabajar juntos razonablemente. ¿Qué le dijo la señora Bresinski?

—¿La galerista? Que lo lamentaba terriblemente. Y que cree que los cuadros de Jakob volverán a aparecer más tarde o más temprano. Ahora recuerdo otra cosa. Kitty averiguó…

—¿Quién?

—Una colaboradora mía de la peluquería, la que lleva la recepción. Le resultó llamativo que al menos en dos ocasiones hubieran entrado a robar en pisos en los que Jakob había estado trabajando. De uno de ellos desaparecieron vanos objetos artísticos bastante valiosos.

—¿Y su colaboradora, supongo yo, sospecha alguna relación?

—Eso es exactamente. Puede que hasta esté involucrada la galerista. O su ayudante. ¿Se ha ocupado ya de él? Entre él y Gregor Kanter hay guerra. Los dos se odian.

—¿Cuánto hace de lo de los robos?

—Aguarde… los gemelos de Theadora tienen ahora, según creo… Así que hace aproximadamente medio año. El robo se cometió el día que nacieron. Alguien tenía información. Puede que en realidad estuviera Jakob detrás del asunto. O, qué le parece, Gregor Kanter. Aunque él, a mi modo de ver, no correría un riesgo semejante. ¿Qué opina usted?

La comisaria cogió lápiz y papel.

—¿Cómo se llama esa señora, la de los gemelos?

—Theadora.

—¿Y qué más?

—Para eso tendrá que llamar al salón. Antes se llamaba Schmitz, pero desde que se casó con el japonés soy incapaz de recordar su apellido. Diré a mis empleados que pueden darle a usted el teléfono de Theadora. La otra señora se llama Vera Zernack.

Fuera se oyó el silbido de un petardo de Nochevieja. Después del estampido se hizo de nuevo el silencio.

—¿No puede usted poner en libertad a Bea?

Annette Glaser escribió algo.

—No. Tenía ya el equipaje hecho. Riesgo de fuga. Y riesgo de entorpecimiento de la acción judicial.

—Pero sólo quería ir a Sylt.

—Aun cuando quedara en libertad bajo fianza, cosa que no creo, no puede salir de la ciudad.

Fue sólo la débil protesta de un vencido cuando dije:

—Hubiera debido informarme. O por lo menos su ayudante. Yo estaba en Niza y no sabía nada.

—¿Niza? Qué bien.

—Por cierto, ¿dónde está él?

—¿Quién? Ah, ya. De vacaciones. Desde ayer. Se fue a Goslar o algo así, parece ser que a casa de sus padres. ¿Alguna otra pregunta, o algo que pueda hacer por usted?

—No, gracias. Por hoy es suficiente.

—Entonces, feliz entrada de año.

—Gracias, lo mismo digo. Feliz Año Nuevo.

Fin de la consulta. No pude evitar que las palabras me salieran así, que sonaran como si yo quisiera decir lo contrario.

En el pasillo no había nadie, los bancos de espera estaban vacíos. Los empleados, por ese año, habían atrapado a los asesinos, resuelto los casos y cerrado con un suspiro los documentos. Ahora era el momento de hacer las estadísticas. Pero antes de que todo partiera otra vez de cero, la gente quería estar alegre, y ningún acceso de furia ni ninguna debilidad del mundo podía impedírselo. Allí, entre aquellos gruesos muros, yo hubiera podido ponerme a gritar y a llorar, pero mi pañuelo lo tenía Bea en una celda, donde seguramente era mucho más necesario.

Fuera, en la puerta, había una figura delicada y frágil esperando con tanta tranquilidad e impavidez que, sin pensarlo, me colgué de su cuello.

—Está bien, está bien —murmuró Kitty.

Jakob estaba muerto, Bea detenida, Irene embarazada y Gregor produciendo absurdas falsificaciones. Todo estaba embrollado y apenas tenía remedio.

Kitty me dio unas palmaditas en la espalda y dijo:

—Vamos, vamos.

Sólo la galerista, Giselind von Bresinski, y su pulcro ayudante, Alexander Quasten, estaban de buen humor. Aquello clamaba al cielo.

Come on, dear! Ya se arreglará.

¿Y qué otra cosa se hubiera podido decir en aquel momento?

—Necesitas distraerte —añadió Kitty.

Yo no tenía muy claro qué quería decir aquello, pero me dieron una respuesta los conductores que, metidos en sus cajas de hojalata, tocaban impacientes la bocina. Los transeúntes pisaban apresuradamente la nieve convertida en lodo, a la caza de la última botella de champán que debía estimular la fiesta. Los petardazos iniciales se cernían sobre la ciudad como una caprichosa nube de tormenta. Yo no soy un fan de la Nochevieja. Y junto a Kitty, con su elegante abrigo y su bonito cuello de piel, me agradaba no formar parte de ella, ir paseando en medio del jaleo sin rumbo fijo, como si fuésemos intocables e invulnerables. Un mediano artefacto explosivo estalló con toda su potencia en la entrada de una casa. Cogí del brazo a Kitty. ¿Cómo es posible pasar en menos de siete días de meditativo a chiflado? Se me pasó por la cabeza que ahora podría estar tomando un aperitivo con mi madre y Régula bajo un parasol, contemplando cómo rompían las olas.

Kitty me empujó a la puerta de la tienda como a un paraíso salvador.

—¿No irá en serio, verdad? —pregunté.

Qué iba a hacer yo ahora en Dallmayr, entre gente que parecía haber llegado en tropel desde todos los rincones de la ciudad para descubrir por fin lo que quería entre ostras, empanadas y filetes, loden y pieles. También podría estar, pensé, comprando coles en un mercado de Moscú con Alioscha.

Kitty se puso de puntillas y frunció la boca.

—El caviar tiene buena pinta, ¿no te parece? Con un buen chablis. Pero ¿por qué no trufas blancas? Y champán.

—Kitty —dije—. ¿Qué pasa? ¿Por qué vienes a comprar conmigo? Nunca vamos a comprar juntos. Y el día de Nochevieja en Dallmayr es un infierno.

—Sé buen chico. Estás solo. Tu hermana está en la Costa Azul, Alioscha en Moscú, Bea en chirona. Ni siquiera Stephan está aquí. No quieres ir a una fiesta de Nochevieja. Estás deprimido. Por eso me preocupo por ti. Tienes que darte un gusto.

—¿Qué quieres decirme, el último día del año? ¿Te envían los empleados? ¿Quieren más dinero?

—Es algo distinto.

Encontramos un sitio en una mesa alta. Ayudé a Kitty a quitarse el abrigo y acerqué otro taburete. Más allá estaba sentada, como casi todos los días, la anciana del visón y la peluca negra. Saludó con la cabeza mientras masticaba, tragó y se metió sosegadamente en la boca el siguiente canapé de caviar.

—Hay alguien que quiere hablar contigo —prosiguió Kitty.

Otra vez no.

Pedí dos copas de champán y canapés de aquéllos. Levanté mi copa como para protestar.

—Por nosotros. Y por Bea.

—Y porque el próximo año se solucione todo —dijo Kitty.

Bebimos.

—Y bien, ¿quién quería hablar conmigo? —interrogué.

—Una mujer.

—¿Llevaba algo así como un gorro de punto en la cabeza, algo que no lleva nadie más?

—Primero estuvo remoloneando delante del escaparate, y cuando luego entró, tan indecisa y vacilante, enseguida lo tuve claro: ésta no viene a cortarse el pelo.

—¿Y a qué iba?

—A hablar contigo. Le dije que no estabas allí y le pregunté qué quería, pero no hubo manera de que desembuchara. Se limitó a mirar a su alrededor. Tuve la impresión de que te conoce.

—Todo eso me suena mucho —dije.

—Y ahora ya sabemos cómo termina todo —dijo Kitty.

—Desde luego.

—Y ¿sabes lo que dijo? Que era muy importante para ti hablar con ella. Y pronto. A mí me sonó a amenaza.

—¿Qué aspecto tenía?

—Bien cuidado. El pelo…

—¿… jaspeado de gris? ¿Un festival de rizos?

—No lo sé. Llevaba algo en la cabeza.

—¿El gorro de punto, pues?

—De punto sí que era, pero ¿no era más una capucha?

—¿Cómo eran sus ojos? ¿Tenía pestañas largas, muy bonitas?

—¡Si llevaba gafas oscuras! ¿La conoces?

—Pues…

Pero ¿tendría sentido aquello? ¿Por qué la mujer que estaba siempre eludiéndome, que al parecer hasta evitaba ir a su lugar de trabajo, sólo por no encontrarse conmigo, porqué aquella persona iba de repente al salón a buscarme y estaba determinada a hablar conmigo?

—Por un momento pensé en Maria, la ex amiga de Jakob.

—¿No prefieres hablar inmediatamente a la señora Glaser de tus sospechas?

—¿Qué sospechas? ¿Qué iba a contarle? ¿Que una mujer con capucha y gafas de sol ha preguntado por mí en el salón? Al menos desde el numerito de los robos, ella piensa que los peluqueros tenemos un tornillo flojo.

—¿Desde cuándo te preocupa lo que la gente piense de ti?

—Desde siempre.

Bebimos, callamos y esperamos una animación que tendría que estar encerrada en nuestra bebida, como si estuviera incluida en el precio. Pero quizá fuera mejor que obrara con sensatez. ¡Como si precisamente aquel día fuera a pasar algo más! También se podía, sencillamente, seguir pidiendo copas y botellas y suspirar hasta que el plazo hubiera transcurrido y el año hubiese terminado.

Alguien, al ponerse el abrigo, me clavó el codo en las costillas y ni siquiera se disculpó.

Acabé la copa y dije a Kitty:

—Tal vez tengas razón. En cuanto empiece el año llamo a la comisaria y se acabó.

En la calle Hans Sachs empezaban a verse figuras con grandes fuentes cubiertas con papel de aluminio, la ensalada de pasta como provisión para la espera colectiva. Mi última acción del año fue recoger la propaganda del buzón. En la alfombra de la escalera tuve la vaga visión de una bañera llena de agua caliente. A Alioscha le gusta leer en la bañera los multicolores prospectos de las ofertas especiales, supuestamente porque no importa que se mojen. Pero ¿dónde estaríamos cuando yo empezara a recuperar esas costumbres?

La luz se apagó. No retrocedí hasta el interruptor, pues conozco cada peldaño hasta dormido. Saqué la llave, ese movimiento automático en mitad de la escalera para ganar unos segundos de vida, ya en casa mentalmente. De pronto vi un fardo. ¿Había alguien allí sentado?

Aquel ser me miró desde su capucha, se desplegó en toda su extensión y vino hacia mí. Con el susto, necesité dos segundos para examinar aquel rostro en el oscuro rincón.

—Pero ¿qué haces aquí?

Gregor estaba muy cerca de mí. Yo esperaba no dar la impresión de estar sin aliento. Al abrir vi con el rabillo del ojo que llevaba bajo la chaqueta algo que abultaba mucho. Tuve la esperanza de que no fuera lo que me imaginaba.

—Pensé pasar por tu casa con una botella —dijo—. Por supuesto, de lo mejor. Seguro que tú no bebes nada barato, ¿a que no?

—Depende siempre de con quién beba uno.

—Oye, no lo habrás dicho por ofender, ¿no?

—Entra. ¿Es que vas a alguna fiesta de Nochevieja?

Con las ganas que tenía de estar solo en aquellos momentos. Pulsé los interruptores de la luz en las habitaciones y según se iban encendiendo las lámparas reflexioné acerca de cómo podría librarme de Gregor con rapidez y con la máxima elegancia. Y sólo en ese sentido me interesó su respuesta.

—¿Una fiesta de Nochevieja? —exclamó desde el pasillo, donde dejó su chaqueta colgada—. Eso mismo quería preguntarte yo a ti. Seguro que tienes un montón de invitaciones estupendas.

—No me puedo librar de ninguna manera. Pero ¿cómo sabías que iba a venir a casa? Lo mismo podría haberme ido de viaje.

—Me arriesgué. Además sé que alguien como tú, que lleva de acá para allá lo menos desde primera hora de la tarde, antes de una fiesta toma un baño caliente. ¿Tengo razón?

Gregor me siguió a la cocina y miró con curiosidad en torno suyo.

¿Había estado desde primera hora de la tarde merodeando cerca de la casa? Tal vez debiera simplemente abrir la botella, beber con él, brindar y atajar lo que fuera. Pero ¿qué?

—¿Por qué has venido? —pregunté.

—Quiero secuestrarte.

Me reí como si hubiera oído un buen chiste e hice girar el sacacorchos.

—En serio, camarada, si no tienes nada que hacer me gustaría enseñarte los cuadros.

—¿Qué cuadros?

—Los que he pintado. Ya sabes, al estilo de Jakob.

—Ya te dije lo que pienso de esa idea. Y Alioscha tampoco tiene el más mínimo interés.

—No seas aguafiestas. Por lo menos tienes que ver los cuadros. Nada más. Sin ningún compromiso de ninguna clase, ni para ti ni para Alioscha.

—De todos modos no hay compromiso. Pero tampoco es una fiesta. Y si lo es, es una fiesta asquerosa.

Gregor miró fijamente mis manos, que agarraban el cuello de la botella como si fueran las de un estrangulados Fue en aquel preciso segundo cuando comprendió que su plan no resultaba y que debía decidir de inmediato cómo reaccionar. Si yo no hubiera tenido los pulgares en el corcho, el taponazo habría sido considerable. El ácido carbónico se elevó como un humo blanco.

—De acuerdo —dijo Gregor, levantando las manos como si fuera a aplaudir. Pero no hizo más que juntarlas para forjar el plan siguiente—. Te ataco por sorpresa y te robo tu valioso tiempo. Olvídalo y ya está, ¿okey? Ahora te dejo en paz y no se hable más del asunto.

En el umbral se volvió nuevamente hacia mí. En su mirada se leía el respeto por mi fuerza, algo a lo que era indecoroso resistirse, y la sonrisa de un seductor que lo seguirá intentando en otra ocasión. Por lo menos así me pareció en aquellos instantes, antes de que doblase la esquina del pasillo. ¿O quizá no era más que un pilluelo cuyas travesuras no había que tomar en serio? La puerta del piso se cerró. Gregor se había marchado. Respiré.

Lástima del champán. ¿Me lo bebía ahora solo?

En el frigorífico había algunas cosas que había comprado Agnes y también exquisiteces de Dallmayr. No pude evitar una sonrisa divertida. Aún quedaban tres horas para medianoche. Había perdido la última oportunidad de cerrar el año, aunque fuera con Gregor, irme a dormir era una tontería, de modo que me quedaba la bañera. Abrí el grifo hasta el tope.

En la calle berreaba una voz solitaria en un desesperado intento de montar fiesta. Asimismo, la sorda trepidación en algún lugar de la casa daba a entender que había que hacer mucho ruido o guardar un silencio completo. Me acordé de que había olvidado a los Eisenblátter en la avalancha de felicitaciones de Año Nuevo. Tenía que compensarlo, más por mi madre que por los Eisenblátter.

Con la botella de Gregor y el teléfono subí a la montaña de espuma y marqué: trece cifras grabadas en una tecla, mi personal musiquita de Rusia. Estaba claro: a Alioscha le encantaría oír mi voz. Según la diferencia horaria con Moscú, tendría que estar apurado pelando a destajo las remolachas rojas para el menú de Año Nuevo. Y no sólo porque no estaba tan equivocado en lo de las coles, metido en el agua caliente mi felicidad fue de repente completa. Le hice explicarme otra vez por qué su smietána era mucho mejor que nuestra nata, me interesé por cómo se maldecía por no haberse llevado chalotes del mercado a Moscú… sólo para que hablara y oír su bonita voz, que me arrullaba como el familiar perfume de la espuma de baño.

—¿Y tú qué haces? —me preguntó cortésmente.

—¿Yo? Nada.

—Te oigo chapotear. Estás en la bañera. Es muy peligroso hablar por teléfono en la bañera.

Le hablé de la deprimente visita a Bea en la prisión preventiva y del abogado remolón, de la solicitud de Kitty y de la curiosa aparición de Gregor.

—Qué bien que no te hayas ido con él —alabó Alioscha—. Slava bogu.

—¿Por qué hubiera estado tan mal?

—Esa idea, imitar los cuadros de Jakob, es una completa chaladura. Ese tipo está chalado.

—¿Estás celoso?

—¿Tendría motivos para estarlo?

Llamaron a la puerta. El ruido hizo moverse el agua de mi bañera.

—¿Y ahora quién viene? —preguntó Alioscha.

—Tengo que dejarte.

—No cuelgues.

—¡Creo que sé quién es!

—Todavía no te he dicho que me ha llamado la señora Von Bresinski.

—¿Qué quería?

Llamaron otra vez. La reconocí por la manera de llamar: un timbrazo familiarmente breve y sin embargo imperioso.

—Te llamo —dije, como si eso fuera una novedad para Alioscha, y, saliendo de la bañera y llevándome conmigo toda una ola, grité—: ¡Voy!

Estaba contento. ¿Había tenido clemencia, o como se dijera, Annette Glaser? Francamente, yo tampoco esperaba otra cosa. Pero de todos modos le mandaría un gran ramo de flores.

Me puse el albornoz y corrí a la puerta.

No había nadie. Alguien bajaba la escalera, se alejaba paso a paso. La lentitud revelaba la desilusión porque el plan de dar una sorpresa hubiera fracasado.

—¿Hola? ¿Bea, eres tú?

Silencio. Luego los pasos, ahora hacia arriba, veloces y resueltos.

—Gracias a Dios que te ha dejado salir —dije.

Una figura envuelta en un abrigo largo apareció por la curva de la escalera y llegó al descansillo. Llevaba un jersey de cuello alto, el cabello acentuaba la forma de corazón de su cara. Era Maria.