Capítulo cuatro

Ana salió para recoger la pequeña maleta de la hermana Josepha que el conductor había dejado antes apoyada en la puerta. Es probable que le hubiera resultado demasiado difícil arreglárselas en la grava con el bastón y la maleta al mismo tiempo. Mientras cruzaba el jardín, Ana reparó en la clara brillantez de la mañana y en el dulce coro de los pájaros que señalaba que aquel iba a ser un día espléndido. El sol había ascendido ya lo bastante alto para alojarse dentro de las ramas más altas del roble, como un búho encendido que la observara. Dentro de más o menos una hora se asomaría por encima de las camelias, pero Ana no tenía intención de entretenerse. Sabía que Adam no tardaría en despertarse y quería estar a su lado cuando abriera los ojos. La sola idea de que se despertara y se encontrara solo era inaceptable para ella y aceleró el paso.

Después de dejar la maleta de la hermana Josepha junto a la puerta de su dormitorio, Ana regresó inmediatamente al lado de su amado. El sol se filtraba a través de la ventana abierta y hacía que la habitación fuera demasiado brillante, y mientras corría la cortina Ana se sobresaltó al ver su reflejo en el espejo. Se acercó, cautelosamente, como si se acercara a un fantasma, y entonces de pronto la ilusión se perdió. Aquella mujer con el delgado rostro orlado por cabellos plateados y profundas sombras debajo de los ojos era demasiado vieja para ser su madre. Su madre había sido una mujer dinámica y de mirada afilada, con unos reflejos y una fuerza asombrosos. Ana imaginó que si su madre hubiera vivido muchos años, se habría mantenido ocupada cosiendo vestidos para venderlos en la tienda y decorando el escaparate de la fachada con sus creaciones más bonitas. Habría barrido la escalera de delante varias veces al día mientras saludaba por señas a los transeúntes. Tal vez aquel fuera su cielo.

Ana apartó de sí aquella reflexión al darse cuenta de que no solo parecía vieja, sino también desaliñada. En los últimos dos o tres días no se había alejado del lado de su amado ni siquiera para ducharse. Tras asegurarse de que seguía dormido, se dio una ducha rápida y regresó con una olla de agua caliente y una toallita. Adam osciló entre el sueño y el estado de vigilia mientras ella lo bañaba con ternura, lo empolvaba y le ponía un pijama limpio. Cooperaba en silencio con lo que ella sabía que tenía que ser una gran humillación, pero también sabía que sería peor para él si fuera otra persona quien realizara esa tarea. Suspiró cuando hubo terminado, pero Ana pudo ver que estaba mucho más cómodo y despierto, como solía estarlo después de su baño.

Levantó la vista para mirarla con los ojos luminosos y llenos de gratitud mientras Ana procedía a peinar su cabello, maravillada por la belleza de las hebras plateadas que brillaban entre su pelo oscuro.

—¿Voy a ir a una fiesta? —preguntó con la voz quebrada.

—Sí, ¿por qué no? —respondió Ana correspondiendo a su traviesa sonrisa—. Y cuando haya terminado de peinarte yo también me peinaré para ir contigo.

Adam movió la cabeza con tristeza.

—Me temo que a esta fiesta tengo que ir solo —dijo.

Al oír esto, Ana dejó el peine. Él levantó una mano hacia ella en un gesto de simpatía, pero le faltaba fuerza para llegar a tocarla y Ana se acercó y tocó su mano con la mejilla.

—Perdóname —susurró—. A veces digo tonterías, y me temo que te voy a echar.

—Nunca te dejaré —dijo—. Te lo prometo.

—Pero una vez tuviste deseos de dejarme.

Ana se puso de pie y reanudó su peinado.

—Quería dejar la situación, no a ti.

—Porque te asustaba lo que pudiera pasar entre nosotros —dijo.

—Sí, eso era —respondió Ana.

En ese momento sus hombros comenzaron a temblar y Ana se alarmó por que pudiera estar sufriendo un ataque al corazón. El doctor Farrell le había advertido que en aquel estado de debilidad esto podía suceder. Pero cuando le miró a la cara se quedó de una pieza al ver que estaba riendo. Aquel hombre querido apenas podía reunir la energía necesaria para ello, pero su enfermedad no podía suprimirla.

—¿Qué es tan gracioso? —preguntó Ana, forzando una sonrisa, aunque tenía ganas de llorar.

—respondió—. Cuando pienso en cómo solías mirarme con esos grandes ojos redondos que tienes —la sonrisa abandonó su cara—. ¿Te sigo dando miedo?

—No —susurró Ana—. Sabes que no.

Satisfecho con su respuesta, volvió a posar la cabeza en la almohada y cerró los ojos. Su respiración volvió a ser uniforme y regular y los músculos de la cara se le aflojaron.

—Mientras estés conmigo, nunca tendré miedo —dijo Ana en voz más alta, pero no podía tener la certeza de que él la oyera. Esperó un momento para asegurarse de que no se había quedado dormido solo durante unos segundos y, cuando estuvo claro que se había sumido en un sueño profundo, arregló las mantas sobre sus hombros y se sentó en su silla a esperar a que volviera a despertarse.

El taxi que debía llevarme fuera del convento llegó mientras sonaba la campana que anunciaba la misa de la mañana. Sentada remilgadamente en el asiento trasero, vi mi reflejo en el espejo retrovisor y me sorprendió el aspecto tan diferente que tenía sin mi velo, como un adusto chico prepubescente. Echaría mucho de menos mi velo. Me sentía sensata y serena mientras lo llevaba puesto, pero era evidente que no lo bastante sensata ni serena. Pensé en lo fácil que me había sido aprender a recorrer los pasillos del convento. Mis movimientos eran siempre lentos y pausados, por lo que, cuando cogía un utensilio o un libro, parecía que era el Espíritu Santo el que levantaba el objeto en vez de mi mano mortal.

Mi única esperanza era que los próximos seis meses pasaran con la misma rapidez que mi postulado y que me presentara ante la madre superiora más casta, más obediente y más comprometida con la pobreza que nunca. Vería la santidad brotando de mi cuerpo como una luz que saliera de dentro. Tal vez levitaría ante sus propios ojos mientras le hablaba de mi amor por el Señor, o sería bendecida con los estigmas sagrados. Con los ojos llenos de pena y compasión eternas le mostraría las heridas sangrantes de mis manos y mis pies. Seguro que eso la convencería.

Miré de nuevo mi cabeza descubierta en el espejo y me recordó a la hermana Josepha la noche en que corrimos por la selva para salvar nuestras vidas. Como aquella noche, mi cuerpo se estremecía, el sudor corría por mis costados y no podía calmarme con pensamientos de santidad.

Llevábamos viajando diez o quince minutos cuando mi mente empezó a ocuparse de la perspectiva de conocer a la familia Trellis y de mudarme a su hogar. En mi pequeña maleta había guardado artículos de tocador básicos, algo de ropa interior, el vestido suelto de color azul (llevaba puesto el otro), dos blusas blancas, un camisón y un suéter azul marino. En voz baja, repetí lo que la madre superiora me había dicho para presentarme.

—¿Ha dicho algo, hermana? —preguntó el taxista, mirándome por el espejo retrovisor.

—No, discúlpeme —respondí, avergonzada por haber sido pillada hablando conmigo misma.

—¿De dónde es usted, hermana?

—Soy de El Salvador —respondí, contenta por aquella distracción de mis preocupaciones.

—Ah, salvadoreña —respondió, y comenzó a hablar en español—. Tengo vecinos de El Salvador. Se alegraron mucho de salir cuando lo hicieron. Dicen que las cosas están peor que nunca.

—La gente sigue sufriendo —coincidí con tristeza.

—He oído que, además de los asesinatos, están talando las selvas de las montañas y que cuando llueve los ríos no llevan más que barro —el taxista me lanzó una mirada comprensiva desde el espejo retrovisor—. Por supuesto, espero que no tenga familia allí.

Como siempre, hablar de El Salvador y pensar en el pasado me llenaba de vergüenza y de reproches a mí misma. Mientras que otros inmigrantes a los que conocía paladeaban todas las oportunidades para hablar de su país y recordar, para mí era muy diferente, así que le contesté apresuradamente que no me quedaba familia allí y cambié de tema.

—¿De dónde es usted? —pregunté.

—Soy de Mérida —respondió levantando la barbilla para que pudiera ver con claridad en el retrovisor su sonrisa sucia acentuada por unos cuantos dientes de oro.

—Ah, Mérida. Dicen que aquello es muy hermoso.

—Sí, es hermoso, pero todo el mundo es muy pobre —respondió, negando con la cabeza.

—¿Tiene todavía familia allí?

Al oír esto se animó.

—Sí que la tengo. Mi madre y mi padre viven todavía pero son muy mayores, y tengo cinco hermanas y tres hermanos, todos con hijos. Tengo tantos sobrinos y sobrinas que he perdido la cuenta. Creo que deben de ser unos treinta.

—¡Santo cielo!, y todos todavía en Mérida.

—Sí —dijo, poniéndose la mano derecha encima del corazón—. Yo soy el único pionero.

Durante el resto del trayecto el taxista me habló de los diversos pecados que sus hermanos y hermanas habían cometido. Entre ellos, robo, extorsión y abundantes dosis de adulterio y fornicación.

—No estoy seguro —dijo—, pero no me sorprendería que mi hermano también hubiera matado a un hombre. No me lo contarán porque saben que me volvería loco. Soy el único que no está completamente perdido en el pecado, hermana. Nunca falto a misa el domingo —dijo sin dejar de mirarme muy serio.

—No tengo ninguna duda de que Dios le recompensará —respondí.

El taxista asintió con felicidad.

—Espero que esté en lo cierto, hermana.

La madre superiora me había dicho que la casa de los Trellis no estaba lejos del convento, y no pasó mucho tiempo antes de que el taxi redujera su velocidad cuando comenzamos a circular por una calle bordeada de árboles. Nos detuvimos finalmente ante una intrincada puerta de hierro forjado, como las que había visto solo en la entrada de los cementerios y las iglesias. Entramos por el camino y continuamos hasta que fue visible una espléndida casa. El taxista silbó entre dientes.

Cuando nos acercamos pudimos ver que la mansión era de estilo español, lo que me recordó las recargadas haciendas que pertenecían a los propietarios de las plantaciones de café de mi país. Estaba flanqueada por muchos arcos elegantes y coronada por un elaborado tejado de tejas rojas que reflejaban el suave resplandor del sol de la mañana.

A nuestro alrededor el jardín era una explosión de color. Flores de todas clases brillaban con el rocío de la mañana y los árboles se elevaban como centinelas que nos saludasen. Todo estaba mantenido meticulosamente. Los arriates de flores estaban bien cuidados y el césped era una impecable alfombra verde. Aunque mucho más extenso y complejo, todo ello no era tan diferente del convento que tan bien conocía. No me cabía ninguna duda de que dentro de aquel hermoso santuario era posible olvidar la fealdad del mundo exterior. Pensar en ello de este modo me ayudó a respirar un poco mejor.

Como la tarifa del taxi estaba pagada por anticipado, di las gracias al conductor por sus excelentes servicios y lo vi alejarse sobre el camino de grava blanca y salir por la puerta, y me sentí como si hubiera visto por última vez a un amigo querido. Con mi pequeña maleta en la mano, noté la brisa en mi cabellera descubierta y mis orejas al aire, y comencé a tener escalofríos. Sintiéndome más pequeña que una mota de polvo, me di la vuelta y caminé hacia la casa, aplastando ruidosamente la grava en cada paso. Sabía que la madre superiora había informado a la familia Trellis de que llegaría temprano, pero aun así temía que despertaría a los moradores de aquella espléndida mansión. A las ocho de la mañana las hermanas llevaban horas levantadas, pero eso no pasaba en otros lugares. Sospechaba que la gente rica se levantaba tarde, y tal vez se perdía por completo la mañana.

Según avanzaba hacia la puerta principal, procuré mantenerme erguida por si alguien me estaba observando desde una de las muchas ventanas. «Nunca des por supuesto que no te están observando», decía siempre la madre superiora a las novicias, «porque sí lo están, si no ojos humanos, los ángeles y los santos en el cielo que nos echan un vistazo de vez en cuando». Y así, consciente de mi postura y centrando la atención en cómo me presentaría, me acerqué a la puerta principal hecha un manojo de nervios.

Levanté la mano para tocar el timbre, pero dudé cuando me di cuenta de que la puerta de complejo tallado parecía la entrada del mismo cielo. Aparté la mano del timbre y pasé los dedos por sus surcos y acanaladuras de múltiples niveles como si fuera un instrumento misterioso. Al estar tan cerca no podía determinar qué era, pero cuando retrocedí varios pasos contemplé dos hermosos pavos reales con las plumas de sus colas abiertas en abanico detrás de ellos. La hembra, más pequeña y recatada, estaba protegida por el imponente macho cuyo gran abanico de espléndidas plumas envolvía a ambos. Nunca había visto nada igual y podría haber estado allí de pie durante mucho tiempo admirando el arte de la talla, pero no podía entretenerme más. Di un paso adelante, enderecé los hombros y toqué el timbre.

Una sucesión de profundos tonos melancólicos resonó en toda la casa, y pensé que tendría que esperar varios minutos antes de que alguien llegara a la puerta. Me sentaría en el escalón de la entrada y esperaría hasta el mediodía si era necesario, pero no iba a tocar el timbre por segunda vez y correr el riesgo de parecer impertinente. Unos momentos después, sin embargo, abrió la puerta una mujercita de cabello gris y brillantes ojos azules que refulgían desde su rostro rubicundo. Llevaba un vestido de terciopelo azul con el cuello de encaje debajo de un delantal blanco y zapatillas deportivas y calcetines también blancos.

—¿Eres Ana? —preguntó alegremente.

—Sí. Me envía la hermana Pauline, mi madre superiora —respondí, olvidando por completo mi discurso de presentación.

—Bueno, yo soy Millie —dijo, con una sonrisa cálida y acogedora—. Soy la que recibe oficialmente, pero cuando no estoy recibiendo a las visitas me encontrarás normalmente en la cocina —abrió de par en par la puerta para que entrara—. Pasa, por favor, querida. Caramba —dijo mientras observaba con preocupación mi pequeña maleta—. ¿Esto es todo lo que traes?

—Sí, pero no necesito mucho —respondí.

Su cara se expandió en una radiante sonrisa.

—Muy bien —dijo—. Sígueme, por favor, Ana.

Mientras me precedía a través de la casa me habló de cómo esperaba la familia mi llegada, y de lo encantada que ella estaba de que el convento hubiera podido proporcionarles a alguien. Esto me ayudó a relajarme un poco, y mientras ella seguía parloteando admiré los retratos colgados de personas a las que supuse muertas hacía tiempo y los macizos muebles oscuros que acechaban en los rincones. La casa se parecía muchísimo a una iglesia. Había también varios vitrales, pero no estaban hechos con los colores típicos de las iglesias. Estos eran más delicados y en realidad pensé que así deberían de ser las ventanas celestiales, más llenas de luz que de color. En el interior encalado de la casa rayos de color apagado brillaban en todas partes, y mientras recorríamos el pasillo el cabello gris de Millie pasó del azul al amarillo y al naranja tostado antes de volver de nuevo al gris.

—Eres más joven de lo que esperaba —dijo, volviéndose hacia atrás para mirarme—. Flor debe de tener el doble de tu edad. Es la niñera que estaba aquí antes.

No sabía muy bien qué responder. ¿Aquello era bueno o malo?

—Tengo más edad de la que aparento —respondí, tras decidir que en aquella situación la madurez debía ser considerada un punto a favor—. Pero la gente piensa que soy más joven porque soy pequeñita.

—No me digas. Eso ya no funciona para mí —se echó a reír y luego se detuvo para mirarme de frente, con su buen humor desinflado de pronto por algo que le hizo pensar—. ¿Crees que podrás manejar a un niño extremadamente testarudo? —preguntó.

—Ese es mi don —respondí, avergonzada por haberme halagado de manera tan descarada—. Bueno, eso es lo que me dicen —concluí.

—Ya lo veremos —respondió encogiéndose bruscamente de hombros, y luego siguió avanzando por el vestíbulo—. Primero te enseñaré tu habitación, y luego al señor y a la señora Trellis les gustaría conocerte en el estudio. Teddy está por alguna parte. Se despierta muy temprano. De hecho, a veces creo que ese niño no duerme nunca —dijo en un tono exasperado.

—¿Teddy?

—Theodore, el niño al que tendrás que cuidar —dijo Millie—. Pero todo el mundo le llama Teddy.

Mientras continuábamos nuestro camino a través de la casa, hice todo lo posible por centrarme en el plano general. Si tenía que guiar a mi pequeño rebaño de uno por una zona tan enorme, tendría que saber dónde estaba.

Millie me condujo a través de varias habitaciones de diseño formal, todas ellas amuebladas primorosamente con los mismos muebles de tamaño excesivo. No había visto nunca tantos salones con chimenea, y no podía sino imaginar la nube negra que se formaría sobre la casa si todas ardieran a la vez. Seguimos caminando sobre alfombras antaño brillantes que ahora habían perdido brillo debido a los años de pisadas, y advertí que en algunos lugares la alfombra estaba raída y dejaba al descubierto retazos del tejido liso. Había juguetes diseminados por aquí y por allá, lo cual dejaba pocas dudas de que Teddy campaba a sus anchas en aquel enorme y fascinante patio de recreo.

—¿Vive la familia Trellis aquí desde hace mucho tiempo? —pregunté.

—Desde el principio de los tiempos —respondió Millie con un revoloteo de las manos—. La casa fue construida por Nathanial Trellis cuando no había por aquí otra cosa que campos abiertos y huertos de naranjos. Nathanial Trellis fue el tatarabuelo del señor Trellis. Acabamos de pasar por delante de su retrato. Era el anciano de la barba blanca y la pipa.

—Sí, creo que me acuerdo de él —respondí, sin estar ni mucho menos segura de lo que decía.

—Era un hombre extremadamente religioso y muy generoso con la iglesia. Hizo su fortuna en el negocio de los ferrocarriles, y un poco en las carreras de caballos para completar. Lamentablemente, sus hijos y sus nietos heredaron su amor por los caballos y el juego más que su religiosidad, y con el tiempo se vendieron incontables hectáreas de terreno para pagar las deudas de juego y quién sabe qué otras cosas.

Pasamos por delante de otro primoroso salón un tanto diferente de los demás porque contenía suficientes sofás y sillas para no menos de treinta personas, y en un rincón, cerca de una hilera de enormes ventanas en forma de arco, se hallaba un magnífico piano. En el convento había dos espinetas, pero nunca hasta entonces había visto un piano de cola y me quedé maravillada ante el tamaño del instrumento, la fina madera negra brillante y el aura mágica que irradiaba. Mientras lo miraba, casi podía oír la música regresando del pasado.

—Este piano es una rara joya —dijo Millie—. Es un Steinway con más de cien años de antigüedad, y fabricado por Henry Steinway en persona. Estoy segura de que vale una fortuna.

—¿Lo toca alguien? —pregunté.

—Ya no —dijo Millie, dándose la vuelta, pero no sin que antes yo percibiera cierto pesar en sus ojos.

—Tal vez a Teddy le interese recibir lecciones algún día —sugerí esperanzada.

—Quizá —dijo Millie, pero parecía deseosa de zanjar el asunto, y me condujo hasta un tramo de escalera cerrado cerca de la parte trasera de la casa—. Podíamos haber subido por la escalera principal, pero me gusta usar esta escalera de servicio: es más rápida.

—¿Está tu habitación aquí también? —pregunté.

—Lo estaba, pero cuando mi artritis comenzó a recrudecerse no tuve más remedio que mudarme abajo. Mi habitación está cerca de la cocina.

Mientras subíamos la escalera, Millie me informó de que mi habitación estaba al lado del cuarto de los niños, y que antes estaba al lado de la habitación de los padres de Teddy, pero que se había trasladado al ala este de la casa cuando el embarazo de la señora Trellis avanzó hasta sus últimas etapas.

—Teddy cogió la costumbre de bajarse de su cama en plena noche y acostarse con su madre y su padre. La señora Trellis no podía dormir mucho a causa de ello.

Una vez que llegamos al primer piso fue evidente que la escalera de servicio continuaba hasta un segundo piso. Esta escalera era semejante a la que acabábamos de subir, pero parecía que no se había limpiado ni abrillantado la madera en mucho tiempo y las paredes que encerraban la escalera estaban manchadas por años de mugre sobre la cual pude ver la huella de muchas manos pequeñitas.

Millie se dio cuenta de mi interés mientras yo dudaba y miraba el hueco oscurecido de la escalera.

—Ahí arriba no hay gran cosa, solo un montón de trastos viejos y muebles —dijo quitándole importancia con un ademán—. Siempre he querido hacer una limpieza a fondo y cerrarlo, pero parece que nunca encuentro tiempo.

—¿Es el desván? —pregunté.

—En realidad no —respondió Millie, de nuevo incómoda—. Una de las habitaciones se usa como trastero, pero la mayor parte del segundo piso es donde estaban situadas las dependencias de la servidumbre hace muchos años. Mi habitación también estaba ahí arriba —dijo señalando con la cabeza—. Pero las cosas han cambiado bastante desde entonces. Ahora tenemos un servicio de limpieza que viene dos veces a la semana y yo soy la única que vive aquí. Por supuesto —dijo, sonriendo de nuevo—, ahora tú también estás aquí, y yo estoy muy contenta por ello.

Mientras avanzábamos por el pasillo en dirección a mi cuarto, aflojé el paso para admirar la vista del patio allá abajo. Estaba bordeado por una elegante columnata y una colección de flores, y en el centro mismo se hallaba una piscina reluciente cuyo fondo había sido decorado con un vistoso mosaico de la misma pareja de pavos reales que había visto en la puerta principal. Pequeñas corrientes en el agua hacían que pareciera que las magníficas aves agitaban sus plumas en dirección a nosotras.

Cuando Millie me vio admirando la piscina de abajo, dijo:

—Hace unos años el patio apareció en la revista House and Garden. Oh, qué alboroto montaron. Fotógrafos dando vueltas por todas partes, diseñadores y periodistas actuando como si hubieran dado con el jardín del Edén cuando, al fin y al cabo, solo es un patio con una piscina.

—Pero es tan hermoso —dije, paralizada por las plumas azul verdoso que relucían debajo del agua. En aquel momento una mujer apareció desde el otro lado del pórtico. Llevaba un quimono negro y zapatillas, y el cabello castaño rojizo recogido en un moño en la nuca. Empujó la túnica de seda de los hombros y la dejó caer a sus pies, dejando al descubierto un conjunto de baño negro premamá. Me pareció asombroso que pudiera tener un aspecto tan elegante con aquella barriga tan grande. Era la longitud y la proporción de sus miembros, la curva exquisita de sus hombros y la garganta. Se deshizo de las zapatillas y se encaminó hacia la piscina. Levantó los brazos al tiempo que se doblaba ligeramente por las rodillas y se zambulló sin producir salpicaduras.

Millie negó con la cabeza y murmuró:

—La señora Trellis sabe que no debería hacer esos esfuerzos.

Miramos cómo la mujer nadaba el largo de la piscina, ida y vuelta, sin detenerse. Cuando estuvo en el extremo poco profundo, hizo una breve pausa para quitarse el cabello de los ojos y luego reanudó sus vueltas. Sus brazos y sus piernas se movían con suavidad en el agua, dando la impresión de que tiraba de ella una soga invisible de un extremo al otro. Parecía que, si quería, podía seguir nadando para siempre sin cansarse.

—Estoy segura de que podrás usar la piscina siempre que te apetezca —dijo Millie en tono amable.

Aparté la vista de la señora Trellis.

—Gracias, pero yo… no sé nadar —respondí.

—Válgame Dios, pensaba que todos los jóvenes sabían nadar. Hasta yo sé, pero a mi edad no me pondría un traje de baño ni loca —dijo tocándome ligeramente en el hombro.

Cuando llegamos al cuarto de los niños miramos dentro para comprobar si Teddy podía estar allí, pero lo único que vimos fueron juguetes y prendas de vestir esparcidos por todo el suelo y el mobiliario. En otro rincón había una complicada construcción de Lego, y en el otro una colección de animales de granja había sido embutida en la boca de un dinosaurio de peluche.

—Bueno, es indudable que se ha levantado —dijo Millie con un tono nervioso en su voz. Lo único que fui capaz de suponer fue que se le había encomendado cuidar de Teddy desde que la niñera se marchó. Sin duda era la más feliz de todos por mi llegada para hacerme cargo de él—. Es probable que esté abajo con su padre, la criaturita —dijo riéndose.

Mi habitación era sorprendentemente espaciosa y tenía una ventana grande que daba a la parte oriental del jardín. Había una cama de matrimonio con un cobertor amarillo de encaje, un armario empotrado y su propio cuarto de baño. No había visto nunca un dormitorio tan grande y lujoso, y mucho menos lo había ocupado. Parecía apropiado para la realeza, pero desde luego no para una joven que había pasado buena parte de su infancia viviendo en una cabaña con el suelo de tierra, y después en una pequeña celda de un convento. Me sentía completamente abrumada por ello, hasta tal punto que no me atrevía a dejar mi maleta en el suelo.

—Espero que estés cómoda aquí —dijo Millie.

—Es precioso, pero no necesito todo este espacio, y desde luego no necesito un cuarto de baño para mí sola. ¿No hay algo más pequeño? O tal vez pueda colocar una cama en un rincón del cuarto de juegos de Teddy.

Millie sonrió mientras cogía mi maleta y la tiraba encima de la cama.

—Ya te acostumbrarás —dijo, mirando su reloj—. Pero creo que deberías deshacer la maleta más tarde. El señor Trellis se ha quedado un poco más en casa esta mañana para poder conocerte, y estoy segura de que la señora Trellis se unirá a vosotros en cuanto haya terminado de nadar.

Descendimos por la escalera principal esta vez y Millie cojeó un poco mientras avanzaba, diciéndome que su artritis tenía preferencia por su rodilla y su mano derechas, lo cual no hacía más que demostrar lo malintencionada que podía llegar a ser una enfermedad, ya que ella era diestra. Al pie de la escalera giramos bruscamente a la izquierda y avanzamos por un pasillo que no había visto en mi primera excursión. Estaba revestido con paneles de madera oscura que le daban un ambiente especialmente sombrío, y una larga alfombra de color rojizo lo recorría de principio a fin. Millie se volvió y me susurró:

—El señor Trellis puede ser un tanto impaciente a veces, así que cuando te haga una pregunta te sugiero que la contestes sin rodeos, sin liarte demasiado. Es muy brillante y no le gusta perder su tiempo.

—Gracias, Millie, intentaré recordarlo.

Millie continuó, y su ansiedad iba en aumento a medida que avanzábamos por el pasillo, aunque daba la impresión de que hablar le calmaba un poco los nervios.

—El padre del señor Trellis era un conocido cirujano del corazón pero ni a Adam ni a su hermano Darwin les interesó la medicina. Creo que les disuadieron las muchas horas que su padre trabajaba, o quizá el carácter espantoso de su trabajo. No me parece que rajar a la gente y abrirla, ni siquiera con un fin noble, pueda ser muy agradable. Descuartizar un pollo es el límite absoluto para mí, y a veces hasta eso me hace sentir asco. De todos modos, Adam, para ti el señor Trellis, se hizo un nombre en las finanzas, y su hermano… —Millie sonrió a pesar de su nerviosismo—. Me temo que solo ha conseguido hacerse un nombre para sí mismo con las mujeres. Oh, es muy listo, y demasiado atractivo para su propio bien, pero me temo que no está muy centrado.

Siguió parloteando de este modo hasta que se detuvo ante una puerta que estaba ligeramente entreabierta y llamó. Sus nudillos apenas hicieron ruido en la densa madera. Entré detrás de Millie y contemplé una habitación oscura, grande y tenebrosa, con las paredes cubiertas de estanterías desde el suelo hasta el techo. Con la tenue luz que entraba por la ventana del extremo opuesto de la habitación vi innumerables libros. Pero lo que me llamó la atención, entre los libros y a su alrededor, fue la multitud de reproducciones anatómicas del cuerpo humano, como si los torsos hubieran sido desmembrados y después desollados de diversas maneras para dejar ver sus órganos internos. Había también placas y gráficos de diferentes tamaños y colores que cubrían cada centímetro de espacio disponible en las paredes.

Un hombre, que di por supuesto que era el señor Trellis, estaba sentado leyendo de espaldas a nosotras. Por la anchura de sus hombros y el grosor de su cuello pude deducir que era un hombre corpulento. De pronto sentí ansiedad. A excepción de la confesión, nunca había estado a solas con un hombre, y esperaba que Millie se quedase en la habitación hasta que la señora Trellis hubiera terminado su baño y pudiera unirse a nosotros. Con la atención centrada todavía en su libro, se dio la vuelta dejando ver unos severos rasgos angulosos y una espesa mata de pelo ondulado de color castaño que no parecía saber qué era un peine desde hacía algún tiempo. Era difícil imaginar que aquel hombre de aspecto corriente pudiera estar casado con la mujer refinada que había visto unos momentos antes. Parecía más apto para trabajar en una cantera, cavando zanjas o talando árboles que para estar en aquel mundo sofisticado. Un escalofrío se adueñó de mí y confié en que nuestra reunión fuera breve.

Millie se aclaró la voz.

—Disculpe, señor Trellis, pero la nueva niñera está aquí.

—Gracias, Millie —dijo, sin apenas mirarla.

Y para mi gran consternación se fue, sin ofrecerme nada más que una sonrisa de ánimo que apenas pudo aliviar mi ansiedad.

—Siéntese, por favor —dijo el señor Trellis, señalando una silla sin levantar la vista.

Me senté en la silla que tenía más cerca y esperé a que terminara su lectura. Crucé las piernas por los tobillos y después las descrucé. Alisé con las manos mi falda azul marino y examiné rápidamente mis cutículas para asegurarme de que estaban arregladas, que sí lo estaban. Cuando terminó, marcó con cuidado la página que estaba leyendo y levantó la cabeza para mirarme con unos ojos oscuros que ardían como ascuas en una cueva. Con todo, era evidente que estaba pensando en otra cosa y se mostraba reacio a dirigir la atención hacia mí. Sonreí con cortesía y esperé a que empezara él, pero aquello no pareció inminente. Salió de su ensoñación, un tanto enojado.

—Lo siento, ¿cómo se llama usted?

—Me llamo Ana —respondí con una cortés inclinación de la cabeza.

—Muy bien, Ana. La señora Trellis se reunirá con nosotros en breve. Mientras tanto… mientras tanto… —parecía no saber qué decir mientras se centraba y luego enfocó de nuevo sus ojos a mi cara—. Disculpe, ¿por qué está usted aquí? —preguntó, con un enojo en aumento.

—Estoy aquí para cuidar de su hijo —respondí.

—Ah, sí, sé que Millie ha estado haciendo averiguaciones, pero ¿cómo se enteró usted de que existía el puesto?

—La madre superiora me lo dijo hace unos días —respondí, agradecida por descubrir que era capaz de formular una frase coherente aun cuando mi corazón corriera al galope.

En ese momento advertí una chispa de interés que alteró ligeramente su impasible expresión.

—¿La madre superiora? Millie no me dijo que enviarían a una monja.

—En realidad no soy oficialmente una monja. Todavía estoy en el proceso de formación.

Sonrió, al parecer divertido al oír aquello.

—El proceso de formación suena como si fuera usted una ameba —me estudió por un momento, como si fuera la ameba a la que se refería. Luego se puso de pie, y su cuerpo emergió de la silla como un árbol que brotara de sus raíces. Era tan alto que temí que pudiera salirse por el techo—. ¿Le informó su madre superiora de que sería un puesto a corto plazo? —preguntó, mientras me miraba—. Nuestra anterior niñera, Flor, debe regresar de México dentro de unos meses.

—Sí, y eso me viene muy bien.

Rodeó su escritorio y se sentó en la silla que estaba enfrente de mí.

—¿Ah, sí? ¿Y por qué?

Negué con la cabeza, aturullada y abrumada por su proximidad. Parecía mucho más grande sentado delante de mí que detrás de su escritorio.

—Yo…, me gustaría continuar con mi noviciado. Tengo previsto tomar mis votos dentro de seis meses.

—Sí, desde luego —dijo, mirando hacia su escritorio. Tal vez estaba deseoso de volver a su lectura y acabar con aquella conversación trivial—. Y es usted de…

—Nací en El Salvador, pero llevo más de diez años viviendo en Estados Unidos.

Clavó su mirada en mí.

—Dígame, Ana, ¿por qué una mujer joven de El Salvador decide meterse a monja en estos tiempos?

La mente se me quedó de pronto en blanco, pero finalmente pude encontrar la respuesta que siempre me había parecido la correcta.

—Yo… fui llamada —tartamudeé.

—¿Ah, sí? ¿Por quién?

—Por Dios.

Pareció intrigado, o quizá solo intentaba pasar el tiempo.

—¿Entonces por qué está aquí?

—La madre superiora me dijo que pensaba que sería bueno para mí.

—¿Pretende decirme que ha tenido el raro privilegio de oír directamente la voz del señor del universo y está escuchando a un simple mortal?

Busqué una respuesta adecuada mientras mis ojos se cruzaban con su imponente mirada. Estaba segura de que nada de lo que dijera satisfaría la curiosidad y el intelecto de aquel hombre extraño. De pronto sentí que los músculos de mi cara comenzaban a temblar y tuve miedo de que pudiera echarme a llorar, pero logré recobrar la compostura.

—Yo… yo… creo que Dios habla a través de quienes tienen autoridad…, a veces…, no siempre —dije entre dientes, sintiéndome derrotada.

Aparentemente decepcionado con una respuesta tan anodina, se recostó en el respaldo de su silla y cruzó una pierna sobre la otra. De nuevo, me sentí molesta por el mero tamaño y la fuerza potencial que generaban sus movimientos. Se me ocurrió que con una mano podría, con un moderado esfuerzo, apretarme la garganta y estrangularme como había visto hacer a mi madre con los pollos en muchas ocasiones.

—¿Le ha mencionado su Dios algo de Teddy? —preguntó.

—No, no lo ha hecho —respondí.

—Pues entonces permítame que le informe yo en su nombre —dijo con un movimiento de cabeza condescendiente.

—Teddy da bastante trabajo. Exigirá toda su atención cada minuto del día que esté despierto e incluso en ocasiones cuando esté dormido, pues es propenso a las pesadillas. Millie lo está pasando mal, y mi esposa está fuera de sí.

—Estoy segura de que Teddy y yo nos llevaremos muy bien.

—Espero que tenga razón —dijo mientras buscaba con la mano algo que estaba en su escritorio. Al hacerlo, un torso descuartizado cayó de costado. Había sido abierto desde la base de la garganta hasta la pelvis, y la piel y los huesos se retiraron para dejar ver una disposición repulsiva de órganos con carne, venas e intestinos. Me estremecí al verlo.

—Mi padre era cirujano, de ahí toda la parafernalia médica que hay por aquí —dijo el señor Trellis.

Asentí y sonreí educadamente, incapaz de apartar la vista de la extraña escultura que tenía ante mí. Recordé la zapatilla deportiva blanca sola y el pie retorcido. Vi los intestinos rosados y azules derramándose sobre la tierra, y cerré los ojos.

—La fascinación y la repugnancia van de la mano, ¿no es así? —preguntó el señor Trellis, y abrí los ojos al oír su voz—. Cuando yo era un niño mi padre me dejó presenciar un trasplante de corazón. Es todo un espectáculo si se puede aguantar el hedor. Nunca lo he olvidado. De hecho, he llegado a pensar en ello como la vida luchando con la mortalidad y, por lo que recuerdo, es una lucha repugnante.

Asentí con desventura y aparté mi vista del espeluznante espectáculo.

El señor Trellis se inclinó hacia mí de tal manera que sus codos descansaban en sus muslos. Me observó con una expresión de lo más solemne, y me llamó la atención la longitud de sus dedos, que mantenía juntos como si estuviera en oración, mientras un fino vello oscuro brotaba de sus nudillos. Me asustaba, pero no podía apartar la vista de él.

—Es mucho más fácil reflexionar sobre los misterios de la vida y la muerte, meditar en oración mientras uno está arrodillado en su inmaculado santuario, inhalando el dulce olor del incienso y ensimismado ante la belleza del coro. Ese es el Dios antiséptico al que rinde culto, ¿verdad, Ana?

Lo miré anonadada, deseando desesperadamente que nuestra entrevista terminase.

Y de pronto mis oraciones fueron respondidas. La puerta se abrió de par en par y un niñito entró corriendo en la habitación como alma que lleva el diablo y gritando «¡Papá! ¡Papá!» a pleno pulmón. Se dejó caer en el inmenso cuerpo de su padre y se acurrucó en su regazo. El señor Trellis se puso tenso al recibir el abrazo de su hijo y luego le dio torpemente una palmadita en la espalda, a todas luces incómodo por el hecho de que yo fuera testigo de una escena tan tierna. No obstante, su adoración paternal era visible en sus ojos. Admiré la capacidad del niñito para querer a aquel hombre intimidante con tal coraje y abandono.

Al darse cuenta de pronto de que no estaban solos, Teddy se volvió hacia mí. Me miró fijamente durante un largo rato con sus enormes ojos de color marrón chocolate. Entonces, de repente, torció el gesto. Antes de que su padre pudiera decir o hacer nada para detenerlo, el niño saltó en dirección al escritorio de su padre, agarró un pequeño pisapapeles y me lo arrojó con toda su fuerza, pero era demasiado pesado para su bracito y aterrizó a unos pasos de su blanco.

—¡Teddy! —dijo el señor Trellis agarrando con fuerza a su hijo por los hombros—. Ana ha venido a ocuparse de ti, y debes tratarla con respeto.

Con la malicia acechando en sus ojos oscuros, Teddy negó violentamente con la cabeza y cerró con fuerza los ojos.

—Nana no gusta.

—¡Teddy! —gritó su padre—. Tienes que pedir disculpas a Ana ahora mismo.

Pero a Teddy no le motivó la orden de su padre. Por el contrario, logró de alguna manera zafarse de los brazos de él y corrió hacia la puerta con la misma excitación con la que había entrado unos momentos antes. Entonces se detuvo de pronto y dio varios pasos en dirección a mí, desafiándome con los ojos. Pero algo me dijo que le interesaba más el mundo que había a su alrededor que su capacidad para hacerlo doblarse y retorcerse conforme a su voluntad. Cuando se hubo acercado lo bastante para alcanzarme y tocarme, dijo:

—¡Nana caca pis! —y se echó a reír.

El señor Trellis se levantó pareciendo aún más alto que antes.

—¡Teddy! No vas a faltar al respeto a Ana de esta manera. Si no le pides perdón te llevarás una azotaina y te irás a tu habitación —dio un paso amenazador hacia su hijo, bloqueando el acceso del niño a la puerta, y Teddy comenzó a llorar a pleno pulmón.

—¡No, papá! ¡No! —gritó, mientras corría de acá para allá por la habitación como una ardilla loca mientras su padre intentaba atraparlo, pero su estatura lo ponía en desventaja. Cada vez que se acercaba lo bastante para agarrar al niño, Teddy lograba salirse fuera de su alcance, escabulléndose de él una y otra vez. La cara del señor Trellis comenzó a adquirir un tono rojo que no auguraba nada bueno mientras Teddy chillaba y se lo pasaba como nunca en su vida. Una o dos veces el niño se acercó lo bastante a mí como para haberlo agarrado y puesto fin a la persecución, pero me lo pensé mejor y, en cambio, metí los pies debajo de mi silla para que ni el padre ni el hijo tropezaran.

Gracias a Dios la puerta se abrió y la mujer a la que había visto antes en la piscina entró en la habitación.

—¡Mamá! ¡Mamá! —gritó Teddy mientras corría hacia ella—. ¡Papá hace daño a Teddy! ¡Papá mata a Teddy!

La señora Trellis estrechó entre sus brazos a su hijo al tiempo que ponía mala cara a su marido.

—Adam —dijo—. ¿Qué está pasando? Está literalmente temblando.

—Bobadas —respondió el señor Trellis—. Este niño no teme ni siquiera a Dios, y le debe una disculpa a Ana.

La señora Trellis giró su cabeza bellamente esculpida en mi dirección y sonrió lánguidamente. Su cabello estaba todavía húmedo y su piel clara relucía como porcelana iluminada por la luz de una vela. Sus facciones conservaban la refinada perfección de la infancia, pero no había ninguna duda de su atractivo adulto.

—¿Qué ha hecho Teddy? —preguntó. Me disponía a contestar cuando caí en la cuenta de que su pregunta no iba dirigida a mí, sino a su hijo. Teddy se tapó la cara con las manos y ocultó la cabeza en el abultado vientre de su madre. La señora Trellis reparó en el pisapapeles que estaba en el suelo—. ¿Ha arrojado Teddy algo a la nueva niñera? —Teddy asintió fervientemente con la cabeza y apretó con más fuerza sus manos sobre sus ojos—. Papá y mamá le han dicho a Teddy muchas veces que no tiene que arrojar nunca cosas a nuestras visitas. Ahora mamá y papá están muy tristes —dijo, torciendo el gesto, pero Teddy no reaccionó—. ¿Teddy lo siente? —preguntó con dulzura, y el niño asintió de nuevo sin despegarse de la barriga de su madre.

—¿Lo ves? —dijo, dirigiéndose a su marido—. Se avergüenza de sí mismo y lo lamenta.

Deprimido y cansado, el señor Trellis rodeó el escritorio y se sentó.

—Dejémoslo por ahora, Lillian —dijo, haciendo una seña con la cabeza en dirección a mí—. Ana está esperando.

Los ojos de color gris azulado de la señora Trellis me escudriñaron de pies a cabeza. Eran los ojos etéreos de la Virgen y sentí que me moría de vergüenza sometida a su inspección.

—Pareces demasiado joven. ¿Has cumplido ya dieciocho años? —preguntó.

—Oh, sí —respondí, ardiendo en deseos de complacerla—. Cumpliré veintidós dentro de unos meses.

Ella inclinó la cabeza hacia un lado y siguió estudiándome.

—¿Estás segura de que podrás cuidar de Teddy? Como ya has comprobado, puede llegar a ser de lo más enérgico.

—No tengo ninguna duda de que podré, señora Trellis. He trabajado ya bastante tiempo en un centro para bebés y niños pequeños. Y, según las madres, he sido la mejor maestra que han tenido —me sorprendí de la facilidad con que de pronto estuve dispuesta a presumir.

—Perdóname por haber sido tan directa, Ana, sé que a mi esposo le molestará que pregunte esto —antes de continuar miró de nuevo a su marido y sonrió aún con más dulzura. Era imposible imaginar que a él o a cualquiera pudiera molestarle una criatura tan angelical. Se dio la vuelta, con expresión seria—. ¿Estás dispuesta a proteger la vida de mi hijo con tu vida?

Hasta Teddy, que había mantenido la cara bien escondida, levantó la cabeza para ver y oír cómo respondería.

—Lillian, por favor —dijo el señor Trellis frunciendo el ceño—. ¿Es esto realmente necesario?

—¡Cariño! —dijo la señora Trellis jadeando—. Si algo le llega a suceder a mi Teddy no podría seguir viviendo ni dar a luz al hijo que llevo en mi vientre.

En ese momento, Teddy rodeó con los brazos a su madre y los mantuvo en un abrazo apasionado mientras ella se quitaba el fino cabello oscuro de su frente.

—Lo entiendo —dije mirando entre la expresión de póquer del señor Trellis y su esposa, que era el vivo retrato de la pena y el sacrificio maternos—. Quiere saber qué haría si se presentara una situación de emergencia.

—Sí, exactamente —respondió Lillian, al tiempo que lanzaba a su marido una mirada triunfal.

Me enderecé aún más en la silla y dije:

—Cuando Teddy esté a mi cuidado le prometo que haré todo lo que una madre haría para asegurarse de que nunca sufre ningún daño, aun en el caso de que esto signifique poner en peligro mi propia vida —y dicho esto, miré al señor Trellis, cuya expresión distante no había cambiado. Entonces, como si le hubiera indignado la escena que se desarrollaba ante él, volvió a sus libros.

Con una mano en los riñones y la otra agarrando la mano de su hijo, Lillian Trellis me honró con una inclinación de cabeza regia y dijo:

—Muy bien, entonces, Ana. Tengo el gran placer de darte la bienvenida a nuestra casa.

Dediqué los primeros días en la casa de la familia Trellis a seguir a Teddy por todas partes, y mientras él se escabullía como un pequeño roedor delirante con carta blanca en la despensa, intenté que participara en alguna clase de juego organizado. Era el trabajo más agotador que había hecho nunca, y me sorprendió que encargarme de un solo niño pudiera exigirme más que cuidar de una clase de veinte o más. Teddy era curioso y activo, por supuesto, pero la diferencia extenuante tenía que ver más con el tamaño de su terreno de juego. Tenía varias hectáreas e incluía tres edificios distintos —la casa principal, la casa de invitados y el garaje—, varias fuentes y una multitud de habitaciones llenas de un número infinito de lugares para esconderse. Resultó que el juego preferido de Teddy era el escondite, y yo estaba constantemente encontrando sus juguetes en sus lugares preferidos, debajo de las sillas, detrás de los armarios y en los muebles del vestíbulo. Los había también metidos debajo de los cojines de las sillas, e incluso colgando de los candelabros. Disfrutaba de manera especial lanzando sus juguetes más ligeros hasta donde no podía llegar, como satélites que pudieran ampliar su círculo de exploración.

Las únicas instrucciones claras que había recibido de la señora Lillian Trellis era mantener a Teddy lejos de la piscina, sobre todo en los momentos en que dejaba la puerta sin cerrar con llave durante sus baños matutinos. A Teddy le intrigaba la magnífica piscina y a menudo insistía en que nos entretuviéramos en sus proximidades para poder mirarla.

—Teddy nada en la piscina —decía, señalando al otro lado de la verja.

Y yo respondía:

—Tu mamá dice que te darán clase de natación muy pronto y entonces entrarás en la piscina.

Él daba una patada en el suelo y decía:

—¡No! ¡Teddy nada ahora, Teddy nada ahora!

Costaba cierto esfuerzo desprender sus dedos regordetes de la verja y distraerlo con otra cosa.

La hora de la comida era especialmente caótica. Por lo general, Teddy y yo comíamos solos en la cocina. Despreciaba su trona y prefería con mucho los asientos de la cocina, que giraban sin cesar sobre su base. Yo intentaba darle de comer mientras él daba vueltas, tras decidir que era mejor que perseguirlo por toda la casa con un plato de comida como había hecho Millie. Si Millie aparecía donde estábamos, negaba con la cabeza consternada. Yo pensaba que estábamos haciendo algunos progresos, pero a Millie no le impresionaba.

Al cabo de unos días había convencido a Teddy de que volviera a usar su silla alta contándole una historia de un lagartito que se convirtió en un dinosaurio gigante comiendo en su trona. Esta vez Millie se quedó impresionada y accedió a vigilarlo durante unos minutos mientras yo ordenaba el cuarto de los niños. A mi regreso a la cocina descubrí un animal de peluche de extraño aspecto que se asemejaba a un flaco mono de color rojo colgado de la verja de la piscina. Después del escondite, lo que más le gustaba hacer a Teddy era lanzar sus juguetes por encima de la valla y meterlos en el agua, el único lugar dentro de su inmenso patio de recreo donde se le negaba el acceso. Desenganché el juguete de la valla y fui directamente a la cocina con la criatura debajo del brazo. Millie estaba repantigada en la silla enfrente de Teddy, con trocitos de macarrones y queso colgados de su pelo y una imponente cuchara en la mano. Cuando Teddy me vio, su cara estalló en una sonrisa y extendió la mano hacia mí, con sus deditos arañando desesperadamente el aire.

—¡Elmo! ¡Nana encuentra Elmo! —gritó. Le llevé a Elmo y él lo abrazó apretándolo de forma increíble y le besó la punta de la nariz muchas veces. Luego me lo puso delante de la cara y dijo—: Besa Elmo. Elmo encantan besos —miré a Millie, que parecía no saber ya qué hacer. Solo pude imaginar cuántas veces se había visto obligada a besar a Elmo desde que Flor se marchó.

—Gracias por tu ayuda, Millie, me lo llevaré de aquí —dije, y le di a Elmo un beso grande en la nariz, como Teddy había hecho—. Hola, Elmo —dije—. Me alegro mucho de haberte encontrado. Ahora vamos a sentarnos juntos a ver cómo Teddy se come su almuerzo.

Teddy agarró entonces a Elmo y lo arrojó a la otra punta de la habitación. Chilló con placer cuando golpeó en la pared.

—Elmo vuela —dijo Teddy. Entonces agarró su almuerzo y lo arrojó con igual entusiasmo hacia la pared, pero su cuenco no voló ni mucho menos tan bien como Elmo, y aterrizó cerca de los pies de Millie, salpicando sus zapatos y el suelo a su alrededor con macarrones y queso.

—Creo que es la hora de mi siestecita —dijo Millie, meneando la cabeza con consternación mientras me dejaba con Teddy.

En mi segunda semana en la casa de la familia Trellis decidí que había llegado el momento de empezar a domar a Teddy. Me pareció que había tenido demasiados estímulos, demasiadas opciones y demasiado poca orientación. Comencé por disminuir el tamaño de su zona de juego, pero la hice más interesante. Teddy era como una pequeña chispa que saltaba, rebotando en las paredes, los muebles, los árboles, e intentando prenderse fuego pero sin encontrar nunca la intensidad o el calor necesarios para crear una llama duradera. Solo cuando tenía sueño aflojaba un poco el paso, y solo en esos momentos yo percibía que crecía la conexión entre nosotros. Al principio me tumbaba a su lado cada vez que él decidía reclinar la cabeza, algo que podía suceder en cualquier lugar de la casa o el jardín. Me sentía ridícula tumbándome en el suelo del comedor o en uno de los muchos salones formales, pero en la casa de la familia Trellis nadie prestaba mucha atención. En el caso de que Millie nos encontrase cuando se dirigía a la cocina, pasaba por encima de nosotros o daba un rodeo sin decir palabra.

Cuando dormía, a Teddy le calmaba agarrarme dos dedos y mirarme a los ojos mientras se chupaba el pulgar. Asentía o negaba con la cabeza para responder a mis preguntas, y se sacaba el pulgar para hablar solo cuando se apasionaba especialmente por algo.

—¿Tiene sueño Teddy?

Asentía.

—¿Nos vamos arriba a tu cama mullidita?

Negaba furiosamente con la cabeza.

—Si te portas bien y duermes en tu cama, cuando te despiertes podemos buscar bichos en el jardín.

Cerraba los ojos mientras lo pensaba, pero por la fuerza con que agarraba mis dedos podía decir que no estaba dormido todavía.

—Y después te leeré tu cuento preferido…

Su pulgar salía volando de su boca.

—Tres cuentos. Teddy quiere tres cuentos.

—De acuerdo, Teddy tendrá tres cuentos —respondía, y entonces me dejaba subirlo a su habitación.

Las rutinas diarias del señor y la señora Trellis se me escapaban. La única constante que percibía era que el señor Trellis se marchaba a trabajar antes de las ocho todas las mañanas, y Lillian Trellis se daba su baño matutino casi inmediatamente después. Aparecía a un lado de la piscina de los pavos reales con su bata y sus zapatillas y disfrutaba de varios largos prolongados y lánguidos, deslizándose sin esfuerzo sobre la superficie del agua de un extremo de la piscina al otro. Cuando había terminado, salía del agua como una sirena, se sacudía la larga melena de color castaño rojizo y entraba en la casa envuelta de nuevo en su bata. Cómo pasaba el resto del día era un misterio para mí. A menudo no la veía hasta las dos o las tres de la tarde.

El señor Trellis solía estar fuera, y cuando estaba en casa se recluía la mayor parte de su tiempo en el estudio, a veces hasta altas horas de la noche. Esto lo sabía porque la ventana del pasillo que estaba junto a la puerta de mi dormitorio daba al patio, igual que la ventana de su estudio. Tal como su padre me había advertido, Teddy sufría frecuentes pesadillas, y cuando acudía a consolarle a menudo veía una luz tenue encendida allí. Recordé que Millie me había dicho que el señor Trellis era brillante. ¿La gente brillante no dormía nunca?

Yo tenía cuidado de no cruzarme en el camino del señor Trellis, pero si por casualidad me lo encontraba podía contar con que él no reparase en mí. La mayor parte del tiempo pasaba rozándome, preocupado y hablando entre dientes para sí mismo.

No obstante, siempre me mantuve respetuosa y cordial, como habría esperado la madre superiora. «Hola, señor Trellis. ¿Cómo está usted hoy?», o «¿No hace un día precioso?», a lo que él solía responder con un gruñido, como si yo no me mereciera una o dos palabras totalmente articuladas.

Si Teddy estaba conmigo, se soltaba de mi mano y corría todo lo rápido que sus pequeñas piernas le permitían y saltaba a los grandes brazos de su padre, que siempre estaban listos para recibirlo. No obstante, el señor Trellis parecía incómodo con aquella exhibición de afecto, sobre todo si el niño estaba de humor para colmarlo con un aluvión de besos por toda la cara. Teddy era tan obstinado y violento con su amor como lo era con su rebeldía, y a veces su padre ponía fin bruscamente a estos intercambios. Cuando Teddy volvía a mí con lágrimas en los ojos después de que su padre le hubiera reprendido por ser demasiado enérgico o maleducado, lo abrazaba y lo consolaba lo mejor que podía y le animaba a ser más delicado, al tiempo que le aseguraba que su padre le quería muchísimo.

El señor y la señora Trellis tomaban sus comidas donde se les antojaba. A veces alcanzaba a verlos en el jardín de invierno contiguo a la cocina. En otras ocasiones comían en el comedor o incluso en su dormitorio, algo que a mí me parecía muy extraño. Millie se quejaba de tener que prestar «servicio de habitaciones» avisándolo con un momento de antelación, y a menudo conseguía mi ayuda para llevar la bandeja al piso de arriba, pero yo le estaba agradecida de que fuera siempre ella quien entrase en la habitación. Tenía miedo de lo que vería si entraba allí. ¿Estarían repantigados en diversas fases de desnudo? ¿Podría hallarme ante una escena íntima que me exigiera apartar de inmediato la mirada?

Una noche, antes de la cena, mientras Teddy y yo estábamos agachados en el patio buscando cochinillas en la tierra, los oí por casualidad por la ventana abierta del jardín de invierno.

—No puedo soportarlo más, Adam —dijo la señora Trellis—. Tú sales de este lugar todos los días, pero yo me siento como una prisionera. No puedo aguantar estar encerrada así esperando, solo esperando.

—Dentro de unas semanas tendrás al bebé y todo volverá de nuevo a la normalidad. Ya lo verás —su voz normalmente áspera era de una calidez irreconocible, casi tierna.

No dijeron nada en unos instantes, y luego ella dijo:

—¿Sabes lo que me levantaría el ánimo? Una fiesta… Oh, por favor, Adam, ha pasado mucho tiempo desde que di una fiesta.

—Eso es un montón de trabajo para ti, Lillian. ¿Por qué no nos vamos fuera unos días en vez de eso?

—Pero a mí me encantan las fiestas, y después de que venga el bebé pasarán meses antes de que me sienta lista para hacerla, y Ana es tan buena con Teddy, él no será en absoluto un problema que haya que resolver.

—Bueno…

—Oh, por favor, Adam, me haría tanto bien.

De pronto, Teddy me sobresaltó al lanzar sus brazos alrededor de mi cuello y apretar su mejilla contra la mía con toda su fuerza.

—¿Qué te pasa, Teddy? —pregunté riendo.

Me soltó y abrió su puñito, dejándome ver tres bichitos negros enrollados en forma de bola. Inspeccionó mis manos, primero una, luego la otra, y descubrió que yo no había encontrado ninguno. Luego seleccionó un bicho de su colección y me lo dio.

—Cuídala, Nana —me susurró al oído—. La cochinilla te quiere un montón.

Esa misma noche, cuando Teddy se había acostado, Millie y yo estábamos tomando una taza de té en la cocina.

—Flor nunca pudo conseguir que Teddy se durmiera con esta facilidad —dijo Millie mientras mordisqueaba una de sus galletas de limón caseras—. Nunca le he visto responder a nadie como lo hace contigo. ¿Le has hecho alguna clase de hechizo? —preguntó con una sonrisa.

—Teddy es un buen chico. Lo único que necesitaba era un poquito de organización y orientación.

—Bueno, las cosas están indudablemente más tranquilas y más agradables desde que llegaste.

—Gracias, Millie —respondí, muy complacida al oír decir aquello.

Millie empujó el plato de galletas de limón hacia mí.

—Bueno —dijo—. He oído que va a haber una fiesta.

—Sí, yo también he oído algo de eso.

—Pues creo que debes saber que las cosas serán un poco distintas por aquí durante un tiempo. Y en realidad no es exacto llamarlo «fiesta» —continuó Millie con una sonrisita de desaprobación—. Será más un espectáculo que una fiesta, y Lillian será el espectáculo más espléndido de todos —Millie esperó mi reacción a su comentario, pero yo no tenía ni idea de lo que quería decir, así que me serví otra galleta de limón.

—Se conocieron en una fiesta en esta misma casa, ¿lo sabías?

—¿Quién? —pregunté.

—Adam y Lillian, por supuesto —respondió—. Ella estuvo pegada a su lado toda la noche —dijo Millie—. Y lo atrapó de esa manera en que lo hacen algunas mujeres.

—Estoy segura de que la señora Lillian nunca tiene que hacer un gran esfuerzo para que los hombres se fijen en ella —dije.

Millie encorvó los hombros y me hizo una seña para que me acercara.

—Lo que quiero decir es que se quedó embarazada —susurró Millie, mirando por encima de su hombro—. Es la verdad, que Dios me asista. Conté los meses y apenas llegaron a siete.

Aparté la vista de los ojos abiertos de Millie, sintiéndome de pronto humillada.

—Si eso es verdad, entonces el señor Trellis no actuó como es debido.

—Bueno, creo que hizo una estupidez y una temeridad. ¿Quién sabe siquiera si es el padre? Debería haberla enviado al convento más cercano y dejar que las hermanas cuidaran de ella y de su bebé hasta que lo hubiera sabido con certeza. Tú la hubieras cuidado, ¿verdad, Ana?

Era extraño oír a Millie mencionar el convento y a las hermanas en aquel momento. Solo llevaba allí tres semanas, pero había estado tan absorta en Teddy y en adaptarme a mi nuevo entorno que no había pensado mucho en ellas. Daba la impresión de que mi vida anterior en el convento pertenecía por completo a otra época y a otra persona, y eso me disgustaba un poco.

Miré a Millie, que seguía esperando una respuesta.

—Por supuesto que habríamos cuidado de la señora Lillian y de su bebé, pero todos los niños necesitan una familia.

Millie se zampó y reventó otra galleta de limón en su boca.

—Alguna familia —dijo, con la boca llena de galleta de limón.

Una vez normalizado el horario de Teddy y cuando sus horas de sueño fueron previsibles, tuve más tiempo y energía para familiarizarme con lo que me rodeaba. Mi lugar preferido para sentarme era el borde de la fuente en el jardín de la parte delantera. Era un lugar musgoso y tranquilo donde los rayos de sol transformaban la neblina en refrescantes prismas de luz y color. En aquel lugar me sentía como suspendida dentro de una burbuja tranquila en la que podía rezar y meditar sin que nadie me molestara.

Prefería con diferencia el jardín a la casa, pero una tarde decidí dedicar mi tiempo libre a explorar el interior. En varias ocasiones cuando Teddy estaba jugando al escondite no había sido capaz de encontrarlo, y me preocupaba un poco tener que buscarlo en zonas que yo no conocía. A veces Teddy bajaba la escalera con los brazos en jarras y el ceño fruncido con cierta ferocidad.

—Nana no encuentra a Teddy —decía. En lo que a Teddy se refería, el escondite no tenía nada de divertido si no lo encontraba.

—Pero si te he estado buscando por todas partes —decía yo—. ¿Dónde te has escondido?

—Arriba —decía Teddy, señalando hacia el techo.

—¿En los dormitorios?

—No. Arriba, arriba —respondía Teddy con cierto desdén.

Yo sabía que «arriba, arriba» tenía que ser el segundo piso y, aunque Millie había dicho que nunca necesitaría subir allí, no me prohibió hacerlo. Me pareció que si Teddy se escondía en el segundo piso debía familiarizarme con él y decidí aprovechar la primera oportunidad que tuviera. La oportunidad se presentó una tarde cuando la casa estaba en silencio. El señor Trellis se había ido a trabajar como de costumbre y oí por casualidad a la señora Trellis informar a Millie de que estaría en el salón de peluquería y manicura la mayor parte de la tarde. Teddy estaba durmiendo y Millie también se había retirado a su habitación después del almuerzo para dar una cabezadita.

Subí por la escalera de servicio a oscuras hasta el segundo piso, con cuidado de ir despacio para que mis ojos se adaptaran a la escasa luz. Había telarañas colgando encima de las ventanas y en las paredes como mugrientos encajes rasgados. Aunque era un día soleado, las ventanas del segundo piso eran mucho más pequeñas que las del resto de la casa, lo cual hacía que el espacio se mantuviera oscuro y frío. Di varios pasos vacilantes hacia delante. El olor a humedad era denso en el aire, y me pregunté cómo podía Teddy esconderse en un lugar de aspecto tan siniestro. Pero no había ninguna duda de que lo hacía, pues a mitad de camino en el pasillo, nada más traspasar una de las puertas abiertas, divisé un miembro de peluche rojo brillante que sin duda pertenecía a Elmo. En mi camino para recuperarlo pasé junto a varias habitaciones pequeñas que contenían algunas piezas de muebles que habían sido cubiertos con sábanas oscurecidas por una capa tras otra de polvo. Me estremecí al pensar que Teddy pudiera haberse escondido debajo de aquellas sábanas donde podía haber viudas negras al acecho. Le preguntaría a Millie si se podían cerrar con llave aquellas habitaciones lo antes posible.

Recordé que me había contado que años atrás, cuando tenía más o menos mi edad, ella era una de las doncellas que vivían en aquellas habitaciones. Era fácil imaginar a muchas sirvientas yendo y viniendo afanosa y alegremente con sus delantales y cofias recién planchados mientras se ocupaban de sus quehaceres. Había incluso un artilugio anticuado en la pared exactamente igual que el que había visto al lado de la despensa de la cocina. Consistía en una minúscula campana y varios botones de cristal que correspondían a cada habitación de la casa. De este modo las sirvientas sabían exactamente en qué lugar de la casa se requerían sus servicios. Era difícil imaginar a Millie respondiendo alguna vez esa llamada, a no ser lanzando un zapato.

Agarré a Elmo por su pierna roja de peluche y entré en otra pequeña habitación semejante a aquellas por las que había pasado, pero encontré un cuarto mucho más grande que se utilizaba como trastero. La escasa luz me permitió ver varios montones de libros y baúles y cajas de todas las formas y los tamaños. Había pinturas al óleo alineadas contra la pared, así como dos maniquíes que el tiempo había hecho amarillear, uno mucho más grande que el otro. En la estantería más alejada mis ojos vieron una colección de pequeños bustos blancos y copas de plata deslustradas por el tiempo, algunas caídas de lado. Con Elmo firmemente agarrado contra mi pecho, di varios pasos para acercarme y cogí una de las estatuillas. Limpié el polvo con la pata ya polvorienta del peluche y vi que tenía grabado el nombre de Adam Montgomery Trellis. De hecho, al examinarlas con más detenimiento pareció que todas las estatuas de la estantería llevaban ese grabado, mientras que en las copas estaba grabado Darwin Bartholomew Trellis.

En ese preciso instante oí crujir las tablas del suelo en el pasillo detrás de mí. Al darme la vuelta vi a una mujer de pie en la puerta que me observaba. Era difícil distinguir su rostro entre las sombras, y mi garganta se tensó de miedo mientras mis ojos se centraban y volvían a fijarse en su silueta.

—Me pareció haber oído a alguien aquí arriba —dijo la mujer.

—Válgame Dios, me has asustado —dije, reconociendo al instante la voz de Millie, y me reí nerviosamente con la esperanza de que el sonido de mi risa ahuyentara mi miedo—. Teddy se ha estado escondiendo aquí arriba —continué, tendiendo a Elmo a modo de prueba—. Me pareció que debía subir a ver dónde podía estar metiéndose. En realidad, he pensado que sería más seguro para él que se cerraran con llave estas habitaciones, ¿no estás de acuerdo?

—Es probable que fuera más seguro para todos nosotros —respondió Millie con voz distraída. Miró la estatuilla que yo tenía todavía en la mano—. Ya veo que has dado con los trofeos —dijo con añoranza.

—¿Es eso lo que son? —pregunté—. No estaba segura.

Millie asintió.

—Darwin era un gran jugador de fútbol americano y Adam era un músico asombroso, un prodigio en realidad. Ganó casi todos los concursos de piano en los que participó, y había grandes esperanzas de que llegara a ser un gran concertista de piano, pero lleva años sin tocar.

Me quedé helada al oír que a alguien tan rudo y severo como el señor Trellis le interesara la música, y tardé unos instantes en asimilar lo que Millie acababa de decirme.

—¿Por qué no toca ya? —pregunté.

Los brillantes ojos azules de Millie se nublaron de tristeza.

—Después del accidente perdió todo interés en ello. No creo que haya pisado la sala de música desde entonces.

—¿Hubo un accidente? —pregunté, mientras colocaba de nuevo con cuidado la estatuilla en el estante.

Millie comenzó a hablar y luego se detuvo dos veces. Después se metió las manos por dentro del delantal y comenzó a moverlas en círculos agitados.

—Los chicos estaban en el instituto cuando sucedió. Se dirigían todos al recital de Adam, el señor y la señora Trellis y los chicos. Por supuesto tenían un chófer por aquel entonces, un chófer realmente maravilloso, pero había comenzado a llover intensamente y las carreteras estaban resbaladizas. No habían recorrido más que unas pocas calles cuando un camión irrumpió en la intersección y los golpeó a toda velocidad. Dijeron que con aquel aguacero el chófer nunca habría podido evitar la colisión —las manos de Millie se tranquilizaron—. Adam y Darwin sobrevivieron al accidente, pero el señor y la señora Trellis murieron en el acto.

—¿Y el conductor? —pregunté.

—También murió —dijo, agachando la cabeza—. Después de aquello dejaron que la mayor parte del personal se marchara.

—Qué historia tan triste. ¿Y tú trabajabas aquí en aquella época?

—Sí, pero no me habrías reconocido —dijo—. Tenía el pelo de color cobre y una cintura como Dios manda, puedes creerlo —me hizo una seña para que la siguiera por el vestíbulo hasta uno de los dormitorios más pequeños—. Esta era mi habitación —dijo con orgullo—. Y si miras por esa ventana podrás comprobar la vista tan estupenda que tenía del garaje —se rio y después suspiró mientras dirigía su mirada hacia la ventana—. La primera vez que lo vi fue desde esta misma ventana. Desde aquí podía verle entrar y salir cada día. Era un hombre muy animado y apuesto, era tan divertido estar cerca de él. Se llamaba Michael, pero todo el mundo le llamaba Mick. Mick y Millie: bien se merece un anillo, ¿no crees? —sonrió con cariño—. Éramos inseparables, y Mick solía decirme que éramos iguales que los dos pavos reales de la puerta y del fondo de la piscina. Mick y Millie, Millie y Mick —dijo, recreándose en el sonido de las palabras. Después me agarró de un brazo y me sacó de la habitación y me llevó por el pasillo.

—¿Y qué ha sido de Mick? —pregunté.

—Ya no está —respondió Millie con un suspiro—. Era el chófer que murió con el señor y la señora Trellis, y también era mi marido.