14

La noticia había dejado a Régula tan pálida como el cruasán de vainilla desmigajado por sus dedos nerviosos sobre los mofletes del ángel de la servilleta, que la miraba somnoliento como si quisiera decir: ¡hay cosas más importantes! En alguna parte detrás de la puerta cerrada oíamos la clara voz de Anna jugando a «pinto, pinto, gorgorito», luego el bajo de Christopher. Régula y yo guardábamos silencio, como si tuviéramos que reunir fuerzas y palabras para la discusión con nuestra madre, que haría en el acto todas las preguntas a las que tampoco nosotros podíamos encontrar respuesta. ¿Cuál de los dos debía hablar con ella? Podíamos echarlo simplemente a suertes, como Anna.

Sonó estrepitosamente el teléfono y Régula se puso en pie como si el ruido le recordara que era hora de poner más té.

Muy bien.

—Hola, mamá —dije después de apretar el botón—. ¿Se han ido los Eisenblätter?

—Los he echado. ¿Qué pasa?

—¿Están bien? Él había tenido algo en las caderas. ¿O era una hernia discal?

—No lo sé. ¿De qué se trata?

—De Jakob.

—¿Por qué? Está muerto.

—Sí.

—¿Pasa algo con el cuadro?

—¿Qué cuadro? No, se trata de lo siguiente…

—¿Sabes que me hago muchos reproches? No puedo perdonarme la que hemos armado. No deberíamos haberlo hecho. Yo ya me pasaba noches en vela.

—¿De qué estás hablando?

—Jakob hubiera debido conocer a su padre. Es hijo suyo. ¡Imagínate que hubieras crecido sin padre, sin una persona a la que respetar! ¡Carece uno de toda orientación! No; cometimos un gran error. Y si esa persona aún estuviera viva, yo haría cuanto estuviera en mi mano para repararlo. Y a pesar, o justo a causa, de esa tremenda descortesía de no aparecer en Nochebuena sin una palabra para disculparse. Porque, pensé, puede que esa falta de urbanidad tenga que ver precisamente con el hecho de que se criara sin padre. Al final es posible que eso condujera a su espantosa muerte, todo guarda relación. ¿Me estás escuchando?

—No era hijo de papá.

—¿Cómo dices?

—Nos mintió.

—¿Qué estás diciendo?

—La policía lo ha averiguado. La comisaria me lo acaba de comunicar. Han comparado los grupos sanguíneos de papá y de Jakob, yo no tenía ni idea, y con ello queda excluido que tuvieran algún parentesco.

—¿Es eso realmente cierto?

—Al cien por cien.

Régula se esforzaba por no hacer ruido en el fregadero con la tetera y el agua.

—Mamá, ¿sigues ahí?

—¿Y cuál era entonces la procedencia de ese Jakob? ¿Y qué quería de nosotros?

—Buena pregunta.

—Menudo sinvergüenza. ¡Engañarnos de esa manera!

—Pero era hijo de Elisabeth Zimmermann. Y tampoco hay ninguna duda en cuanto a que ella trabajó con nosotros y se quedó embarazada.

Mi madre rió, pero no sonó como si le hubiera hecho gracia.

—Esa señora le endilgó el niño a tu padre.

—Pero ¿por qué?

—Es bien fácil de adivinar: por dinero, naturalmente. Dios mío, todos estos años he creído… Y tu padre. Pero yo sabía que había algo sospechoso. ¡Siempre lo he sabido! Sin embargo, vosotros no teníais nada mejor que hacer que jugar a Robin Hood, en vez de comprobar primero los hechos.

—¡Mamá, todos lo creímos! Tú también. Pero si hasta dijiste…

—Porque vosotros dos me volvisteis loca de remate con vuestros cuchicheos. ¿Dónde está el dibujo?

—¿El Riepin? Lo tengo yo. ¿Por qué? Lo había traído para dárselo a él. Mamá, si eso es lo único que te preocupa, no temas nada, lo recuperarás. De verdad que es inconcebible.

—¿Qué es lo inconcebible? ¿Que me preocupe por vuestra herencia? ¿Que trate de conservar las tiendas? Tu padre trabajó mucho durante años para eso. Y no voy a consentir que se enriquezca con ello ningún granuja. ¡Es el colmo!

—Sí, mamá.

—¿Y Régula qué dice de todo esto?

—Está destrozada.

—¿Tiene intención de volver a hablar conmigo alguna vez?

—¿Que si quiere hablar contigo? —repetí, y miré interrogante a Régula, que movió las manos con ademán defensivo. Yo dije—: Sí, claro que quiere, pero ahora mismo no puede.

—¿Cuántas veces hemos discutido por ese… ya sabes? —inquirió mi madre.

—Deberíamos reunimos con toda tranquilidad tú, Régula y yo —propuse.

—Todos esos malentendidos y reproches… ¿Adónde nos va a conducir?

—Eso digo yo. ¿Quieres venir tú?

—No. Mi avión sale mañana temprano. No voy a dejar que me arruinen eso, encima.

—Entonces iremos nosotros a verte allí.

—¿Cuándo?

Calculé: aquella tarde Alioscha, al día siguiente la cita con los rusos…

—Como muy pronto pasado mañana. Eso sería el día 30 —miré a Régula, que asintió—. Te avisaré lo antes posible.

—Hazlo. Y dale a Régula un beso de parte de su madre.

Ciao, mamá, ciao.

Régula sirvió el té, de un dorado rojizo, en las tazas precalentadas, me acercó el azúcar cande, la leche y las pastas, como si tuviera que enmendar algo, y dijo en medio del embriagador aroma de bergenia:

—Entonces, ¿nos vamos a Niza?

¿Cuántas veces había esperado a Alioscha en el vestíbulo de un hotel? En Londres, nervioso y excitado, preguntándome si volveríamos a vernos. En Odessa, aquel viaje repentino, porque yo quería contemplar a toda costa la gran escalera de la película de Eisenstein, que habíamos visto juntos. Repetidas veces en Moscú, y ahora aquí, estreno en el Bayerischer Hof, una constelación como la última vez en Moscú: teníamos que recoger a la jefa de Alioscha, la galerista, y al coleccionista Vladímir Hausmann. La tarea era enseñar Munich al ruso. Yo había tenido que reservarle la suite presidencial, que contaba con barra de bar y surtidores con estatuas de Venus incorporadas. Conozco esas habitaciones. Mi madre siempre se aloja casi enfrente. ¿O era un piso más arriba? Para Katharina Nikólskaia reservé habitación en un sitio menos espectacular, el Olympic, en la esquina de la calle Hans Sachs. Esperaba que estuviera satisfecha. De todos modos, ese hotel está en una de las calles más bellas de Munich.

Llegué con anticipación y cogí de la mesita que estaba junto a mi pequeño sillón una de esas revistas de formato pequeño, e inmediatamente, al otro lado de las plantas, su gran cabeza se inclinó entrando en mi campo visual: el pelo sin raya y peinado liso hacia la frente, las patillas cortadas muy por encima del lóbulo de la oreja. Vladímir Hausmann mataba el tiempo de la espera, pero no con folletos. Por entre el follaje de las carnosas plantas divisé un par de bonitas piernas femeninas elegantemente cruzadas. Esas elegantes señoras están por todo el mundo decorando los sillones de los vestíbulos de los hoteles de primera. Hausmann parlamentaba con una de aquellas prostitutas de alto copete. ¿Y qué? Yo quería saludarle y conversar un poco con él, aun cuando recordaba con horror aquellos dos minutos en Moscú, cuando empecé a largarle al hombre mi vocabulario de saludos de la primera lección, hasta que la Nikólskaia me hizo señas de que lo mejor era que me callara.

Me abroché el botón de la americana, me preparé la primera frase y tosí ligeramente en el hueco de la mano; entonces él alargó el brazo detrás de las hojas y prendió su encendedor de oro. Por la izquierda apareció una cabellera oscura. Las puntas hacia dentro acentuaban la forma de corazón de su cara. Cuando su largo cigarrillo ardió al contacto de la llamita, ella levantó sus largas pestañas postizas y le obsequió con una sonrisa con la que probablemente él soñaría no sólo aquella noche. La mujer expulsó el humo hacia arriba. Luego, la cara en forma de corazón desapareció de nuevo detrás de las plantas.

—¿Qué pasa? —Alioscha me puso la mano en el hombro y miró hacia Hausmann con la misma expresión que yo—. ¿Otra vez el shock por los cortes de pelo rusos? Pero si ya lo conoces, es Vladimir, él va así siempre.

Distraído, di la mano a Katharina Nikólskaia y murmuré:

—¡No me lo puedo creer! ¡Maria!

—¿Quién es Maria? —preguntó Katharina Nikólskaia en ruso—. ¿Otra artista?

En lugar del excéntrico gorrito rosa de Moscú llevaba una gorra de visera decepcionantemente banal.

—¿Artista? No exactamente. Y si lo fuera, sería de un campo distinto.

La bella Maria, que tan categóricamente había sido expulsada por Jakob aquella tarde de la galería, se alejó taconeando, resuelta pero sin prisa. Yo no estaba seguro de si me había visto y reconocido.

Vladimir Hausmann se acercó soltando un galimatías en ruso, besó a la Nikólskaia y abrazó a Alioscha. A mí me dio con el puño en el brazo y chapurreó en alemán, como seguramente haría yo en ruso:

—¿Bueno, qué tal andamos?

Hausmann debía sentarse delante para tener mejor vista.

El taxista examinó su cargamento y preguntó por el retrovisor:

—¿Adónde? ¿A la Hofbräuhaus? ¡Claro, hombre! —y arrancó.

La del Bayerischer Hof era Maria, sin duda. ¿Realmente era una de ésas? Quizá su oficio había sido para Jakob el motivo de la separación. Y por eso tampoco había querido hablarme nunca de ella.

El ruso miraba a derecha e izquierda lo que tenía Munich que ofrecer y se agarraba firmemente al asidero de arriba, aunque apenas adelantábamos entre los semáforos en medio del tráfico de una tarde festiva.

Si quería hablar con Maria, no tenía, pues, más que esperarla en el vestíbulo del hotel. Qué curioso.

Con el fin de estimular la conversación, Alioscha anunció algo que sabíamos todos: que era la primera vez que Vladímir venía a Munich.

—¿Y usted? —pregunté a la Nikólskaia.

Ella ya había venido muchas veces, contestó Alioscha.

La Nikólskaia asintió debajo de su gorro, cuya visera le entorpecía bastante la visión.

—¿Entonces conoce usted también la galería de Giselind von Bresinski? —le pregunté.

—Sí, sí —respondió ella al oír el nombre, y sacudió la caspa de los hombros del ruso, que estaba sentado delante de ella.

¿Por qué pasábamos ahora por el Stachus? El taxista murmuró:

—Desviación a la izquierda.

—¿Qué? —pregunto Vladímir, volviéndose a medias.

—Stachus —dije yo para contribuir en algo a la visita turística—. La plaza de San Carlos se llama también Stachus.

—Sta-chus —repitió Vladímir, proyectando los labios hacia fuera; por la ventanilla lateral siguió con la mirada una máquina barredera que avanzaba lentamente por la acera, con la luz anaranjada del techo brillando dramáticamente en el crepúsculo—. Sta-chus.

La Nikólskaia hizo reír en voz alta a Vladímir con un comentario.

Alioscha aprovechó el momento para preguntarme a media voz:

—¿Pero es eso verdad? ¿Jakob no era hermano tuyo? ¡No puedo creerlo!

—Nos ha engañado a todos. Yo estoy absolutamente atónito. Pero en realidad, ¿qué trascendencia tiene eso ahora para el acuerdo sobre sus cuadros?

—Pertenecen al heredero, es decir, es de suponer que a su medio hermana.

—La mujer sin número de teléfono.

—Pregunta por ella en la comisaría. O a esa Irene.

—¿Y si ella no quiere saber nada de las obras de Jakob?

—No te preocupes, que ya dará señales de vida. Lo que produce dinero lo quiere todo el mundo.

—Pero vamos a suponerlo —dije.

—Entonces podría transferir los beneficios, por ejemplo, a una fundación —contestó Alioscha; luego intervino en la conversación rusa diciendo algo al parecer muy importante, pues los rusos se quedaron asombrados y se pusieron a mirar en todas direcciones por las ventanillas.

Menudo embrollo. Tenía que volver a hablar con Irene Herrlich. Era preciso que ella me pusiera en contacto con la hermana como fuera. No quería esperar hasta el entierro.

Miré por la ventanilla. ¿Por qué estábamos ahora ya casi en la Residencia?

—Puede dejarnos en la plaza de la Puerta del Isar —dije.

—¿Cuántos habitantes tiene ahora Munich, exactamente? —interrogó Alioscha—. ¿Un millón y medio?

—Más o menos.

—¿Y el edificio más alto? ¿La iglesia de Nuestra Señora?

—Qué va. Quizá la Torre Olympia.

Alioscha tradujo.

Irene… pensé en el encuentro que habían mantenido ella, Jakob y Gregor en el Selig. Yo sabía que había algo sospechoso. Al final, ¿no había pedido la pretendidamente inofensiva Irene a los dos hombres información sobre el proyecto «cómo dar gato por liebre a la familia Prinz»? Al final estaban todos confabulados, era un complot. ¿O es que yo sufría de manía persecutoria?

Tranquilízate, me dijo el contacto de la mano de Alioscha, mientras él sonreía divertido oyendo una historia que el ruso contaba con gran interés.

Entonces, el asesinato habría sido consecuencia de un conflicto entre cómplices. Pero ¿por qué? ¿Por dinero? Sin embargo, todo aquello era inverosímil.

—Sí, la Fiesta de Octubre ya terminó.

Desde la Puerta del Isar fuimos paseando hasta la Marienplatz, por donde se dispersaban los grupos de turistas, pues el carillón ya había dejado de sonar. La Nikólskaia rió, como para evitar la impresión de que el cliente se había visto defraudado en un punto culminante del viaje. Vladímir, con su largo brazo, lo contemplaba todo a través del visualizado, probablemente sin ver nada del neogótico del Ayuntamiento, del que Alioscha dice que no es apropiado para Munich. Como la iglesia de los Teatinos, que, según él, con su estilo italiano tampoco encaja aquí. La Nikólskaia golpeaba el suelo con los pies para entrar en calor.

Al día siguiente veríamos a Gregor, el mejor amigo de Jakob. Había prometido abrirnos el estudio de Jakob. ¿Sabía Gregor que Jakob nunca había sido un Prinz? Con toda seguridad.

—¿Y si Jakob —me preguntó Alioscha, que estaba junto a mí— no hubiera sido un embustero? ¿Si hubiera creído realmente que era un Prinz?

—Eres muy amable por querer salvar el honor de Jakob.

—De todos modos, Jakob conocía el contenido del álbum de su madre. En él está todo sobre vosotros. Me parece que se le pudo ocurrir la idea de que era uno de vosotros.

—¿Quieres decir que se encuentra el álbum sobre nosotros y piensa: seguro que soy su hijo?

Alioscha se encogió de hombros, vacilante.

—No puedo creer que el tipo fuera tan malvado. Piensa en su madre: siempre lo llamaba petit prince. Pero no estaba chiflada. Simplemente había decidido que tu papá había de ser asimismo el papá de su querido hijo.

—¿Y por qué decidió semejante cosa?

—Porque había querido más a tu papá que al tipo con el que tuvo el niño. O ella misma no sabía a ciencia cierta quién era el padre, y eligió la mejor opción: el tuyo.

—¡Eso es una fantasía!

—¿María? —intervino Vladímir.

—No —le di una palmadita en el hombro—. Fantasía, ya sabe. Alioscha tiene mucha, tiene una gran fantasía. Eso es muy bonito.

—¿Quién es María? —insistió Vladímir.

La Nikólskaia pasó la pregunta a Alioscha.

—María, Marienplatz —dijo Vladímir—. La Columna de María.

Entonces lo entendí.

—¿Que por qué se llama así? Ni idea. Seguramente vendrá de María. La Madre de Jesús. Aquí todo el mundo es católico. Venga, vamos a la Hofbräuhaus. ¿Sabía usted que Lenin también vivió en Munich? Debió de ser alrededor de 1900.

Bajo las bellas pinturas del techo de la Hofbräuhaus había, como siempre, americanos, ingleses e italianos sentados en apretadas filas ante las bien fregadas mesas, armando bulla. Yo no estaba seguro de si, con sus complementos azules y blancos, no pasarían a ojos de Vladímir por bávaros de pura cepa. Inspeccionó los rústicos estantes de jarras de litro y los cursis recuerdos expuestos detrás del cristal y enseguida encargó a la camarera, que llevaba un alto y apretado delantal, una cerveza para cada uno. Brindamos por volver a vernos, como si fuésemos los mejores amigos del mundo.

Na sdaróvie, ¡salud!

Bebimos también por la juventud. Después, por la vida. Beber con rusos es como aprender vocabulario.

—¿Tiene usted esposa? —preguntó Vladímir—. ¿No? ¿Tiene una hermana? ¿Sí? Tiene una hermana. ¡Estupendo!

Bebimos por Régula. Vladímir tenía lágrimas en los ojos. Reflexioné sobre si debía iniciarlo en las singulares circunstancias de Jakob, su artista, mi casi-medio hermano. Pero el asesinato lo habría desconcertado. Y, a fin de cuentas, todo aquello era demasiado complicado.

La Nikólskaia se acordó de que habíamos reservado mesa en el Ederer.

Después de la tercera jarra entablamos amistad con el grupo de turistas de Wisconsin, que se deslizó a nuestro lado, pero no querían hablar más que de los Greenbay Packers. Vladímir, sin avisar, procedió a pedir vodka para todos, que la camarera trajo en etapas cada vez más cortas y que fue consumido con un prosit a numerosas personas, cada vez más desconocidas. Katharina Nikólskaia se despidió amistosa pero resueltamente, y repartió besos, a derecha e izquierda, a todos, unos veinte.

Yo quise saber qué iba a pasar ahora con la visita a la Residencia, al Hofgarten o por lo menos a la Feldherrnhalle, al oír lo cual un americano bien informado exclamó «¡Hitler!»[5], pero Vladímir hizo un ademán de repulsa y me pasó el brazo por los hombros a modo de consuelo. Bebimos por Gorbachov, y yo pensé si no daba exactamente igual, cuando se pierde la cuenta y ya no se puede decir quién es para uno padre y madre, hermano y hermana, asesinato y homicidio. Todo es cuestión de opinión: aquiescencia por parte de los americanos. ¿Y qué decían los rusos? Oí «fabricante de pelucas» hasta que por fin capté la conexión, que la idea descabellada de ver mi salón de peluquería no era una humorada de Vladímir sino un ardiente deseo suyo. ¡El salón era el verdadero monumento que había que visitar! Alioscha mostró su conformidad a Vladímir con los ojos vidriosos y le apoyó hasta que los americanos se adhirieron, y nada en el mundo pudo disuadirlos de que lo único que querían ver en Munich era una cosa: ¡la peluquería! Yo accedí, pero sólo con la condición —y así hice que me lo prometieran todos los presentes— de que no dejáramos fuera a Katharina la grande, pues la señora no nos lo perdonaría nunca. Me prometieron todo lo que quise. Alguien preguntó por las provisiones para el camino. Vladímir lo tenía todo controlado.

No sé cuándo llegamos al salón. Habíamos perdido a los americanos, no habíamos encontrado el hotel de Katharina y ahora intentábamos, sofocando la risa, abrir la puerta, lo que sólo conseguimos cuando empleamos las seis manos. Vladímir recorrió los locales haciendo eses, se desplomó como herido por un rayo en uno de los asientos de los lavabos, se echó hacia atrás y llamó, con sus postreras fuerzas y poniendo el acento en la segunda sílaba:

—¡Tomas!

Su gesto denotaba que pudiera tratarse de un último deseo. ¿Un lavado de cabeza?

Acerqué el oído a su boca y finalmente musitó:

—Si quieres su teléfono… el teléfono de Maria, ¿sí? ¡No hay problema! Tomas, yo te lo daré.

Y al oír aquella promesa noté cómo el corazón se me encogía en el pecho de alegría y enternecimiento. Vladímir era un verdadero amigo.

Al día siguiente me encontré a Alioscha tumbado boca abajo en el sofá.

—Creía que eras ruso, pero tú tampoco aguantas mucho le dije cuando me miró, con el pelo revuelto, tratando de recordar dónde había visto mi cara. Sus ojos se habían quedado reducidos a estrechas rendijas por la hinchazón que el alcohol, al parecer, provoca durante la noche.

Para ir al Arosa era demasiado tarde. Una hora después teníamos la cita en el estudio de la calle Domagk. Recogí la ropa tirada por el suelo y la dejé encima del escritorio. ¿Qué me apetecía? ¿Café? En el baño oí el murmullo del agua y a Alioscha, que me metía en el cerebro su melodía pegadiza, mantenida en una tonalidad aguda durante casi todo el estribillo hasta que, poco antes del final, descendía una octava.

Menudo día el anterior. Primero, la conversación con Irene Herrlich. De repente, la comisaria con aquella noticia y el plan de la gran conferencia familiar en Niza. ¡Y luego, la noche! El café hirviendo funcionó y empezó a disipar la niebla del vodka, que se cernía sobre aquella mañana. Como pequeñas plantas brotaron las anécdotas, que iban de lo gracioso a lo lamentable, hasta que súbitamente fueron arrolladas por una única pregunta: ¿dónde estaba Vladímir? Se nos había perdido en alguna parte. Pero ¿dónde? Repasé las posibilidades. ¿En el Hofgarten, al alejarse para hacer pis? Pero aún no nos había enseñado el kasachok, y eso no había sido en el salón. ¿Había encontrado solo el camino del hotel? No era inconcebible que hubiera resbalado en alguna parte, que se hubiera caído, que se hubiera congelado.

Vladímir estaba sentado en la recepción con Kitty y seguía pacientemente los pasos de su trabajo, que ella le explicaba:

Look, dear, cuando suena el teléfono, aprieto aquí, digo: «Tomas Prinz, para el cabello», ¿sabes lo que quiere decir eso?; al mismo tiempo tengo ante la vista todas las citas, las del jefe, las de Dennis, es el estilista jefe, you know, y, una cosa muy importante: apuntar siempre el número de quien llama —Vladímir movió afirmativamente la cabeza—. ¡Mira a quién me he encontrado! —exclamó Kitty dirigiéndose a mí—. Cuando llegué, estaba en el lavabo y se había quedado dormido. Por lo menos deberías haberle puesto una toalla debajo del cuello, ¿verdad? ¿Pravda[6]?

Vladímir le besó la mano y Kitty miró los ojos sin pestañas, hundidos en su rostro como pasas en una gran torta redonda. Su sonrisa reveló que acababa de decidir que iba a ser el tercero de sus Hermanos Klitchko[7].

—¡Que llegamos tarde! —grité.

Yo no podía saber que no había ninguna prisa en absoluto y que en ese momento teníamos ya todo el tiempo del mundo.

La calefacción del taxi, de camino a la calle Domagk, nos daba sueño. Las preguntas de Katharina acerca de nuestro programa nocturno, que habíamos completado sin ella, las contestábamos con monosílabos como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, hasta que ella renunció y todos nos quedamos en silencio mirando por las ventanillas. Casas, viandantes y árboles se deslizaban ante nosotros a una velocidad de sesenta kilómetros por hora. Lo que proyectábamos era a un tiempo triste y electrizante: íbamos a ver la obra de un artista que había sido víctima de un enigmático asesinato y que ahora, después de que le hubieran hecho la autopsia y fuera incinerado y enterrado, recibiría un montón de dinero que él ya no poseería. ¿Y la gloria? Tal vez Vladímir Hausmann, el pescadero de Rusia, adornara sus paredes y abarrotara el sótano con el arte de Jakob. No obstante, tal vez se ocupara también, mediante préstamos, de que estudiantes, jubilados y entendidos en arte, pagando entrada, pudieran ver los cuadros de Jakob. Tal vez un heredero se haría rico. Tal vez se crearía una fundación, la Fundación Jakob Zimmermann, que diera dinero a artistas que quizá eran todavía más pobretones que él. ¿No sería magnífico? Sí. Y absurdo. Pero yo ya había pensado bastante en que si habría, que si sería, que si podría…

El taxi se había ido. Estábamos solos en aquellos terrenos en los que, como en nuestra primera visita, no se veía un alma y al parecer nadie trabajaba nunca; en aquel momento llegó Gregor, con la nariz roja. Justo acabábamos de adelantarle y de comentar compasivamente cómo pedaleaba contra el viento con el rostro demudado, del cual, acurrucados en nuestros asientos, no nos habíamos percatado en absoluto hasta entonces. Gregor se bajó del sillín y, como los miembros de una delegación, mis acompañantes fueron pasando uno detrás de otro para estrechar su helada mano. Gregor dijo cuatro veces:

—¡Hola!

Sonreía más por la tensión que por simpatía y daba la impresión de estar pasmado de frío. Se echó la bicicleta al hombro e inició la marcha; nosotros lo seguimos. Era nada más y nada menos que el amigo que había de hacer de portero de su camarada y colega difunto. Yo no estaba seguro de si la misión constituía para Gregor una obligación o un honor.

Al llegar arriba dejó la bicicleta apoyada contra la pared e hizo tintinear el manojo de llaves. Luego se produjo un silencio. Gregor se sorbió los mocos y titubeó. La cerradura estaba rota. Empujó la puerta y la abrió.

Allí estaba la silla en la que se había sentado Alioscha durante nuestra visita. El lavabo. Los tubos de pintura, los pinceles, nada más. La habitación estaba vacía, no había cuadros. Todos habían desaparecido.

La bicicleta cayó al suelo con estrépito y Gregor exclamó:

—¡Condenada mierda!

Y tenía toda la maldita razón al decirlo.