Capítulo veintidós

Esa noche la casa de los Trellis resplandecía con una luz cálida y acogedora que salía por las ventanas y cruzaba los jardines circundantes como una fuente que se desbordase. Millie había preparado su estofado para cenar y Benson también se había quedado, aunque se aseguró de sentarse cerca de mí y lo más lejos posible de Lillian. Peter Farrell también se pasó por allí para comprobar si Teddy había salido de su habitación y le encantó encontrarlo sentado a la mesa con todos los demás y pareciendo él mismo otra vez. También le agradó comprobar que yo había vuelto a casa y que mis mejillas recuperaban el color.

Una vez lavados y guardados los platos, Benson y Millie se fueron a sus casas prometiendo regresar al día siguiente. Lillian anunció que había bebido una copa de vino de más y que esa noche dormiría en la casa en vez de volver en el coche a su ático de la ciudad. Después de pensarlo un poco, decidió dormir en la habitación de invitados, y finalmente Teddy y Jessie también acabaron retirándose a sus habitaciones.

Fui la última que se quedó levantada y, como de costumbre, me encargué de apagar las luces de toda la casa una a una. Comencé por la cocina y seguí por el jardín de invierno contiguo. Desde la ventana me quedé mirando las luces de color verde azulado de la piscina de los pavos reales que relucían en el pórtico y, aunque no podía verlas desde donde estaba, imaginé que sus espléndidas plumas me saludaban desde el fondo como para hacerme saber que todo estaba bien. Me toqué levemente con las manos el abdomen y susurré:

«Este es el lugar donde nací por segunda vez en los brazos de tu padre.» Apagué las luces de la piscina y después hice lo mismo en el comedor y el vestíbulo.

Me disponía a subir al piso de arriba pero me detuve y recorrí a oscuras el pasillo que llevaba al estudio. Dudé un instante ante la puerta y, cuando la abrí, me sorprendió ver que la lámpara estaba encendida, iluminando el escritorio vacío y toda la habitación con un tenue resplandor de color ámbar. Me quedé en el centro del cuarto y miré a mi alrededor para ver los estantes y las reproducciones anatómicas dispersas, recordando cómo fue el primer día que llegué. Me dirigí hacia el escritorio y apagué la luz. De pie en la oscuridad sentí un escalofrío y después un movimiento en el abdomen.

«Este era el estudio de tu padre», susurré. «La primera vez que lo vi me pareció tan frío y daba tanto miedo que no pude mirarlo a los ojos sin temblar, pero estaba equivocada, muy equivocada.»

Entré después en la sala de música. Estaba a oscuras, así que encendí la luz y me quedé en la puerta, admirando el majestuoso instrumento que relucía en el rincón. Pero mis ojos se detuvieron en la banqueta y recordé cómo mi amado y yo habíamos estado sentados en ella no hacía tanto tiempo.

«Tu padre era un pianista de talento», susurré. «La primera vez que le oí tocar pensé que estaba soñando. A lo mejor te gustaría aprender a tocar algún día», apagué la luz y salí de la habitación cerrando la puerta detrás de mí.

La casa estaba completamente a oscuras mientras subía la escalera hasta el primer piso. Recorrí el pasillo hacia la escalera de servicio y seguí hasta el segundo piso. Y, mientras lo hacía, me di cuenta de que por primera vez no tenía miedo, todo lo contrario. Una valerosa fuerza de amor me levantaba, me llevaba de la mano y guiaba mis pies mientras subía a ritmo constante. Una vez allí, me dirigí hacia el trastero y, cuando puse la mano en el pomo de la puerta, sentí una ligera presión en el hombro y un aliento cálido en la nuca. Abrí la puerta y encontré en la habitación el resplandor de una tenue luz plateada.

La luz giraba en rayos brillantes a mi alrededor.

«Adam», susurré. «¿Estás aquí, amor mío?»

Esperé una respuesta y, al no haberla, fui directamente al montón de libros y papeles que había en el rincón y de inmediato encontré lo que había ido a buscar: la sonata Claro de luna de Beethoven. Con la partitura a buen recaudo bajo el brazo, volví al primer piso y entré directamente en mi dormitorio. Los chicos habían insistido en que durmiera en mi antigua habitación porque estaba más cerca de las suyas y así podrían oírme si los necesitaba por la noche.

Enternecida y divertida por aquella inversión de papeles, comencé a preparar la cama, pero entonces caí en la cuenta de que había olvidado algo. Dejé las mantas y fui de inmediato a la ventana para abrirla de par en par. Por fin, me metí en la cama, segura de que nunca me había sentido tan deliciosamente agotada en toda mi vida. Y cuando cerré los ojos, oscilaba de acá para allá y la brisa que venía del jardín traía con ella el aroma de la tierra húmeda y las gardenias. A punto de quedarme dormida, oí la música de mi amado entrar desde el patio por la ventana abierta. Una niebla dulce y melodiosa inundó mi habitación, llenando mi corazón y hasta los espacios de mis sueños, llevándome a ese lugar en el alma donde el tiempo se detiene y la vida y el amor son eternos.

Y corría sola por la selva para salvar la vida. Estaba oscuro, pero podía distinguir la silueta gris de los árboles que se alzaban entre la neblina del suelo de la selva y podía sentir las ramas y las enredaderas retorcidas que avanzaban hacia mí y me rozaban la cara y los hombros, a veces enganchándose en mi ropa en un intento de frenar mi avance. Pero estaba decidida a sobrevivir y, mientras me abría paso y brincaba sobre cada obstáculo que se presentaba, mis pies apenas tocaban el suelo. Podía seguir corriendo por siempre si tenía que hacerlo.

Pero esta vez no corría para escapar del peligro. Algo tiraba de mí hacia delante, algo que existía más allá de mis miedos y de todos los años de anhelo y espera. Así que seguí corriendo hasta que no pude ver ya ni siquiera las sombras, hasta que el aire se volvió espeso y difícil de respirar. En una oscuridad tan sofocante no tuve más remedio que aflojar el paso y, cuando lo hice, la selva se cerró y me agarró desde todos los lados. Mi cara no tardó en cubrirse de musgo fibroso y telas de araña, y mi piel estaba plagada de insectos mientras las serpientes se retorcían alrededor de mis tobillos. Pero cuando tuve la certeza de que la selva me devoraría, vi a lo lejos el tenue resplandor de una luz que pensé que sería el sol del amanecer, y eso me dio fuerza para liberarme de mis enredos y corrí aún más deprisa que antes, casi volando sobre el suelo, y corrí hasta que la luz llenó la selva de calor y color y pude ver con claridad mi camino.

Aflojé el paso hasta caminar y continué por el sendero hasta que llegué a un pequeño y brillante claro en el corazón más profundo de la selva. Y en el centro mismo de este, para mi gran sorpresa, vi el mueble de la costura de mi madre. El brillante esmalte negro de la máquina relucía a la luz de sol, y mientras me acercaba a él, me di cuenta de que ansiaba pasar mis dedos por los bonitos relieves florales de la puerta y mirar las espléndidas ropas sacerdotales que sabía que estarían cuidadosamente dobladas en su interior. Qué maravilloso sería verlas de nuevo, sentir la maravilla de seda de la magnificencia de Dios entre mis dedos. Sabía que esto me curaría como ninguna otra cosa podía hacerlo.

Agarré impaciente el tirador de la puerta, pero cuando la había abierto solo en parte una poderosa descarga de luz azul salió del interior, abrió de par en par las puertas y me tiró al suelo. Cuando la luz se atenuó y todo estuvo de nuevo en calma, miré dentro del mueble abierto, pero no pude encontrar las hermosas vestiduras por ninguna parte. En su lugar vi a una niña pequeña acurrucada, con las rodillas pegadas al pecho y la cabeza doblada sobre todo su cuerpo. Era evidente que la pobre niña llevaba bastante tiempo en aquella postura angustiosa. Pese a ello, cuando me miró, sus ojos estaban llenos de un amor y una gratitud indescriptibles. Y entonces, con gran esfuerzo, sacó la mano de debajo de las piernas y la tendió hacia mí desde el mueble.

Cogí su mano y con el mayor cuidado la liberé de su reclusión sacando sus miembros de uno en uno. Cuando estuvo libre le enjugué las lágrimas, mantuve su pequeño cuerpecito deshecho cerca de mi pecho y murmuré:

—Siento haberte dejado sola tanto tiempo, mija, pero te prometo que no volveré a dejarte nunca.

—Siempre supe que volverías a buscarme —respondió, y salimos juntas de la selva cogidas de la mano.