11

Oí el frufrú del forro de un abrigo y una voz que decía:

—¡El peluquero! ¡No puede ser!

En la mesa, delante de mí, había un vaso de agua que alguien me había traído. Y ahí dentro… Qué pesadilla. Pero a la mujer le interesaba por el momento otra cosa.

—Tomas Prinz, Tomas sin hache: ¿no es así?

Aquel tupé cortado de cualquier manera, mecánicamente aclarado con mechas: la comisaria de lo criminal Annette Glaser. La recordaba: su peinado no era entonces como para tirar cohetes, pero esta vez aún se podían subir las apuestas.

—¿Cómo entró usted en el piso? ¿Y qué tiene que ver con el muerto? —me preguntó.

En su firme apretón de manos percibí que o bien su mano estaba muy caliente o bien mis dedos estaban muy fríos.

—¿De verdad está muerto? —conseguí decir.

En sus ojos apareció una expresión indulgente, casi bondadosa. En aquel instante me pareció una amiga de confianza.

—Lo siento mucho —contestó—. Sí, está muerto, y yo dirijo la investigación.

Yo quería abrazarme a ella y estallar en llanto, pero me limité a murmurar:

—Hacía mucho que no la veía.

—¡Me hace usted gracia! ¿Cuánto tiempo hace de aquel caso nuestro?

En la puerta estaba apoyado su joven ayudante, de cuya delgada figura me acordaba vagamente. Me miraba con fijeza, como si ya me estuviera trazando mentalmente un perfil psicológico criminal. Detrás de él pasaban otras figuras por el pasillo, con café, máquinas fotográficas y otros aparatos, y con sus blancos monos protectores me hacían pensar en astronautas de expedición.

¡Ojalá todo aquello no fuera verdad! Pero eso no era más que una vana ilusión.

—Déjenos solos, Torsten —pidió en voz baja la comisaria a su ayudante.

Él se mostró vacilante.

—Y cierre la puerta cuando salga.

Tampoco le resultó fácil.

—Ahora cuéntemelo todo en orden —el abrigo acolchado hizo frufrú al sentarse—. ¿Quién es el muerto y cuál es su relación con él?

—Se llama Jakob Zimmermann.

Annette Glaser me acercó el vaso e hizo sitio para su cuaderno.

—Es mi medio hermano. Maldición, ¿por qué no vino este estúpido a Zurich, como habíamos acordado? Entonces no habría ocurrido esta locura, ¿no?

—¿A Zurich?

—Queríamos celebrar la Navidad con mi madre. Pero él cambió de idea y se quedó en Munich.

—¿Tiene algún pariente?

—Su madre murió. Los parientes más próximos, según creo, somos mi hermana y yo. ¡Tengo que decírselo a Régula! Ella todavía no sabe nada de lo que ha pasado. Y a mi madre. Imagínese, ahora ya no conocerá a Jakob. ¡Nunca!

—Tranquilícese. ¿No conocía su madre al señor Zimmermann?

—Personalmente no. Jakob y yo… teníamos el mismo padre.

—Ah, ya. Medio hermanos.

—Y hasta hace poco nosotros, es decir, mi hermana y yo, ni siquiera sabíamos de su existencia. Hace unas cuantas semanas se plantó en mi peluquería y dijo «heme aquí». Hubo una conmoción. Quiero decir, una cosa así no pasa todos los días.

La comisaria anotó.

—¿Y ustedes no sabían absolutamente nada?

—Yo no tenía ni la más remota idea. Y él sólo se había enterado al morir su madre. Había un testamento o una especie de álbum, allí estaba todo escrito. Pero ¿qué tiene eso que ver con el asesinato?

—¿Y para esta Navidad, usted quería celebrar una reunión familiar en Zurich, en casa de su madre?

—Sí.

—¿Y por qué está aquí?

—Como ya le he dicho, Jakob había cambiado de idea. Le estuvimos esperando, pero no se presentó. Y luego, súbitamente, este…

—¿Hubo alguna discusión?

—No directamente. Al principio me sentí molesto porque no hubiera aparecido. Pero se disculpó por ello, en mi contestador. La presión, con la familia, era demasiado para él. Sinceramente, puedo entenderlo.

—¿Existe todavía ese mensaje?

—¿Qué mensaje?

—El de su contestador.

—Claro. Lo oí hace un momento y luego vine aquí inmediatamente.

—¿Y cómo sabía usted que estaba aquí? ¿Qué estaba haciendo él aquí?

—Es la casa de mi mejor amigo, Stephan… ¡Maldición!

La comisaria me miró sorprendida.

—¡Tengo que avisar a Stephan!

—¿Dónde está, pues?

—Esquiando con Sabine, en algún lugar de Colorado —miré el reloj—. ¿Qué hora es allí? ¿Las doce? ¿La una?

—Lo comprobaremos —Annette Glaser volvió la hoja—. Pero, de todos modos, su amigo no puede hacer nada ahora en Colorado. Iba usted a decirme qué hacía su medio hermano en el piso.

—Es verdad —me puse en pie, fui al grifo y llené mi vaso de agua—. ¿Quiere usted?

Annette Glaser hizo un gesto negativo.

Bebí y me apoyé en el fregadero. Traté de concentrarme.

—Stephan había encargado a Jakob la obra del piso. A la vista está: empapelar, pintar, todo eso. Jakob había hecho muchas veces esta clase de trabajo. Como pintor apenas ganaba nada. Sin embargo, eso iba a cambiar muy pronto. Es que clama al cielo…

—Eso no lo entiendo —me interrumpió la comisaria—. ¿Como pintor hacía muchas veces esos trabajos pero apenas ganaba nada? Pero ¿y luego? Es decir, ¿cómo es que ahora…?

—Como pintor… ¡quiero decir como artista! ¡Jakob era un artista! Y si no estuviera usted interrumpiéndome constantemente, ya le habría contado hace rato que justo ahora iba a dar el paso decisivo. Una galería de Moscú quizás está en este preciso instante vendiendo todos sus cuadros a un pescadero ruso, ¿entiende? Quiere tener todo lo que ha pintado Jakob. ¡Es de locos!

—O sea que ahora, encima, los rusos.

Annette Glaser dejó el bolígrafo a un lado y se frotó los ojos. ¿Qué pasaba? Se levantó y se quitó el abrigo. Aquel frufrú con cada movimiento era insoportable.

Volvió a sentarse, apoyó la sien en el dedo índice y leyó a toda prisa sus notas. ¿Había perdido el hilo?

—Discúlpeme, por favor —dije.

—Otra vez: ¿por qué vino usted aquí a ver al señor Zimmermann?

—En realidad a causa de su galerista de aquí, de Munich. Yo quería hacer de mediador. ¡Un momento! ¡Esa mujer estaba terriblemente cabreada con Jakob! Y estaba cagada de miedo. ¿Comprende? Muchos de los cuadros de Jakob se hallaban en su galería o en alguna otra parte, Jakob fue a verla y quiso recuperar lo que era de su propiedad, para el pescadero ruso. Y ella, la galerista, claro, se puso terca.

—¿Nombre?

—¿Cómo?

—¡El nombre de la galerista!

—Giselind von Bresinski, calle Brienner.

La comisaria lo apuntó todo.

—¿Y por qué…? —preguntó.

—¿… vine yo aquí? Bien; la Bresinski me había dicho que me recogería en el aeropuerto. Habíamos quedado en discutir con calma el asunto de la oferta de Moscú. Naturalmente, ella quería sacar todo lo posible, y que Jakob le devolviera los cuadros. Me parece a mí que no tiene ningún derecho…

Annette Glaser me miró.

—Sea como fuere: la que no apareció fue la señora Von Bresinski. Entonces tomé un taxi y me fui a casa, en la calle…

—… Hans Sachs, ya lo sé. ¿No la llamó?

—¿A la Bresinski? No. Oí el mensaje de Jakob, eché mano de la botella de champán y me vine para acá. Por fin había algo que celebrar. La Navidad, el acuerdo sobre los cuadros. Y ahí lo vi…

De repente tuve de nuevo la imagen ante mí. Cómo lo cogí por el cuello, pero su cuerpo pesaba toneladas. La cabeza estaba metida en la pintura, como pegada. Tuve que agarrarlo del pelo, ojalá no se lo hubiera dejado tan corto; fue así como conseguí sacarlo. Debajo de una espesa y viscosa capa se perfilaron la nariz, la boca y las órbitas oculares. El rostro de Jakob era una blanca mascarilla mortuoria.

—Disculpe, ¿puedo abrir la ventana?

—Por supuesto. Además, ya casi hemos terminado. ¿Se encuentra bien?

—Ya pasó, gracias.

—¿Alguien en la casa le llamó la atención?

—No, que yo sepa.

—¿Tiene llave del portal?

—No.

—¿Cómo entró? ¿Llamó al telefonillo?

¿Cómo había sido?

—Me crucé con alguien. Un vecino.

—Un hombre, pues. ¿Lo conocía usted?

—Creo que lo he visto por aquí una vez.

—¿Pero no está seguro?

—Bueno, ahora no podría jurarlo.

—Entonces entró en la casa. ¿Qué más?

—Subí la escalera y entré directamente en el piso. ¡Cielo santo! ¡La puerta estaba abierta! Me sorprendió, pero luego… eso no significa que…

—De momento eso no significa nada en absoluto.

—¡Al final, el asesino se me escapó por muy poco! Puede que estuviera todavía arriba, en el descansillo, y me viera entrar. Porque se trata de un asesinato, ¿verdad?

—Evidentemente. Sin embargo, aún tenemos que esperar los resultados de la autopsia.

Entró el ayudante.

—Quizá fue el desconocido con el que me encontré abajo, en la puerta. O Giselind von Bresinski. Pero todo eso es absurdo. ¿Quién querría matar a Jakob? No me lo puedo ni imaginar —dije.

El ayudante susurró algo a Annette Glaser, que asintió y le dijo:

—Dos minutos.

Torsten retrocedió un paso. Una mosquita muerta.

—Dígame, señor Prinz, ¿quién sabía que Jakob Zimmermann se encontraba en este piso?

Reflexioné.

—Todos. No era ningún secreto. Yo lo sabía, Bea, Kitty, Alioscha, también Régula, y hasta mi madre. Y sin duda también el mejor amigo de Jakob, Gregor Kanter. Creo que a él se lo contaba todo.

—¿Tiene usted un número de teléfono suyo?

—Lo siento. A menos que Kitty lo apuntara en la agenda de citas. Pero no puedo asegurarlo.

—¿Qué citas?

—En la peluquería. Estuvo una vez. Bea le tiñó e incluso le cortó. Normalmente sólo tiñe.

—¿Sabía usted que su medio hermano había aprovechado la ausencia del señor Hammerschmid para instalarse aquí?

—No, eso no lo sabía. Pero incluso puedo imaginar que se lo sugiriera Stephan.

—Según parece, el señor Zimmermann tuvo visita. Alguien había pasado la noche aquí, en el piso. ¿Sabe usted quién pudo ser?

—No tengo ni idea. ¿Quizá la mujer del gorro de punto? Era su novia o la de Gregor. La mujer aguardó en la calle, delante de la peluquería, cuando Jakob estuvo allí, y luego se fueron todos juntos al Selig. Me pareció que los tres se conocían bien. Pero desgraciadamente no sé cómo se llama. En eso le podrá ayudar sin duda Gregor Kanter.

Annette Glaser cerró su cuaderno.

—Muchas gracias, señor Prinz —me miró. ¿No se le olvidaba nada?—. Es todo por ahora. Nos ha sido usted de mucha ayuda.

Eché mi silla hacia atrás. Me sentí desfallecer.

—¿No prefiere que lo llevemos a casa?

—No es necesario. Tomaré un taxi. ¿Han visto ustedes un gato por aquí, en alguna parte?

—Pamplinas. Mi compañero lo llevará. ¿Torsten? A la vuelta no se olvide de traer el contestador automático del señor Prinz.

El ayudante me condujo por el pasillo, pasando por delante de la habitación del crimen. Evité mirar al interior. Los hombres lunares estaban también en el recibidor, husmeando y recogiendo la mota más diminuta, la pista que pudiera llevarlos hasta el culpable. ¿Encontrarían algo? ¡En casa de Stephan! ¡Si él supiera… y más aún Sabine! Vivir allí era algo que yo ya no podía imaginar. Puede que el asesino hubiera dejado sin techo a mi mejor amigo.

En el coche me quedé mirando el panel de instrumentos, al que también estaba sujeto uno de aquellos cuadernos. Dominar las náuseas me exigió total concentración. Torsten encendió la radio.

¿Cómo estarían pasando el tiempo los que aún no sabían nada? Vi a mi madre en el despacho, con la mirada fija en la pared vacía donde había colgado el dibujo que ahora no pertenecía a nadie. Vi a Alioscha en Moscú con Vladimir Hausmann, cerrando con un apretón de manos un trato que a Jakob ya no le serviría de nada. Vi el cuerpo de Jakob que, transportado por brazos y piernas por los patólogos, se balanceaba unos segundos en el aire y descendía hasta aterrizar pesadamente en la mesa de disecciones, vi el rostro, la máscara fantasmalmente blanca. Tenía que liberarme de aquella visión.

—¿Cómo es su apellido exactamente? —pregunté. Pero no entendí la respuesta y no volví a preguntar.

Por fin estuvimos delante de mi casa. Torsten iba detrás de mí, siempre dispuesto a sostenerme. Me sentía mal. De un modo u otro conseguí subir la escalera y abrir la puerta. Entré precipitadamente en el baño, levanté la tapa del váter y vomité. Me incorporé con lentitud. ¿Cómo podían estar las piernas flojas y pesadas al mismo tiempo? Me apoyé en el lavabo y contemplé mi cara en el espejo. Qué mundo éste. Había terminado con él. Por lo menos ese aspecto tenía.

—¿Está usted bien? —oí al otro lado de la puerta.

Dije algo y de pronto no tuve más remedio que sonreír ante la devoción de aquel hombre, que parecía haber nacido para ser ayudante. El contraste del agua fría y caliente facilitó el riego sanguíneo. Ahora a dormir y nada más.

Él seguía montando guardia.

—Espere… ¿va bien? —dijo, y me sostuvo como a un herido.

Crucé el pasillo arrastrándome, choqué contra la bicicleta con aquel ridículo lazo, regalo de una vida en cierto modo distinta, tropecé indiferente con mi maleta, que ni siquiera había abierto, y caí como una piedra en el sofá. Ni me quité los zapatos. Su manera de ayudarme me hizo pensar en ofrecerle algo de beber.

—Con mucho gusto —respondió, al fin y al cabo ya no estaba de servicio. Era una suerte no estar solo en aquel momento.

Torsten intentó ser brillante y hablar del mundo, que, en su opinión, no era tan malo. Era conmovedor cómo trataba de representar el papel de persona encantadora con vaso de whisky. Más por aburrimiento que por interés, yo estudiaba el recorrido de las costuras de su pantalón.

—Usted tampoco lo tiene fácil con todos esos asesinos y asesinados, ¿no? —dije, totalmente fuera de contexto.

Se rió por fin, pero de nuevo contestó con excesiva seriedad. Nunca me había fijado en sus ojos claros, que me miraban como si quisieran demostrar que era mucho más que el ayudante que sale de la habitación cuando lo dice la jefa. Era un hombre que, con agudeza, deduce, pone a prueba y tiene visiones. Poco a poco yo me sentía dispuesto a declararme conforme con que así fuera. Sobre sus mejillas pulcramente afeitadas se extendía en diagonal una bonita sombra.

Me resultó todo muy entretenido, la historia del hacha ensangrentada debajo del colchón en el dormitorio, el whisky flojo, hasta el cuello con las puntas abotonadas a la camisa, y me esforcé por poner cierta intención en mis palabras, que sin embargo me salían como si se tratara de algo muy urgente:

—¿Se acuerda aún del calor que hacía en verano, cuando estábamos investigando usted y yo, con su jefa? Corríjame, pero si no me equivoco y no he perdido ahora del todo la memoria, hacía un calor espantoso, ¿no?

Traté de leer con toda exactitud en sus labios, que se movieron para decir, como si eso explicara algo:

—Que no se me olvide el contestador.

—No importa —contesté, y decidí que era imposible que fuera un crimen besar aquellos labios en semejante día.

Lo conté todo. Kitty no cesaba de mover la cabeza de un lado a otro. Régula, que no tardó ni treinta minutos en presentarse en el salón después de mi llamada, miraba fijamente hacia delante, como buscando febril una explicación que lo redujera todo a un gran malentendido. ¿Y Bea? Miraba por encima de todos nosotros, hacia la calle Hans Sachs, inmóvil como la luna, de tal modo que por un momento dudé de si había comprendido mis palabras. La vida se percibía sórdida y confusa aquel martes 27 de diciembre.

—Lo siento —dije, como si yo tuviera la culpa—. Lo más importante es que ahora mantengamos todos la cabeza fría. La policía, concretamente la señora Glaser, averiguará qué pasó en casa de Stephan. Bea, ¿estás bien? Ven, siéntate.

Bea hizo lo que le decía.

Alguien empujó la puerta desde fuera. Kitty extendió en el aire los diez dedos con ocho anillos, cosa que quería decir: cerrado.

Régula murmuró:

—Sea como sea, hay que seguir adelante, ¿no? Pero ¿cómo? Ahora que acabábamos de encontrarlo.

Volvió la cabeza a un lado. La rodeé con el brazo y noté su aliento en mi hombro. Estaba temblando. Le acaricié el sedoso cabello.

Sonó el teléfono. Bea continuaba sentada, sin fuerzas para liberarse del peso que agobiaba sus hombros y la oprimía contra el suelo. Tuve miedo por ella. Nunca la había visto así.

—Imposible —decía Kitty—. El señor Prinz no acepta nuevos clientes. No, no puede ser. De verdad que no.

Era la vida cotidiana. Régula se sonó y se secó la roja nariz dándose ligeros toques con el pañuelo, exactamente igual que mi madre. Ella estaba ahora haciendo las maletas y aún no me había atrevido a llamarla. ¿Querría Régula, sólo por esta vez…?

—¿Qué significa «personalmente»? Pero comprenda usted… ¿Cómo?

Kitty sostuvo el auricular en el aire y me miró con irritación.

Lo cogí.

—¿Diga?

—¿Es usted el señor Prinz?

Me di cuenta enseguida de que no se trataba de una mujer que se mira al espejo y decide que tiene que ir de inmediato a la peluquería.

—Usted no me conoce —dijo—. Soy la novia de Jakob —respiró—… era.

—Siento mucho todo lo ocurrido —dije yo—. Estamos muy tristes —y como ella no decía nada, pregunté—: ¿Puedo hacer algo por usted?

Su voz incorpórea sonaba más vacilante que tímida.

—Querría darle una cosa. Creo que Jakob tenía intención de hacerlo. Últimamente estaba siempre hablando de usted con mucho afecto.

—Sí. ¿Cuándo le vendría bien?

Kitty intentó pasarle una taza a Bea; la sostuvo en el aire delante de ella y acabó por dejarla, encogiéndose de hombros, en la mesita, a su lado.

—¿Ahora mismo? —preguntó la voz.

—Mejor mañana —propuse—. A las nueve. ¿Conoce el bar Arosa?

—No.

—Está en el barrio de Glokenbach, calle Hans Sachs, a unos cientos de metros de la peluquería. ¿De acuerdo?

—Sí.

—Entonces nos vemos allí.

—Conforme.

—¿Cómo se llama usted?

—Irene Herrlich. Adiós.

Colgué el teléfono.

Irene Herrlich. ¿Era la mujer del gorro de punto? Pero igual podía ser una completa desconocida. Sin embargo, ahora había algo más importante.

—Nena, tienes que tomarte el té antes de que se enfríe —dije.

Bea no se dio ni cuenta de que le cogía la mano.

—¿O prefieres echarte un rato arriba?

Las lágrimas se deslizaban por sus mejillas, como diciendo: lo que quiero es que él vuelva a la vida.