16
Necesitaba el documento de identidad de Régula. Estaba en el mostrador de facturación como un guía turístico, esperando a mi hermana. Régula saliendo de viaje sin la familia. Podía imaginarlo: Anna entregándose a la tribulación de la despedida. Jonas haciendo imposible la separación con un nuevo brote de neurodermatitis. Y Christopher tratando de arreglar aún la cerradura de la maleta. Pero puede que el retraso se debiera sólo al tren de cercanías, que Régula utilizaba por razones político-morales, mientras que mi madre y yo somos los campeones mundiales en uso de taxis. Régula, apresúrate.
Dejé pasar a una señora que llevaba aún más equipaje que yo.
Los siguientes días no serían fáciles. Madre e hija se veían por primera vez desde que Jakob había entrado en nuestras vidas. El encuentro se desarrollaría quizá de la siguiente manera: primero estarían en armonía, luego vendría el momento de hablar claro y poner sobre la mesa la causa de Jakob. Régula reprocharía a mi madre que nunca piensa más que en sí misma. Mi madre lo negaría y argumentaría que nunca quiere más que lo mejor para la familia. La disputa iría subiendo de tono y en el punto culminante las dos solicitarían una pausa, cogerían cigarrillos y tabletas contra la jaqueca y, furiosas, escarbarían mentalmente buscando agravios olvidados hace ya mucho tiempo. Ahora me tocaba actuar de mediador y a la vez tenía que estar bien atento para no parecer súbitamente un acusado que tiene la culpa de todo. Conozco ese resultado. Por precaución, había reservado habitación nuevamente en el pequeño hotel del otro extremo del paseo.
Por el altavoz se oyó una última llamada. Pero no estaba dirigida a nosotros, ¿no?
El quid de todo el asunto era: no había tal hijo. Sólo que a todos nos había parecido posible.
—¿Por qué viajas con tanto equipaje? —preguntó Régula.
—¿Y tú? —miré su curiosa y práctica bolsa de viaje—. Jersey, bikini, vestido de cóctel; y las demás cosas que hacen falta en invierno… ¿está todo ahí?
—No, pero iremos de compras juntos. Tú eliges y mamá paga.
—Pero en tus Galeries Lafayette no vas a conseguir que entre.
Para Régula, los siguientes días suponían una rara oportunidad de tomarse vacaciones de su matrimonio y su familia; para mí, un notable sacrificio, pues no podría aprovechar los días libres de fin y principio de año para ayudar a Alioscha y darle ánimo. Tenía problemas. Tras el robo de los cuadros, su jefa le había ordenado regresar a Moscú. El ambiente allí estaba feo. Vladímir Hausmann había usado para describir el asunto una palabra que Alioscha me tradujo con la expresión, probablemente suavizada, «tomarle por un mamón». Para el prestigio y la credibilidad de la galería, la pérdida de los cuadros había acarreado un perjuicio tan grande que Alioscha lo había bautizado como una supercatástrofe. Ahora me hubiera gustado mucho estar a su lado. No hay muchos momentos en su vida en que necesite mi consuelo. Y yo ¿qué hacía? Irme en dirección contraria, a Niza, como si hubiera una ley por la cual siempre tuvieran que chocar el amor y las limitaciones de hecho, y discutir con la señora de facturación, como si fuera lo más importante del mundo, para que me diera asientos en el lado de estribor. Y los audaces arcos que la señora de facturación se había pintado a modo de cejas me dieron a entender que consideraba a todas las personas como unas histéricas.
Cuando las dificultades con el personal y el barullo de la partida quedaron superados y atravesamos capas de aire más y más frías, cuando los motores empezaron a sonar por fin de manera uniforme, me di cuenta de que la tensión me abandonaba poco a poco. Al fin y al cabo, las semanas anteriores habían sido extremadamente agotadoras para mis nervios. Los cinturones hicieron clic al soltarse, y con el tintineo de la vajilla se inició la callada actividad de la atractiva azafata y del decepcionantemente poco atractivo azafato. Era para mí un placer estar otra vez codo con codo con mi hermana ante las mesitas plegables, quitar los envoltorios de colores a los panecillos, el filete y la tarta, que son tan pequeños que de niños siempre nos imaginábamos que venían de un país habitado por enanos. Régula pidió champán. El sol brillaba sobre un blando e irreal penacho que se extendía allí fuera como fieltro peinado y del que, una y otra vez, se deshilachaban algunas vedijas y se elevaban a lo loco. Respiré profundamente.
Régula trató de no organizar un cisco con sus trocitos de ensalada. Lo logró.
—Cuéntame —dijo—. ¿Qué tal ayer con Gregor en la galería?
—Pues se acabó.
—¿Habéis averiguado algo?
Le hablé de los dos galeristas, que a mí me parecían «escurridizos como anguilas», y de Gregor, que tenía bien calado el negocio del arte y participaba en él. Era un profesional. Y lo mejor de todo:
—Gregor me ha hecho una oferta, y vaya oferta. Me quedé pasmado.
—¿Qué oferta? —quiso saber Régula.
—Figúrate: quiere volver a pintar los cuadros que pintó Jakob. Imitar el estilo. Firmarlos como Zimmermann y mandarlos uno detrás de otro a Rusia para venderlos. ¿Te lo puedes imaginar?
Régula se echó a reír y preguntó a través de la servilleta:
—¿Y Alioscha? ¿Qué dice él de esto? Gregor no pensará en serio que vaya a tomar parte en semejante estafa. Qué descaro tan increíble.
—Ésas fueron exactamente sus palabras —respondí.
Pero también pensé en la pausa que se había producido por teléfono, como si Alioscha repasara mentalmente con rapidez las posibilidades de tal arreglo. Sin embargo, gracias a Dios, dijo luego:
—¿Es que ha perdido la chaveta?
—Este Gregor se ha vuelto loco —dijo Régula.
—Pero es un tipo muy chulo, sin tabúes.
—¿Quieres decir, sexuales?
—¿Qué te hace pensar eso?
—No deja de ser atractivo, ¿no?
Régula y sus constantes globos sonda.
—Me resultó bastante impresionante la manera en que le puso a su galerista todas las verdades sobre la mesa —dije—. Sin consideración por lo que podría perder. Sinceramente, no sé si yo hubiera sido capaz de algo así. De todos modos, él depende de la Bresinski.
—Él sabe perfectamente hasta dónde puede llegar, ¿no crees? Para mí que quería impresionarte. Y al parecer lo consiguió.
Tal vez tuviera razón Régula. Tal vez estuvieran jugando conmigo todos ellos, Gregor e Irene. Y después se reunían en el café, juntaban las cabezas y se reían a coro. Como ahora con la propuesta de Gregor de las falsificaciones. O la oferta de Irene, poco después. Había sido una colosal desvergüenza. Yo había reaccionado con violencia. Pero quizá no debiera contarle a Régula nada de ello.
Miré por la ventanilla. Por un agujero en las nubes se veía centellear ya el Mediterráneo.
¿Es que no había más que abismos por todas partes?
Me imaginaba sentándome ociosamente una tarde tras otra en el Bayerischer Hof, buscando a Maria con la vista y asaltándola con preguntas. Imaginaba a sus colegas sonriendo compasivamente, a los porteros encogiéndose de hombros con lástima, a los mozos de equipajes dejando escapar risitas irónicas. Me ganaría la fama de estar esclavizado por una prostituta llamada Maria. Aunque es posible que usara un nombre de guerra totalmente distinto. A lo mejor tenía un nombre artístico.
No obstante, traté de desconectar, de no pensar más en aquel embrollo. Lo más sencillo, en realidad, sería pedir su teléfono a Vladímir Hausmann.
En aquel momento dábamos la vuelta, por tanto entraríamos, como me había figurado, desde el Este. Qué bien que estábamos en el lado derecho. Reconozco que si hubiera tenido una foto o un retrato robot de Maria, ahora Benni estaría sentado en el hall del hotel, al acecho como un perro de caza.
Enseguida se vislumbró el panorama. Ya sólo por él merece la pena viajar hasta aquí. La comisaria no me había vuelto a preguntar por Maria. Tenía demasiado miedo de que yo pudiera inmiscuirme en la investigación. Pensé en su petición de que estuviera «localizable hasta nuevo aviso». Bueno, no me había traído mi teléfono móvil.
Allí estaban la playa, las olas con su grata corona de espuma mediterránea, el bulevar de cuatro carriles y las palmeras en las que por la tarde fulguran y parpadean las guirnaldas de luces. Ojalá no hubieran quitado aún la decoración navideña. Vi las magníficas villas antiguas con altas ventanas y suntuosos estucos; allí, unos cuantos pecados arquitectónicos de los años sesenta y setenta, pero no importaba, y más allá, ya al alcance de la mano, la cúpula del Negresco, el hotel de mi madre. ¿Cuánto tiempo llevaba sin venir? ¿Cinco años? ¿Seis?
—¡Ponte el cinturón! —exclamó Régula.
Era verdaderamente ridículo la que estaba organizando yo en Munich. Jugaba a ser detective. Como si no tuviera nada mejor que hacer y la vida no me ofreciera otras distracciones. Pero ¿y si la Glaser no descubría al asesino?
Régula se apoyó en el brazo de mi asiento y se inclinó hacia mí.
—Entonces ¿la policía no tiene ninguna pista? ¿Ninguna en absoluto? —preguntó en voz baja, mirando por la ventana, como si se imaginara que, en aquel preciso instante, un suceso burocrático en la fiscalía de Munich, una firma en un papel, fuera a modificar dramáticamente nuestra situación. Yo tenía ese hormigueo en el estómago. El agua se acercaba mucho. Esa sensación de ir a caer de cabeza al mar.
En lo sucesivo, me mantendría al margen de todo. Estaba firmemente decidido.
Hicimos un aterrizaje brusco. Los motores rugieron jubilosamente. El piloto tiró de todos los frenos que tenía a su disposición.
—¡Gracias por las diversiones de la clase Business! —exclamó Régula.
Queríamos pasar la primera parte de la tarde sin dramas. En La Tapenade, en la ciudad vieja, incluso nos dieron, tras haber reservado el día anterior, una mesa que ni siquiera estaba junto a la puerta de entrada. Queríamos comer bien y charlar agradablemente mientras tanto. El inocente tema inicial durante la salade niçoise, de la que mi madre quita la peculiaridad, las anchoas, consistió, naturalmente, en «el primer diente definitivo de Anna» y «la dichosa neurodermatitis de Jonas». Yo mojé un trozo de baguette en la vinagreta del plato y me entregué a mis pensamientos. Stephan se había quedado totalmente mudo al enterarse de que en su casa había tenido lugar un asesinato y el gato se había esfumado. A pesar de todo, yo le había exhortado a que permaneciera en las nieves de Colorado y disfrutara de los últimos días de vacaciones. Si es que eso era posible.
Como si aprovechara aquel momento de distracción, mi madre, enlazando con la neurodermatitis, ya había ido a parar a su tema favorito, el seguro privado de enfermedad y la fecha de vencimiento a los treinta y un años, que nosotros, sus hijos, ya hubiéramos perdido de no ser porque ella había encontrado en su espacioso monedero con cierre dorado la tarjeta del amable agente de seguros, quien, con una simple llamada, arreglaría el asunto para nosotros y también para el pasmarote de Christopher. Y de improviso nos encontrábamos peligrosamente cerca del espinoso tema de Christopher y su complicada situación en materia de seguros e ingresos, que se podía sospechar fuesen en dinero negro, un asunto que en menos que canta un gallo le podía estallar a uno en la cara. Pero con la llegada del segundo plato Régula aprovechó para cambiar de conversación y hacer desaparecer la tarjeta de visita en el cambio de cubierto. Mientras que yo, dedicado a mi pechuga de pato, me peleaba con la salsa de nata, Régula informó de la exposición de Pasolini en la pinacoteca de arte moderno, que para ella era most ontstanding [muy destacada]. Mi madre preguntó qué significaban Pasolini y los anglicismos que se habían introducido en la lengua materna de Régula desde que se había puesto a buscar una aupair inglesa, y que hacían pensar que ella, contra la oposición de Christopher, iba en serio y había intensificado la búsqueda. Pero eso era secundario. Con el flan y la tarta con chocolate caliente llegó la hora de pasar al tema «Jakob». Ahora ya podía hablar de la visita que había recibido poco antes de mi marcha. Aclararía así que el enemigo ya no era asunto nuestro, algo que podría contribuir a la armonía y unidad de nuestra familia. Sería muy sencillo. ¿Lo decía?
—Mamá, él quiere contarte una cosa —dijo Régula como una niña que, con las mejillas rojas, aguarda gozosa un cuento.
—¿Sí? Pues cuenta, hijo —dijo mi madre con el talante maternal que, cuando se apodera de ella, es el culpable de que no pueda negarnos nada que deseemos.
Me eché hacia atrás, firmemente decidido a narrar aquel desagradable cuento como si fuese una anécdota, para no estropear aquella tarde libre de preocupaciones. Empecé contando que me senté delante de la tele y puse la serie esa, sólo para comprobar brevemente si el pequeño monstruo se había transformado por fin en la belleza que nos prometen en los periódicos. Mi madre asentía con la depresión del adicto a las series, que está sometido al lento desarrollo de la trama. Régula no entendía ni palabra… Conté que de pronto llamaron abajo. Sólo podía ser Bea, apreté el botón para abrir y dejé la puerta entornada. Cuando grité al televisor: «¿Por qué no se peina la chica de una vez?», hete aquí que Irene Herrlich estaba en la habitación.
—¿Quién es Irene Herrlich? —preguntó mi madre.
—La novia de Jakob —dije.
—Yo creía que estaba con Jakob la que te hace los tintes…
—Ella también, pero de manera no oficial.
—¿Qué quería Irene?
—Llevaba un paquete muy grande.
—¿Y qué había en el paquete? —quiso saber Régula.
—Un retrato de Jakob.
—Yo creía que todos los cuadros habían desaparecido —dijo mi madre.
—Y así es, pero éste no.
—¿Por qué éste no?
—Irene se lo había llevado para dárnoslo. Según parece, Jakob nos lo había dedicado a los dos, es decir, a Régula y a mí.
—¿De verdad? —preguntó Régula.
—Eso es encantador —dijo mi madre con la forzada compasión por una persona que era insondablemente malvada pero cuyo esfuerzo por obrar bien era preciso reconocer.
—De todos modos, Irene no quería entregarme el cuadro por las buenas —completé.
—¿Qué quería, pues?
—Como es uno de los pocos cuadros de Jakob que aún existen, y como ella es pobre y yo soy rico, quería vendérmelo.
Régula me miró con la cuchara en la boca.
—¿Por cuánto? —inquirió mi madre.
—Diez mil.
—¿Y es bueno? —mi madre está acostumbrada a comparar el precio y la mercancía.
—Ni siquiera lo miré.
—Qué torpe, mencionar el precio sin haber enseñado la obra.
—¡Mamá! ¡Yo estaba muy enfadado!
—Eso lo comprendo, hijo mío.
—¿Qué le dijiste? —me preguntó Régula.
—Que se llevara el cuadro y se fuera al diablo con él.
—¿Y?
—Eso fue lo que hizo.
Busqué apoyo en Régula. Ella hizo un gesto de asentimiento con lentitud, como si tratara de mostrar su conformidad de forma paulatina, con cada frase. ¿Había cometido yo algún error tal vez?
—Madame? La nota, por favor —dijo mi madre.
Al dejar la propina sobre el mantel —esa impresión me dio— dejamos atrás también el tema «Jakob». Sobre él estaba todo dicho. Sus cuadros estaban sabe Dios dónde, pero nosotros conservábamos nuestro estudio de Riepin. Habíamos discutido algunas veces por causa de Jakob, pero con la primera tentativa de arbitraje el problema se había revelado tan fútil que ya no teníamos que hablar más de él. Habíamos escapado de él sin daño. Claro, hubo un tiempo en que Jakob trastornó un poco el orden en nuestra familia, pero entretanto las caracolas que traía se habían comido y digerido hacía mucho, al remolque probablemente se le había roto ya el eje posterior, el dibujo de la tortuga estaba enterrado y olvidado debajo de un torrente de nuevos y excitantes juguetes; Jakob se había aproximado a nosotros, pero no demasiado. Y lo más importante era que, si bien los amoríos de mi padre con una costurera llamada Elisabeth Zimmermann eran un hecho y todos habíamos juzgado posible la existencia de un hijo ilegítimo que hubiera crecido, discriminado e ignorado, en la habitación interior de algún cuarto de costura muniqués, Jakob no era hijo de mi padre, ni muerto ni vivo, y los intentos de los parientes pobres de atrapar aunque fuese una migaja del pastel habían fracasado.
Régula me dijo cuando la ayudaba a ponerse al abrigo:
—¿Y si Irene tuviera más cuadros de Jakob a trasmano? ¿Y si estuviera detrás del robo?
—Eso tienes que decírselo a la policía, no a mí.
—Tomas, ella se plantó en tu casa y te ofreció el cuadro.
—¿Y qué?
—Y tu Alioscha, por todo ese montón de dinero, iba detrás de las obras de Jakob como el demonio tras un alma en pena.
—No discutáis, hijos —dijo mi madre—. Ahora hay una copa de agua con burbujas para cada uno, o lo que queráis.
Sólo había que explicar al taxista que íbamos al Negresco.
En el hotel, el hombre con bombachos, frac y sombrero de copa nos abrió la portezuela del coche como si nos dispusiéramos a pisar la alfombra roja para entrar en un glamuroso baile de disfraces. Le deslicé unas monedas en el guante blanco, e hice lo mismo con el caballero que, con una inclinación, nos sostenía la puerta de entrada. En el distribuidor circular del vestíbulo se nos indicó de inmediato a la derecha, al bar. Mi madre se dirigió en línea recta a Madame la Duchesse de Orléans, que al fondo, junto a las altas ventanas con cortinas y pomposos marcos dorados, velaba por su sitio habitual con tanta displicencia que los demás huéspedes se habían conformado de buen grado con el raído acolchado de los sillones de la derecha, la izquierda y el frente.
Mi madre encargó champán con un desahogo que al camarero, tímido y de mediana edad, le resultó casi contagioso. Régula buscó largo rato hasta encontrar una cosa que no figuraba en la carta, amaretto sour, y yo volví a pedir sin mirar mi old fashioned. Amortiguado por los gobelinos y el empandado de madera se oía aporrear un piano en una grabación. Estar lleno, si uno no tiene un cuidado de mil demonios, puede degenerar en una sensación que podría lo que se dice producir náuseas.
—Brindemos por él otra vez —dijo Régula, como si le constara ya que después de aquello nunca más hablaríamos de Jakob.
Mi madre levantó con benevolencia su copa. Yo la imité. Disimulamos con una sonrisa la decepción que nos causó el sonido de las copas al chocar.
—Por lo menos no oí mal en aquella ocasión —dijo Régula, pinchando una aceituna.
—¿Oír mal qué? —pregunté yo.
Régula puso una cara y una boca como si estuviera meditando sobre si tragarse el hueso o escupirlo.
—Tu hermano te ha hecho una pregunta —dijo mi madre, y se retrepó en el asiento para escuchar a gusto.
Régula se decidió por escupirlo y dijo:
—Da igual.
—No da igual —pellizqué a Régula en el costado—. Dilo.
—Está bien. En aquella ocasión…, bueno, yo, mamá, había oído que discutías con papá. Y para cerciorarme busqué en la enciclopedia de Meyer las palabras que hubo entre vosotros.
—¿Qué palabras? —pregunté.
—Hijo de extranjis —explicó Régula—. Y…
Mi madre y yo miramos atónitos a Régula.
—… bastardo.
—¡Eso significa que lo has sabido siempre! —exclamé.
—«Saber» es exagerado. Dios mío, ¿cuántos años tenía yo entonces? ¿Diez? ¿Doce?
—Pero como es natural no dijiste nada. Pero ¿dónde aprendiste eso tan pronto? ¿De mamá y papá? ¿Es que están lodos locos en nuestra familia?
—¡Tomas, por favor! —me reconvino mi madre.
—Tampoco estaba segura —prosiguió Régula—. Y como papá y mamá estaban después como siempre, no le di importancia. Y, sea como fuere, hasta lo olvidé.
—¿Sabéis una cosa? —la pregunta no era una pregunta—. Tengo que salir a tomar el aire. ¿Me disculpáis?
Salí, abandonando el Negresco con su iluminación festiva y la estatua de Niki de Saint Phalle con su enloquecido centelleo multicolor y su cómica trompeta. ¡Vaya jardín de infancia! En el paseo hacía fresco, pero la brisa, que venía del mar, de África, era dulce. A lo lejos, poco antes de la curva que conducía al puerto, podía ver las luces de mi pequeño hotel. Con Anna y Jonas me hubiera divertido ahora, recorriendo las palmeras para contar las farolas del bulevar, probablemente cinco veces hasta veinte. Familia: no quería oír hablar más del tema.
En la playa, el agua batía formando graciosas olas. Algunas figuras se ponían de rodillas e intentaban hacer rebotar piedras planas sobre la superficie del agua, pero no lograban cogerle el tranquillo. Haced todos lo que os dé la gana.
Por detrás de las palmeras resplandecían suntuosamente las fachadas belle époque con sus pilastras, frontones y capiteles. Alguien me adelantó con silenciosas zapatillas de deporte, luego otra persona con patines, a impulsos largos y regulares. A pesar de todo, daba gusto estar en Niza.
Me apetecía dar una vuelta más; crucé a la altura de la Opera y pasé por uno de los arcos bajo los que se han instalado los vagabundos con perro y manta, radio y botella de vino. Olía a orines. Bajo los toldos del Marché aux Fleurs, un niño hacía eslalon entre los postes, sin que le estorbaran los puestos del mercado, en los que hasta mañana a primera hora no se volverían a ofrecer mimosas, ranúnculos y peonías. Mi bar de la plaza del Palacio de Justicia estaba lleno de gente. Me agrada ese lugar, donde a esa hora no hay turistas y queda sitio para las amas de casa, que charlan con taciturnos pensionistas al son de una música cualquiera, y para colegialas rodeadas de gamberretes, fumando con aire aburrido a grandes caladas, como si estuviesen en París. El encargado del bar me llenó de vino tinto el vaso en la barra. ¿Y dónde estaba el grueso patrón con corbata roja? Fuera pasaban a toda velocidad jovenzuelos como pequeños vagabundos, y justo detrás policías de uniforme azul con cinturón blanco y silbato, como en un inocente juego del ratón y el gato en que no había que tener miedo.
En el hotel ya me habían subido el equipaje a la habitación y tenían un mensaje para mí.
—Merci. Bonne nuit.
Con la llave en la mano, abrí el sobre en la escalera, pero no pude leer una palabra con aquella luz tenue. Bajo el foco que lucía delante de la puerta vi que se trataba de un mensaje de Kitty. Pensé: ¡he leído mal, no puede ser cierto!
Sonó el teléfono de la mesilla de noche. Lo cogí al instante.
—¿Sí?
—Soy yo —dijo Régula. Llamaba desde el Negresco—. Había un mensaje aquí, en recepción. Ahora no te asustes.
—Ya lo sé —dije—. Bea está en la cárcel.